Capítulo 12

Otra de las verdades universalmente aceptadas es que toda mujer que se precie ve el cambio de estación como una oportunidad inmejorable para renovar su vestuario. Con más o menos dinero, con mejor o peor gusto, la mayoría dedicamos más de una tarde a pasear por el centro y nos dejamos seducir por esos maniquíes femeninos de formas perfectas que, ahora que anuncian la proximidad del verano, se sientan lánguidamente ataviados con ropa ligera y gafas de sol.

Debo admitir que he dedicado el sábado a ir de compras y que, cuando llego a casa cargada con más bolsas de las que puedo llevar con ambas manos, me siento deliciosamente consumista y frívola. Los días ya se alargan y aunque son casi las siete de la tarde, un sol ya lejano sigue entrando por los ventanales de mi habitación. Como una niña, saco la ropa de las bolsas y la cuelgo con cuidado en el vestidor; luego hago lo mismo con los zapatos aunque dejo a mano un par de sandalias nuevas, de tacón alto, que son sin duda la mejor adquisición del día.

Las últimas dos semanas he estado tan atareada que apenas he tenido tiempo para pensar en nada aparte de Aitor, el hotel de Donostia, y cómo reorganizar un negocio que el desalmado de mi hijastro hizo lo que pudo por hundir en la miseria. Lo único que Aitor había pagado en los últimos meses habían sido los sueldos de los empleados, de manera que, además de esa maravillosa carta, su huida nos dejó un montón de deudas con distintos proveedores que no protestaban ya que, en realidad, Lugares Secretos siempre había abonado las facturas puntualmente. Tuve que quedarme en Donostia casi una semana más de lo previsto, saldar las deudas y reorganizar al personal, así que empecé a añorar el sol de Barcelona. No llovió durante todos los días, pero las nubes fueron una presencia constante, la advertencia muda de que la primavera no era allí sinónimo de calor.

Durante esa semana en Donostia volví a pasear varias tardes por el mismo lugar donde conocí a David, aunque estaba segura de que no me cruzaría de nuevo con él. Sin embargo, por esas malas pasadas que nos juega el subconsciente, más de una vez me paré en seco, convencida de que era él el que caminaba hacia mí o el que tomaba café en una de las terrazas del paseo. Supongo que estar sola en una ciudad que tampoco conocía demasiado acentuaba esa sensación de nostalgia… En cualquier caso, transcurrida una semana, conseguí colocar a David en ese rincón de la memoria reservado a encuentros fugaces, y aunque alguna noche se rebelaba y se abría paso en mis sueños, de día estaba demasiado ocupada para romanticismos ñoños. Además de los problemas ya mencionados, y de localizar a Aitor para ajustar cuentas con él, tenía otra preocupación que en un primer momento me agobió mucho, pero que, como todas, también fue desvaneciéndose con el paso del tiempo.

En algún momento de aquel fin de semana perdí el móvil silencioso, aunque no me di cuenta hasta el domingo por la tarde. Recordaba haberlo usado en el paseo para anular la próxima cita y era lógico pensar que había vuelto a guardarlo en el bolsillo de la gabardina. Quizá se me cayó allí mismo o quizá en la taberna, cuando salí precipitadamente, aunque también podía haberse extraviado en cualquier momento del día siguiente. Al principio sentí casi pánico al pensar que David podía haberlo encontrado. Era una posibilidad remota, sí, pero la idea me desazonaba. Me alegré de haberle dado un nombre falso, de haber forjado una identidad distinta para él que, como mínimo, me ponía a salvo si por azar el dichoso teléfono había acabado en sus manos. En cualquier caso, debía tener más cuidado en el futuro: un descuido como ese era imperdonable para alguien que, como yo, valoraba tanto la discreción. Además, al malestar de la pérdida se unían otros inconvenientes de orden práctico. Con lo agradable que resulta recibir mensajes de los sumisos, más aún estando lejos de casa, durante los días de Donostia tuve que conformarme con los textos, mucho más fríos, del correo electrónico. De todos modos, cancelé la línea y los avisé por email de un cambio de número: tampoco hacía falta que supieran más.

