Capítulo 21
La piscina se ve inmensa, y el sol que ya brilla con fuerza a las once de la mañana arranca de la superficie líquida destellos blancos sobre el fondo azul. Dan ganas de bañarse, pienso sentado en la grada. Aunque el agua debe de estar helada. Noto una mano sobre la mía, y Olga me señala a Àlex, que está al otro lado de la piscina, acompañado de su equipo de nadadores, listo para el torneo de relevos. Se le distingue claramente del resto, chavales con bañador azul y gorro blanco, porque mientras todos bromean, nerviosos pero en corro, él permanece a un par de pasos de distancia, contemplándolos sin intervenir. A pesar de todo, ya es un avance que aceptara participar en el campeonato, y aunque no creo que su estilo de crol le reporte nunca una medalla, sí al menos siente lo que es formar parte de un equipo, trabajar para un logro común… Al menos en teoría.
La competición anterior, de críos más pequeños, ha terminado ya y el equipo de Àlex, cinco en total, se colocan en fila detrás del podio correspondiente. Él nadará en segundo lugar. Me vuelvo un momento hacia Olga: ya me he acostumbrado a verla con el cabello liso y me gusta; lleva un pantalón blanco, una camiseta a rayas, de aire marinero, y con las gafas de sol y las zapatillas blancas parece lista para salir de excursión en yate. Ella sonríe, y no aparta la vista de la piscina. Suena un silbato que ya hemos oído dos veces esta mañana de sábado y los primeros críos de cada fila saltan al agua. A nuestro alrededor, los padres y madres se entusiasman con la carrera; se levantan para distinguir mejor cuál es la cabeza de su hijo y gritan su nombre como si este pudiera oírlos desde el agua. Olga y yo hacemos lo mismo, justo a tiempo para ver cómo el primer nadador del equipo de mi hermano regresa al podio y Àlex se lanza sin la menor vacilación. Compruebo, con cierta sorpresa, que su estilo ha mejorado muchísimo y que avanza con rapidez; no tiene nada que hacer contra el niño que nada en el carril contiguo al suyo, pero sí consigue acortar distancias y regresar en segundo lugar. Su compañero, el primero que nadó, le felicita y el monitor hace lo mismo, aunque sigue pendiente del desenlace de la carrera. También Àlex, y verlo con el resto, animando a gritos a su equipo, me enorgullece más que si hubiera batido un récord olímpico. Y la carrera se pone emocionante de verdad, de manera que me descubro contagiado del aire competitivo que flota en el ambiente y, cuando el último nadador del grupo de mi hermano se revela como el más rápido y recorta velozmente la distancia con el resto, grito, aplaudo y casi me emociono.
—¡Han ganado! —exclama Olga, tan emocionada como yo—. ¿Lo has visto, David? ¡Han ganado!
Me abraza, contenta, y se suelta para aplaudir. Àlex nos premia desde el otro lado con una sonrisa, pero, ahora sí, se integra con el resto del equipo para festejar a saltos la victoria.
Tenemos que esperar a la entrega de trofeos y lo hacemos, un poco más aburridos después de tres carreras más. Parece mentira lo poco interesantes que resultan las competiciones infantiles donde tu niño no participa. Por fin llega el momento y la alegría del rostro de Àlex compensa con creces todo lo demás.
Le esperamos a la salida de los vestuarios y le vemos salir, de los primeros, orgullosísimo de la medalla ganada. Olga le llama agitando un brazo, y él corre hacia nosotros. De repente oigo una voz que dice en voz alta el nombre de mi hermano.
—Disimula —me advierte Olga—. Esa es Núria.
