Capítulo 27

En algún momento de la fiesta noto que soy el centro de todas las miradas. E incluso de aquellos que, en lugar de observarme, desvían su atención hacia otra parte y se encogen de hombros, murmurando alguna estupidez en voz baja. Poco me importa lo que diga ese hatajo de pijos que, con una copa de cava en la mano, se quejan de los petardos y fingen divertirse. Es la noche de San Juan, joder. ¿A qué viene lamentarse del ruido, del olor a pólvora que rebasa el muro del jardín de la casa de Carla, de la niebla espesa que ha cubierto el cielo de un paño oscuro? Es la verbena, el solsticio de verano, la noche más larga… Deberíamos bailar desenfrenadamente, beber como cosacos, tirarnos todos a esa piscina que, en realidad, está solo de adorno. Suavemente iluminada, intocable.

Lo único bueno de la fiesta era el barman de uniforme que, al otro lado de una mesa, preparaba cócteles con aire profesional. Pero ahora incluso él parece haberse contagiado de la pereza que impera en el jardín y mira hacia algún punto del fondo mientras me habla. Casi me doy la vuelta para comprobar que lo que acaba de decir va por mí.

—Creo que ya ha bebido bastante, caballero.

Es la primera vez en mi vida que un camarero me niega una copa, y su frase me sienta como un sopapo imprevisto.

—¿Me hablas a mí? —pregunto—. ¿O a alguien que se acerca volando por allí?

Señalo hacia mi izquierda y me echo a reír: el rostro imperturbable de aquel tipo es repentinamente gracioso. Muy gracioso. Lo más gracioso de toda la fiesta.

—David. Por favor.

Alguien me toca el brazo y me aparto de manera instintiva. Luego sonrío.

—Ah, eres tú… Es mi novia, ¿sabes? —le pregunto a cara cartón—. ¿A que es guapa?

Cojo a Olga por la cintura y la atraigo hacia mí. Ella se debate e intenta zafarse. Lo mejor de todo es que cara cartón contesta, cual robot perfectamente programado:

—Muy guapa. Tiene usted mucha suerte.

—Nos casamos la semana que viene. Quedan… —miro el reloj, son más de las doce así que ya es domingo—. Cinco días. ¿O son seis? A ver, veinticuatro, veinticinco, veintiséis, veintisiete y… ¡Premio! El cura nos declarará marido y mujer.

Empiezo a tararear la marcha nupcial, no muy fuerte, solo para ver si cara cartón altera su expresión pétrea. Vuelvo a reírme.

—David, nos vamos a marchar —interviene Olga—. Es tarde y estoy cansada.

—Espera, le estaba contando lo de la boda a este nuevo amigo.

—Ya se lo has contado —ella sonríe, aunque creo que algo le pasa porque no me mira. Como el barman, posa su mirada en algún punto que no soy yo—. Nos vamos.

Tira de mí y me dejo llevar, pero tras unos pasos me suelto y vuelvo a la mesa.

—¿Una copa para el camino?

—¡David!

Oigo la voz de Olga, y su tono me resulta más molesto que los dichosos petardos de los que todos se quejaban antes. Sacudo la mano cerca de mi oreja, como si espantara a un moscardón de esos que se empeñan en zumbarte justo delante del oído. Pero este no se marcha, sigue bisbiseando y tocándome los huevos.

—David, por favor. Tenemos que irnos, te ha sentado mal la bebida o algo… Àlex está aquí y se está muriendo de vergüenza. Por favor.

Me vuelvo hacia ella con un movimiento rápido y me doy cuenta de que tiene razón. No estoy bien. Nada bien, porque tengo que parpadear para distinguir las siluetas de la gente y la voz de Olga se pierde en la distancia y el suelo… El maldito suelo se inclina. Se tuerce absurdamente hacia arriba y me golpea en la cara a traición.