Por suerte, todo parece haber vuelto ya al orden normal, me digo satisfecha tras comprobar que el nuevo móvil silencioso está a buen recaudo. Miro el reloj y me doy cuenta de que debo ir a la ducha: tengo el tiempo justo para arreglarme e ir a recoger a Diana, con la que he quedado para cenar para que, de paso, me cuente el siguiente capítulo de su culebrón particular. Aunque no soy la más adecuada para dar consejos, me digo mientras pienso en la escena vivida con Jon el domingo anterior. Bajo la caricia del agua tibia me pregunto por qué hay hombres a los que una se entregaría sin pensarlo y otros con quienes, llegado el momento de la verdad, el cuerpo se resiste a dar ese paso. Sé que Jon desea hacerme el amor y ahora, sin tenerlo delante, casi me apetece. Es educado, fuerte, atractivo. Todo lo que busco en un amante… Pero hay algo que me frenó la semana pasada; de repente, sin avisar, mi cuerpo se quedó frío, el deseo desapareció sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Tal vez porque por fin me había decidido a entrar en la sala que llevaba dos años cerrada. Tal vez porque todo había sido demasiado intenso, incluso para mí.

Regresé de Donostia el sábado por la tarde y lo primero que hice, sin tan siquiera deshacer la maleta, fue dirigirme al tocador y coger la llave de la sala de juegos. Todas las vacilaciones que me habían asediado hasta entonces quedaron aplastadas por una férrea voluntad y caminé con paso decidido hasta la puerta, metí la llave en la cerradura y antes de tener tiempo de arrepentirme la giré y abrí. Di un paso adelante y tanteé la pared buscando el interruptor: una luz azulada se apoderó del espacio de paredes grises y muebles oscuros. Respiré hondo, entré y cerré la puerta a mi espalda.

Es una habitación sin ventanas, absolutamente interior, en forma de ele. Las luces, pequeños focos de un azul frío, están diseminadas para crear rincones oscuros y para dar un ambiente casi onírico a aquel espacio. Cuando Alberto la diseñó, me negué a aceptar esa sordidez que se asocia a la palabra mazmorra, que tanto les gusta a los puristas del BDSM, ni los rojos vivos que les confieren aspecto de burdel barato. Quería un espacio morboso pero agradable, un lugar donde tanto nosotros como los sumisos se sintieran cómodos. A medida que iba entrando los recuerdos fueron tomando forma: la pequeña barra situada en el lado izquierdo, provista de cuatro taburetes altos; el gran futón de sábanas grises que ocupaba la pared de enfrente, en el que Alberto y yo hacíamos el amor observados por sumisos tan celosos como atentos. Avancé despacio hasta llegar al final y me detuve en la parte más oscura, la prolongación de la sala: la zona de juegos propiamente dicha. Encendí otra luz; recordaba perfectamente lo que vería y aun así me sorprendió encontrármelo ahí. La cruz de San Andrés al fondo, con las argollas colgando de la pared como ramas secas; a su lado, en un cesto de mimbre, las varas de bambú de grosores distintos que Alberto coleccionaba con afición. Quizá había sido su educación británica, pero adoraba el silbido de aquel instrumento cuando se elevaba en el aire y las líneas paralelas que dejaba en las nalgas de sus sumisas traviesas. En la pared, justo al lado de la cruz, una tira de madera negra sujetaba otros instrumentos de castigo: un par de martinets, las fustas y un látigo de verdad que, en realidad, era más atrezzo que otra cosa, ya que no recordaba haberlo visto nunca en acción. Servía, eso sí, como amenaza, y en alguna ocasión Alberto lo había hecho restallar contra el suelo para luego deslizarlo con exquisito cuidado por la espalda de una esclava atada a la cruz. En esa situación, el miedo es tan intenso que el latigazo ya es innecesario. Y, aunque para algunos seamos locos, el dolor que se inflige siempre está absolutamente calculado: jamás golpear en el pecho o en la zona lumbar, ni tampoco por debajo de las nalgas, donde se inicia la pierna.