No puedo fingir que no me interesa verla, aunque Àlex no me haya dicho ni una palabra sobre ella. Estuve a punto de preguntarle en un par de ocasiones y al final decidí que era bueno que él y Olga compartieran una especie de secreto, un espacio del que yo, por la razón que fuera, quedaba excluido. Él no me ha hecho el menor comentario sobre esa niña, lo cual hace ahora que desobedezca la indicación de Olga y la mire con toda la curiosidad del mundo. Obviamente es una niña normal, más bien rubia. Asisto, con absoluto asombro, a la visión de esa cría de once años dándole un beso a mi hermano en la mejilla para felicitarlo por su triunfo, como si fuera su más rendida admiradora. Y Àlex, que en condiciones normales podía responder a un beso inesperado con un empujón, no solo no se aparta sino que se queda charlando con ella. A sus once años, Núria ha conseguido en estos días lo que yo llevaba meses pidiéndole a Àlex. Por primera vez, irá de campamentos, solo cuatro días, de lunes a jueves, y estoy seguro de que nunca habría aceptado de no haber sido porque esa cría que tengo ahora delante le ha convencido de ello. Esos pocos días supondrán el período más largo que Àlex ha pasado fuera de casa. Me preocupa, y a la vez constituye un arreglo eminentemente práctico en las actuales circunstancias, ya que aprovecharé para trasladar los muebles de su cuarto, todo excepto la cama, claro. Cuando regrese solo faltará una semana para el 28. Para el día O.
Cuando finalmente los padres de Núria llaman a su hija, él viene hacia nosotros. Su cara resplandece con una expresión que le he visto pocas veces y, sin poder evitarlo, le saco una foto con el móvil. En algún momento se la enseñaré: verá qué cara ponen los enamorados.
—Felicidades, chaval —le digo, y choco la mano contra la suya.
—Tengo hambre —responde él.
—Habrá que celebrar la victoria, ¿no? —interviene Olga.
—¿Paella en la Barceloneta? —propongo, y la moción se acepta por unanimidad.
Ha sido un día fantástico, pienso mientras paseo junto a Olga por la playa, ya a media tarde, después de un arroz exquisito que nos ha dejado con la sensación de tener un par de globos en el estómago. A nuestra derecha, el mar tranquilo, sosegado, intenta a veces llegar hasta nosotros sin conseguirlo, dejando un rastro oscuro y ondulante sobre la arena.
Ella me coge de la mano, y al mirarla sé lo que está pensando. En dos semanas seremos marido y mujer; de hecho a estas horas del sábado estaremos ya en la India, sumergidos en un ambiente radicalmente distinto. La boda habrá quedado atrás, se habrá convertido ya en un recuerdo, reciente pero pasado al fin y al cabo. De momento, sin embargo, sigue siendo el futuro inmediato. Como la selectividad, un examen que nos dará acceso al mundo de la vida en común. Un trámite, según se mire, aunque cargado de simbolismo.
—Habría que volver —dice ella echando la vista atrás—. Àlex lleva mucho rato solo.
Lo hemos dejado en la cafetería porque se negó a acompañarnos, como si quisiera concedernos un rato para estar a solas. Olga tiene razón, pienso, y doy media vuelta. Veo a unos chicos jugando a voleibol frente a nosotros. Se ríen. Corren. Saltan como locos cuando consiguen un tanto y se arrojan al suelo, exageradamente desesperados, cada vez que lo pierden. El chiringuito se ha llenado de gente y la música empieza a sacudir la pereza de los que echaban una siesta en la arena.
Olga debe de estar preocupada porque acelera un poco el paso y yo me quedo atrás. La veo caminar por la orilla, poso la mirada en aquellas piernas que conozco tan bien, en su talle diminuto, en sus brazos delgados pero fuertes. Súbitamente una ola imprevista invade la arena a traición y Olga no tiene tiempo para esquivarla: se para en seco y se vuelve hacia mí, entre divertida y mosqueada.
—Mira… —exclama, quejumbrosa. Sus zapatillas blancas de tela están totalmente empapadas; ella las observa, compungida—. Ahora se me pegará toda la arena.
No puedo evitar reírme y ella se venga arrojándome un puñado de arena, que apenas me alcanza.
—Corre —le digo—. Así se secarán.
Emprendo una carrera y tardo poco en dejarla atrás. Por supuesto, me paro a esperarla unos metros más adelante y la veo dirigiéndose a mí. Aparte de las zapatillas, que ahora están manchadas de arena, su aspecto sigue siendo impoluto, inocente, y me digo que cuando sea viejo, cuando llevemos muchos años juntos, esta será una de las imágenes que recordaré de Olga: su aspecto levemente enfurruñado, su sonrisa al ver que me he detenido a esperarla. La abrazo cuando me alcanza y juntos recorremos el resto del camino, caminando más despacio; mi mano en su cintura, su cabeza en mi pecho. Dos enamorados dando un romántico paseo por la playa, pienso como si yo mismo nos estuviera observando desde fuera. Respiro hondo y el aire salado se esfuerza por disipar mis dudas. Ha sido un día magnífico. El primero de los muchos que nos aguardan.
