Capítulo 2
Cuando estás tomando un baño de espuma, rodeada por la luz tenue de las velas y por una melodía suave que acaricia tus oídos, la vida parece muy sencilla. Puedes entrecerrar los ojos y embriagarte con el perfume limpio que emana del agua. Puedes acariciarte los pechos despacio con una mano mientras con la otra sostienes una copa de cava, o de la bebida que más te guste, y bebes a pequeños sorbos, paladeando su frescor. Puedes llevar esa mano traviesa por tu cuerpo, en línea recta, hasta posarla en ese punto que provoca en ti una sonrisa de satisfacción. Puedes disfrutar de esa sensación maravillosa de que no existe ayer, ni mañana, ni futuro. Solo hoy. Solo ahora. Solo tú.
Con los ojos cerrados intento dejar la mente en blanco, concentrarme en el tacto de mis dedos, que van trazando líneas en la cara interna de mis muslos, un preludio amable y necesario, al ritmo de una canción que reconozco. No sé si la cantante se refería a esto cuando hablaba de La vie en rose, y ni siquiera entiendo la letra del todo, pero adapto las caricias a la cadencia y poco a poco voy acercando una mano a mi vulva, de manera que cuando por fin apoyo los dedos en ella, la vida me parece un momento eterno de color rosa.
La canción termina, pero ya no presto atención a la siguiente, otra balada francesa cantada por una mujer que por su tono se lamenta del amor perdido. No puedo evitar sonreír mientras masajeo esos labios internos hasta abrirlos. Tanta tristeza, tantas letras de amor frustrado, tantas mujeres abandonadas que han llorado sin saber que tú sola puedes teñir de alegría esa soledad. Sigo con cuidado, despacio, disfrutando por anticipado del placer que llegará en cuanto alcance ese botón diminuto y casi remoto que se resiste a descubrirse. A veces parece incluso que se esconde, pero los dedos lo buscan sin descanso entre unos labios reticentes. Sí… ahí está. Mi cuerpo se arquea levemente al notar el contacto y me detengo durante un instante, saboreando esa dulce corriente que estimula todo mi cuerpo. Acerco la copa de cava a la boca y doy un sorbo largo; las burbujas descienden por mi garganta y vuelvo a dejar la copa, vacía, junto a la cubitera.
No tengo ni que chasquear los dedos. En un instante él está ahí, de rodillas al lado de la bañera. Evita mirarme a la cara y se limita a llenar la copa con la vista baja, sin tan siquiera hablar. Su postura expresa tanto servilismo como el que se esperaría de un esclavo romano, aunque su cuerpo le habría predestinado más bien a luchar en el circo. Cuerpo de gladiador para un rostro joven, de ojos oscuros y cejas perfectas. Lleva al menos media hora aguardando a que sus servicios sean requeridos. Antes, mientras yo fingía leer, preparó el baño a la temperatura adecuada, encendió las velas, sirvió el cava, puso la música y se retiró al rincón donde ha permanecido todo este rato. Digo que fingía leer porque resultaba imposible concentrarse en ningún libro con aquel ejemplar masculino dando vueltas por casa, casi totalmente desnudo. Aún se apreciaba en él la marca del bañador, una banda ligeramente más blanca que hacía resaltar unas nalgas soberbias, duras como rocas, que daban paso a unas piernas con la cantidad de vello justo, largas y fuertes. No hay nada como un buen culo y unas buenas piernas, algo que olvidan muchos musculitos de torsos desproporcionados y extremidades de palillo.
Solo con verlo arrodillado, contemplar esos ojos que no se atreven a mirarme de frente, siento que una oleada de excitación se abre paso entre la espuma y me agita el cuerpo. Mi dedo corazón empieza a moverse, dibujando círculos concéntricos en el clítoris mientras acerco el dorso de la otra mano a su mejilla; luego acaricio el contorno de sus labios, distraídamente, trazando los mismos círculos que siento en mi interior. Y cuando intuyo que el orgasmo está cerca, cuando noto que todo mi ser está a punto de alcanzar ese instante magnífico, le fuerzo a abrir los labios e introduzco mis dedos en su boca, que los recibe con calidez, ávida de contacto. Me gustaría abrir los ojos para verlo, pero el placer es tan intenso que no lo consigo. El orgasmo, por calculado que sea, siempre me deja sin aliento, sorprendida, como si mi cuerpo lo experimentara por primera vez. Permanezco quieta, con los muslos aprisionando mi mano derecha como si no quisieran dejarla escapar.
Él sabe lo que tiene que hacer. Tras un último beso a mis dedos coge la toalla y espera, pacientemente, a que yo salga de la bañera. No le hago esperar mucho y disfruto de sus caricias a través de la toalla. Sé que él también las goza, no son muchos los momentos en que le permito tocarme. Lo hace con respeto, pero noto sus manos fuertes que recorren mi cuerpo. Las mismas que, una vez han completado su tarea, se apresuran a ponerme el albornoz para que no me enfríe. Luego él vuelve a su postura habitual: de rodillas, unos pasos detrás de mí.
