Castillo de Ludlow, marzo de 1502

—Quiero que conozcáis a una dama que es una buena amiga mía y que también desea ser amiga vuestra —dijo Arthur, escogiendo con mucho cuidado sus palabras.

Las damas de Catalina, que se aburrían en una tarde fría sin distracción alguna, estiraron el cuello para escuchar, al tiempo que aparentaban estar muy ocupadas en sus bordados. De repente, la princesa se quedó tan blanca como la tela que estaba bordando.

—¿Señor? —preguntó, nerviosa. Arthur no le había comentado nada por la mañana, cuando se habían despertado y habían hecho el amor y ella no esperaba volver a ver a su esposo hasta la hora de la cena, así que su aparición en los aposentos de la princesa significaba que algo había ocurrido. La joven decidió actuar con cautela hasta descubrir qué estaba sucediendo—. ¿Una dama? ¿Quién es?

—Tal vez hayáis oído hablar de ella, pero os suplico que no olvidéis que ella desea ser vuestra amiga, y que siempre ha sido una buena amiga mía.

A la princesa le empezó a dar vueltas la cabeza y cogió aire. Por un instante, un instante terrible, pensó que Arthur quería presentar a la corte a una antigua querida, que estaba suplicando un puesto entre sus damas para una mujer que había sido su amante y poder así continuar su relación con ella.

Si eso es lo que pretende, ya sé cómo debo comportarme. He visto a mi madre angustiada por las hermosas jóvenes a las que mi padre, Dios lo perdone, es incapaz de resistirse. Una y otra vez, lo veíamos demostrar interés por algún rostro nuevo de la corte y, en todas esas ocasiones, mi madre se comportaba como si no se hubiera dado cuenta de nada, le otorgaba una generosa dote a la muchacha en cuestión, la casaba con algún cortesano que fuera un buen partido y animaba al hombre a llevarse bien lejos a su flamante esposa. Era tan habitual que se convirtió en una especie de chanza: si una joven quería casarse bien, contar con la bendición de la reina y viajar a alguna provincia remota, lo único que tenía que hacer era llamar la atención del rey. En un abrir y cerrar de ojos, abandonaría la Alhambra montada en un flamante caballo con un montón de vestidos nuevos.

Sé que una mujer sensata mira hacia otro lado y trata de soportar el dolor y la humillación cuando su esposo decide llevarse a otra a la cama. Lo que no debe hacer, lo que desde luego no debe hacer nunca, es comportarse como mi hermana Juana, que se pone en evidencia a sí misma —y a todos nosotros— con sus gritos, su llanto histérico y sus amenazas de venganza.

—No sirve de nada —me dijo una vez mi madre, cuando uno de los embajadores nos relató la espantosa escena que había tenido lugar en la corte de Felipe, en los Países Bajos: Juana había amenazado con cortarle el pelo a la amante de su esposo, la había atacado con unas tijeras y luego había jurado que se iba a matar—. Quejarse sólo complica las cosas. Si tu esposo se descarría, lo que tienes que conseguir es que regrese a tu vida y a tu cama, da igual lo que haya hecho. No se puede huir del matrimonio. Si tú eres la reina y él es el rey, tenéis que permanecer unidos. Si él no cumple con sus deberes conyugales, eso no significa que tú no puedas cumplir con los tuyos. Por doloroso que resulte, tú siempre serás su reina y él siempre será tu esposo.

—¿Haga lo que haga? —le pregunté—, ¿se comporte como se comporte? ¿Él es libre pero yo no?

Mi madre se encogió de hombros.

—Haga lo que haga, no puede romper el vínculo del matrimonio. Estaréis casados a los ojos de Dios: siempre será tu esposo, tú siempre serás reina. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Por mucho dolor que él te cause, sigue siendo tu esposo. Puede que no sea el mejor marido, pero no por ello deja de serlo.

—¿Y si desea a otra? —le pregunté, movida por la curiosidad juvenil.

—Si desea a otra, tal vez la consiga o tal vez ella lo rechace, allá ellos. Allá ella con su conciencia —dijo mi madre en tono categórico—. Quien no debe cambiar eres tú. Tú seguirás siendo su esposa y su reina.

Catalina recordó el sombrío consejo de su madre y miró a su joven esposo.

—Siempre es un placer conocer a vuestros amigos, señor —dijo en tono neutro, con la esperanza de que la voz no le fallara—. Pero, como sabéis, mi casa es reducida: vuestro padre dejó muy claro que no se me permite tener más acompañantes de los que tengo ahora. Como sabéis, no me paga ninguna asignación, es decir, que no tengo dinero para recompensar los servicios de otra dama. Dicho de otra manera, no puedo admitir a ninguna otra dama, ni siquiera si se trata de una amiga vuestra.

Arthur se estremeció al recordar el mezquino regateo de su padre respecto al séquito de la princesa.

—Oh, no, no me habéis entendido. No es una amiga que busque un puesto, no se va a convertir en una de vuestras damas —se apresuró a decir—. Se trata de lady Margaret Pole, que desea conoceros. Por fin ha regresado al castillo.

Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros. Esto es mucho peor que si se tratara de una amante. Sabía que un día tendría que enfrentarme a ella. Éste es su hogar, aunque ella no estaba cuando nosotros llegamos, así que pensé que el hecho de mantenerse alejada era una forma deliberada de desairarme. Pensé que me evitaba por odio, como yo la evitaría a ella por vergüenza. Lady Margaret Pole es la hermana de aquel pobre muchacho, el duque de Warwick, al cual decapitaron para garantizarme la sucesión a mí y a mi linaje. Temía que llegara el momento de conocerla. Le he pedido a todos los santos que no regresara, que se quedara donde estaba, que me odiara y me culpara, sí, pero desde lejos.

Arthur vio la expresión de rechazo de su esposa, pero no había encontrado mejor forma de plantear la cuestión.

—Por favor —se apresuró a decir—. Ha estado fuera, ocupándose de sus hijos. De lo contrario, habría estado aquí con su esposo para daros la bienvenida al castillo cuando llegamos. Ya os dije que regresaría… y ahora desea conoceros. Hemos de convivir aquí, todos juntos. Sir Richard es un leal amigo de mi padre, es uno de los nobles de mi consejo y el señor de este castillo. Tendremos que convivir aquí, todos juntos.

Catalina le tendió una mano temblorosa y Arthur se acercó de inmediato, haciendo caso omiso de la perplejidad que expresaban las damas de la princesa.

—No puedo ir a verla —susurró—. De verdad, no puedo. Sé que a su hermano lo mataron para beneficiarme a mí, sé que mis padres insistieron en ello como condición para que yo viajara a Inglaterra. Sé que el muchacho era tan inocente como una flor, que vuestro padre lo encerró en la Torre para que no tuviera seguidores que reclamaran el trono en su nombre. Podría haber vivido allí durante el resto de su vida, tranquilamente, pero mis padres exigieron su muerte. Lady Margaret me odia.

—No os odia —dijo Arthur con sinceridad—. Creedme, Catalina, yo jamás os obligaría a ver a alguien que no os apreciara. Lady Margaret no os odia, ni tampoco me odia a mí. Ni siquiera odia a mi padre, que fue quien ordenó la ejecución. Es perfectamente consciente de que estas cosas pasan: ella también es princesa y, de la misma forma que vos, sabe que la política manda, que no podemos elegir. No fue una decisión vuestra, como tampoco lo fue mía. Lady Margaret sabe que vuestros padres debían asegurarse de que no hubiera príncipes rivales que reclamaran el trono y que mi padre me despejaría el camino, costara lo que costase. Se ha resignado.

—¿Resignado? —exclamó la princesa en tono de incredulidad—. ¿Cómo puede una mujer resignarse al asesinato de su hermano, el heredero de la familia? ¿Cómo puede recibirme amistosamente si su hermano murió porque era conveniente para mí? Cuando nosotros perdimos a mi hermano, el mundo se hundió. Todas nuestras esperanzas murieron con él: no sólo lo enterramos a él, sino que también enterramos nuestro futuro. Mi madre, que es una santa en vida, aún no lo ha superado. No ha vuelto a ser feliz desde la muerte de Juan y es incapaz de aceptarlo. Si lo hubieran ejecutado en nombre de algún extranjero, os juro que mi madre habría vengado esa muerte. ¿Creéis que lady Margaret ha perdido a su hermano y lo acepta sin más? ¿Creéis que me acepta a mí?

—Se ha resignado —se limitó a decir Arthur—. Es una mujer muy espiritual y si buscara una recompensa, la tiene en la figura de su esposo. Sir Richard Pole es un hombre en quien mi padre confía. Lady Margaret, además, vive aquí, goza de la más alta consideración, es amiga mía y espero que también lo sea vuestra.

Arthur cogió la mano de su esposa y se dio cuenta de que temblaba.

—Vamos, Catalina, esto no es propio de vos. Sed valiente, amor mío. Lady Margaret no os va a culpar de nada.

—Debe culparme —dijo Catalina en un angustioso susurro—. Mis padres insistieron en que no debía existir duda alguna de que vos erais el heredero al trono. Lo sé. Y vuestro propio padre les prometió que no habría príncipes rivales. Mis padres sabían lo que se proponía el vuestro, pero no le pidieron que le salvara la vida a un inocente, sino que le permitieron seguir adelante. Querían que lo hiciera. Jamás podré olvidar que se derramó la sangre de Edward Plantagenet. La maldición de su muerte persigue nuestro matrimonio.

Arthur retrocedió. Jamás había visto a Catalina tan afligida.

—Por Dios, Catalina, no iréis a pensar que es una maldición…

La princesa asintió con gesto triste.

—Jamás me habíais dicho nada de todo esto.

—No soportaba hablar de ello.

—Pero ¿lo habíais pensado?

—Desde el momento en que me dijeron que lo habían ejecutado para beneficiarme.

—Amor mío, no podéis pensar que es una maldición.

—Sí lo es.

Arthur trató de tomarse a broma la vehemencia de Catalina.

—No. Es una bendición. —Arthur atrajo a su esposa hacia sí y en voz baja, para que nadie más pudiera oír sus palabras, le dijo—: Por las mañanas, cuando os despertáis entre mis brazos, ¿pensáis que es una maldición?

—No —dijo Catalina a regañadientes—. No, no lo pienso.

—Y por las noches, cuando entro en vuestra alcoba, ¿se cierne sobre vos la sombra del pecado?

—No —admitió Catalina.

—Entonces no es una maldición —dijo Arthur con firmeza—. Es una bendición del Señor. Catalina, amor mío, confiad en mí. Si lady Margaret ha perdonado a mi padre, ciertamente no os va a culpar a vos. Os lo juro, esa mujer tiene un corazón tan grande como una catedral. Y quiere conoceros. Venid conmigo y permitidme que os la presente.

—Pero a solas —dijo la princesa, que aún temía una desagradable escena.

—A solas. Lady Margaret se encuentra en los aposentos de su marido. Si me acompañáis ahora mismo, dejaremos aquí a todo el mundo e iremos tranquilamente los dos a verla.

Catalina se puso en pie y apoyó la mano en el brazo de su esposo.

—Voy a salir a solas con la princesa —le dijo Arthur a las damas de su esposa—. Vosotras quedaos aquí.

Al verse excluidas, las damas se quedaron perplejas y algunas incluso parecieron decepcionadas. Catalina pasó junto a ellas sin levantar la mirada.

Una vez que cruzaron la puerta, Arthur la precedió por la angosta escalera de caracol, con una mano apoyada en la columna central de piedra y la otra en el muro. Catalina lo siguió. Se detenía junto a cada aspillera para contemplar el valle: el río Teme se había desbordado y había convertido la vega en un lago plateado. Hacía frío, incluso para el mes de marzo en las marcas galesas, y Catalina se estremeció como si un extraño caminara sobre su tumba.

—Amor mío —le dijo Arthur. Se volvió en la estrecha escalera para mirarla—. Tened valor. Vuestra madre lo tendría.

—Ella fue quien lo ordenó —dijo Catalina, enojada—. Creyó que así me beneficiaría, pero un hombre murió por culpa de su ambición y ahora yo tengo que enfrentarme a su hermana.

—Lo hizo por vos —le recordó Arthur—. Y nadie os culpa de nada.

Llegaron a la planta inferior, justo debajo de los aposentos de la princesa. Sin vacilar, Arthur llamó a la recia puerta de madera de las habitaciones del señor del castillo y entró.

La sala cuadrada, que daba al valle, era exactamente igual que el salón de audiencias de Catalina, en el piso de arriba. Estaba revestida de paneles de madera de los cuales colgaban alegres tapices. Había una dama junto al fuego, esperándolos. La mujer, de unos treinta años de edad, se puso en pie tan pronto se abrió la puerta. Llevaba un vestido gris pálido y una capucha del mismo color que le ocultaba el pelo. Contempló a Catalina con una mirada de cordial interés y luego le dedicó una profunda y respetuosa reverencia.

Arthur hizo caso omiso del pellizco que le dio su esposa, retiró el brazo y se alejó hacia la puerta. Catalina se volvió para dirigirle una mirada de reproche y después le dedicó una discreta reverencia a la otra mujer. Ambas se irguieron al mismo tiempo.

—Me alegro mucho de conoceros —dijo amablemente lady Margaret— y lamento mucho no haber podido estar aquí para daros la bienvenida, pero uno de mis hijos se puso enfermo y tuve que ausentarme para asegurarme de que recibía las atenciones adecuadas.

—Vuestro marido ha sido muy gentil —consiguió decir la princesa.

—Eso espero, porque le dejé una larga lista de instrucciones. Quería que vuestros aposentos os resultaran cálidos y confortables. Si hay algo que pueda hacer por vos, sólo tenéis que decírmelo. No conozco España, así que no sabía muy bien qué os agrada.

—¡No! Todo está bien… sin duda alguna.

La mujer contempló a la joven princesa.

—Entonces espero que seáis muy feliz aquí con nosotros —dijo.

—Yo también —jadeó Catalina—, pero… pero…

—¿Sí?