Por eso me sorprendo cuando, ya de noche, mientras Olga duerme tranquilamente a mi lado, el recuerdo de Irene me asalta a traición, como una ola intempestiva contra la que nada puedo hacer. Y, a diferencia del agua de mar, no desaparece enseguida, no pierde fuerza ni se retira, sino que se queda dentro de mí, impregnándome de una ansiedad desbocada, una urgencia sexual que no sentía desde la adolescencia, desde esos años en que la masturbación era una necesidad tan vital como alimentarme. Si cierro los ojos veo a Irene delante, en ropa interior, sentada sobre mí, acariciándome la polla con la parte interior de sus muslos, y oigo su voz susurrándome obscenidades al oído; cuando los abro el sueño se disipa, pero la excitación se mantiene, imperturbable. Desafiante.
Sin poder evitarlo me acerco a Olga. Mi mano busca sus nalgas bajo la sábana y ella se remueve en sueños, ajena a todo. Me acerco más, invado su espacio, me pego a su espalda. Deslizo la mano con cuidado, desde el final de su hombro, por todo su brazo. Ella sigue dormida, pero debe de notar el contacto porque suspira en sueños, se acurruca contra mí. Estoy tan excitado que los testículos me duelen. Quiero despertarla, darle la vuelta y colocarme encima; penetrarla sin tregua y sin preliminares. Vaciarme para poder dormir.
No hago nada de eso, por supuesto. Doy media vuelta y me coloco de espaldas a ella, y entonces, con los ojos cerrados y la cara de Irene llenándome la mente, me masturbo con rabia, casi a regañadientes, como haría un adolescente frustrado tras una mala cita. Ni siquiera así consigo sacudirme el regusto agrio de estar engañando a mi novia, en nuestra cama, con una mujer invisible.
La sensación de incomodidad sigue presente durante todo el domingo. Por suerte, Olga tiene que encontrarse con una amiga para comer y puedo quedarme en casa, con Àlex. Él está tan nervioso de cara a los campamentos que le dedico el día entero. Juntos preparamos la bolsa y le aseguro que, en cualquier momento, iré a buscarlo si así me lo pide. Sé que para él todo esto supone un reto: dormir rodeado de niños en lugar de en su habitación, romper con unas rutinas que le sosiegan… Me siento orgulloso de que, por lo menos, haya decidido intentarlo, aunque a la vez temo que pueda retroceder si algo sale mal. En cualquier caso, no se echa atrás en ningún momento: parece dispuesto a superar esos miedos. Pasa el domingo por la tarde chateando, supongo que con Núria. Duerme sin pesadillas y se despierta antes de la hora, agitado, y me urge a salir con tiempo de sobras.
Verlo partir en el autocar, con una expresión que es a la vez de miedo y de expectación, me deja intranquilo. Para mí también es la primera separación después de años de tenerlo pegado a mis pantalones. Curiosamente, me quedo en tierra hasta que el autocar se pierde de vista, como hacen la mayoría de los padres que han acudido a despedir a sus hijos.
Quiero pensar que a esas horas de la mañana aún no se me había ocurrido. Que fue luego, después del trabajo, al regresar a un piso inusualmente vacío, cuando tuve esa descabellada idea, aunque tal vez no sea así: quizá lo había decidido ya el sábado por la noche, mientras me masturbaba al lado del cuerpo dormido de Olga. O a lo largo del domingo, cada vez que pensaba que, durante cinco días, no tendría que ocuparme de Àlex. No lo sé.
Solo sé que, como si de repente mi cuerpo se moviera por voluntad propia, sin hacer caso a un cerebro que le advertía en voz baja de las consecuencias, a las nueve de esta noche he cogido la moto y me he dirigido a casa de Irene. Y aquí estoy ahora: en la puerta, con la respiración contenida, llamando a un timbre prohibido; esperando que no esté en casa y a la vez que salga a abrirme, deseando tanto su desdén por mi desobediencia como su complacencia al verme. Anhelando, simplemente, tenerla cerca una sola vez más.