Capítulo 5
Hay personas que resultan antipáticas con solo cruzar con ellas un par de palabras. Ignoro la razón, es una simple cuestión de vibraciones, o, en el caso de la mujer que me está hablando, de un perfume demasiado intenso que me incomoda. Lara Echevarría nunca me caerá bien, lo sé en cuanto toma asiento y me comenta en tono ligero lo mucho que aprecia a Olga y lo contenta que está por nuestra boda. Mientras la observo desde el otro lado de la mesa, me recuerdo que no puedo demostrar lo que siento por varias razones. Una, en el bufete de abogados para el que trabajo no desdeñamos clientes potencialmente ricos; dos, es amiga, o cuando menos conocida, de Olga. Esto último le sirvió para que la citara al día siguiente de su llamada, es decir, hoy miércoles, a las cuatro y media de la tarde en el despacho que ocupo en el bufete Roig, Cañameras y Forcadell, en pleno Passeig de Gràcia, esquina Provença. Sí, frente a la Pedrera, aunque desde mi habitáculo no se ve ni de lejos. El despacho del señor Roig, que por cierto es uno de los invitados a mi boda y amigo del padre de Olga, sí tiene unas magníficas vistas a esa fachada espléndida; el mío da a un patio interior. Aun así, está claro que muchos abogados jóvenes darían lo que fuera por la oportunidad de ejercer allí. Una cosa más que agradecer a los infinitos contactos de mi familia política.
Intento concentrarme en la clienta que tengo delante. En sus maneras lánguidas, casi decimonónicas, en su voz levemente chillona. Mentalmente la comparo con Olga y me pregunto qué edad tendrá: si fueron amigas en el colegio, la diferencia no puede ser mucha, y sin embargo, se diría que Lara Echevarría dejó los veinticinco, o los veintialgo, años atrás. No la ayuda a parecer más joven un traje de chaqueta de color morado ni un peinado a base de ondas suaves que solo acentúa la redondez de su cara.
—No es justo, David. Y, aunque todos los abogados que he consultado me dicen que no hay nada que hacer, yo no me resigno.
Frunce los labios en un gesto que me recuerda vagamente a Olga, lo cual me hace pensar que quizá lo enseñaran en la escuela.
—Veamos… —carraspeo antes de acometer la tarea de resumir la información que ella me ha proporcionado. Delante tengo una carpeta, del mismo tono violáceo que su atuendo, que ella ha depositado sobre la mesa como si estuviera haciéndome entrega de un secreto de estado—. Tu padre falleció hace dos años y medio ya, ¿verdad, Lara?
—Sí.
—Y en su testamento os legó a ti y a tu hermano la parte que os correspondía legalmente de su fortuna, ni más ni menos, ¿verdad?
—¡Una miseria en comparación con lo que se quedó ella! —replica, con rencor mal disimulado—. Apenas tuve suficiente para abrir la tienda. Todo el resto, la administración de los hoteles, su casa en Barcelona donde ella vive como una reina, el importe de su seguro de vida… Todo lo demás fue para ella.
Este «ella», pronunciado con un desprecio absoluto, es, según yo ya sabía, Irene Beltrán, la segunda esposa de su padre. Alguien por quien, evidentemente, Lara no siente el menor cariño. Antes de que pueda seguir, mi clienta me interrumpe de nuevo.
—Hasta ahora al menos había tenido la decencia de ayudarme cuando se lo pedía. Pero ayer se negó: se negó en redondo a prestarme más dinero —a Lara le tiembla la voz, y el efecto es casi cómico—. Tuvo el valor de decirme que si la tienda no iba bien, quizá debería cerrarla y dedicarme a otra cosa.
Honestamente no me parece un mal consejo, aunque me reservo la opinión, por supuesto. Lo que no puedo callarme es que, a tenor de lo que me ha expuesto, no veo ninguna solución al problema que me plantea.
—Lara… —sonrío, en un intento de suavizar lo que voy a decirle—. Tal y como te han comentado colegas míos en ocasiones anteriores, me temo que es muy difícil que pueda ayudarte. No niego que la situación te parezca moralmente injusta, pero si el testamento de tu padre es legal, y no parece existir duda alguna al respecto, poco podéis hacer tú o tu hermano. Por cierto, ¿él qué opina de todo esto?
