Capítulo 26
—Irene… ¿te encuentras bien?
La voz preocupada de Sebastián Holgado me devuelve a un presente en el que no deseo estar. Una realidad que, sin haber variado sustancialmente en los últimos días, se me antoja ahora gris y vacía, aburrida y carente de emoción.
—Sí —consigo decir, y hago un esfuerzo por concentrarme, por regresar a la mesa del despacho y a una conversación que sé que es importante—. Solo estoy un poco cansada. No he dormido bien.
No he dormido en absoluto, pienso. Ni un minuto en la última noche. David sí. Era ya muy tarde cuando el sueño le venció, después de horas interminables de juegos y caricias. Y fue entonces, al descubrirme observándole mientras dormía, anhelando que despertara y a la vez satisfecha de que descansara, aprendiéndome de memoria su rostro, pensando en lo maravilloso que sería despertar siempre a su lado y refugiarme contra su cuerpo, cuando supe que debía cortar aquello de raíz. La idea de una despedida convencional me superaba, y antes morir que suplicarle que regresara una noche más.
—Se nota —me dice Sebastián, preocupado—. Te necesitamos en forma.
¿Y yo qué necesito? A nadie parece importarle. Respiro hondo y observo los currículums que me han dejado sobre la mesa. Papeles, fotos, vidas resumidas en apenas dos folios.
—Te he seleccionado cinco candidatos para sustituir a Aitor en el hotel de Donostia. Lamentablemente, ahora tenemos donde elegir: hemos recibido un montón de solicitudes de empleo.
—Gracias. Les echaré un vistazo enseguida.
—Bien. No hay demasiada prisa, pero estaría bien contratar a alguien a lo largo de este mes para que pudiera incorporarse a principios de julio —se calla y sonríe—. Por cierto, tu aparición en prensa y televisión ha supuesto una inyección de reservas. Y tus palabras siguen dando que hablar…
Me enseña un periódico donde un tipo de quien no he oído hablar responde en nombre de los empresarios españoles. «El tejido empresarial del país es moderno y avanzado, digan lo que digan». Al menos eso me hace sonreír de verdad: si hay algo rancio y conservador en España es precisamente este caballero, su corbata lo proclama a gritos.
—Sabía que te animaría. Otra cosa… Hemos localizado a Aitor. Está en Costa Rica, acompañado de una bella señorita que responde al nombre de Yvonne Ruiz. Sé que dijiste que no querías denunciarlo, pero podríamos hacer algo. Nos ha estafado un buen montón de euros.
Meneo la cabeza, intentando decidir con frialdad. Hoy me cuesta poco: ni Aitor ni el empresario caduco de corbata granate me importan lo más mínimo.
—No me preocupa lo que se ha llevado —me inquieta que regrese cuando se le acabe ese dinero, pienso. Y se le terminará pronto si la tal Yvonne colabora en ello—. Lo único que quiero saber es si planea volver. Quizá podríamos hacerle llegar un mensaje advirtiéndole de que estará totalmente seguro si no vuelve a poner los pies en España.
—Como tú digas, aunque no entiendo a qué viene tanta generosidad.
Esbozo una sonrisa irónica.
—Considéralo un finiquito especial. A veces merece la pena pagar y estar tranquilos.
Sebastián se levanta. La reunión ha terminado.
—Irene —me dice antes de irse—, ¿seguro que estás bien?
—Sí —intento dirigirle una mirada cargada de afecto—. Me iré pronto a casa y descansaré. Solo necesito eso: una buena noche de sueño.
No se muestra muy convencido, pero tampoco insiste. Sale del despacho y cierra la puerta, y al quedarme sola, frente a una tarea que no despierta en mí el menor interés en este momento, no puedo evitar que los recuerdos de las últimas noches se cuelen en tropel, deambulen por mi mente como huéspedes indeseados a los que no tengo fuerzas para echar de mi cabeza.
David desnudo, sudoroso, sonriente. Su cuerpo en tensión, sus brazos fuertes. Manos que han recorrido cada centímetro de mi piel. Su olor, que aún permanece a mi alrededor y, de algún modo, también dentro de mí. Esa mirada franca, a ratos juguetona y a ratos feroz. «Basta», me digo. He hecho lo que debía. «Vístete y vete». Dios, cuando amenazó con derribar la puerta estuve a punto de perder el control, de abrirla y lanzarme a sus brazos. Si hubiera dado un solo paso más, si hubiera cruzado ese umbral y me hubiera atraído hacia él, habría cedido sin poder evitarlo. Pero no fue así: permaneció parado, y a sus ojos asomó algo que era en parte enfado y en parte alivio. Odiarme le resultaría más fácil que echarme de menos. Yo lo sabía, y por eso creció en mí una fuerza que me impulsó a repetir lo único que en realidad no quería decirle. «Vístete y vete».