Habíamos llegado a casa de Carla unas tres horas antes, por separado, después de cenar. Àlex y yo en mi moto y Olga en su coche, a pesar de que se ofreció a pasar por casa para recogernos. «No me gusta que vayáis en moto esta noche», me dijo, pero decliné su oferta sin saber muy bien por qué. Supongo que tenía la vaga idea de que, si ella iba en su coche, tal vez optara por volver a su casa en lugar de venir a la mía. O quizá simplemente seguía de malhumor y me salía antes un no cortante que un sí complaciente.

Llegamos casi a la vez y entramos juntos, y tuve la sensación de que aquello era una especie de ensayo de boda. Con menos invitados, claro, pero todos sonrientes y bien vestidos, todos acercándose para felicitarnos. «Ya os queda poco, ¿eh?» «Estáis en capilla». «Me muero de ganas de ver el vestido». «David, campeón, ¿te lo has pensado bien?» No sé a cuántas preguntas idiotas es capaz de contestar una mente cuerda y sobria; sí sé que durante un buen rato hice lo que pude.

Llevaba casi tres días comiendo muy poco, aunque eso lo pienso ahora, en aquellos momentos no me di cuenta. El novio de Carla, creo que fue el novio de Carla, me acompañó a la barra y pedimos dos combinados. Ni siquiera sé lo que contenía, pero estaba bueno. Se dejaba beber con facilidad. Y pedí otro.

Busqué a Olga con la mirada y la vi charlando con dos chicas a quienes yo apenas conocía. Me dio igual, el cóctel me había puesto de buen humor y me dirigí a ellas. Olga me guiñó un ojo. Iba vestida con una minifalda negra y un top de color verde brillante que habría dejado sus hombros al aire de no haber sido por una casaca corta, también negra. Un collar con una esmeralda, un regalo traído por sus padres en alguno de sus viajes anuales, completaba el conjunto. Como siempre, estaba perfecta. Una de sus amigas admiró la piedra y Olga se quitó el collar para que la otra se lo probara. Por supuesto, contó la historia del regalo y del viaje de sus padres a Turquía, y seguí bebiendo porque eso ya lo sabía.

—¡Es una monada! ¿Has visto cómo brilla? Podrían hipnotizarte con esto —comentó su amiga fingiendo ponerse seria—. A ver, David, mírame fijamente.

Ahí tuve la primera señal de que algo no iba del todo bien, porque la visión del péndulo brillante me mareó un poco. Por suerte, la chica desistió enseguida y me recuperé. Olga seguía con la historia del viaje.

—Esta es bonita, pero tendrías que ver la que le regaló mi padre a mamá. Es… —buscó el adjetivo mientras yo la abrazaba por la cintura—. Alucinante.

—Que digan lo que quieran, pero las joyas siguen siendo el mejor regalo —dijo la otra chica, al tiempo que le devolvía el colgante—. Tienen algo romántico. Son la mejor señal de que tu marido te quiere.

Olga no le llevó la contraria, aunque yo sabía que esa era la clase de frase que detestaba oír en boca de sus amigas. Sin embargo, repuso:

—Supongo que a veces sí. En realidad da lo mismo: lo increíble es verlos juntos, después de tantos años. Tan enamorados como el primer día. Sé que suena cursi, pero así es.

Tragué la bebida con cuidado por miedo a atragantarme. Y le di otro trago largo para tener la boca ocupada y no arriesgarme a decir nada inoportuno. Por un momento, mientras bebía y ellas seguían hablando, ya de otro tema, intenté ver el mundo con los ojos de Olga. Situado a su espalda la oí hablar, perfectamente cómoda en ese ambiente a pesar de que había en él muchas cosas que no terminaban de gustarle. No importaba. Olga se manejaba allí como pez en el agua y llevaba a la práctica una filosofía de vida envidiablemente sana: no prestar atención a todo aquello que no le complacía. Para ella el mundo era así de bonito, un jardín iluminado y poblado por gente guapa, joven y bien vestida.

—Hace una noche fantástica, ¿verdad? —decía en aquel momento—. Ni demasiado frío ni demasiado bochorno.