—Aitor es un desastre. Dirige uno de los hoteles de mi padre, pero estoy segura de que esa zorra acabará echándolo. Nos odia.
Tengo la sensación de que el odio es, cuando menos, mutuo. Y mis sospechas se ven confirmadas ante lo que oigo a continuación.
—Me consta —dice Lara bajando la voz— que mi padre tenía dinero fuera del país. Dinero por el que no pagaba impuestos…
—¿Tienes alguna prueba de ello?
—Lo sé, simplemente.
No acabo de entender qué pretende decirme con esta información. Puede ser que el señor Echevarría, como tantos otros hombres de negocios, tuviera una cuenta en algún paraíso fiscal, algo difícil de demostrar en cualquier caso. Rápidamente Lara me explica su jugada. Y no me gusta.
—Si conseguimos demostrar que es así, tendría un argumento para convencer a Irene de que siguiera prestándome dinero.
No puedo evitar un tono duro al decir:
—Eso se llama chantaje, Lara.
—En mi diccionario se llama justicia, David. Y en el tuyo debería llamarse porcentaje.
Vaya con la mosquita muerta. Me invade la urgente tentación de echarla del despacho, pero sé que no sería un movimiento hábil. Así que pongo cara de circunstancias y añado:
—Quizá deberías ir a ver a un detective privado. Son más expertos que nosotros en rastrear estas cosas.
Medita la sugerencia durante unos segundos. Sus ojillos calculadores evalúan los pros y los contras, pero no parecen llegar a una conclusión definitiva.
—Quizá sí. Pero no me gustaría mezclar a un desconocido en un asunto tan delicado. En cambio, de ti puedo fiarme. Lo sé.
Su sonrisa es casi aterradora.
—Hagamos una cosa —digo por fin, con ganas de zanjar esa conversación cuanto antes—. Estudiaré los documentos que me has traído a ver si encuentro algún resquicio, algún detalle que nos permita emprender una acción legal. ¿De acuerdo?
Quiero dejar bien claro que solo puede contar conmigo en ese caso. Sin embargo, Lara se muestra satisfecha.
—Se me olvidaba —añade antes de irse y busca algo en su bolso—. Le he traído un detallito a Olga. Se lo darás, ¿verdad? No es nada, pero sé que le gustará.
Deja sobre la mesa un objeto envuelto en papel de regalo. Se levanta y me da la mano. Es un saludo desganado, sin fuerza, pero a esas alturas ya sé que la suavidad de esa chica es solo una pose. Le doy las gracias en nombre de Olga y la acompaño, por fin, hasta la puerta. En el despacho han quedado restos de su perfume, un olor dulzón y molesto, así que abro la ventana para ventilar el interior antes de recibir a la siguiente visita.
No hay nada más placentero después de un día de trabajo que coger la moto y deslizarse por las calles de la ciudad. La lluvia primaveral que había estado azotando Barcelona a principios de semana se ha disipado hoy y la ciudad parece moverse con más ligereza. El calor se acerca y la gente se anima a salir, a retrasar la vuelta a casa, a entretenerse en alguna terraza tomando una cerveza o simplemente paseando sin rumbo. Mientras me dirijo al colegio a recoger a Àlex, pienso en lo agradable que sería formar parte de ese grupo de ociosos que dedican el atardecer a no hacer nada. Nunca ha sido mi caso, pero a ratos lo envidio.
Cuando mis padres, bueno, mi padre y su mujer, murieron en el accidente de coche que casi le cuesta la vida a Àlex, me quedé solo, con diecinueve años, y un hermano a mi cargo que pocos meses antes había empezado a andar y al que, todo sea dicho, nunca le había prestado demasiada atención. Era perfecto que mi padre y Marina tuvieran un niño con el que entretenerse porque eso me daba más libertad. Pasar de la adolescencia tardía a una madurez prematura en una sola tarde es una tarea dura, pero a veces así son las cosas: una llamada en plena tarde de domingo, una carrera al hospital. Una verdad que parece imposible.