—Me entristecí mucho cuando me enteré de la muerte de vuestro hermano —se aventuró a decir. La princesa, pálida hasta ese momento por culpa de los nervios, se ruborizó de golpe. Notó las orejas ardiendo y, para su desesperación, se dio cuenta de que le temblaba la voz—. Os lo aseguro, lo siento mucho. Mucho…

—Para mí y para los míos fue una gran pérdida —dijo la mujer sin vacilar—, pero así es como funciona el mundo.

—Me temo que mi llegada…

—Jamás he pensado que fuera una decisión vuestra o que vos fuerais la culpable, princesa. Cuando a nuestro querido príncipe Arthur le llegó el momento de contraer matrimonio, su padre estaba obligado a asegurarse de que su coronación no peligrara. Sé que mi hermano jamás habría amenazado la paz de los Tudor, pero ellos no lo sabían. Y, además, mi hermano recibió los perversos consejos de un joven malvado y se vio arrastrado a una ridícula conspiración… —La mujer se interrumpió al fallarle la voz, pero no tardó en recobrar la compostura—. Disculpadme, todavía me entristece. Mi hermano era inocente: la ridícula conspiración es una prueba de su inocencia, no de su culpabilidad. No me cabe la menor duda de que ahora está junto a Dios, con todos los inocentes. —Hizo una pausa y le sonrió a la princesa—. En este mundo —prosiguió—, las mujeres descubrimos a menudo que no tenemos ningún poder sobre lo que hacen los hombres. Estoy segura de que vos no le deseabais ningún daño a mi hermano y, desde luego, estoy segura de que él no se hubiera enfrentado jamás con vos ni con nuestro querido príncipe… pero así es como funciona el mundo y a veces hay que aplicar medidas drásticas. Mi padre tomó algunas decisiones equivocadas en su vida y Dios sabe bien que lo ha pagado caro. Y mi hermano, aunque inocente, siguió el mismo camino que su padre. Cara o cruz, las cosas podrían haber sido muy distintas. Y creo que las mujeres tenemos que aprender a vivir con la cara y con la cruz, aunque no siempre nos beneficie.

Catalina escuchaba atentamente.

—Sé que tanto mi madre como mi padre querían asegurarse de que la dinastía Tudor no se viera amenazada —susurró—. Y sé que se lo dijeron al rey.

La princesa necesitaba tener la certeza de que lady Margaret sabía hasta qué punto se sentía culpable.

—Que es lo mismo que habría hecho yo en su lugar —se limitó a decir la mujer—. Princesa, no os culpo, ni culpo a vuestros padres, como tampoco culpo a nuestro querido rey. Si yo hubiera estado en el lugar de cualquiera de ellos, probablemente me habría comportado de la misma forma… y sólo me habría justificado ante Dios. Lo único que me corresponde a mí, ya que no soy ninguna de esas excepcionales personas, sino sólo la humilde esposa de un buen hombre, es preocuparme de cómo me comporto y de cómo me justificaré ante Dios.

—Creo que cuando llegué a este país la muerte de vuestro hermano ya pesaba en mi conciencia —confesó Catalina.

Lady Margaret sacudió la cabeza.

—La muerte de mi hermano no ha de pesar en vuestra conciencia —afirmó sin vacilar—. Y es injusto que os culpéis de los actos de otros. Además, estoy segura de que vuestro confesor os diría que ésa es una forma de soberbia. Que sea ese el pecado que confeséis: no tenéis por qué culparos de los pecados de otros.

Catalina levantó la cabeza por primera vez, se encontró con la mirada serena de lady Pole y vio su sonrisa. Se la devolvió con cierto recelo y la otra mujer le tendió la mano, igual que haría un hombre para cerrar un trato.

—¿Sabéis? —dijo lady Pole—. Yo también fui princesa real en otros tiempos. Fui la última princesa Plantagenet. Me crié en la corte del rey Richard, junto a su hijo. De todas las mujeres del mundo, yo soy la que mejor sabe que en la vida hay muchas cosas que escapan al control de una. Está la voluntad del esposo, la de los padres, la del rey y la de Dios. Nadie podría responsabilizar a una princesa de los actos de un rey. ¿Cómo oponerse? ¿Cómo cambiarlos? A nosotras nos corresponde obedecer.

Catalina, cuya mano seguía entre los cálidos dedos de lady Pole, se sintió tremendamente aliviada.

—Me temo que no siempre soy obediente —confesó.

La otra mujer se echó a reír.

—Desde luego. Sería ridículo no pensar en una misma de vez en cuando —admitió—. La verdadera obediencia sólo se da cuando una está secretamente convencida de ser más lista, pero aun así decide bajar la cabeza. Todo lo que no sea eso, es simple consentimiento. Pero cualquier doncella boba puede consentir, ¿no creéis?

Y Catalina, que por primera vez se divertía con una inglesa, se echó a reír y dijo:

—Yo jamás he querido ser una doncella boba.

—Ni yo —dijo con expresión radiante lady Margaret Pole, que había sido una Plantagenet y princesa real, aunque ahora no era más que una esposa encerrada en el bastión de las fronteras de los Tudor—. En el fondo de mi corazón, sé que sigo siendo yo misma, por muchos títulos que me den.

Me ha sorprendido mucho descubrir que la mujer cuya presencia tanto temía está convirtiendo el castillo de Ludlow en un verdadero hogar para mí. Lady Margaret Pole es una compañera y una amiga que me consuela de la ausencia de mi madre y mis hermanas. Ahora me doy cuenta de que siempre he vivido en un mundo dominado por las mujeres: mi madre la reina, mis hermanas, nuestras damas y doncellas, y todas las sirvientas del serrallo. En la Alhambra vivíamos prácticamente apartadas de los hombres, en aposentos construidos para el placer y la comodidad femeninos. Vivíamos casi aisladas en la intimidad de esas estancias frescas, corríamos por los patios y nos asomábamos a los balcones con la tranquilidad que nos proporcionaba saber que la mitad del palacio era propiedad exclusiva de las mujeres.

Asistíamos a la corte con mi padre, por supuesto, tampoco es que estuviéramos escondidas… pero el deseo natural de intimidad que tenemos las mujeres quedaba más que satisfecho gracias a la distribución de la Alhambra: las habitaciones más hermosas y los mejores jardines nos estaban reservados.

Me resultó extraño llegar a Inglaterra y descubrir un mundo dominado por los hombres. Por supuesto, tengo mis propios aposentos y mis damas, pero cualquier hombre puede pasar por aquí y solicitar la entrada si así lo desea. Sir Richard Pole, o cualquiera de los caballeros de Arthur, pueden entrar en mis aposentos sin avisar antes y creer, además, que me están halagando. Al parecer, los ingleses consideran perfectamente normal la convivencia de hombres y mujeres. Aún no he visto una casa que tenga habitaciones para uso exclusivo de las mujeres, como tampoco he visto mujeres que lleven velo —cosa que hacemos a menudo en España—, ni siquiera cuando viajan o cuando se encuentran ante desconocidos.

Hasta la familia real está abierta a todo el mundo: los hombres, incluidos los desconocidos, pueden pasearse por los palacios reales si son lo bastante listos como para conseguir que los guardianes los dejen entrar. Esperan en el salón de audiencias de la reina, la ven cada vez que pasa y la miran como si fuera de la familia. El gran salón, la capilla y los aposentos públicos de la reina están abiertos a cualquiera que lleve un buen sombrero, una buena capa y se haga pasar por noble. Los ingleses tratan a las mujeres como si fueran muchachos o sirvientes: pueden ir a donde les plazca y cualquiera puede mirarlas. Durante algún tiempo, me pareció que era una libertad magnífica y hasta me divertía, pero luego me di cuenta de que aunque las mujeres inglesas puedan mostrar el rostro, no son tan atrevidas como los hombres ni tan libres como los muchachos: tienen que permanecer en silencio y obedecer.

Ahora que lady Margaret ha regresado a los aposentos de su marido, tengo la sensación de que el castillo se halla bajo el mando de las mujeres. Las noches en el gran salón son menos ruidosas e incluso la comida ha cambiado. Los trovadores cantan más sobre el amor y menos sobre las batallas, se habla más francés y menos galés.

Mis aposentos están en el piso de arriba y los suyos en el de abajo, pero nos pasamos el día subiendo y bajando la escalera para vernos. Cuando Arthur y sir Richard salen a cazar, la señora del castillo se queda en casa, con lo cual este lugar ya no me parece tan vacío. En cierta manera, y sólo por el hecho de estar aquí, lady Margaret le ha dado un aire femenino a esta fortaleza. Cuando Arthur no está, mi vida en este lugar no es un largo silencio a la espera de que él regrese. Es una vida agradable, feliz, ocupada en los quehaceres diarios.

Echaba de menos una mujer de más edad que se convirtiera en mi amiga. María de Salinas es una muchachita boba, igual que yo; es una compañera, pero no una mentora. Doña Elvira fue designada por mi madre, la reina, para ocupar el lugar de una madre, pero no es una mujer que despierte mis simpatías, aunque he intentado amarla. Es estricta conmigo, celosa de su influencia sobre mí y ambiciona gobernar la corte. Ella y su esposo, que es el jefe de mi Casa, quieren controlar mi vida. Desde aquella primera noche en Dogmersfield, cuando doña Elvira le llevó la contraria al mismísimo rey, tengo dudas acerca de su sentido común. Incluso ahora, me advierte una y otra vez de que no debo intimar demasiado con Arthur, como si estuviera mal que yo amara a mi esposo… ¡Como si pudiera resistirme a él! Doña Elvira quiere su propia España en Inglaterra y quiere que yo siga siendo la infanta, pero yo estoy convencida de que mi destino es ser inglesa.

Además, se niega a aprender inglés y finge no entender francés cuando se habla con acento inglés. A los galeses los trata con el mayor desprecio, como si fueran bárbaros que no conocen la civilización… lo cual no es muy agradable cuando visitamos a las gentes de Ludlow. Para ser sincera, a veces se comporta con más presunción que cualquier otra mujer que yo haya conocido; es más orgullosa, incluso, que mi propia madre y, desde luego, es más presuntuosa que yo. La admiro, pero no puedo amarla.

Margaret Pole, sin embargo, recibió la educación propia de la sobrina de un rey, por lo que habla latín tan bien como yo. Charlamos en francés sin problema alguno y lady Pole me está enseñando inglés: cuando no sabemos decir algo en ninguno de los idiomas que ambas conocemos, recurrimos a la mímica, lo cual nos hace reír a carcajadas. Recientemente la hice llorar de risa cuando traté de describir «empacho»; en otra ocasión, cuando lady Pole utilizó a todas las damas de la corte y sus doncellas para enseñarme el protocolo correcto de una cacería inglesa, los guardias llegaron apresuradamente creyendo que estábamos siendo atacadas.

Catalina creyó que con lady Margaret podría hablar de su futuro y de su suegro, que le inspiraba auténtico terror.

—Estaba muy disgustado antes de que nos marcháramos —le confesó—. Es por el tema de la dote.

—¿Sí? —dijo lady Margaret.

Ambas mujeres estaban sentadas en el banco de una ventana salediza, esperando que los hombres regresaran de cazar. El tiempo era desagradablemente frío y húmedo, por lo que ninguna de las dos sentía deseos de salir. Margaret creyó indicado no decir nada acerca de la controvertida cuestión de la dote. De hecho, sabía por su esposo que el rey español era un maestro del doble juego: había acordado una considerable dote para su hija, pero después la había enviado a Inglaterra sólo con la mitad del dinero. El resto, había insinuado, se podía compensar con la vajilla y los objetos valiosos que Catalina había llevado a Inglaterra como objetos domésticos. Indignado, el rey Henry había exigido la dote entera, pero Fernando de Aragón le había respondido que los utensilios de Catalina eran lo mejor de lo mejor y que el rey podía elegir lo que más le gustase.

No era la mejor forma de hacer prosperar un matrimonio cimentado en la avaricia, la ambición y el miedo que Francia inspiraba tanto a españoles como a ingleses, así que Catalina se había visto atrapada entre la determinación de dos hombres insensibles. Margaret intuyó que uno de los motivos por los cuales habían enviado a Catalina al castillo de Ludlow con su esposo era obligarla a utilizar sus propios artículos domésticos, de forma que éstos fuesen perdiendo valor. Si el rey Henry le hubiera permitido quedarse en la corte, ya fuera en Windsor, Greenwich o Westminster, Catalina hubiera comido en la vajilla del rey, con lo cual el padre de la princesa española podría haber afirmado que la vajilla estaba nueva y que debía ser considerada parte de la dote. En Ludlow, sin embargo, se cenaba todas las noches en la vajilla de oro de Catalina, que iba perdiendo valor cada vez que un comensal poco cuidadoso la arañaba con su cuchillo. Cuando llegara el momento de hacer efectiva la segunda parte de la dote, el rey español se daría cuenta de que no le quedaba más remedio que pagar en metálico. Tal vez Fernando de Aragón fuera un hombre insensible y un astuto negociante, pero en Henry Tudor de Inglaterra había encontrado la horma de su zapato.

—Me dijo que yo tenía que ser como una hija para él —empezó a decir Catalina, con tacto—, pero yo no puedo obedecerle como haría una hija, si debo obedecer a mi propio padre. Mi padre me dice que no use mi vajilla, que use la del rey, pero el rey no lo acepta. Y puesto que la dote no se ha pagado, el rey me ha enviado aquí sin fondos. Ni siquiera me pasa mi asignación.

—¿Qué os ha aconsejado el embajador español?

Catalina hizo una mueca.

—Está de parte del rey, no me ayudará. Y no le tengo aprecio. Es un judío converso, un hombre adaptable. Español, sí, pero lleva aquí demasiados años. Se ha convertido en un hombre de los Tudor, no de Aragón. Tengo que decirle a mi padre que el doctor De Puebla le está haciendo un flaco servicio, pero mientras tanto no tengo quién me aconseje: en mi casa, doña Elvira y el tesorero se pasan la vida discutiendo. Doña Elvira dice que debo llevar a los orfebres mis utensilios y mis tesoros, porque es la única forma de conseguir dinero; y el tesorero dice que no les piensa quitar el ojo de encima hasta que se haya pagado al rey.