—Si no fuera por esos dichosos petardos —objetó la otra chica—. Deberían prohibirlos de una vez. Son un peligro. Y un incordio, la verdad. ¿No podemos celebrar algo en esta ciudad tranquilamente? ¿Sin explosiones que me sacan de quicio?

Olga se rió. Tampoco le gustaban los petardos, yo lo sabía, pero no se quejaba de ellos. ¿Para qué, si iban a seguir ahí? La observé con cariño, la vi sonreír, saludar con la mano a alguien que acababa de llegar. Era tan encantadora que incluso había conquistado a Àlex. Y parte de su encanto radicaba en eso: en esa felicidad que irradiaba, esa sensación ingenua de encontrarse en el lugar adecuado, con la gente adecuada, de haber nacido en la familia perfecta. De estar a punto de casarse con el chico ideal.

Cuando me di cuenta de lo que estaba pensando tuve la necesidad de alejarme un poco, y con la excusa de ir a ver cómo estaba Àlex me separé del grupo. No lo encontré, pero sí vi al novio de Carla, de nuevo en la barra, y me fui hacia él. Al fin y al cabo, era la verbena, Olga había traído el coche y yo podía dejar la moto allí y regresar a por ella al día siguiente. Una copa más me sentaría bien.

Despierto con la boca agria, mi estómago parece una olla a presión donde las tripas se pelean entre sí. Y la cabeza… Dios, dentro de mi cabeza parece haberse instalado un zulú con un tambor: los golpes van de dentro hacia fuera y rebotan en mis sienes, en mi frente, en la nuca. Me quedo un rato en la cama, sin saber qué hora es y sin ánimo para averiguarlo. Las persianas bajadas me aíslan del exterior y no se oye ruido alguno en la casa. Por fin, cuando el zulú ralentiza los golpes de tambor y las tripas llegan a una especie de tregua temporal, consigo bajarme de la cama y, aún medio sonámbulo, ir hacia la ducha.

Eso sí me espabila. De repente. Sobre todo porque con el aturdimiento abro el grifo sin girar la manecilla y un chorro de agua fría me cala de lleno. Pasado el primer impacto, casi lo agradezco: mi mente se activa bajo ese chaparrón helado, poco a poco van volviendo las imágenes de la noche pasada. Los recuerdos, o la falta de ellos. Y, por supuesto, una intensa sensación de vergüenza.

Lo último que logro recordar es al pobre barman negándome una copa. ¿Cuántas habría bebido? Un recuento rápido me arrojó una cifra de al menos cinco, pero de eso tampoco estaba seguro. No eran tantas, no para un tipo de metro ochenta y cinco y ochenta kilos de peso. Sí para un imbécil que no estaba acostumbrado a beber y que, además, casi no había comido en todo el día.

Al secarme noto un moretón en el mentón y me doy cuenta de que me duele. Ahora que el zulú se ha dormido puedo sentir ese otro dolor con claridad. ¿Me pegué con alguien? La cara me arde solo de pensarlo. Tengo que hablar con Olga. Pedirle disculpas. Y Àlex… ¿Àlex me había visto borracho, peleándome?

Salgo del cuarto de baño y veo la nota pegada en la nevera, debajo de un imán con forma de autobús londinense. «Nos hemos ido a comer para dejarte dormir. Espero que no te despiertes muy mal. Besos. Olga y Àlex». El contenido me tranquiliza un poco, no debía de haber sucedido nada muy grave u Olga no habría firmado la nota con una cara sonriente. Y, ya que estoy frente a la nevera, la abro y saco una Coca-Cola, que, según Miguel, es el mejor remedio contra la resaca. Como en tantas otras cosas, tiene razón: la engullo casi de un trago y mi cuerpo responde bien al líquido azucarado.

Olga y Àlex llegan un par de horas después, sobre las seis. Yo estoy mejor ya: no me he movido del sofá y he visto a medias una película de esas de sobremesa en la que un niño fantasma habita en la buhardilla de una familia de clase media, con dos niños y un perro, y se hace amigo invisible del hijo menor, al que confiesa que fue asesinado en un ritual satánico. Supongo que me he dormido antes del final porque me despierta el ruido de la llave en la cerradura y en la tele hay unos actores distintos a los que recordaba. Tardo un poco también en salir de las redes de mi sueño, en el que una mujer sin rostro vestida con una gabardina blanca recorría un siniestro malecón en una noche de tormenta.