Salimos del cuarto de baño y pasamos a una salita que uso de antecámara. Es un espacio pequeño donde coloqué uno de los muebles más bonitos que encontramos en la casa: un tocador modernista, de madera de nogal labrada, y tres espejos, uno frontal, más grande, y dos laterales. Los tres forman un semicírculo de imágenes, algo muy útil cuando una quiere ver lo que sucede a su alrededor. A ambos lados, dos columnas de cajoncitos cerrados con llave esconden múltiples y variadas sorpresas. Objetos curiosos que Alberto y yo coleccionamos durante años. Nadie intuye la imaginación que han echado a la tarea los inventores de utensilios que provocan esa mezcla de placer y dolor, de poder y de sumisión. Antes de sentarme en la banqueta, frente al espejo principal, abro el tercer cajón de la derecha y de él saco una cajita de ébano. No necesito mirar de reojo porque el espejo lateral me ofrece una visión perfecta de ese varón desnudo. Por un instante, en sus ojos brilla la esperanza. Sonrío para mis adentros y tomo asiento sin dirigirle ni una mirada.
Al observar mi reflejo en el cristal, no puedo evitar que a mis ojos asome una sonrisa orgullosa. Aquí estoy, purificada por el baño, con el cabello suelto como una Eva en su paraíso. Quizá resulte pretencioso decir que me encuentro hermosa, pero creo que haber sido un patito feo me da ese derecho. Las que han nacido guapas, las que han oído ese halago desde la infancia, no pueden concederle el mismo valor. Aún me sorprendo cuando me veo a mí misma y constato que, a pesar de ciertas imperfecciones o quizá gracias a ellas, soy una mujer de treinta y dos años objetivamente atractiva. Me lo dicen las miradas de los hombres y también de algunas mujeres, que no se dan cuenta de que su envidia me hace sentir aún más bella. Pero sobre todo me lo dicen mis propios ojos: no hay crítico más despiadado consigo mismo que una mujer, observándose sin el menor atisbo de bondad. Claro que la belleza de la imagen no depende solo de mí, de esa Eva que se observa con descaro, sino también de Adán, el Adán joven y de espaldas anchas que se encuentra a mi lado. Lo que le aguarda en las próximas horas depende de mi voluntad, pienso mientras me cepillo el cabello en silencio. Si me da la gana puedo echarlo, enviarlo a casa, y él lo aceptará sin rechistar; si por el contrario decido que se quede, pondrá todo su empeño en satisfacerme. Él sabe ya que ambas cosas dependen tanto de su comportamiento como de mi capricho. Y es eso lo que más anhela: en un mundo donde los hombres deben decidir, tomar la iniciativa, yo les ofrezco el placer liberador de la obediencia ciega. No a cualquiera, por supuesto, los elijo con sumo cuidado. A este Adán, no hace falta decir su verdadero nombre, lo encontré hace seis meses, aunque por supuesto le conocía de antes: nunca he sido muy aficionada al fútbol, pero había admirado esas piernas más de una vez, en la pantalla del televisor, corriendo absurdamente en pos de un balón. Veinticuatro años, cuerpo cincelado por el deporte de verdad, no esos músculos artificiales que dan los entrenamientos intensivos en los gimnasios, y un tatuaje en el hombro izquierdo que no consigue darle la imagen de chico malo que él pretendía cuando se lo hizo. Si los seguidores del equipo de fútbol en el que juega pudieran verle así… Es importante que él también necesite ser discreto: facilita mucho las cosas, y eso me hace sentir más relajada, más tranquila. Mi Adán había tenido ya múltiples experiencias sexuales, claro está. Le bastaba con poner sus ojos en alguna chica y esta se le entregaba con una facilidad pasmosa. Eran de su edad o más jóvenes aún, autosuficientes e inexpertas, asaltadoras de vestuarios que, con razón, preferían a los deportistas antes que a cantantes y otros ídolos atacados por el síndrome metrosexual. Ellas estaban más deseosas de contar luego la experiencia que de disfrutar realmente, de manera que él se limitaba a cumplir. Todo era tan simple como intrascendente. Yo le abrí un mundo de posibilidades que él aceptó con una mezcla de miedo y excitación. Al principio es siempre igual, creen que es un juego, una fantasía, luego algunos se van percatando de que lo que les propongo es algo más: un estilo de vida, una forma de sentir el sexo. Y esos son los únicos que me interesan. Muchos siglos han convencido a los hombres de que su miembro les otorga un poder absoluto sobre las mujeres. Pues bien, no es así. Al menos no conmigo. Su miembro me pertenece. Él ahora lo sabe sin ninguna duda, pienso al ver la única prenda, si es que puede llamarse así, que cubre su desnudez.