—¿Y no le habéis preguntado al príncipe qué debéis hacer?

Catalina vaciló.

—Es una cuestión entre su padre y el mío —respondió con cautela—. No quiero que se interponga entre nosotros. Él ha pagado mis gastos de viaje, en verano tendrá que pagar los sueldos de mis damas y yo necesitaré vestidos nuevos dentro de poco. No quiero pedirle dinero, no quiero que me considere avariciosa.

—Pero vos lo amáis, ¿no? —preguntó Margaret con una sonrisa. Vio iluminarse el rostro de la princesa.

—Sí —susurró la joven—, muchísimo.

La mujer sonrió.

—Sois afortunada —dijo amablemente—. Sois princesa y estáis enamorada del hombre con el que os han ordenado casaros. Sois muy afortunada, Catalina.

—Lo sé. Creo que es una prueba del favor especial de Dios.

Lady Margaret guardó silencio ante la grandilocuencia de tal afirmación, pero no contradijo a la princesa. El juvenil aplomo de Catalina no tardaría mucho en desaparecer, no había necesidad alguna de amonestarla.

—¿Habéis notado alguna señal?

Catalina la observó, confusa.

—Me refiero a si tenéis un hijo en camino. ¿Sabéis cómo notarlo?

La joven princesa se ruborizó.

—Lo sé, mi madre me lo contó. Todavía no hay ninguna señal.

—Es pronto —dijo Margaret en tono tranquilizador—. Si estuvierais esperando un hijo, creo que no habría problema alguno con la dote. Nada sería lo bastante bueno para vos si llevarais en vuestro vientre a un nuevo príncipe Tudor.

—Debería recibir mi asignación tenga un hijo o no —afirmó Catalina—. Soy la princesa de Gales, debería recibir una asignación para mantener mi posición.

—Sí —contestó Margaret en tono irónico—, pero… ¿quién le dice eso al rey?

—Contadme un cuento.

La luz de las velas y del fuego bañaba a la joven pareja. Era medianoche y el silencio en el castillo era absoluto, a excepción de sus voces quedas. No se veía luz alguna, de no ser la del resplandor que procedía de la alcoba de Catalina, donde los dos jóvenes se resistían al sueño.

—¿De qué queréis que os hable?

—Contadme algo sobre los moros.

La princesa pensó durante un instante, mientras se echaba un chal sobre los hombros desnudos para protegerse del frío. Arthur estaba tumbado sobre la cama, pero cuando Catalina se movió la atrajo hacia sí y ella apoyó la cabeza en el pecho desnudo de su esposo. El joven le pasó los dedos por la cabeza y recogió con la mano su abundante cabellera roja.

—Os contaré un cuento sobre una de las sultanas —dijo Catalina—. En realidad, no es un cuento, es cierto. Vivía en el harén: ¿sabéis que las mujeres viven en sus propios aposentos, separadas de los hombres?

El príncipe asintió, mientras contemplaba el trémulo resplandor de la vela en el cuello y en el hueco de la clavícula de su esposa.

—La sultana estaba mirando por la ventana y vio que la marea se hallaba en el reflujo. Los niños pobres de la ciudad jugaban en el agua, junto al varadero de las barcas: habían arrojado barro por todas partes y jugaban a deslizarse, patinar y resbalar entre el lodo. La sultana se echó a reír mientras contemplaba la escena y comentó con sus damas lo mucho que le gustaría jugar con ellos.

—Pero no podía salir.

—No, no podía salir. Sus damas se lo contaron a los eunucos que vigilaban el harén y éstos se lo contaron al gran visir. Cuando la sultana se alejó de la ventana y se dirigió a su salón de audiencias… ¿sabéis qué ocurrió?

Arthur, sonriente, negó con la cabeza.

—No. ¿Qué?

—Su salón de audiencias era una gran sala de mármol. El suelo estaba hecho de mármol con vetas de color rosa. El sultán había ordenado traer grandes frascos de aceites perfumados, que habían vertido en el suelo. Todos los fabricantes de perfume de la ciudad habían recibido la orden de llevar a palacio aceite de rosas. También habían llevado pétalos de rosa y hierbas aromatizadas, con todo lo cual habían hecho una masa, de un palmo de grosor, que después habían extendido sobre el suelo del salón de audiencias. La sultana y sus damas se despojaron de toda la ropa excepto la camisola y se dedicaron a deslizarse y jugar en el barro. Se lanzaron pétalos y agua de rosas, y se pasaron toda la tarde jugando como los niños del lodo.

Arthur estaba fascinado.

—Qué maravilla.

Catalina sonrió.

—Ahora os toca a vos. Contadme un cuento.

—Yo no sé cuentos así. Sólo sé historias de batallas y victorias.

—Ésas son las que más os gusta que os cuente.

—Sí. Y ahora, vuestro padre vuelve a la guerra.

—¿De verdad?

—¿No lo sabíais?

La princesa negó con la cabeza.

—A veces, el embajador español me manda una carta con noticias, pero no me ha dicho nada. ¿Se trata de una cruzada?

—Sois un soldado de Dios sediento de sangre, Catalina, estoy por pensar que los infieles tiemblan en sus sandalias. No, no se trata de una cruzada, es una causa mucho menos heroica. Vuestro padre, cosa que nos sorprende bastante, ha establecido una alianza con el rey Luis XII de Francia. Al parecer, planean invadir juntos Italia y repartirse el botín.

—¿El rey Luis XII? —preguntó Catalina, sorprendida—. ¡Jamás! Creía que eran enemigos mortales.

—Bien, pues parece que el rey francés no tiene muchos miramientos a la hora de forjar alianzas. Primero con los turcos y ahora con vuestro padre.

—Bueno, siempre será mejor que se alíe con mi padre que con los turcos —afirmó Catalina sin vacilar—. Nunca hay que darles pie.

—Pero… ¿por qué iba vuestro padre a aliarse con nuestro enemigo?

—Siempre ha querido Nápoles —le confesó Catalina—. Nápoles y Navarra y, sea como sea, lo conseguirá. Tal vez el rey Luis crea que tiene un aliado, pero tendrá que pagar un precio muy alto. Conozco bien a mi padre: le gustan las partidas largas y, por lo general, se sale con la suya. ¿Quién os ha enviado las noticias?

—Mi padre. Creo que está enfadado porque lo han dejado al margen. Aparte de los escoceses, a quien más teme es a los franceses. Para nosotros es una decepción que vuestro padre se alíe con ellos.

—Al contrario, vuestro padre debería alegrarse de que el mío tenga a los franceses ocupados en el sur. Mi padre le está haciendo un favor al vuestro.

Arthur se echó a reír.

—Sois una gran ayuda.

—¿Creéis que vuestro padre se unirá a ellos?

Arthur negó con la cabeza.

—Tal vez, pero su mayor deseo es conservar la paz en Inglaterra. Para una nación, la guerra es algo terrible y, vos, que sois la hija de un soldado, deberíais saberlo. Mi padre siempre dice que una nación en guerra es algo espantoso.

—Vuestro padre sólo ha librado una gran batalla —respondió Catalina—. A veces hay que luchar. A veces hay que derrotar al enemigo.

—Yo no lucharía para conseguir tierras —dijo Arthur—, pero sí para defender nuestras fronteras. Y me temo que tendremos que luchar contra los escoceses, a menos que mi hermana consiga cambiar su temperamento.

—¿Vuestro padre está preparado para la guerra?

—La familia Howard controla el norte —dijo Arthur—. Y mi padre cuenta con la confianza de todos los terratenientes del norte. También ha reforzado los castillos y mantiene abierta la Great North Road[2], para llevar sus soldados hasta allí si es necesario.

La princesa se quedó pensativa.

—Si tiene que luchar, lo mejor que puede hacer es invadirlos —dijo—, porque así podrá elegir el momento adecuado y el lugar idóneo para luchar, en lugar de verse obligado a defenderse.

—¿Es ése el mejor método?

Catalina asintió.

—Es lo que diría mi padre. Tener un ejército que avanza con confianza lo es todo, porque se tiene la riqueza del país por delante y es posible aprovisionarse. Y a los soldados les gusta pensar que están avanzando, porque no hay nada peor que tener que retroceder.

—Sois toda una estratega —dijo el príncipe—. Ojalá yo hubiera tenido vuestra infancia y supiera las cosas que vos sabéis.

—Las sabéis —afirmó Catalina con dulzura—, porque todo lo que yo sé es vuestro y todo lo que yo soy es vuestro. Y si vos o nuestro país me necesitáis alguna vez para luchar, estaré a vuestro lado.

Cada vez hace más y más frío. La persistente lluvia de toda una semana se convirtió primero en granizo y, ahora, en nieve. No tenemos un tiempo frío y radiante de invierno, sino una neblina baja y húmeda de nubes compactas y chaparrones de nieve, que forma una capa sobre árboles y torretas o se deposita medio derretida en el río.

Cuando Arthur viene a mis aposentos, se desliza por el adarve como un patinador. Y esta mañana, cuando regresaba a su alcoba, estábamos convencidos de que nos iban a descubrir porque resbaló sobre el hielo fresco, se cayó y renegó en voz tan alta que el centinela de la torre de al lado se asomó y gritó: «¿Quién va?». Tuve que responder que era yo, que estaba dando de comer a los pájaros. Arthur silbó y me dijo que era el canto de un petirrojo. Nos reímos tanto que apenas podíamos mantenernos en pie. De todas formas, estoy segura de que el centinela se dio cuenta, pero hacía tanto frío que no quiso salir.

Arthur ha salido hoy a caballo con los miembros de su consejo, que quieren buscar un emplazamiento para un nuevo molino mientras el río está crecido y cubierto en parte de hielo y nieve. Lady Margaret y yo nos hemos quedado en casa jugando a las cartas.

Hace frío, el tiempo es gris y hay tanta humedad siempre que hasta los muros del castillo parecen llorar gélidas lágrimas de humedad, pero me siento feliz. Amo a Arthur y viviría con él en cualquier parte. Pronto llegará la primavera y luego el verano. Sé que entonces también seremos felices.

Llamaron a la puerta ya muy entrada la noche. Catalina abrió.

—¡Oh, amor, amor mío! ¿Dónde habéis estado?

Arthur entró en la alcoba y besó a la princesa, que percibió el vino en su aliento.

—No se marchaban nunca —dijo el príncipe—. Llevo por lo menos tres horas intentando escaparme para estar con vos.

Cogió en brazos a la princesa y la llevó a la cama.

—Pero Arthur, ¿no deseáis…?

—Os deseo a vos.

—Contadme un cuento.

—¿No tenéis sueño?

—No. Quiero que me cantéis la canción que habla de cuando los moros perdieron la batalla de Málaga.

Catalina se echó a reír.

—Era la batalla de Alhama. Os cantaré algunas estrofas, pero es muy, muy larga.

—Cantádmelas todas.

—Pero necesitaríamos toda la noche —protestó la princesa.

—Tenemos toda la noche, gracias a Dios —afirmó Arthur en tono dichoso—. Tenemos toda la noche y tenemos todas las noches durante el resto de nuestras vidas, gracias a Dios.

—Es una canción prohibida —dijo la joven—. La prohibió mi propia madre.

—¿Y vos dónde la aprendisteis? —preguntó Arthur, muy interesado de repente.

—De los sirvientes —dijo la princesa con despreocupación—. Tenía una niñera morisca: a veces se olvidaba de quién era ella o de quién era yo, y me la cantaba.

—¿Qué significa «morisco»? ¿Y por qué estaba prohibida la canción? —preguntó Arthur.

—«Morisco» significa «moro chico» en español —le explicó Catalina—. Así es como llamamos a los musulmanes que viven en España. No son musulmanes como los de África, por eso los llamamos moriscos o moros. Cuando me marché, empezaban a llamarse a sí mismos «mudéjares», es decir, aquel a quien le está permitido quedarse.

—¿Aquél a quien le está permitido quedarse? —preguntó Arthur—. ¿En su propia tierra?

—No es su tierra —respondió Catalina al instante—. Es nuestra. Tierra española.

—Pero fue suya durante setecientos años —señaló el joven—. Mientras los españoles se dedicaban a criar cabras en el monte, ellos construían caminos, castillos y universidades. Vos misma me lo dijisteis.

—Bueno, pues ahora es nuestra —afirmó rotundamente la princesa.

Arthur batió palmas como si fuera un sultán.

—Cantadme la canción, Sherezade. Y cantadla en francés, oh bárbara mujer, para que yo pueda entenderla.

Catalina unió las manos, como si se dispusiera a rezar, e inclinó la cabeza.

—Así me gusta —dijo Arthur, fascinado—. ¿Eso también lo aprendisteis en el harén?

La princesa le sonrió, levantó la cabeza y empezó a cantar.

Allí habló un moro viejo,

de esta manera hablara:

—¿Para qué nos llamas, rey,

¿para qué es esta llamada?

—¡Ay de mi Alhama!—

—Habéis de saber, amigos

una nueva desdichada:

que cristianos de braveza

ya nos han ganado Alhama.

—¡Ay de mi Alhama!—

Allí habló un alfaquí

de barba crecida y cana:

—Bien se te emplea, buen rey,

buen rey, bien se te empleara.

—¡Ay de mi Alhama!—

Mataste los Bencerrajes,

que eran flor de Granada,

cogiste los tornadizos

de Córdoba la nombrada.

—¡Ay de mi Alhama!—

Por eso mereces, rey,

una pena muy doblada:

que te pierdas tú y el reino,

y aquí se pierda Granada.

—¡Ay de mi Alhama!—

La princesa guardó silencio.