Ellos habían ido a pasar el fin de semana fuera y yo me había quedado solo en casa, en teoría, para estudiar. No es que hubiera avanzado mucho: en esa época la música aún ocupaba la mayor parte de mi tiempo y estudiaba Derecho solo como concesión a los deseos paternos. Habíamos tenido ensayo con el grupo y luego me había dedicado a terminar una canción que me rondaba la cabeza desde hacía días, pero es verdad que cuando sonó el teléfono de casa acababa de sacar los apuntes de Derecho Canónico de primero, una asignatura que tenía atragantada. En ese momento cursaba segundo con esa materia pendiente del año anterior. Me había costado decidirme a estudiar: empezaba el calor, como hoy, y la materia se me antojaba un final imperfecto a unos días de absoluta libertad, pero por fin, a las siete de la tarde del domingo, embargado por unos ligeros remordimientos, me puse a ello. Poco después llamaron de comisaría y todo cambió para siempre.
Puede suceder ahora, en cualquier momento. Es algo que aprendí entonces. Seguro que ni mi padre ni Marina pensaban en ello antes de subir al coche aquella tarde de domingo, después de haber disfrutado de un fin de semana en la playa; ni tampoco cuando iniciaron el camino, con mi padre quejándose de la caravana como hacía siempre y reprochando a Marina que se hubiera demorado más de lo previsto. Quizá, solo quizá, tuvieron unos segundos para pensarlo cuando aquel camión que accedía a la autopista los golpeó de lado y los dejó cruzados en la autopista. En ese momento terrible, antes de que otro vehículo que circulaba a toda velocidad se empotrara contra su coche, tal vez pensaron que eso era el final.
No es bueno pensar en esas cosas cuando vas en moto por la ciudad. Por suerte, ya llego a casa, así que aparco, guardo el casco y me dirijo a pie a buscar a Àlex.
Él me espera en la puerta de clase. Serio y solo, como casi siempre. Llego y sigue igual, con la mirada perdida, absorto en su mundo. Solo cuando apoyo la mano en su hombro reacciona. El sobresalto dura un breve instante.
—Eh, saluda, colega —digo levantando la mano en el aire, a su altura.
Él estrella su palma contra la mía, sin ganas.
—¿Qué pasa?
Le remuevo el pelo y él aparta la cabeza. Nunca le gusta que le toquen, pero hoy tiene un mal día. Lo noto.
—¿Te apetece un helado?
Mueve la cabeza en sentido afirmativo y lo miro con una expresión que conoce bien.
—Sí —pausa—. Gracias.
—Mucho mejor. Pero después me cuentas lo que ha pasado, ¿vale?
Lo hace, un rato más tarde, una vez se ha zampado un dos bolas de chocolate y coco en una heladería cercana a la Avinguda Paral·lel, cerca de casa. Yo me he tomado un café, el cuarto del día, y he esperado pacientemente a que él diera cuenta de la copa que le han puesto delante. Me lo dice con la seriedad que le caracteriza pero que todavía consigue dejarme fuera de juego algunas veces. Se detiene después de cada frase y el resultado es de una precisión apabullante.
—Yo ya sé que soy raro. Pero no molesto a nadie. ¿Por qué no me dejan en paz?
—¿Quién no te deja en paz? —pregunto, a pesar de que ya sé la respuesta.
Se encoge de hombros.
—Todos —rectifica—. Los chicos. Se ríen.
Odio que diga que es raro, aunque supongo que el adjetivo es el más fácil a la hora de definirlo. Àlex tiene un coeficiente intelectual de 132, lo que le convierte en un superdotado. Eso ya sería especial en sí mismo, pero además hay que añadirle otros problemas de índole social. Le cuesta relacionarse con críos de su edad, odia los deportes de equipo y se rebela de manera intensa contra la autoridad si la considera injusta.
—A lo mejor es porque te tienen envidia —le digo y él me mira, dubitativo—. Cuéntame qué ha pasado.
—Fue en la clase de inglés. Había unos dibujos de caras y teníamos que relacionarlos con el adjetivo correspondiente.
Intuyo por dónde van los tiros: a Àlex no se le dan bien las emociones, resolver esa clase de ejercicios le cuesta más que solucionar ecuaciones complejas.
—Digan lo que digan, los dibujos estaban mal —prosigue, y su tono expresa una tozudez a la que ya estoy acostumbrado—. No encajaban con los adjetivos. Estaba «happy», «sad», «angry»… pero luego había una que supuestamente era «in love».