—Vaya, estás despierto —dice Olga—. ¿Te encuentras bien?

La verdad es que no, pero estaba peor hace un rato así que le digo que sí con la cabeza y el movimiento altera de nuevo al zulú, que me da un toque de advertencia.

—Anoche te emborrachaste y te caíste —suelta Àlex. En definitiva, es un resumen perfecto, pienso. Y aclara mis dudas sobre el golpe en el mentón.

—Y ahora estoy pagando las consecuencias —le respondo—. Así que en esto no me tomes de ejemplo, ¿vale?

Él se encoge de hombros, en un gesto que creo interpretar como «No sigo ejemplos en general», y se va a su cuarto. Olga se sienta en el sofá, a mi lado, y me acaricia el pelo con timidez.

—Perdona —le digo—. Debió de ser todo un espectáculo.

Espero que se ría, pero no lo hace. Intento volver la cabeza para mirarla a los ojos.

—¿Tan terrible fue? —pregunto.

Menea la cabeza despacio y su mano se detiene en mi frente.

—No te había visto nunca borracho.

—Y no volverás a pasar por esa experiencia. Te lo juro —hablo en serio. Ni siquiera pienso probar una sola gota de alcohol en toda mi vida.

Por fin sonríe, aunque no se trata de su sonrisa habitual.

—No es eso —dice en voz baja—. Todo el mundo bebe una copa de más alguna vez. Estuviste raro, ya antes de ir a casa de Carla, por teléfono.

Ahora mismo no estoy para discusiones psicológicas. Como no digo nada, ella prosigue:

—Supongo que es el estrés de antes de la boda. Dicen que a los chicos os afecta más que a nosotras… —hace una pausa como si fuera a preguntar algo, pero solo pronuncia una palabra—: ¿David…?

Se queda en silencio y aprieta los labios. Por mi mente cruzan raudas cientos de posibilidades distintas: quizá hablé de más cuando estaba inconsciente, quizá dije algo que no debía, sobre ella, sobre Irene… Pensar en Irene es como una puñalada en el costado. Llevo tres días intentando olvidarla, borrarla de mi cabeza.

Olga sigue callada, a punto de preguntar algo, pero la frase no supera la barrera de sus labios cerrados. En su lugar, me da un beso en la frente que huele a despedida y se pone de pie.

—Será mejor que descanses —dice, con un ánimo que suena forzado—. Ya hablamos mañana. Ah, y recuerda que dejaste la moto en casa de Carla. Tendrás que ir a buscarla mañana.

Me da tanta vergüenza enfrentarme a Carla cara a cara que me digo que luego llamaré a Miguel y le pediré que vaya él. Tiene llaves de mi moto y esto me dará oportunidad para hablar con él. Mientras Olga se despide de Àlex pienso que no he buscado un sustituto para que sea el padrino en nuestra ceremonia. No has hecho nada, me reprendo. Ni una sola de las cosas que tenías previstas: los muebles de la habitación de Àlex siguen en su sitio, no sabes quién será tu padrino de boda. Y para colmo te emborrachas en casa de la mejor amiga de tu novia y tienen que llevarte a casa semiinconsciente. Tu vida es un caos, imbécil.

Me incorporo del sofá y aguardo a Olga de pie, junto a la puerta de la habitación de mi hermano. Voy a besarla y ella lo permite; es un beso raro, que me deja en la boca el regusto de palabras no dichas, de mentiras que pugnan agriamente por salir, un beso que parece sellar un pacto de silencio.

En cuanto ella se va, me desplomo en el sofá y cojo el móvil para llamar a Miguel.

—Mi vida es un caos —le digo en cuanto contesta con la misma voz resacosa que debo de tener yo.