—Y era verdad —dijo—. El pobre Boabdil tuvo que abandonar el palacio de la Alhambra, la fortaleza roja que según ellos jamás caería. Llevaba las llaves sobre un cojín de seda, inclinó la cabeza, se las entregó a mis padres y se alejó a caballo. Dicen que en el paso de montaña volvió la vista atrás para contemplar su reino, su hermoso reino, y se echó a llorar. Su madre le dijo que llorara como mujer lo que no había sabido defender como hombre.

Arthur se echó a reír como un niño.

—¿Qué le dijo?

Catalina levantó la vista. Su expresión era seria.

—Fue muy trágico.

—Es la clase de comentario que haría mi abuela —comentó Arthur, encantado—. Menos mal que mi padre ganó la corona… porque mi abuela hubiera sido igual de amable que la madre de Boabdil. «Llora como mujer lo que no has sabido defender como hombre»… ¡Vaya cosas de decirle a un derrotado!

Catalina también se echó a reír.

—Nunca lo había visto de esa manera —dijo—. La verdad es que no es muy reconfortante.

—Imaginad que os tenéis que exiliar con vuestra madre y que, encima, ella está enfadada con vos.

—Imaginad perder la Alhambra y no poder regresar jamás.

Arthur atrajo a su esposa hacia sí y la besó.

—¡Nada de lamentarse!

Catalina sonrió al instante.

—Pues entonces distraedme —ordenó—. Habladme de vuestros padres.

Arthur pensó durante unos instantes.

—Mi padre era el heredero de los Tudor, pero había otros muchos antes que él en la línea de sucesión —dijo—. Mi abuelo quería llamarlo Owen. Owen Tudor, un nombre muy galés, pero el pobre hombre murió en la guerra antes del alumbramiento. Mi abuela apenas tenía doce años cuando nació mi padre, pero se salió con la suya y lo llamó Henry… que era un nombre real. Os podéis hacer una idea de su forma de pensar ya entonces, cuando no era más que una niña cuyo esposo acababa de morir. La suerte de mi padre cambiaba a cada batalla de la guerra civil: unas veces era el hijo de la familia reinante y otras veces tenían que huir. Su tío, Jasper Tudor, supongo que os acordáis de él, tenía fe en mi padre y en la causa de los Tudor, pero hubo una última batalla, perdió nuestra causa y el rey fue ejecutado. Edward IV subió al trono y mi padre pasó a ser el último de la línea sucesoria. Su vida corría tanto peligro que su tío Jasper se fugó con él del castillo en el que estaban encerrados y huyeron fuera del país, a Bretaña.

—¿Y allí estaban seguros?

—Más o menos. Mi padre me contó una vez que todas las mañanas se despertaba pensando que lo iban a entregar a Edward. En una ocasión, el rey Edward dispuso que mi padre volviera a Inglaterra, donde le iban a ofrecer una cálida bienvenida y donde ya le habían arreglado una boda. Mi padre fingió sentirse mal durante el camino y huyó. De haber regresado a Inglaterra, se habría enfrentado a una muerte segura.

—O sea, que vuestro padre también fue un pretendiente al trono, en su época.

Arthur le hizo una mueca.

—Exacto. Y por eso les tiene tanto miedo, pues sabe muy bien lo que puede hacer un pretendiente al trono cuando la suerte está de su parte. Si hubieran cogido a mi padre, lo habrían traído a Inglaterra para ejecutarlo en la Torre, es decir, lo mismo que él hizo con Warwick. De haber caído en manos del rey Edward, mi padre habría muerto de inmediato. Pero fingió estar enfermo, huyó y cruzó la frontera para llegar a Francia.

—¿Por qué no lo entregaron los franceses?

Arthur se echó a reír.

—Los franceses lo apoyaban. Mi padre era la principal amenaza para la paz en Inglaterra y, por tanto, los franceses estaban de su parte. Les convenía apoyarlo en aquella época, porque no era rey, sino pretendiente al trono.

Catalina asintió. Ella era hija de un príncipe alabado por el mismísimo Maquiavelo… y todas las hijas de Fernando eran expertas en el arte del doble juego.

—¿Y entonces?

—Edward IV murió joven, en la flor de la vida, y dejó un heredero que aún era muy joven. El hermano de Edward, Richard, subió al trono como regente, pero luego lo reclamó para sí mismo y encerró en la Torre de Londres a sus propios sobrinos, los príncipes herederos de Edward IV.

Catalina asintió de nuevo. Ésa historia la había aprendido en España y el contexto de la misma, es decir, la rivalidad mortal por el trono, era algo que tanto ella como Arthur conocían bien.

—Los dos príncipes entraron en la Torre y jamás volvieron a salir —dijo Arthur, en tono melancólico—. Dios los tenga en su gloria, pobres niños. Nadie sabe qué fue de ellos. La gente se volvió en contra de Richard III y convocaron a mi padre, que estaba en Francia.

—¿Y?

—Mi abuela, que es una excelente conspiradora, convenció uno tras otro a los grandes nobles. De hecho, ella y el duque de Buckingham unieron esfuerzos para coordinar a los nobles del reino y ése es, precisamente, el motivo por el cual mi padre la tiene en tan gran estima: porque le debe el trono. Mi padre esperó hasta que tuvo la oportunidad de mandarle un mensaje a mi madre en el que le decía que se casaría con ella si conquistaba el trono.

—¿La amaba? —preguntó Catalina, expectante—. Vuestra madre es tan hermosa…

—No la amaba, ni siquiera la había visto nunca. No olvidéis que se había pasado casi toda la vida en el exilio. Era un matrimonio concertado: mi abuela sabía que si conseguía casarlos, entonces todo el mundo vería que la heredera de la casa de York se había casado con el heredero de la casa de Lancaster, con lo cual terminaría la guerra. Y la madre de mi madre, Elizabeth Woodville, pensó que era la única forma de estar a salvo. Así, fueron mis dos abuelas quienes urdieron el plan, como dos brujas frente a un caldero. Os aseguro que es mejor no interponerse en el camino de esas dos damas.

—O sea, que vuestro padre no la amaba —dijo Catalina, decepcionada.

Arthur sonrió.

—No, no fue un romance. Y mi madre tampoco lo amaba, pero ambos sabían lo que tenían que hacer. Cuando mi padre derrotó a Richard III y recogió la corona de Inglaterra entre los cadáveres y los restos del campo de batalla, sabía que se casaría con la princesa, que subiría al trono y que iniciaría una nueva línea sucesoria.

—Pero… ¿no era vuestra madre la siguiente heredera al trono? —preguntó Catalina, perpleja—. Su padre era el difunto Edward IV, su tío había muerto en la batalla y sus hermanos también estaban muertos.

Arthur asintió.

—Sí, era la mayor de las princesas.

—Entonces, ¿por qué no reclamó el trono?

—Vaya, sois una rebelde —dijo Arthur. Le cogió un mechón de pelo y acercó el rostro de su esposa al suyo. La besó en los labios, que sabían a vino y dulces—. Una rebelde partidaria de los York, lo cual aún es peor.

—Me parecía lógico que vuestra madre hubiera reclamado el trono.

—En este país no —dictaminó Arthur—. En esta Inglaterra no hay soberanas reinantes. Las mujeres no heredan, no pueden acceder al trono.

—¿Y si un rey tuviera sólo una hija?

Arthur se encogió de hombros.

—Pues sería una tragedia para el país. Debéis darme un hijo, amor mío. Es lo que necesitamos.

—¿Y si sólo tuviéramos una hija?

—Se casaría con un príncipe, que sería el rey consorte de Inglaterra y que reinaría con ella. Inglaterra ha de tener un rey. Como vuestra madre, que reina con vuestro padre.

—En Aragón sí, pero en Castilla es él quien reina con ella. Castilla es de mi madre y Aragón de mi padre.

—En Inglaterra jamás se toleraría algo así —afirmó Arthur.

Catalina se apartó de él, indignada, aunque era una indignación fingida a medias.

—Que os quede claro: si sólo tenemos un hijo y es niña, será reina. Y reinará tan bien como cualquier rey.

—Bueno, pues será una novedad —dijo su esposo—. En Inglaterra no creemos que una mujer pueda defender el país igual que un hombre.

—Las mujeres saben luchar —replicó Catalina de inmediato—. Deberíais ver a mi madre con la armadura. Hasta yo podría defender el país: yo he estado en una guerra, que es mucho más de lo que habéis hecho vos. Sería un rey tan bueno como cualquier hombre.

Arthur sonrió, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—No si invadieran el país, porque no podríais asumir el mando de un ejército.

—Claro que podría asumir el mando de un ejército, ¿por qué no?

—Una mujer no podría asumir el mando de ningún ejército inglés, porque los soldados no aceptarían sus órdenes.

—Aceptarían las órdenes de quien estuviera al mando —se apresuró a responder Catalina—. Y si no, es porque no son buenos soldados y necesitan una lección.

Arthur se echó a reír.

—Ningún inglés obedecería a una mujer —dijo. Por la expresión terca de Catalina, supo que no estaba nada convencida.

—Lo único que importa es ganar la batalla —dijo la princesa—. Y lo único que importa es defender el país. Mientras el ejército responda, no importa quién esté al mando.

—Bueno, en cualquier caso, mi madre no tenía intención alguna de reclamar el trono. Jamás se le habría ocurrido. Se casó con mi padre y se convirtió en reina de Inglaterra por su matrimonio. Y dado que ella era la princesa de la casa de York y mi padre el heredero de los Lancaster, el plan de mi abuela surtió efecto. Tal vez mi padre haya reclamado y conquistado el trono, pero nosotros lo heredaremos.

Catalina asintió.

—Mi madre siempre dice que no tiene nada de malo que uno sea un recién llegado al trono. Lo que importa no es conquistarlo, sino conservarlo.

—Y nosotros lo conservaremos —afirmó Arthur sin vacilar—. Vos y yo juntos haremos de Inglaterra una gran nación. Construiremos carreteras, mercados, iglesias y escuelas. Levantaremos fortalezas en las costas y construiremos barcos.

—Crearemos tribunales de justicia, como han hecho mis padres en España —dijo Catalina, recreándose en el placer de planificar un futuro en el cual ambos creían—. Para que ningún hombre sea tratado con crueldad por otros. Para que todo hombre sepa que puede acudir a un tribunal y conseguir que se escuche su caso.

Arthur levantó su copa.

—Deberíamos empezar a escribir todo esto —dijo—. Y también deberíamos empezar a planear cómo llevarlo a cabo.

—Aún faltan años para que lleguemos al trono.

—Nunca se sabe. Yo no lo deseo, Dios sabe que honro a mis padres y que no deseo que les ocurra nada antes de que Dios así lo disponga. Sin embargo, nunca se sabe… Ahora somos los príncipes de Gales, pero un día seremos los reyes de Inglaterra: deberíamos saber quién formará parte de nuestra corte, a qué consejeros elegiremos… y deberíamos saber cómo vamos a hacer de Inglaterra una gran nación. Si sólo es un sueño, podemos hablar de todo esto por las noches, tal como hacemos ahora; pero si es un plan, deberíamos anotarlo durante el día, consultar y pensar cómo haremos las cosas que queremos hacer.

El rostro de la princesa se iluminó.

—Tal vez podríamos hacerlo cuando hayamos terminado con nuestras lecciones diarias. Tal vez vuestro preceptor y mi confesor nos ayuden.

—Y mis consejeros —dijo Arthur—. Y podríamos empezar aquí, en Gales. Aquí puedo hacer lo que se me antoje, dentro de unos límites razonables. Podríamos fundar una universidad y construir escuelas. Y hasta podríamos encargar la construcción de un barco, pues en Gales hay astilleros. Podríamos construir aquí el primero de nuestros barcos de defensa.

Catalina, como la niña que era, aplaudió de alegría.

—¡Podríamos empezar nuestro reino! —dijo.

—¡Viva la reina Katherine! ¡Reina de Inglaterra! —bromeó Arthur. Al escuchar el sonido de sus propias palabras, sin embargo, se interrumpió y observó a su esposa con el semblante serio—. Eso es lo que dirán, amor mío. ¡Vivat! Vivat Catalina Regina, ¡la reina Katherine, reina de Inglaterra!

Es como vivir una aventura: nos preguntamos qué clase de nación podemos construir o qué clase de reyes seremos. Es lógico que pensemos en Camelot: de todos los libros de la biblioteca de mi madre, ése era mi favorito… y en la biblioteca del rey Henry encontré el ejemplar de Arthur, muy gastado por el uso.

Ya sé que Camelot sólo es un cuento, un ideal, tan falso como el amor de los trovadores, los castillos de los cuentos de hadas o las leyendas de ladrones, tesoros y genios. Pero hay algo que va más allá del cuento de hadas en la idea de gobernar un país con justicia y con el consentimiento del pueblo.

Arthur y yo heredaremos un gran poder, de eso ya se ha encargado el rey Henry. Creo que heredaremos un trono estable y un fabuloso tesoro. Y heredaremos con el beneplácito del pueblo. Los súbditos de Henry no quieren a su rey, pero sí lo respetan; y, desde luego, nadie desea más batallas interminables, pues los ingleses le tienen pánico a la guerra civil. Si Arthur y yo llegamos al trono con todo ese poder, todas esas riquezas y el beneplácito del pueblo, no me cabe ninguna duda de que podemos construir una gran nación.

Y será una gran nación que tendrá a España como aliada. El heredero de mis padres es Carlos, el hijo de mi hermana Juana, que será emperador del Sacro Imperio Romano y rey de España. Y puesto que es mi sobrino, nuestra relación será la propia de los parientes. Formaremos una alianza fabulosa: el Sacro Imperio Romano e Inglaterra. Nadie se atreverá a enfrentarse a nosotros: podremos dividirnos Francia y la mayor parte de Europa. Y después lucharemos unidos, el Imperio e Inglaterra, contra los moros. Los venceremos y se nos abrirán las puertas de todo Oriente, de Persia, del Imperio otomano, de las Indias e incluso de China.