Oigo el timbre del móvil y miro la pantalla con rapidez. Podría ser él, pero no lo es. Aun así, me obligo a contestar.
—¿Irene? Soy Diana.
No estoy de humor para una conversación casual y sin embargo intuyo que hablar con alguien, con quien sea, me sentará bien.
—Vaya… Estabas desaparecida —le digo. Lo cierto es que tampoco yo había vuelto a llamarla.
—Sí. Oye, ¿puedes hablar?
Su tono de voz me indica que está inquieta; si su intención el otro día había sido llamarme para dar buenas noticias, está claro que no es el caso.
—Claro. Aunque no sé si el teléfono es la mejor opción.
Suspira. Piensa.
—Tienes razón —dice por fin—. ¿Quedamos para comer? Tengo una hora libre en el gimnasio, a la una.
Me da pereza y me apetece al mismo tiempo. Al fin y al cabo, si no como con alguien no creo que pruebe bocado hoy: noto un nudo en el estómago.
—De acuerdo. Dime dónde y allí estaré.
El lugar es un local situado en la calle Enric Granados, a una manzana del gimnasio donde trabaja Diana, y con solo cruzar la puerta de aquel espacio blanco e informal, con sillones desparejados y sillas que parecen sacadas de diez comedores distintos, me siento repentinamente mayor. En las paredes cuelgan cuadros enormes, modernos, de calidad variada pero indudablemente urbanos, casi naif en su simplicidad de formas. La clientela, relativamente abundante, está formada por jóvenes barbudos y chicas de pelo lacio, y el menú ofrece nutritivas ensaladas, una gran selección de tés y zumos naturales. Suerte que no tengo mucha hambre, pienso mientras busco a Diana con la mirada. Allí está, al fondo del local, en una mesa para dos. Solo con verle la cara deduzco que tiene muchas cosas que contarme y no todas precisamente buenas.
Pido lo mismo que ella, para no pensar, y una camarera simpática que en nada se distingue de las clientas se dirige a preparar nuestras ensaladas sin la menor prisa. El ambiente que reina en el local invita a la conversación, aunque son varias las mesas ocupadas por una sola persona, que se entretiene con el móvil o con el portátil mientras espera que llegue la comida.
—Gracias por venir —dice Diana—. Y siento no haberte llamado el otro día. Necesitaba tiempo para… pensar.
—Tranquila. Yo también he estado ocupada estos días —hago una pausa porque no sé cómo enfocar el tema; ignoro qué le habrá contado Jon, tanto de él como de mí, así que voy con cuidado—. ¿Qué tal?
Toma aire, como si esa pregunta no tuviera una respuesta fácil o al menos requiriera pensarla con atención.
—Rara —contesta unos segundos después—. No sé muy bien si estoy bien o mal, pero sin duda me siento rara.
—¿Por culpa de Jon? —pregunto directamente; no tiene sentido andarse por las ramas.
Asiente con la cabeza y desvía la mirada; se encoge un poco, como si tuviera frío, lo cual no es extraño: el aire acondicionado está convirtiendo el espacio en una nevera.
Diana se pasa una mano por la frente y por fin casi sonríe. Una sonrisa que se transforma en algo parecido a un bufido poco después.
—Intentaste avisarme, ya lo sé.
—No debí hacerlo —me apresuro a decir—. No es cosa mía.
—Te lo agradezco… aunque Jonathan se enfadó un poco.
Lo sé. Su mensaje en mi móvil lo demostraba, pero creo que es mejor no comentarlo ahora. Diana me mira fijamente e intuyo que no sabe cómo seguir.
—¿Cómo…? ¿Cómo os puede gustar algo así?
Se lo ha dicho, pienso. El cabrón de Jon se ha vengado de mi indiscreción con otra mayor. De lo último que me apetece hablar hoy es de sexo; sin embargo, lo único que se me ocurre es sortear el tema.
—Lo que importa no es si nos gusta o por qué. Lo que importa, Diana, es si te gusta a ti.
Mueve la cabeza y su rostro revela una perplejidad que es a la vez tristeza.
—No lo sé —confiesa—. Eso es lo peor, que no lo sé.