A un lado de la cruz descansaba el cepo —un rectángulo de madera con dos orificios para las manos y uno para la cabeza—, y al otro, una jaula de dimensiones considerables. Un pequeño armario de madera negra ocultaba el resto de los juguetes: vibradores, dilatadores anales, pinzas para los pezones, guantes de látex, cuerdas, antifaces y máscaras. Y, por último, estaban los espejos a ambos lados de la pared, estratégicamente colocados para que tanto sumisos como Amos pudieran disfrutar del placer de mirar. En este mundo de sensaciones fuertes, a veces resultaba tan excitante observar como participar en el juego.

De repente pensé que faltaba algo y volví hacia la barra. Apreté un botón y la música empezó a sonar por los pequeños altavoces disimulados en el techo. Miles Davis, Kind of Blue. Sentada en uno de los taburetes, me serví un poco de whisky y dejé que la trompeta del músico negro me acariciara los oídos y llenara mi mente de recuerdos que, por fin, me sentía capaz de revivir.

Al día siguiente, por la tarde, decidí ponerme el equipo clásico del Ama dominadora. Lo usaba poco, aunque de vez en cuando caía en la tentación. No es un atuendo que me guste, pero a algunos hombres les excita esa minifalda estrecha que parece de plástico, las botas altas y el top escotadísimo. Me maquillé con discreción, pero remarqué los labios con una generosa capa de carmín y me sequé el pelo con el difusor para darle más volumen. Cuando me miré en el espejo para aplicarme unas gotas de perfume en el cuello pensé que hacía tiempo que no me veía tan convencionalmente sexy. A las seis en punto, tal y como habíamos quedado, Jon llamó a la puerta principal.

Noté la admiración en sus ojos en cuanto cruzó la puerta y se inclinó para darme un beso en la mejilla. Una de sus manos se apoyó levemente en mi cintura; la otra seguía a su espalda.

—Para ti —susurró, y, cual mago de circo, me entregó una flor blanca que llevaba en la mano escondida.

—Gracias —era preciosa, pero no desprendía olor alguno—. Como ves, cumplo mi parte del pacto —le dije, con una sonrisa—. Ven conmigo.

Subió la escalera detrás de mí y durante el breve trayecto sentí su mirada rozándome las caderas. El vestido era tan estrecho que me obligaba a caminar con un contoneo lento e involuntariamente provocativo. Lo llevé hasta la sala de juegos y serví un par de copas para los dos.

—Hacía mucho que no venía a esta parte de la casa —dijo él acercando su vaso al mío en un brindis antes de tomarse el contenido de un solo trago.

—También yo —repuse en voz baja. El carmín dejó un rastro rojizo en el cristal—. No es fácil abrir algunas puertas.

Se sirvió un segundo trago y eso me preocupó un poco. La bebida no es buena para estos juegos…

—Recuerda —le advertí—. Puedes mirar, pero no hablar ni intervenir. Él está advertido de tu presencia, pero no quiere verte.

—A sus órdenes —sonrió—. Me encantará contemplarte en acción. Sería mejor si tuvieras una esclava, pero tendré que conformarme.

Me reí.

—Es el sueño de todo Amo, ¿no? Disfrutar de una esclava y de una dominante en una misma sesión.

Se encogió de hombros.

—¿Quién no tiene sueños? Y al fin y al cabo, querida, es lo que vas a hacer tú.

Miré el reloj de pulsera.

—Está a punto de llegar. Llévate el taburete si quieres y siéntate en esa esquina. Recuerda —insisto—, no te verá, ni tú tampoco le verás la cara.

Don’t worry. Me portaré bien.

Pero una tercera copa y luego una cuarta empezaron a hacerme dudar de toda la situación que yo misma había propiciado. Aparté la bebida de su alcance y encendí la música, para que el gesto quedara más disimulado. Aun así, su mano grande se cerró sobre la mía y sobre la botella.