La rutina del castillo se vio alterada. Todos los días, que ya empezaban a ser más cálidos y radiantes, los jóvenes príncipes de Gales instalaban su gabinete en los aposentos de Catalina. Arrastraban una mesa enorme hacia la ventana, para aprovechar la luz del atardecer, y con alfileres prendían mapas del principado en los paneles de madera tallada que revestían las paredes.

—Da la sensación de que planeáis una campaña —dijo lady Margaret Pole, complacida.

—La princesa debería reposar —comentó en tono de reproche doña Elvira, aunque sin dirigirse a nadie en concreto.

—¿Os sentís indispuesta? —se apresuró a preguntar lady Pole.

Catalina sonrió y sacudió la cabeza de un lado a otro. Ya se estaba empezando a acostumbrar a ese interés obsesivo por su salud. Hasta que no estuviera en condiciones de afirmar que llevaba en su vientre al heredero de Inglaterra, no conseguiría que dejaran de preguntarle una y otra vez cómo se encontraba.

—No me hace falta reposar —dijo—. Y mañana, si queréis acompañarme, me gustaría ir a ver los campos de cultivo.

—¿Los campos de cultivo? —preguntó lady Margaret, un tanto sorprendida—. ¿En marzo? No empezarán a arar la tierra hasta dentro de una semana, más o menos, así que no hay gran cosa que ver.

—Tengo que aprender —dijo Catalina—. Donde yo vivo está todo tan seco en verano que nos vemos obligados a construir zanjas en todos los campos, hasta los pies de cada árbol, para llevar el agua a las plantas. Así nos aseguramos de que tengan riego y sobrevivan. Cuando llegué a este país y vi las zanjas en los campos creí, ignorante de mí, que eran para regar los cultivos —dijo. El recuerdo la hizo reír—. Y entonces el príncipe me dijo que eran drenajes para dar salida al agua. ¡Apenas podía creerlo! Así que será mejor que demos un paseo a caballo y me lo expliquéis todo.

—Una reina no necesita saber nada de campos de cultivo —dijo doña Elvira desde un rincón, en tono de protesta—. ¿Por qué tendría que saber qué plantan los campesinos?

—Desde luego que tiene que saberlo —contestó Catalina, enojada—. Debería saberlo todo de su país. ¿Cómo, si no, podría reinar?

—Estoy segura de que seréis una magnífica reina de Inglaterra —dijo lady Margaret, para poner paz.

A Catalina se le iluminó el rostro.

—Seré tan buena reina como esté en mi mano —dijo—. Me ocuparé de los pobres y ayudaré a la Iglesia. Y si alguna vez entramos en guerra, partiré a caballo y lucharé por Inglaterra, como hizo mi madre por España.

Mientras planifico el futuro con Arthur, me olvido de lo mucho que echo de menos España. Cada día se nos ocurre alguna mejora que podemos introducir o alguna ley que podemos cambiar. Leemos libros de filosofía y de política; reflexionamos sobre si se puede conferir libertad a los súbditos, sobre si el rey ha de ser un tirano o ha de apartarse del poder. Hablamos de mi hogar y de la convicción de mis padres de que un país se construye con una única Iglesia, una única lengua y una única ley. O si, por el contrario, puede hacerse lo que hicieron los moros, es decir, construir un país con una única ley, pero con más de una fe y más de una lengua, y asumir que el pueblo es lo bastante sabio como para elegir la mejor.

Discutimos y hablamos. A veces nos entra la risa y otras no estamos de acuerdo. Arthur siempre ha sido mi amante y mi esposo, sin lugar a dudas, pero ahora se está convirtiendo también en mi amigo.

Catalina estaba en el minúsculo jardín del castillo de Ludlow, que se hallaba junto a la muralla este, charlando afablemente con uno de los jardineros de la fortaleza. Alrededor de la joven, en cuidados arriates, crecían las hierbas aromáticas que usaban los cocineros, además de algunas flores y hierbas con propiedades medicinales que había plantado lady Margaret. Arthur, que había visto a Catalina cuando regresaba de confesarse en la capilla circular, dirigió la mirada hacia el gran salón para comprobar que nadie pudiera impedírselo, y se escabulló para reunirse con la princesa. Mientras se acercaba, vio que ésta gesticulaba como si tratara de describir algo.

Arthur sonrió.

—Princesa —la saludó.

Catalina hizo una profunda reverencia al ver a su esposo, pero en sus ojos apareció una expresión risueña.

—Señor.

El jardinero se arrodilló en el barro cuando apareció el príncipe.

—Puedes levantarte —le dijo Arthur con amabilidad—. No creo que encontréis demasiadas flores en esta época del año, princesa.

—Estaba intentando decirle que plante lechuga —dijo Catalina—, pero sólo habla galés e inglés. Lo he intentado en latín y en francés, pero no nos entendemos.

—Creo que yo estoy igual que él, tampoco lo entiendo. ¿Qué es la lechuga?

Catalina reflexionó durante un segundo.

—Lactuca.

—¿Lactuca?

—Sí, lechuga.

—Pero… ¿qué es exactamente lechuga?

—Una hortaliza que crece en la tierra y que se puede comer sin cocinar —le explicó Catalina—. Le estaba preguntando si me puede plantar unas cuantas.

—¿Se comen crudas? ¿Sin hervirlas?

—Sí, ¿por qué no?

—Porque si en este país se come algo que no esté cocinado, uno se arriesga a ponerse muy enfermo.

—Como la fruta. Os coméis las manzanas crudas.

Arthur no estaba muy convencido.

—Casi siempre cocinadas, o en conserva o secas. Además, eso es fruta, no hojas. Y eso de lactuca jamás lo he oído.

La princesa suspiró.

—Lo sé. Aquí nadie parece saber nada de verduras. La lactuca es como… —La princesa se esforzó por recordar el nombre de la verdura que se había visto obligada a comer una noche en Greenwich, hervida hasta convertirla en una pasta—. Hinojo marino —dijo—. Lo más parecido a la lactuca que tenéis aquí es, probablemente, el hinojo marino. Pero la lactuca se come cruda, es dulce y crujiente.

—¿Una hortaliza crujiente?

—Sí —dijo Catalina, armándose de paciencia.

—¿Y eso es lo que coméis en España?

La princesa casi se echó a reír al ver la expresión de su esposo.

—Sí. Estoy segura de que os gustaría.

—¿Podemos plantarlo aquí?

—Creo que está intentando decirme que no. Jamás ha oído hablar de tal cosa, no tiene semillas ni sabe dónde encontrarlas. Tampoco sabe si aquí crecería bien. —La princesa levantó la mirada y contempló el cielo azul, por el que cruzaban raudas nubes de lluvia—. Tal vez tenga razón —prosiguió, con la voz un tanto apagada—. Estoy segura de que la lactuca necesita mucho sol.

Arthur se volvió hacia el jardinero.

—¿Has oído hablar alguna vez de una planta llamada lactuca?

—No, vuestra gracia —respondió el hombre, con la cabeza inclinada—. Lo siento, vuestra gracia. Tal vez se trate de una planta española, pues suena muy primitivo. ¿Acaso ha dicho su alteza real que allí se alimentan de pasto, como las ovejas?

A Arthur le tembló el labio.

—No, es una hierba, creo. Se lo preguntaré.

Se volvió hacia Catalina, le cogió la mano y la apoyó en su antebrazo.

—A veces, en verano, hace mucho sol y mucho calor. De verdad. Ya veréis que el sol de mediodía es muy fuerte, tanto que tendréis que sentaros a la sombra.

Con un gesto de incredulidad, la princesa apartó la mirada del barro frío y la dirigió hacia unas nubes cada vez más compactas.

—No, ahora no, ya lo sé, pero en verano sí —prosiguió Arthur—. Me he apoyado en esta muralla y me ha parecido cálida al tacto. Aquí plantamos fresas, frambuesas y melocotones. Tenemos las mismas frutas que en España.

—¿Naranjas?

—Bueno, quizás naranjas no —admitió Arthur.

—¿Limones? ¿Aceitunas?

Arthur torció el gesto.

—Sí, desde luego.

La princesa lo observó con expresión suspicaz.

—¿Dátiles?

—En Cornualles —afirmó el joven, muy serio—. Claro, que en Cornualles hace más calor.

—¿Caña de azúcar? ¿Arroz? ¿Piña?

Arthur quiso decir que sí, pero no pudo contener una risita. La princesa soltó una carcajada y se abalanzó sobre él. Cuando ambos recobraron la compostura, Arthur echó un vistazo al patio de armas interior.

—Vamos, nadie nos echará de menos durante un rato —dijo, mientras conducía a la princesa escalera abajo, en dirección a una salida oculta. La joven pareja abandonó el castillo por la puerta secreta.

Un pequeño sendero los condujo hasta la escarpada ladera que descendía hacia el río. Cuando los jóvenes se acercaron, unos cuantos borregos echaron a correr en todas direcciones. El zagal que los cuidaba se alejó tras ellos. Arthur rodeó con un brazo la cintura de su esposa y ella acomodó su paso al del príncipe.

—Melocotones sí tenemos —afirmó Arthur—, pero todas las otras cosas no. Sin embargo, estoy seguro de que podemos plantar lactuca, sea lo que sea. Lo único que necesitamos es un jardinero que tenga las semillas y que ya haya plantado antes esas cosas que queréis. ¿Por qué no le escribís al jardinero de la Alhambra y le pedís que os mande a alguien?

—¿Puedo pedir que me envíen un jardinero? —preguntó la princesa, con incredulidad.

—Amor mío, sois la futura reina de Inglaterra. Podéis pedir que os envíen un regimiento entero de jardineros.

—¿De verdad?

Arthur se echó a reír al ver la expresión de alegría que iluminó el rostro de su esposa.

—Ahora mismo. ¿No se os había ocurrido?

—¡No! Pero… ¿dónde trabajará? Junto a la muralla del castillo apenas hay espacio y si tenemos que plantar frutas y verduras…

—¡Sois la princesa de Gales! Podéis plantar vuestro huerto donde más os apetezca. Querida, podéis tener todo Kent, si así lo deseáis.

—¿Kent?

—Allí cultivan manzanas y lúpulo, creo que podríamos intentarlo con la lactuca.

Ambos jóvenes se echaron a reír.

—No lo había pensado. Jamás se me habría ocurrido pedir que me enviasen un jardinero. Si me hubiera traído uno… Tengo un montón de damas inútiles y lo que necesito es un jardinero.

—Podríais cambiarlo por doña Elvira.

Catalina soltó una carcajada.

—Ah, señor, qué afortunados somos —dijo Arthur— de estar juntos y de llevar la vida que llevamos. Tendréis siempre todo lo que deseéis, os lo juro. ¿Queréis escribirle a vuestra madre? Ella podrá mandaros un par de hombres de confianza y, mientras, yo solicitaré algunas tierras.

—Le escribiré a Juana —afirmó la princesa—, que está en los Países Bajos. Igual que yo, mi hermana está en el norte de la Cristiandad, así que seguramente sabe qué plantas crecen bien en este clima. Le escribiré para ver qué ha hecho ella.

—¡Y comeremos lactuca! —dijo Arthur, besando los dedos de su esposa—. Todo el día. No comeremos nada más que lactuca, sea lo que sea, como si fuéramos ovejas pastando.

—Contadme un cuento.

—No, contádmelo vos.

—Si quisierais contarme otra vez la rendición de Granada…

—Os la contaré, pero primero debéis contarme algo vos.

Arthur se tumbó y atrajo a la princesa, de forma que ella quedó tendida sobre la cama con la cabeza apoyada en el hombro de su esposo. El pecho de Arthur subía y bajaba rítmicamente y Catalina podía escuchar el delicado latido de su corazón, constante como el amor.

—Os lo contaré todo —dijo. Catalina casi pudo oír su sonrisa—. Hoy me siento especialmente sabio. Tendríais que haberme escuchado esta noche impartiendo justicia, después de la cena.

—Sois muy justo —admitió la princesa—. Me encanta cuando expresáis vuestra opinión.

—Soy un Salomón —dijo—. Me llamarán Arthur el Bueno.

—Arthur el Sabio —propuso Catalina.

—Arthur el Magnífico.

Catalina se echó a reír.

—Pero yo quiero que me contéis algo que he oído sobre vuestra madre.

—¿Sí?

—Una de mis damas me contó que vuestra madre había estado prometida al tirano Richard. Creí que no la había entendido bien. Estábamos hablando en francés y no estoy muy segura de haberlo comprendido correctamente.

—Ah, esa historia —dijo Arthur, apartando un poco la cabeza.

—¿No es cierta? Espero no haberos ofendido.

—No, en absoluto. Es algo que se dice a menudo.

—Pero ¿no es cierta?

—¿Quién sabe? Sólo mi madre y el tirano Richard pueden saber qué ocurrió. Él está muerto y ella guarda silencio, como una tumba.

—¿Queréis contármelo? —preguntó la princesa, en tono vacilante—. ¿O preferís que no hablemos de ello?

Arthur se encogió de hombros.

—Hay dos historias: la que todo el mundo sabe y la que está en la sombra. La historia que todo el mundo sabe dice que mi madre corrió a refugiarse con su madre y sus hermanas y que se ocultaron en una abadía. No podían salir, porque entonces caerían en las manos de Richard el Usurpador y desaparecerían para siempre en la Torre, como los hermanos pequeños de mi madre. Nadie sabía si los príncipes estaban vivos o muertos, pero puesto que nadie los había visto, se temía que hubiesen muerto. Mi madre le escribió a mi padre (de hecho, su madre la obligó a hacerlo) y le dijo que si él, un Tudor de la casa de Lancaster, regresaba a Inglaterra, ella, una princesa de la casa de York, se casaría con él. De esa forma podrían poner fin a la eterna enemistad entre ambas familias. Le pidió a mi padre que fuera a salvarla, que aceptara su amor. Mi padre recibió la carta, reclutó un ejército, fue a buscar a la princesa, se casó con ella y así fue cómo la paz llegó a Inglaterra.

—Eso ya me lo habíais contado. Es una historia muy bonita.

Arthur asintió.