Apoya los codos en la mesa y cruza las manos sobre la barbilla. La veo totalmente desvalida, desorientada.
—Me gusta Jon. Me gusta mucho, de verdad. Es encantador y divertido. Me hace reír.
—¿Pero…? Jon no es solo encantador, Diana.
—¿Por qué? —esa parece ser su única pregunta, una para la que yo no tengo respuesta—. ¿Por qué no podemos mantener relaciones sexuales normales?
—La normalidad no existe, Diana —soy consciente de que respondo a su cliché con otro tópico que tampoco tiene más significado—. Escucha: Jon lleva un estilo de vida determinado que se extiende a sus gustos sexuales. Eres libre de aceptarlo o rechazarlo, eres libre de modularlo incluso: de establecer límites y normas y él las cumplirá a rajatabla. Pero, si no te sientes cómoda, si lo que él te propone te parece perverso, o inmoral, o… peligroso, tienes que alejarte. Ya está. No hay más.
—Él dice que me quiere —replica Diana.
—No basta con que te quiera —no quiero herirla ni tampoco eludir el tema—. Te quiere de una manera particular. Asúmelo, porque nunca te querrá de otro modo.
—¿Cómo lo sabes? La gente cambia. El amor…
—Diana, basta. Aunque no lo creas, el amor también se puede expresar así.
—¿Haciéndome daño? —sus ojos se abren como pozos sin fondo, sus mejillas se sonrojan a pesar del frío que impera en el local—. No, no puedo creer que eso sea amor.
—Entonces —hablo despacio para que lo que voy a decir penetre en su cabeza—, solo tienes una opción. Y no es esperar que él cambie.
—¿Hablas por él o por ti?
Meneo la cabeza, apesadumbrada, pero ella insiste:
—Contéstame: ¿tú no serías capaz de cambiar por amor?
No quiero llorar y sin embargo mis ojos deciden hacerlo por su cuenta. Mis lágrimas la dejan perpleja y suaviza su mirada tanto como puede.
—Irene… Perdona. Perdona, por favor. No…
—No es culpa tuya —consigo decir. Me limpio la cara con la servilleta, agradeciendo a la providencia que esta mañana no tuviera ganas de maquillarme. Un par de minutos después me siento con fuerzas para proseguir—: Hoy no estoy preparada para hablar de mí, pero te lo contaré todo algún día. De todos modos, da lo mismo. Eres tú quien debe decidir. Y cuando lo hagas olvídate de hombres redimidos por amor. Jon no quiere cambiar, y aunque quisiera no podría hacerlo. Ya no.
—¿Y tú? ¿Querrías cambiar?
No tengo respuesta. No tengo hambre. No tengo ganas de seguir hablando con ella. Cuando llega la ensalada contemplo el plato como si en lugar de lechuga de distintos tonos de verde fuera pasto radiactivo. Diana come en silencio, pensativa, y decido marcharme.
El sol de la calle es un alivio después del frío del local. Voy andando por Enric Granados, una calle casi peatonal, llena de terrazas, de gente que disfruta del verano que se acerca, de la compañía de otros. Yo, en cambio, solo pienso en regresar a casa, encerrarme en mi torre, meterme en la cama y olvidarme de todo. Aislarme. Protegerme.
Había olvidado la dichosa verbena de San Juan, aunque los petardos y cohetes se encargan de recordármela el sábado por la noche. El cielo de Barcelona se convierte en un surtidor de colores, la ciudad celebra la fiesta pagana del solsticio encendiendo hogueras y arrojando proyectiles que resuenan como bombas.
Contemplo el paisaje desde la ventana de mi habitación, cual princesa condenada al encierro por un ser malvado que ha construido para ella una fortaleza dorada de muros infranqueables. Corro las cortinas, y con ellas desaparece la luz pero no el ruido. Observo la cama, casi veo la sombra de David en la sábana, el hueco que ha dejado su cuerpo, y sé que me aguarda otra noche de insomnio.
No. No puede ser. No quiero volver a acostarme en un lado de la cama, sin atreverme a invadir el otro, echando de menos su respiración, sus manos, su presencia. Los somníferos se inventaron para esto, pienso. Para borrar amantes de la cabeza. Para huir de una alegría que soy incapaz de compartir. Para darle al cuerpo el descanso que merece y que mi cabeza le niega.
No estoy habituada a tomarlos, así que supongo que uno bastará. Y mientras lo trago con la ayuda de un vaso de agua, pienso, no sin ironía, que he pasado de cenicienta a bella durmiente en cuestión de solo cuatro días.