—Ya es suficiente, Jon…

—Querida, el esclavo es el otro —me dijo al tiempo que me miraba fijamente a los ojos. Sus dedos pasaron de sus labios a los míos en forma de beso fugaz—. No lo olvides.

El timbre de la puerta interrumpió la conversación. Le dirigí una última advertencia en tono muy serio y, con una sonrisa poco alegre, se rindió.

Okey. No más whisky para Jon. En cuanto empiece el espectáculo ya no lo necesitaré.

Me guiñó un ojo y recuperé la confianza. De camino a la puerta, me repetí que había sido una buena idea, que podíamos pasarlo bien todos, que aquella noche podía ser el inicio de una amistad distinta… Antes de abrir pensé que hacía seis meses que no veía al sumiso al que en pocos minutos tendría desnudo a mis pies. No era un individuo fácil, y en cuanto le tuve delante, al otro lado de la puerta, comprobé que no había cambiado. En su rostro se apreciaba la mezcla de aprensión y deseo que se apodera de ellos justo antes del castigo. Algunos, como mi Adán futbolista, lo viven con más naturalidad y con un cierto hedonismo; otros, como el hombre que tenía ante mí, más habituados a dar órdenes en su vida cotidiana que a obedecerlas, lo hacen presionados por una urgencia que ni ellos mismos comprenden. Por eso se alejan y vuelven, porque su felicidad nunca va sola: siempre aparece mezclada con vergüenza, remordimientos e incapacidad para aceptarse a sí mismos tal y como son.

Llevaba el pelo más corto que la última vez que lo vi, meses atrás, pero ese era el único cambio apreciable en él. En su vida diaria era directivo de banca, estaba divorciado y tenía al menos un hijo, una niña, creo. Esa tarde venía con traje y corbata, tal y como yo le había indicado. Desde el principio de los encuentros, me di cuenta de que no sería un sumiso fácil de llevar, pero había algo en él, en aquel cuerpo absolutamente depilado y a la vez viril, en su resistencia a entregarse al placer de forma completa, que espoleaba mi parte más dominante.

—Sígueme —le dije.

Lo hizo, aunque se mantenía a distancia, con la vista baja. Él nunca había entrado en la sala de juegos, así que, aunque le había advertido de que la sesión sería distinta, no sabía bien adónde nos dirigíamos. Entré en la habitación y su mirada paseó, nerviosa, por la penumbra. Seguía sin atreverse a mirarme a la cara.

—Desnúdate —ordené en voz alta al tiempo que cerraba la puerta.

Lo hizo, y al punto recordé otra de las razones por las que había seguido viéndole a pesar de que no solía complicarme la vida con sumisos que sufren más que gozan: verlo despojarse lentamente de la chaqueta, aflojarse el nudo de la corbata y quitarse la camisa y el pantalón… Nada en él sugería la obediencia que llevaba dentro y eso, debía admitirlo, me volvía loca. Era el clásico hombre, elegante, de espaldas anchas y brazos fuertes, que una imaginaría protagonizando una comedia romántica redimiendo prostitutas. Incluso las canas incipientes que brillaban en su pelo le hacían más atractivo en lugar de envejecerle. Y sin duda hay algo abrumador en tener a un hombre, un macho que se cree nacido para mandar, bajo el poder de tus palabras. Verlo desnudo casi me hizo olvidar a Jon, que estaba sentado en uno de los rincones oscuros de la sala. Desde allí no podía ver, aunque sí podía oír.

La ropa estaba en el suelo y cogí la corbata. Volví a deslizarla por su cuello y tiré de ella. En cuanto el nudo le apretó un poco, cerró los ojos. Se cubría los testículos con ambas manos, como si se avergonzara de ellos.

—Has sido muy malo y lo sabes —murmuré—. Pero al final has vuelto. ¿Por qué?

—No podía estar sin ti. No podía estar sin… esto —apenas podía hablar y aflojé la presión.

—¿Quieres ser mi esclavo de nuevo?

—Sí.