—¿Y la historia que no me habéis contado?

Muy a su pesar, Arthur se echó a reír.

—Es bastante impúdica. Dicen que no estaba escondida, que había abandonado la abadía, a su madre y a sus hermanas, y se había marchado a la corte. La esposa de Richard había muerto y el rey tenía que volver a casarse. Mi madre aceptó las proposiciones de su tío el tirano y, según se dice, se casó con él, el hombre que había asesinado a sus hermanos.

Catalina abrió mucho los ojos y se tapó la boca con la mano para reprimir un grito de sorpresa.

—¡No!

—Eso es lo que dicen.

—¿La reina, vuestra madre?

—La misma —afirmó Arthur—. En realidad, es aún peor, porque dicen que ella y Richard se prometieron mientras la esposa del rey agonizaba. Por eso siempre ha existido una enemistad tan grande entre mi madre y mi abuela. Mi abuela no confía en ella, pero nunca ha dicho por qué.

—¿Cómo pudo hacer algo así? —preguntó Catalina.

—¿Por qué no? —quiso saber él, a su vez—. Veámoslo desde el punto de vista de mi madre: era una princesa de la casa de York, su padre había muerto, su madre era enemiga del rey y vivía encerrada en una abadía, que en realidad parecía más una cárcel, como la Torre de Londres. Si mi madre quería seguir con vida, debía buscar la forma de conseguir el favor del rey. Si quería que se la tratara como a una princesa, necesitaba el reconocimiento del rey. Y si quería ser reina de Inglaterra, no le quedaba más remedio que casarse con él.

—Pero sin duda, podría haber… —empezó a decir Catalina, que sin embargo acabó guardando silencio.

—No —dijo Arthur, negando con la cabeza—. ¿No os dais cuenta? Era una princesa, tenía muy poca elección. Si quería vivir, tenía que obedecer al rey. Y si quería ser reina, tenía que casarse con él.

—Podría haber reclutado un ejército por su propia cuenta.

—En Inglaterra no —le recordó Arthur—. Para ser reina, tenía que casarse con el rey de Inglaterra. Era su única opción.

Catalina permaneció en silencio durante un instante.

—Debo, pues, agradecerle a Dios que para ser reina sólo me haya hecho falta casarme con vos y que mi destino me haya traído hasta aquí.

Arthur esbozó una sonrisa.

—Y yo debo agradecerle que ambos seamos felices con nuestro destino, porque aunque no hubierais estado de acuerdo, nos habríamos casado igualmente y vos habríais sido reina de Inglaterra. ¿Cierto?

—Sí —dijo Catalina—. Las princesas no pueden elegir.

Arthur asintió.

—Pero vuestra abuela debió de planear la boda entre vuestro padre y vuestra madre. ¿Por qué, entonces, no la perdona? Ella formaba parte del plan.

—Ésas dos poderosas mujeres, mi abuela materna y mi abuela paterna, llegaron a un acuerdo como si fueran dos lavanderas intercambiando vestidos robados.

A Catalina se le escapó una exclamación de sorpresa. Arthur contuvo la risa y descubrió lo mucho que le gustaba asombrar a su esposa.

—Terrible, ¿verdad? —dijo Arthur con toda tranquilidad—. En otros tiempos, mi abuela materna fue seguramente la mujer más odiada de toda Inglaterra.

—¿Y ahora dónde está?

Arthur se encogió de hombros.

—Durante un tiempo permaneció en la corte, pero milady la detestaba tanto que se libró de ella. Era famosa por su belleza, sabéis, y por sus ardides. Mi abuela la acusó de conspirar contra mi padre y mi padre se lo creyó.

—Entonces, ¿no está muerta? ¿No la ejecutaron?

—No. La encerraron en un convento y jamás acude a la corte.

La princesa estaba horrorizada.

—¿Vuestra abuela encerró a la madre de la reina en un convento?

Arthur asintió, con expresión grave.

—Sí. Estáis advertida, amada. Mi abuela no tolera en la corte a nadie que pueda apartarla de su poder. Es mejor que no os interpongáis en su camino.

Catalina negó con la cabeza.

—Jamás se me ocurriría. Me infunde un pánico tremendo.

—¡Y a mí! —se echó a reír Arthur—. Pero la conozco y os advierto. No se detendrá ante nada para conservar el poder de su hijo y de su familia. Es a la única persona a la que ama. Ni a mí ni a sus esposos, sólo a su hijo.

—¿A vos tampoco?

Arthur negó con la cabeza.

—Y ni siquiera ama a su hijo de la forma que imagináis. Mi abuela decidió que mi padre había nacido para ser rey. Lo mandó lejos cuando no era más que una criatura, para protegerlo. Mi padre sobrevivió a su niñez y, entonces, ella lo obligó a enfrentarse a terribles peligros para reclamar el trono. Mi abuela sólo podía amar a un rey.

Catalina asintió.

—Y vuestro padre fue su pretendiente al trono.

—Exacto. Ella reclamó el trono para él, convirtió a mi padre en rey. Y es rey.

Arthur reparó en el semblante serio de su esposa.

—Pero basta de hablar de esto, ahora tenéis que cantarme una canción.

—¿Cuál?

—¿Hay alguna otra canción sobre la caída de Granada?

—Muchísimas, creo.

—Cantadme una —ordenó el príncipe.

Colocó tras su cabeza un par de cojines más, mientras Catalina se arrodillaba ante él, apartó su espesa cabellera roja y empezó a cantar con voz dulce y queda:

En la ciudad de Granada grandes alaridos dan;

unos llaman a Mahoma, otros a la Trinidad.

Por un cabo entraban cruces, de otro sale el Corán.

Donde antes se oían cuernos, campanas se oyen sonar,

el Te Deum laudamus se oye en lugar de Alá Alá.

No se ven por altas torres ya las lunas levantar,

mas las armas de Castilla y de Aragón se ven campear,

las de la reina Isabel y su esposo natural.

Entra un rey victorioso en Granada, el otro llorando va.

Arthur guardó silencio durante largos minutos. Catalina se tumbó de espaldas junto a él y contempló distraída los bordados del dosel de la cama.

—Siempre es así, ¿verdad? —comentó Arthur—. El triunfo de uno es la derrota de otro. Yo seré rey, pero sólo cuando muera mi padre. Y cuando yo muera, reinará mi hijo.

—¿Lo llamaremos Arthur? —preguntó la princesa—. ¿O Henry, como vuestro padre?

—Arthur es un buen nombre —dijo—, un buen nombre para la nueva familia real de Gran Bretaña. Arthur, como el de Camelot; Arthur, como yo. Otro Henry no, con mi hermano ya tenemos bastante. Lo llamaremos Arthur y su hermana mayor se llamará Mary.

—¿Mary? Yo quería llamarla Elizabeth, como mi madre.

—Llamaremos Elizabeth a la siguiente, pero yo quiero que nuestra primera hija se llame Mary.

—El primero será Arthur.

El príncipe negó con la cabeza.

—Primero tendremos a Mary y así podremos aprenderlo todo con una niña.

—¿Aprenderlo todo?

—El bautismo, vuestra reclusión para dar a luz, el alumbramiento, el jaleo y los nervios, el ama de cría, las encargadas de mecer al bebé, las niñeras… Mi abuela ha anotado toda una serie de ordenanzas en un libro y es terriblemente complicado. Pero si primero tenemos a nuestra Mary, entonces los aposentos de los niños ya estarán preparados y en vuestro siguiente parto traeréis al mundo a nuestro hijo y heredero.

Catalina se incorporó y observó a su esposo con fingida indignación.

—¿Queréis hacer prácticas de padre con mi hija? —exclamó.

—No pretenderéis que empiece con mi hijo —protestó—. Será la rosa entre todas las rosas de Inglaterra. Así es como me llaman a mí, ¿os acordáis? «La rosa de Inglaterra». Creo que tendríais que tratar con mayor respeto a mi capullito de rosa, a mi pequeña flor.

—Pues entonces se llamará Elizabeth —estableció Catalina—. Si primero tenemos una niña, se llamará Elizabeth.

—Mary, por la reina de los cielos.

—Elizabeth, por la reina de España.

—Mary, para dar las gracias por teneros, pues sois el regalo más maravilloso que podrían haberme hecho los cielos.

Catalina se ablandó entre los brazos de su esposo.

—Elizabeth —dijo, mientras Arthur la besaba.

—Mary —le susurró él junto al oído—. Hagámosla ahora.

Ya es de día. Estoy despierta al alba y escucho los pájaros, que lentamente empiezan a cantar. El sol está saliendo y, a través de la celosía, veo un retazo de cielo azul. Tal vez sea un día cálido; tal vez haya llegado el verano por fin.

Arthur está junto a mí. Su respiración es tranquila y pausada. Siento mi corazón henchido de amor por él. Rozo con la mano los rizos rubios de su pelo y me pregunto si alguna mujer ha amado alguna vez como yo lo amo a él.

Me muevo y apoyo la otra mano sobre la curva cálida de mi vientre. ¿Es posible que anoche concibiéramos un hijo? ¿Y si en la seguridad de mi vientre ya palpita una niña que se llamará Mary, la princesa Mary, y que será la rosa entre todas las rosas de Inglaterra?

Oigo los pasos de la doncella, que trastea en mi salón de audiencias. Ha traído leña para el fuego y está removiendo las brasas. Arthur, sin embargo, no se mueve. Muy despacio, apoyo una mano en su hombro.

—Despertaos, dormilón —le digo con toda mi dulzura—. Las sirvientas están fuera, debéis marcharos.

Está empapado de sudor. La piel de su hombro está fría y pegajosa.

—Amor mío, ¿estáis bien? —le pregunto.

Arthur abre los ojos y me sonríe.

—No me digáis que ya es de día. Me siento tan cansado que dormiría hasta mañana.

—Ya es de día.

—Oh, ¿por qué no me habéis despertado antes? Adoro estar con vos por la mañana, pero ahora ya no podré teneros hasta la noche.

Apoyo la cara en su pecho.

—Yo también me he dormido, pues estuvimos despiertos hasta muy tarde. Pero ahora debéis marcharos.

Arthur me abraza con fuerza, como si no quisiera separarse de mí pero oigo al criado de la Cámara Privada que abre la puerta exterior para traer agua caliente. Me aparto de Arthur y es como si me arrancaran una capa de mi propia piel. No soporto alejarme de él.

De repente, me impacta el calor que emana su cuerpo y el revoltijo de sábanas ardientes que nos envuelven.

—¡Estáis ardiendo!

—Es el deseo —dice él, sonriendo—. Tendré que ir a misa para refrescarme un poco.

Se levanta de la cama y se pone la camisa de dormir por encima de los hombros. Se tambalea ligeramente.

—¿Estáis bien, amado? —le pregunto.

—Sólo un poco mareado —dice—. Me ciega el deseo y es por vuestra culpa. Os veo en la capilla. Rezad por mí, amor mío.

Me levanto de la cama y le abro la puerta que da al adarve para que pueda salir. Vacila un poco al subir los escalones de piedra, pero luego lo veo enderezar los hombros para respirar el aire fresco. Cierro la puerta tras él y vuelvo a la cama. Recorro la habitación con la mirada. Nadie podría adivinar que ha estado aquí. Un segundo más tarde, doña Elvira llama a la puerta y entra con una de mis doncellas de honor. Tras ellas llegan otras dos doncellas, cargadas con una jarra de agua caliente y el vestido que me voy a poner hoy.

—Habéis dormido mucho, debéis de estar muy cansada —dice doña Elvira, en tono de reproche. Pero me siento tan tranquila y feliz que ni siquiera me molesto en responder.

En la capilla no pudieron hacer gran cosa, aparte de intercambiar sonrisas furtivas. Tras la misa, Arthur salió a caballo y Catalina se fue a desayunar. Cuando terminó, era ya la hora de estudiar con su capellán, por lo que Catalina se sentó a una mesa junto a la ventana con el clérigo, abrió sus libros y estudió las epístolas de san Pablo.

Margaret Pole entró justo cuando Catalina cerraba su libro.

—El príncipe desea que acudáis a sus aposentos —dijo.

Catalina se puso en pie.

—¿Ha ocurrido algo?

—Creo que no se siente bien. Ha hecho salir a todo el mundo, excepto a sus criados de la Cámara Privada y a sus sirvientes.

Catalina abandonó la estancia a toda prisa, seguida de doña Elvira y de lady Margaret. En los aposentos del príncipe se apiñaban los habituales parásitos de la corte: hombres que buscaban el favor o la atención del príncipe, peticionarios que solicitaban justicia, curiosos que sólo querían fisgonear y un gran número de sirvientes y funcionarios de menor categoría. Catalina pasó entre ellos, se dirigió a las puertas dobles de la Cámara Privada de Arthur y entró.

El príncipe ocupaba una silla junto al fuego y estaba muy pálido. Doña Elvira y lady Margaret esperaron junto a la puerta, mientras la princesa se acercaba apresuradamente a su esposo.

—¿Estáis enfermo, amor mío? —le preguntó en tono apremiante.

Arthur sonrió, pero Catalina se dio cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo.

—Me temo que he cogido un poco de frío —dijo—. No os acerquéis más, no quisiera contagiaros.

—¿Tenéis calor? —preguntó temerosa, mientras pensaba en la enfermedad de los sudores, que se manifestaba con una fiebre muy alta y dejaba cientos de cadáveres a su paso.

—No, tengo frío.

—Bueno, no es de extrañar en este país, donde no hace más que llover o nevar.

Arthur sonrió de nuevo. Catalina miró en torno y vio a lady Margaret.

—Lady Margaret, debemos avisar al médico del príncipe.

—Ya he enviado a mis sirvientes a buscarlo —dijo la dama, acercándose.

—No quiero ningún alboroto —dijo Arthur, enojado—. Sólo quería que supierais, princesa, que no podré cenar con vos.

Catalina dirigió la mirada hacia su esposo. «Entonces, ¿no podremos estar solos?», fue la pregunta tácita.

