Walsingham, otoño de 1513

Katherine estaba arrodillada en el santuario de Nuestra Señora de Walsingham, con la mirada fija en la estatua de una sonriente madre de Cristo, aunque en realidad no veía nada.

«Amado mío, amado mío, lo he conseguido. Le he mandado a Henry el manto del rey escocés y me he asegurado de recalcar que esta victoria es suya, no mía. Pero en realidad, es vuestra. Es vuestra porque cuando os conocí a vos y conocí vuestro país, mis miedos se centraban en los moros, pero vos me enseñasteis que aquí el mayor peligro eran los escoceses. Y después la vida me enseñó una lección muy dura, amado mío: es mejor perdonar a un enemigo que destruirlo. Si en este país tuviéramos médicos, astrónomos o matemáticos moros, estaríamos mucho mejor. Del mismo modo, puede que llegue un momento en que necesitemos el valor y la destreza de los escoceses. Tal vez mi oferta de paz signifique que algún día nos perdonen por la batalla de Flodden.

»Tengo todo lo que siempre he deseado… excepto a vos. He conseguido una victoria para este país, victoria que lo mantendrá a salvo durante una generación. He concebido un hijo y estoy segura de que este bebe sobrevivirá. Si es un niño lo llamaré Arthur, como vos. Y si es una niña la llamaré Mary. Soy la reina de Inglaterra, el pueblo me quiere y Henry será un buen esposo, además de un buen hombre».

Me apoyo sobre los talones y cierro los ojos para que no se me escapen las lágrimas. «Lo único que me falta sois vos, amado mío. Sólo vos. Sólo vos».

—Vuestra gracia, ¿estáis bien? —me llama una monja, con dulce voz. Abro los ojos. Tengo las piernas agarrotadas, después de pasar tanto tiempo arrodillada—. No queríamos molestaros, pero lleváis aquí unas cuantas horas.

—Ah, sí —le digo, tratando de sonreír—. Salgo en un momento, dejadme sola.

Regreso a mi sueño con Arthur, pero él ya no está.

«Esperadme en el jardín —le susurro—. Me reuniré con vos. Acudiré muy pronto junto a vos, cuando haya cumplido con mi deber aquí».