—¿Sí qué? —tiré con fuerza del nudo de la corbata. Su cuello se tensó y al mismo tiempo empezó la erección. Sin poder evitarlo, deslizó una mano por su miembro.

—Sí, señora —susurró, y solo decirlo le excitó tanto que estuvo a punto de masturbarse.

Le aparté la mano y solté la corbata.

—No tienes derecho a verme, ni a tocarte.

Asintió con la cabeza.

—Dilo en voz alta.

—No, señora.

Cogí un antifaz negro que tenía preparado; era ancho, así que con él le cubrí los ojos y gran parte de la cara antes de atarle las manos a la espalda con una cuerda del mismo color. Estaba bellamente indefenso. Tirando suavemente de la corbata le guié hasta la barra e hice que se arrodillara; justo después me senté delante de él, en uno de los taburetes altos, y me descalcé.

—Busca mis pies, esclavo. Búscalos con tu lengua.

Lo hizo, y mientras notaba la caricia de su boca en los pies vi a Jon que, sentado a distancia, sonreía como lo haría un lobo antes de saltar sobre un animalito indefenso.

Con el pie rocé los testículos del sumiso y al hacerlo noté que mis pezones se endurecían. Me desabroché la parte delantera del vestido y empecé a tocarme, para que Jon lo viera. Ser el centro de atención de los dos hombres de la sala me excitaba. El sumiso, de rodillas, atado de manos y ciego a todo, intentó apoyar la cabeza en mi regazo. Sabía que no debía permitírselo y, aunque me apetecía sentir sus labios en los muslos, lo aparté.

—Hoy no. No lo mereces. Además —le susurré al oído—, otro disfrutará de mí esta tarde. Otro que no serás tú. Así aprenderás a venir a verme con regularidad.

—Sí —susurró. Levantó la cara y, aunque no podía verlos, sentí sus ojos clavados en mí—. Castígame, por favor. Azótame.

—Ni siquiera eso debería hacerte…

—Por favor.

Hay algo maravilloso en que alguien te suplique el castigo. Algo a lo que ningún Ama puede resistirse. Cogí uno de los látigos de colas de la barra y lo sacudí en el aire para que reconociera el sonido. En ese momento, sin que estuviera previsto, la música se apagó. Y ya solo se oyó el ruido de los azotes que le caían sobre los hombros, sus gemidos de placer y de dolor, y, a lo lejos, la respiración jadeante de Jon, que me miraba con un deseo tan intenso que por un momento estuve tentada de arrojar el látigo y permitir que el esclavo aliviara el ardor que crecía dentro de mí con la humedad de su lengua. Cuando terminé de flagelarlo, vi que Jon se había levantado de su asiento y supe que, en cuanto el esclavo se marchara, se arrojaría encima de mí como una bestia hambrienta.

Dejé el látigo, tiré de la corbata para que levantara la cabeza y le di un beso en la frente.

—¿Volverás cuando te llame? ¿O desaparecerás de nuevo?

—Volveré —su voz sonaba entrecortada, y esta vez no era culpa de la presión sobre el cuello, sino de la enorme excitación que no le dejaba hablar.

—La próxima vez dejaré que me toques, y serán mis manos, y no el látigo, las que acariciarán tu espalda —le di un segundo beso en la frente y me levanté—. Ven conmigo.