Saca el libro de inglés de la mochila y me muestra la página. Efectivamente, ahí había un tipo con cara de soñador, los ojos muy abiertos y una sonrisa de oreja a oreja, con las mejillas pintadas de un suave color rojo; por si todo eso no fuera suficiente, de la cabeza le salía un típico bocadillo de historieta, como si pensara, donde aparecía dibujado un corazón.
—¿Y tú qué creías que era?
—No lo sé, dije que ninguna.
Suspiro y me imagino la ardua tarea acometida por el profesor de inglés para explicarle a Àlex símbolos que no le decían nada.
—El profe se enfadó al final conmigo —dice, sin expresar demasiado pesar por ello—. Y de paso con toda la clase, que no paraba de reírse. Pero yo le dije que tú estás enamorado, ¿te vas a casar, no?, y que no ponías esa cara de tonto. O de asustado.
No puedo evitar reírme a carcajadas, aunque en parte tiene razón. ¿Cómo se dibuja el amor?
—Àlex, son solo dibujos, no deberías darle tanta importancia. Si estás seguro de los demás, al final solo tienes que relacionar los dos que te quedan libres.
Me mira, y deduzco que algo le ronda por la cabeza.
—¿Cómo supiste que estabas enamorado de Olga?
Le acaricio la cabeza.
—Eso simplemente se sabe. No puedo explicártelo… —intento buscar un ejemplo comparable, mas no lo encuentro—. ¿Me dejas unos días para pensarlo?
Asiente con la cabeza, muy serio.
—Y otra cosa —prosigo, en tono más severo—. En relación a los demás chicos. ¿Recuerdas lo que te dije la última vez que hablamos de esto?
—Que no me preocupara. Y que te lo dijera si alguno se pasaba.
Supongo que no es el mejor consejo, pero esos energúmenos de diez años a veces responden bien a la figura del hermano mayor, sobre todo si este mide un metro ochenta y cinco y tiene cara de serio.
—¿Y se ha pasado alguno de la raya?
Lo piensa antes de responder.
—No —mira la copa vacía—. Además, eso no me parece tan importante. Yo soy raro, pero ellos son muy tontos.
Habla con tanta seguridad que debo hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada.
—¡Choca esos cinco! —digo en su lugar.
Obedece y casi, casi, sonríe.
—Venga, vamos para casa. Ah, otra cosa —añado, aprovechando que está de mejor humor—, ¿has decidido algo sobre los campamentos?
Los campamentos son una asignatura pendiente, algo por lo que suelen haber pasado los chavales de su edad y que, en el caso de Àlex, no se había planteado hasta este año. Los del colegio estaban descartados, pero en la piscina donde practica natación organizan unos: cuatro días, la tercera semana de junio. Se lo propuse hace un par de semanas y prometió pensarlo.
—Aún no —responde, muy serio—. Te diré algo cuando lo tenga decidido.
Así son las cosas, pienso mientras lo veo colgarse la mochila a la espalda, cargada de tantos libros que el pobre casi va doblado por el peso; no puedo evitar que me invada un sentimiento de protección casi absoluta, la misma que me asalta cuando tiene pesadillas. No siempre es así: hay veces en que consigue sacarme de quicio, aunque sus ataques de rebeldía son cada vez más esporádicos. Me pregunto de nuevo cómo nos irá cuando vivamos los tres juntos. Se lo he explicado y Olga se ha quedado en casa muchos fines de semana, pero siempre, cuando se va, noto que él se relaja, como si durante esos días no hubiera estado cómodo del todo.
Cuando salimos de la heladería está anocheciendo. La calle sigue animada y el viejo teatro con aspas de molino ha encendido ya sus luces. Lo dejamos atrás y nos dirigimos a ese piso que ya pronto no será nuestra casa, en ese barrio que en el último año parece haberse puesto de moda en la ciudad. Oigo que alguien me llama y me doy la vuelta. No podía ser otro más que Miguel, seguro que con la intención de autoinvitarse a cenar. Qué morro tiene, pienso.
Pero por una vez me equivoco. No en lo de la cena, desde luego, sino en el motivo de su visita. Me lo cuenta después y, aunque al principio me parece una locura, debo admitir que la idea me atrae y acabo aceptando. Solo tengo que encontrar la manera de decírselo a Àlex. Y a Olga. La posibilidad de irme un fin de semana a Donostia o a cualquier sitio se me antoja muy apetecible.