Él ha vuelto a arrodillarse y permanece quieto, sin levantar la vista, deseándome respetuosamente. Me doy la vuelta y lo atraigo hacia mí. Dejo que su lengua me acaricie el pubis mientras le clavo las uñas en esos hombros de piedra. Dirijo su cabeza hacia mis muslos y se queda allí, bellamente recostado. Los espejos del tocador me devuelven el tríptico de una Pietà obscena.
—¿Cómo ha ido la semana? —le pregunto en voz baja.
—Te he echado de menos —murmura él. Y, ahora sí, me mira con la devoción que se espera de un buen sumiso. Sé que quiere preguntármelo, que está esperando que yo haga ese gesto que le liberará de sus dudas, de su opresión.
—¿Ha sido duro? —con el pie rozo el recubrimiento de plástico que encierra su pene. Sé que no lo ha llevado todo el tiempo, resultaría imposible ocultarlo ante sus compañeros, en el vestuario, pero prometió ponérselo después de cada entreno y no quitárselo para dormir. Le di una copia de la llave para que pudiera hacerlo.
—Nada es duro si te hace feliz.
—No me mientas… Odio la sobreactuación.
Me mira ofendido.
—Nunca te mentiría. Lo sabes.
Lo sé, pero me encanta que me lo digan. Estiro la mano hacia la cajita de ébano que saqué del cajón. En ella está la llave que puede liberar su miembro, si yo lo deseo. Va atada a una cadena fina y la muevo ante sus ojos, como si quisiera hipnotizarlo. Él no puede evitar seguirla con la mirada.
—Sabes por qué te lo puse, ¿verdad?
Asiente, entre resignado y temeroso. Su aspecto indefenso, rendido, me resulta encantador. Aunque él no lo sepa aún, esta noche voy a abrir esa jaula de plástico que le oprime. Mi necesidad de sexo está colmada por hoy, pero también él se merece una satisfacción.
—Dilo en voz alta.
—Para que te sea fiel. Para que no te engañe ni siquiera masturbándome.
Sonrío.
—Y para que comprendas que eso —digo rozando su pene aprisionado con el pie desnudo— es solo mío.
Se sonroja. Aún se ruboriza ante estas frases, ante mi tono de voz. Y ese súbito color que tiñe sus mejillas le otorga un aire encantador. Irresistible. En este momento decido que voy a llevarlo a mi cama esta noche. Sé que hay muchas Amas que no tienen sexo con sus sumisos, pero a mí eso siempre me ha parecido una estupidez propia de vírgenes vestales amargadas e inseguras.
Ninguno me tomará como Alberto, lo sé. Pero también sé que Alberto odiaría verme convertida en una viuda seca. Él, que me enseñó como nadie a disfrutar del sexo, se revolvería en el otro mundo si supiera que mi cuerpo se consume en vida.
Le pongo la cadena con la llave alrededor del cuello y doy un leve tirón. Él sabe que tiene que seguirme. Sonríe, aunque aún tiene dudas. Eso es bueno. Me complace que me conozca ya, que no dé nada por sentado. Se levanta aunque avanza detrás de mí mientras le guío hasta la suite. Mi reino particular. Pocos son los que pueden entrar en él y mi Adán sabe que es uno de esos escasos elegidos.
Los ventanales ofrecen una vista nocturna de Barcelona: luces brillantes que descienden desde la montaña hasta el mar. Mi casa, la casa que Alberto compró para nosotros, se encuentra en el Tibidabo, y desde mi habitación a veces tengo la impresión de que toda la ciudad está rendida a mis pies. Cuando estaba con él me gustaba contemplarla, éramos como los dueños de un castillo en lo alto; ahora, si estoy sola, más bien me deprime. Me hace sentir más aislada aún, como si el mundo transcurriera sin mí y yo me limitara a verlo desde la lejanía.
Me acerco al ventanal y corro las cortinas. La habitación queda a oscuras y enciendo una luz tenue, situada al lado del cabezal de hierro forjado que preside mi cama.
—Voy a ser buena contigo.
Le quito la cadena y la pongo en sus manos. Él, nervioso, apenas acierta a introducir la llave en el pequeño candado. Su torpeza es casi entrañable y la llave acaba cayendo al suelo.
—Si no puedes abrirlo, quizá será mejor que lo lleves una semana más…
La segunda vez acierta y un chasquido anuncia que su opresión ha terminado. Vuelve a ser un hombre completo. Mi hombre. El que esta noche he escogido como amante. El que va a darme todo el placer que es capaz de proporcionar en la cama de mi suite privada.
Me llamo Irene Beltrán, tengo treinta y dos años y hace ya algunos que descubrí lo que me gusta en el sexo y en la vida. Tuve la suerte de contar con un maestro maravilloso que murió antes de lo que nadie podía prever. Daría cualquier cosa por que eso no hubiera sucedido, por seguir disfrutando de su compañía, de su vitalidad y de su pasión como amante. Pero, ya que el destino me ha negado lo que más quería, no voy a renunciar a las otras cosas que me hacen feliz.
Aunque, para muchos, esas cosas sean un ejemplo de pura perversión.