Lo guié hasta la ropa, le desaté las manos y le quité el antifaz. Un rubor intenso se había adueñado de sus mejillas; se vistió rápidamente, aunque tuvo cuidado al subir la cremallera del pantalón. La erección seguía allí. Sonreí pensando que se masturbaría en cuanto saliera de casa, en el coche incluso, y que el recuerdo de mi voz y mi látigo acompañaría sus fantasías durante más de una noche. Abrí la puerta de la sala y le despedí desde lo alto de la escalera; él se marchó sin mirar atrás. Esperé a oírlo salir de casa para volver a entrar en la sala. Casi no tuve tiempo, los brazos de Jon me agarraron con firmeza y me arrastraron hacia el futón. Me resistí a tumbarme y permanecí de pie, abrazada por él. Lo deseaba, sí, deseaba culminar ese orgasmo que se había iniciado poco antes, mientras azotaba a uno bajo la mirada anhelante del otro. Jon hizo saltar los botones del vestido y hundió la cara en mis pechos. Sentí un mordisco leve y luego otro más fuerte. Nunca me ha gustado el dolor, y lo aparté con decisión. Entonces su boca buscó la mía y el olor a alcohol me provocó náuseas. Su mano hurgaba entre mi falda, su brazo me tenía aprisionada contra sí. No soy una mojigata y me gusta el sexo salvaje, pero esa urgencia excesiva, desconsiderada, me enfriaba. Se lo debo, pensaba. Sabía que no era justo excitar a un hombre para luego dejarlo a medias… Y entonces, misteriosamente, la música se puso en marcha de nuevo. Los acordes de Davis inundaron la sala y, sin querer, mi mente conjuró el recuerdo de Alberto después de una de las sesiones de juegos: su amabilidad, sus besos cariñosos, el orgullo que destilaba su voz. Todo había sido tan distinto a lo que estaba sucediendo en ese momento que por un momento necesité detenerme y me zafé de los brazos apremiantes de Jon.

—Para… Para un momento, por favor.

La bofetada me pilló por sorpresa y, aunque no me dolió, sí me llenó de una mezcla de furia y de vergüenza.

—¿Es esto lo que quieres, zorra? —preguntó.

Di un paso atrás.

—Márchate —la ira apenas me dejaba hablar—. Te lo digo en serio. Vete.

Jon tragó saliva; su cuerpo seguía en tensión, decidiendo si atacar o retirarse. Sostuve su mirada. Por fin, sus buenas maneras ganaron la partida al instinto más animal. Levantó las manos en señal de rendición.

—Perdona —me dijo—. No debería haberte pegado.

No respondí. Quería salir de allí, así que anduve hacia la puerta y la abrí de par en par.

—Irene —insistió viniendo hacia mí—, quiero que sepas que no volverá a ocurrir.

—De eso no tengas ninguna duda, Jon —le contesté con frialdad.

—Lo siento. A veces es difícil controlarse. Tú lo sabes.

—Es más fácil si uno no se ha tomado media docena de whiskies.

—¿Me perdonas? —repitió.

Suspiré.

—No se trata de perdonar o no. Simplemente esto no ha sido una buena idea. Eso es todo. Deja que pasen unos días y hablamos, ¿de acuerdo?

Asintió y, exactamente igual que había sucedido con el sumiso castigado, le vi salir desde lo alto de la escalera. Se marchó compungido y debo admitir que tampoco yo estaba contenta conmigo misma. Sin querer, volvieron a mi cabeza las palabras que David pronunció en la taberna. «Dicen que lo importante en la vida es tener un plan, saber lo que uno quiere. Pero a veces da lo mismo, un golpe de viento y todo salta por los aires». Tenía razón, aunque era aún peor cuando una ni siquiera sabía lo que quería en realidad.

Y sigo sin saberlo, pienso mientras termino de vestirme ante el espejo del tocador. De momento solo sé que necesito tiempo y espacio. Nada de sumisos este fin de semana. Nada de sexo. Solo una cena agradable con una amiga que no tiene nada que ver con ese mundo.

Recibí un ramo de flores de Jon con otra nota de disculpa y pensé en llamarle, pero decidí aplazarlo para la semana próxima.

Paso por delante de la sala de juegos en dirección a la puerta y al salir me doy cuenta de que han repartido ya el suplemento dominical del día siguiente. Me paro un momento para abrirlo, y sí, tal y como me habían avisado, allí estoy. Sonriente como una esfinge, pienso. Una nunca se gusta en las fotos. El titular reza: «Hace falta pasión, aparte de cabeza, a la hora de llevar un negocio». Podría ser peor, pienso. Ahora no dispongo de tiempo para verlo con calma. Odio llegar tarde y Diana debe de estar esperándome ya.