—¿Puedo cenar en vuestros aposentos? —preguntó la joven—. Ya que estáis enfermo, ¿podemos cenar a solas, en privado?

—Sí, eso haremos —ordenó el príncipe.

—Será mejor que primero os vea el médico —intervino lady Margaret—, si vuestra gracia no se opone. Él podrá aconsejaros lo que debéis comer y si es conveniente para la princesa que esté con vos.

—No tiene ninguna enfermedad —insistió Catalina—. Dice que sólo está cansado. Habrá sido el aire frío de aquí, o la humedad. Ayer hizo frío y se pasó medio día a caballo.

Alguien llamó a la puerta y se oyó una voz.

—El doctor Bereworth está aquí, vuestra gracia.

Arthur levantó una mano para dar su permiso. Doña Elvira abrió la puerta y el hombre entró en la estancia.

—El príncipe tiene frío y está cansado —le dijo de inmediato Catalina, hablándole en un atropellado francés—. ¿Está enfermo? A mí no me parece que esté enfermo. ¿Vos qué pensáis?

El médico hizo una reverencia dirigida a los príncipes y después saludó con la cabeza a lady Margaret y a doña Elvira.

—Lo siento mucho, pero no la entiendo —se disculpó en inglés, visiblemente incómodo—. ¿Qué dice la princesa?

En un gesto de impaciencia, Catalina dio una palmada.

—El príncipe… —empezó a decir en inglés.

Margaret Pole acudió de inmediato a su lado.

—Su gracia no se siente bien —dijo.

—¿Puedo hablar con él a solas? —preguntó el médico.

Arthur asintió. Intentó levantarse de su silla, pero a punto estuvo de dar un traspié. El médico se acercó a toda prisa, lo sostuvo y lo acompañó a la alcoba.

—No puede estar enfermo —dijo Catalina. Se volvió hacia doña Elvira y le habló en español—: Anoche estaba bien. Ésta mañana ha empezado a tener un poco de fiebre, pero ha dicho que sólo estaba cansado. Ahora, sin embargo, apenas se tiene en pie. No puede estar enfermo.

—¿Quién sabe qué enfermedades puede contraer un hombre con esta lluvia y esta niebla? —replicó agriamente la dueña—. Es un milagro que vos no hayáis enfermado. Es un milagro que aún no hayamos sucumbido a este clima.

—No está enfermo —dijo Catalina—. Sólo está agotado. Ayer cabalgó durante mucho rato. Y hacía frío, el viento era gélido. Yo misma lo noté.

—Un viento así es capaz de matar a cualquiera —dijo doña Elvira con tono pesimista—. Es tan frío y tan húmedo…

—¡Basta! —dijo Catalina, al tiempo que se tapaba los oídos con las manos—. No quiero oír ni una sola palabra más. Sólo está cansado, agotado. Y tal vez haya cogido un poco de frío, pero no hace falta hablar de vientos húmedos y mortales.

Lady Margaret dio un paso al frente y con mucha delicadeza le cogió las manos a la princesa.

—Sed paciente, princesa —le aconsejó—. El doctor Bereworth es un médico excelente y conoce al príncipe desde que era un niño. Vuestro esposo es un hombre joven y fuerte que goza de buena salud, así que no tenéis que preocuparos de nada. Si el doctor Bereworth lo considera oportuno, mandaremos llamar al médico del rey, que está en Londres. Veréis como se recupera muy pronto.

Catalina asintió, dio media vuelta para sentarse junto a la ventana y contempló el exterior. El cielo se había cubierto, ya casi no se veía el sol. Había empezado a llover de nuevo y las gotas de agua resbalaban por los pequeños paneles de cristal. Catalina las observó, para tratar de alejar de sus pensamientos la muerte de su hermano, que tan enamorado estaba de su esposa y tanto deseaba ver nacer a su hijo. Juan había muerto a los pocos días de enfermar, aunque nadie había conseguido averiguar qué le había ocurrido.

«No quiero pensar en él, no quiero pensar en el pobre Juan —susurró Catalina para sus adentros—. Un caso no tiene nada que ver con el otro: Juan siempre fue pequeño y menudo, pero Arthur es fuerte».

El médico tardó mucho. Cuando finalmente salió de la alcoba, Arthur no estaba con él. Catalina, que se había levantado de golpe nada más abrirse la puerta, echó un vistazo al interior de la alcoba y vio a Arthur tendido en la cama, adormilado y medio desnudo.

—Es mejor que sus criados de la Cámara Privada hagan los preparativos para acostarlo —dijo el doctor—. Está muy débil, le conviene descansar.

—¿Está enfermo? —preguntó Catalina, hablando muy despacio en latín—. ¿Aegrotat? ¿Está muy enfermo?

El doctor abrió las manos.

—Tiene fiebre —dijo con cautela, hablando despacio en francés—. Le daré una pócima para bajarla.

—¿Sabéis de qué se trata? —preguntó lady Margaret, con voz apenas audible—. No es la enfermedad de los sudores, ¿verdad?

—Dios no lo quiera. Por lo que yo sé, no se ha producido ningún caso en la ciudad. Pero el príncipe debe permanecer tranquilo y debe descansar Ahora debo marcharme a preparar la pócima, pero regresaré más tarde.

Sus palabras, pronunciadas en un inglés quedo, resultaron incomprensibles para Catalina.

—¿Qué dice? ¿Qué os ha dicho? —le preguntó a lady Margaret.

—Sólo lo que vos misma habéis escuchado —la tranquilizó la otra mujer—. Tiene fiebre y le conviene descansar. Permitidme que vaya a buscar a sus sirvientes para que lo desvistan y lo acuesten debidamente. Si esta noche está mejor, podréis cenar con él. Sé que eso lo animará mucho.

—¿Adónde va? —exclamó Catalina, cuando el doctor saludó con la cabeza y se alejó hacia la puerta—. ¡Tiene que quedarse a cuidar al príncipe!

—Se marcha a preparar una pócima para bajarle la fiebre, pero volverá en seguida. El príncipe recibirá los mejores cuidados, vuestra gracia. Nosotros también lo queremos, no va a estar desatendido.

—Ya sé que no… pero es que… ¿Tardará mucho el doctor?

—Volverá en cuanto pueda. Y además, el príncipe está durmiendo. El sueño es la mejor medicina. Así descansará, se recuperará y podrá cenar con vos esta noche.

—¿Creéis que esta noche estará mejor?

—Sólo es un poco de fiebre y cansancio. Se restablecerá dentro de pocos días —afirmó lady Margaret.

—Velaré su sueño —dijo la princesa.

Lady Margaret abrió la puerta e hizo señas a los caballeros del príncipe. Les dio instrucciones, después se abrió paso con la princesa entre la gente y la condujo hacia sus propios aposentos.

—Venid, vuestra gracia —le dijo—. Acompañadme a dar un paseo por el patio interior. Después regresaremos a los aposentos del príncipe y nos aseguraremos de que esté cómodo.

—Quiero ir ahora —insistió Catalina—. Quiero velar su sueño.

Margaret miró a doña Elvira.

—No deberíais entrar en sus aposentos, por si le sube mucho la fiebre —dijo en un francés lento, para que la dueña lo entendiera—. Vuestra salud es muy importante, princesa. Si os sucediera algo a vos o al príncipe, jamás me lo perdonaría.

Doña Elvira dio un paso al frente y apretó los labios. Margaret sabía que podía confiar en ella para que mantuviera a la princesa alejada de cualquier peligro.

—Pero habéis dicho que sólo tenía un poco de fiebre. ¿No puedo estar con él?

—Esperemos a ver qué opina el doctor —dijo lady Margaret bajando la voz—. Querida princesa, no es bueno que vos también cojáis fiebre, pues tal vez estéis encinta.

—Pero cenaré con él.

—Si se encuentra bien, sí.

—¡Él querrá verme!

—De eso podéis estar segura —dijo lady Margaret sonriendo—. Ésta noche, cuando la fiebre haya remitido y el príncipe se encuentre mejor, podrá sentarse para cenar y entonces sí querrá veros. Debéis tener paciencia.

Catalina asintió.

—Si me marcho ahora, ¿me juráis que no os apartaréis de su lado?

—Volveré ahora mismo junto a él, si vos os vais a dar un paseo y luego regresáis a vuestros aposentos a leer, estudiar o bordar.

—¡Me marcho! —dijo Catalina, obediente—. ¡Me voy a mis aposentos si vos os quedáis con él!

—En seguida —le prometió lady Margaret.

Éste jardín tan pequeño es como una prisión. Doy vueltas y más vueltas alrededor del parterre, mientras las gotas de lluvia lo empapan todo como si fueran lágrimas. En mis aposentos tampoco me siento mejor, pues mi cámara privada es como una celda. No soporto tener a nadie cerca, pero tampoco soporto estar sola. Les he dicho a mis damas que se queden en el salón de audiencias, pues su eterna cháchara me saca de quicio. Sin embargo, anhelo compañía cuando me quedo a solas en mi alcoba. Necesito que alguien me coja la mano y me diga que no pasa nada.

Desciendo por la angosta escalera de piedra y camino sobre los adoquines para dirigirme a la capilla circular. Junto a la pared curva se halla una cruz y un altar de piedra, frente a los cuales arde una antorcha. Es un lugar de profunda paz, pero yo no la encuentro. Me tapo las manos ateridas con las mangas del vestido, cruzo los brazos sobre el pecho y sigo la curva de la pared. Hay treinta y seis pasos hasta la puerta. Después recorro otra vez el círculo, como un burro en la noria. Rezo, pero no tengo fe en que Dios me esté escuchando.

«Soy Catalina, princesa de España y de Gales —me recuerdo a mí misma—. Soy Catalina, la bienamada de Dios, la que goza de su favor. A mí no puede sucederme nada malo, no puede sucederme algo tan malo como esto. Fue la voluntad de Dios que yo me casara con Arthur para unir los reinos de España e Inglaterra. Dios no permitirá que nos pase nada, ni a Arthur ni a mí. Sé que mi madre y yo somos sus preferidas entre todos los demás. El miedo que siento es sólo una prueba que Dios me manda, pero no debo tener miedo, porque sé que a mí no puede sucederme nada malo jamás».

Catalina aguardó en sus aposentos, pero enviaba constantemente a sus damas a preguntar cómo se encontraba el príncipe. Durante las primeras horas lo único que le decían era que seguía durmiendo: el doctor había preparado la pócima y estaba junto al lecho de Arthur, esperando a que se despertara. Después, a las tres de la tarde, dijeron que se había despertado pero que estaba ardiendo y tenía mucha fiebre. Se había tomado la pócima y estaban esperando a que le bajara la fiebre. A las cuatro estaba peor, no se recobraba, y el doctor estaba preparando una fórmula distinta.

El príncipe no quiso cenar, sólo tomó un poco de cerveza fría y las medicinas del doctor para bajar la fiebre.

—Ve a preguntarle si desea verme —le ordenó Catalina a una de las inglesas—. Y no te olvides de hablar con lady Margaret, que me prometió que podría cenar con él. Recuérdaselo.

La mujer se marchó y regresó con el semblante serio.

—Princesa, están todos muy nerviosos —dijo—. Han mandado llamar a un médico de Londres. El doctor Bereworth, que lo ha estado cuidando, no sabe por qué no le baja la fiebre. Lady Margaret está allí, con sir Richard Pole, sir William Thomas, sir Henry Vernon y sir Richard Croft. Están todos esperando frente a la alcoba del príncipe y no se os permite entrar a verlo. Dicen que ha empezado a delirar.

—Tengo que ir a la capilla. Tengo que rezar —afirmó Catalina al instante.

Se cubrió la cabeza con un velo y regresó a la capilla circular. Para su consternación, encontró allí al confesor del príncipe Arthur, que estaba en el altar con la cabeza inclinada en un gesto de súplica. Junto a la pared de la capilla se sentaban los nobles más importantes de la ciudad y del castillo, también con la cabeza inclinada. Catalina entró en la capilla y se arrodilló. Apoyó el mentón sobre las manos y observó los hombros encorvados del sacerdote, en busca de un gesto que indicara que Dios escuchaba sus plegarias, pero era imposible saberlo. La princesa cerró los ojos.

Querido Dios, salva a Arthur, salva a mi amado esposo. No es más que un niño y yo no soy más que una niña: no hemos tenido tiempo para estar juntos. Sabes muy bien qué reino construiremos si lo salvas. Sabes muy bien qué planes tenemos para este país: sabes que convertiremos esta tierra en un castillo sagrado, que destruiremos a los moros y que defenderemos nuestro reino de los escoceses. Querido Dios, apiádate de Arthur y sálvalo, deja que vuelva a mi lado. Queremos tener hijos: Mary, que será la rosa entre todas las rosas; y Arthur, que será el tercer Tudor católico en ocupar el trono de Inglaterra. Déjanos hacer lo que hemos prometido. Oh, Dios bendito, ten piedad y sálvalo. Oh, Virgen Santa, intercede en nuestro favor y sálvalo. Jesús de mi vida, sálvalo. Soy yo, Catalina, quien te lo pide, y te lo pido en el nombre de mi madre, la reina Isabel, que ha dedicado toda su vida a servirte, que es la reina más católica, que ha tomado parte en vuestras cruzadas. Oh, Dios, ella es tu bienamada, como lo soy yo. Te suplico que no me abandones.

Mientras Catalina rezaba oscureció, pero la princesa ni siquiera se dio cuenta. Ya era muy tarde cuando doña Elvira le tocó el hombro y le dijo:

—Infanta, deberíais comer algo y acostaros.

Catalina, muy pálida, se volvió hacia su dueña.

—¿Hay noticias? —preguntó.

—Dicen que está peor.

Jesús de mi vida, sálvalo. Jesús de mi vida, sálvame; Jesús de mi vida, salva a Inglaterra. Dime que Arthur no está peor.

Por la mañana dijeron que Arthur había pasado buena noche, pero entre los sirvientes corría el rumor de que se estaba apagando muy de prisa. La temperatura le había subido tanto que deliraba: unas veces creía que estaba en los aposentos de los niños con sus hermanos; otras pensaba que estaba en su boda, vestido con un resplandeciente traje de raso blanco; y otras, por extraño que parezca, creía estar en un palacio de ensueño. Hablaba de patios de arrayanes, de un rectángulo de agua que era como un espejo en el cual se reflejaba un edificio de oro y de bandadas de vencejos que volaban en círculos bajo el sol, todo el día.

—Quiero verlo —le comunicó la princesa a lady Margaret, hacia el mediodía.

—Princesa, tal vez sea la enfermedad de los sudores —dijo la dama, sin andarse con rodeos—. No puedo permitir que os acerquéis a él. No puedo permitir que cojáis una infección. Estaría faltando a mi deber si os permitiera acercaros demasiado al príncipe.

—¡Vuestro deber es servirme! —le espetó Catalina.

La mujer, que también había sido princesa, no se inmutó.

—Mi deber es servir a Inglaterra —dijo—. Y si en vuestro vientre lleváis al heredero de los Tudor, entonces mi deber es servir a ese niño, además de a vos. Princesa, no discutáis conmigo, por favor. Podéis acercaros a los pies de su cama, pero no más allá.

—Dejadme entrar, pues —dijo Catalina, como si fuera una niña—. Por favor, dejadme verlo.

Lady Margaret inclinó la cabeza y acompañó a la princesa a los aposentos reales. La multitud del salón de audiencias del príncipe había aumentado nada más correr por toda la ciudad la noticia de que Arthur se debatía entre la vida y la muerte. Todo el mundo, sin embargo, guardaba silencio, como si se tratara de una multitud que estuviera de luto. Todo el mundo esperaba y rezaba por la rosa de Inglaterra. Algunos hombres vieron a Catalina, que ocultaba el rostro bajo una mantilla y pronunciaron una bendición en su nombre. Uno de esos hombres dio un paso al frente y se arrodilló.

—Dios os bendiga, princesa de Gales —dijo—. Que el príncipe se levante de su lecho y vuelva a ser feliz a vuestro lado.

—Amén —dijo Catalina, con los labios apretados. Después se alejó.

Las puertas dobles de la Cámara Privada se abrieron y Catalina entró. El interior de la alcoba del príncipe se había convertido en una especie de botica improvisada: había una mesa de caballetes sobre la que descansaban enormes frascos de cristal llenos de ingredientes, un mortero con su mano y una tabla de picar. Junto a la mesa se hallaban media docena de hombres ataviados con la habitual vestimenta de los médicos. Catalina se detuvo y buscó al doctor Bereworth.

—¿Doctor?

El hombre se acercó a ella de inmediato y se arrodilló. Su semblante era serio.

—Princesa.

—¿Qué noticias tiene de mi esposo? —dijo la princesa, hablando muy despacio y muy claramente en francés.

—Lo siento, pero no está mejor.

—Pero tampoco está peor —insinuó la joven—. Se está recuperando.

El doctor negó con la cabeza.

—Il est très malade —se limitó a decir.

Catalina escuchó las palabras, pero fue como si de repente hubiera olvidado el idioma. No supo traducirlas. Se volvió hacia lady Margaret.

—¿Dice que está mejor? —le preguntó.

Lady Margaret también negó con la cabeza.

—Dice que está peor —afirmó con absoluta sinceridad.

—Pero podrán darle algo, ¿no? —dijo la princesa, volviéndose hacia el doctor—. ¿Vous avez un médicament?

El hombre señaló la mesa que estaba tras él, en la improvisada botica.

—¡Oh, si pudiésemos consultar a un doctor árabe! —exclamó Catalina—. Son muy buenos, no hay nadie como ellos. Poseían las mejores universidades de medicina antes de que… ¡Ojalá me hubiera traído un doctor! La medicina árabe es la mejor del mundo.

—Estamos haciendo todo lo que podemos —dijo el doctor con frialdad.

Catalina trató de sonreír.

—De eso estoy segura —dijo—. Es sólo que ojalá… ¡Bien! ¿Puedo verlo?

Lady Margaret y el doctor intercambiaron una rápida mirada, que daba a entender que aquélla había sido una cuestión ampliamente debatida.

—Iré a ver si está despierto —dijo el médico. Acto seguido, desapareció tras la puerta.

Catalina aguardó. Apenas podía creer que sólo hubiera transcurrido un día desde que Arthur había abandonado su lecho, quejándose porque ella no lo había despertado antes y no habían podido hacer el amor de nuevo. Y ahora estaba tan enfermo que Catalina ni siquiera podía cogerle la mano.

El doctor abrió la puerta.

—Podéis acercaros al umbral, princesa —dijo—, pero por vuestro bien y el de vuestro hijo, en el caso de que hubierais concebido, no os acerquéis más.

Catalina se dirigió apresuradamente a la puerta. Lady Margaret le colocó en la mano una poma hecha de hierbas y clavos de olor, y la princesa se la acercó a la nariz. El fuerte olor le hizo llorar, mientras contemplaba la habitación en penumbra.

Arthur estaba tendido en la cama y la camisa de dormir le tapaba pudorosamente el cuerpo. Tenía el rostro congestionado por la fiebre. El pelo, rubio, parecía ahora oscuro por el sudor y estaba demacrado. No aparentaba sus quince años, parecía mucho mayor. Tenía los ojos hundidos en el rostro, rodeados de profundas ojeras.

—Está aquí vuestra esposa —le anunció el doctor en voz baja.

Arthur abrió despacio los ojos y los entornó, tratando de enfocar el umbral de la puerta y a Catalina frente a él, que estaba pálida por la impresión.

—Amor mío —dijo—. Amo te.

—Amo te —susurró Catalina—. Dicen que no debo acercarme más.

—No os acerquéis más —dijo él con un hilo de voz—. Os amo.

—¡Yo también os amo! —respondió la princesa, con la voz embargada por el llanto—. ¿Os pondréis bien?

El príncipe, demasiado débil para hablar, negó con la cabeza.

—¿Arthur? —dijo Catalina—. ¿Os pondréis bien?

El joven recostó la cabeza sobre la ardiente almohada, mientras trataba de recobrar fuerzas.

—Lo intentaré, amada mía. Lo intentaré de verdad, por vos. Por nosotros.

—¿Hay algo que deseéis? —le preguntó—. ¿Algo que os pueda traer?

La princesa echó un vistazo a su alrededor. No había nada que pudiera hacer por él, no sabía cómo ayudarlo. Si hubiera traído consigo un doctor moro, si sus padres no hubieran destruido el saber de las universidades árabes, si la Iglesia hubiera permitido el estudio de la medicina y no hubiera considerado que el conocimiento era una herejía…

—Lo único que quiero es vivir con vos —dijo el príncipe con voz apenas audible.

Catalina se echó a llorar.

—Y yo con vos.

—El príncipe debe descansar y vos no debéis permanecer aquí mucho tiempo —intervino el doctor, acercándose.

—Por favor, dejad que me quede —exclamó la princesa en un susurro—. Por favor, os lo suplico. Dejad que me quede junto a él.

Lady Margaret rodeó con un brazo la cintura de Catalina y la obligó a retroceder.

—Si ahora os marcháis, podréis volver más tarde —le prometió—. El príncipe tiene que descansar.

—Volveré —le dijo Catalina a su esposo. Él le hizo un pequeño gesto con la mano para indicar que había oído su promesa—. No os fallaré.

Catalina se dirigió a la capilla para rezar por su esposo, pero no pudo rezar. Lo único que pudo hacer fue pensar en él, en la palidez de su rostro sobre las blancas almohadas. Lo único que pudo hacer fue desear a Arthur. Llevaban casados ciento cuarenta días, pero sólo hacía noventa y cuatro noches que se amaban con pasión. Se habían prometido que siempre estarían juntos, así que Catalina apenas podía creer que en ese momento estuviera arrodillada, rezando por la vida de su esposo.

Esto no puede estar pasando. Si ayer estaba bien… Es un sueño espantoso: en cualquier momento me despertaré, Arthur me besará y me dirá que soy una tonta. Nadie se pone así de enfermo tan rápido; nadie pierde su fuerza y su belleza para enfermar de forma tan terrible en tan poco tiempo. Me despertaré en cualquier momento. Esto no puede estar pasando. Soy incapaz de rezar, pero no importa que yo sea incapaz de rezar, porque esto no está pasando. Rezar en un sueño no significa nada. Soñar que se está enfermo no significa nada, pues yo no soy una infiel supersticiosa que tiene miedo de los sueños. Me despertaré en cualquier momento y nos reiremos juntos de mis miedos.

Catalina se puso en pie a la hora de cenar, sumergió los dedos en el agua bendita y se persignó. Con el agua todavía húmeda en la frente, regresó a los aposentos de su esposo, seguida de cerca por doña Elvira.

La multitud que abarrotaba las habitaciones y el salón de audiencias, frente a los aposentos privados del príncipe, era más numerosa que nunca. Había tantos hombres como mujeres, que guardaban silencio porque el dolor apenas les permitía hablar. Dejaron pasar a la princesa sin pronunciar palabra; tan sólo la bendijeron en un murmullo. Catalina pasó entre ellos, pero no miró ni a derecha ni a izquierda. Cruzó el salón de audiencias, dejó atrás la mesa del boticario y se detuvo frente a la puerta de la alcoba del príncipe.

El guardia se hizo a un lado, mientras Catalina llamaba discretamente a la puerta y la abría.

Estaban inclinados sobre el príncipe. Catalina lo oyó toser. Su tos era violenta, como si tuviera la garganta llena de agua.

—Madre de Dios —dijo en voz baja—. Virgen Santísima, sálvalo.

El doctor se volvió al oír el susurro de Catalina. Estaba pálido.

—¡No os acerquéis! —dijo en tono apremiante—. Es la enfermedad de los sudores.

Al oír esas temidas palabras, doña Elvira dio un paso atrás y sujetó el vestido de Catalina, como si quisiera apartarla del peligro.

—¡Soltadme! —le dijo Catalina, tirando del vestido que aún tenía agarrado la dueña—. No me voy a acercar más, pero tengo que hablar con él —dijo con tono firme.

Al doctor no se le escapó la determinación en la voz de la joven.

—Princesa, está demasiado débil.

—Dejadnos.

—Princesa…

—Tengo que hablar con él. Se trata del reino.

El doctor miró a la princesa y se dio cuenta de que nadie podría impedírselo. Pasó junto a ella con la cabeza gacha, seguido de cerca por sus ayudantes. Catalina le hizo un gesto con la mano a doña Elvira y la dueña también salió. Después, se acercó al umbral y cerró la puerta una vez que hubieron salido todos. Vio moverse a su esposo, que se esforzaba en protestar.

—No me acercaré más —lo tranquilizó—, os lo juro, pero necesito estar con vos. No soporto… —se interrumpió.

Cuando Arthur volvió el rostro para mirarla, Catalina se dio cuenta de que estaba bañado en sudor y de que tenía el pelo tan mojado como cuando regresaba de cazar bajo la lluvia. Su semblante joven estaba demacrado, pues la enfermedad le estaba arrancando la vida.

—Amo te —dijo. Tenía los labios agrietados y oscuros por culpa de la fiebre.

—Amo te —respondió Catalina.

—Me estoy muriendo —dijo débilmente el príncipe.

Catalina no lo interrumpió ni lo contradijo, pero Arthur la vio erguirse, como si hubiera acusado un golpe mortal y se hubiera tambaleado un poco.

Al príncipe le sobrevino una tos bronca.

—Pero vos debéis ser reina de Inglaterra —dijo.

—¿Qué?

Arthur respiró con dificultad.

—Amor… obedecedme. Habéis jurado obedecerme.

—Haré lo que me pidáis.

—Casaos con Harry, sed reina, tened a nuestros hijos.

—¿Cómo?

La sorpresa desconcertó tanto a Catalina que apenas entendió de qué le estaba hablando su esposo.

—Inglaterra necesita una gran reina —dijo—, sobre todo si Harry va a ser rey. No ha nacido para reinar y vos debéis enseñarle. Construid mis fortalezas y mi armada, defended Inglaterra de los escoceses, tened a mi hija Mary y a mi hijo Arthur… Dejadme vivir a través de vos.

—Amor mío…

—Dejadme hacerlo —dijo en tono anhelante—. Dejadme mantener Inglaterra a salvo a través de vos. Dejadme vivir a través de vos.

—Soy vuestra esposa —se rebeló Catalina—, no la suya.

Arthur asintió.

—Decidles que no lo sois.

Catalina se tambaleó al escuchar aquellas palabras y se apoyó en la puerta para no caer.

—Decidles que yo no pude —dijo. En su rostro exhausto apareció la sombra de una sonrisa—. Decidles que era impotente y luego casaos con Harry.

—¡Vos odiáis a Harry! —exclamó la princesa—. No deseáis de verdad que me case con él. Si no es más que un niño… Y yo os amo a vos.

—Harry será rey —dijo Arthur, en tono apremiante—. Y vos seréis reina. Casaos con él. Por favor, amada mía, hacedlo por mí.

La puerta se entreabrió tras la princesa.

—No debéis agotarlo, princesa —dijo lady Margaret en voz baja.

—Tengo que irme —le dijo Catalina a la figura inmóvil que reposaba sobre la cama.

—Prometedme…

—Volveré. Os pondréis mejor.

—Por favor.

Lady Margaret abrió un poco más la puerta y cogió a Catalina de la mano.

—Por su propio bien —murmuró—, debéis marcharos.

Catalina se dirigió a la puerta de la habitación y se volvió para mirar de reojo. Arthur levantó una mano y la separó unos centímetros del suntuoso cobertor.

—Prometédmelo —dijo—. Por favor, hacedlo por mí. Prometédmelo. Prometédmelo ahora, amada.

—Os lo prometo —exclamó la princesa.

El joven dejó caer la mano y Catalina lo oyó suspirar, aliviado. Aquéllas fueron las últimas palabras que cruzaron.