Verano de 1502
Croydon, mayo de 1502

La princesa y su séquito llegaron al palacio de Croydon, y doña Elvira condujo a Catalina a sus aposentos. Por primera vez, la joven no entró en la alcoba y cerró la puerta tras ella, sino que se quedó en el suntuoso salón de audiencias y echó un vistazo a su alrededor.

—Un salón digno de una princesa —comentó.

—Pero no es vuestro —dijo doña Elvira, inquieta por el estatus de la joven que tenía a su cuidado—. No os lo han dado, sólo os lo dejan para que lo uséis.

La joven Catalina asintió.

—Es muy digno —dijo.

—El embajador español está aquí —le dijo doña Elvira—. ¿Debo decirle que no deseáis verlo?

—Sí deseo verlo —dijo Catalina, muy despacio—. Decidle que pase.

—No es necesario que…

—Tal vez tenga noticias de mi madre —dijo—. Me gustaría conocer los consejos de mi madre.

La dueña hizo una reverencia y se fue a buscar al embajador, que estaba en la galería, frente al salón de audiencias, inmerso en una conversación con el capellán de la princesa, el padre Alessandro Geraldini. Doña Elvira los observó a ambos con evidente desagrado. El capellán era un hombre alto y apuesto, moreno, cuyo atractivo contrastaba con la fealdad de su acompañante. El doctor De Puebla, el embajador español, parecía minúsculo a su lado: apoyaba el cuerpo contrahecho en una silla y ocultaba la pierna enferma tras la sana. En su rostro, sin embargo, resplandecía una expresión de entusiasmo.

—¿Podría estar encinta? —preguntó el embajador en un susurro—. ¿Estáis seguro?

—Dios lo quiera. Desde luego, ella tiene esperanzas —confirmó el confesor.

—¡Doctor De Puebla! —intervino con brusquedad la dueña, a quien desagradaba el tono confidencial que utilizaban los dos hombres—. Debo conduciros ante la princesa ahora mismo.

El doctor De Puebla se volvió y le sonrió a la irascible mujer.

—Sí, doña Elvira —dijo, con serenidad—. Ahora mismo.

El embajador entró cojeando en la estancia. Llevaba ya en la mano su elegante sombrero negro y en su rostro se dibujaba una sonrisa poco convincente. Hizo una profunda reverencia y a continuación se incorporó para contemplar a la princesa.

Se quedó perplejo al comprobar lo mucho que había cambiado en tan poco tiempo. Cuando había llegado a Inglaterra no era más que una niña que desbordaba el optimismo propio de esa edad. El embajador siempre la había considerado una cría consentida a la que se habían esmerado en proteger de la crueldad del mundo real. En la Alhambra, su palacio de cuento de hadas, Catalina había sido la adorada hija pequeña de los dos monarcas más poderosos de la Cristiandad. El viaje a Inglaterra había sido la primera incomodidad que se veía obligada a soportar en toda su vida y, desde luego, no había dejado de lamentarse, como si el embajador pudiera hacer algo para evitar el mal tiempo. El día de su boda, cuando estaba junto a Arthur y oía los vítores que le dedicaba el pueblo, había sido la primera vez que Catalina cedía el protagonismo a alguien que no fuesen sus extraordinarios padres. En ese momento, sin embargo, el embajador se hallaba frente a una joven a quien la desgracia había hecho madurar a marchas forzadas. La nueva Catalina estaba más delgada y más pálida, pero irradiaba una belleza espiritual desconocida hasta entonces, una belleza pulida por las adversidades. El embajador contuvo el aliento: la nueva Catalina era una joven con la presencia de una reina. El dolor no sólo la había convertido en la viuda de Arthur, sino también en digna hija de su madre. Catalina era princesa de una dinastía que había derrotado al enemigo más poderoso de la Cristiandad. Era una mujer fría y dura, carne de la carne y sangre de la sangre de Isabel de Castilla. El embajador rezó para que la joven princesa no le causara muchos problemas. Obsequió a Catalina con una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora y se dio cuenta de que ella lo estaba observando con una expresión en la que no había afecto alguno. Catalina le ofreció la mano y después se sentó junto al fuego en una silla de madera, de respaldo recto.

—Podéis sentaros —dijo gentilmente, mientras señalaba una silla baja que estaba un poco más alejada.

El embajador hizo otra reverencia y se sentó.

—¿Tenéis algún mensaje para mí?

—Las condolencias del rey Henry, de la reina Elizabeth de York y también de milady. Y las mías, desde luego. Os convocarán a la corte cuando os hayáis recuperado del viaje y termine el período de duelo.

—¿Cuánto tiempo tengo que estar de duelo? —quiso saber Catalina.

—Milady, la madre del rey, ha decidido que estéis recluida un mes entero desde el funeral, pero puesto que no habéis estado en la corte durante ese tiempo, ha dispuesto que permanezcáis aquí hasta que ella os ordene regresar a Londres. Está preocupada por vuestra salud…

El hombre hizo una pausa, con la esperanza de que Catalina le dijera por voluntad propia si estaba o no encinta. La princesa, sin embargo, dejó que se prolongara el silencio, así que el embajador decidió preguntárselo directamente.

—Infanta…

—Deberíais llamarme princesa —lo interrumpió la joven—. Soy la princesa de Gales.

Al verse interrumpido, el doctor De Puebla vaciló.

—Princesa viuda.

Catalina asintió.

—Desde luego, se sobreentiende. ¿Habéis recibido alguna carta de España?

El embajador inclinó la cabeza y le entregó la carta que llevaba en el bolsillo oculto de la manga. Catalina no se la arrebató y la abrió para leerla allí mismo, como si fuera una niña, sino que asintió en señal de agradecimiento y sostuvo la carta en la mano.

—¿No queréis abrirla ahora? ¿No queréis responder?

—Os mandaré llamar cuando haya escrito la respuesta —se limitó a decir la joven, imponiendo así su autoridad sobre el embajador—. Os mandaré llamar cuando os necesite.

—Desde luego, vuestra gracia.

El hombre alisó el terciopelo de sus calzas negras para disimular su irritación, pero se dijo mentalmente que era una impertinencia que la infanta, ahora viuda, se permitiera dar órdenes, una princesa de Gales lo habría pedido con educación.

Pensó que, después de todo, esa Catalina nueva y más guapa no le gustaba mucho.

—¿Tenéis noticias de sus majestades en España? —preguntó Catalina—. ¿Os han informado de sus deseos?

—Sí —dijo el hombre, mientras se preguntaba qué podía contarle y qué no—. Desde luego, vuestra madre está preocupada por si no os sentís bien. Me ha pedido que os pregunte por vuestra salud y que la informe.

Una sombra de hermetismo cruzó por el rostro de la princesa.

—Yo misma escribiré a la reina y le contaré las novedades —dijo.

—Estaba deseosa de saber… —empezó a decir el embajador, sondeando a la princesa en busca de la respuesta a la gran pregunta: ¿había un heredero en camino? ¿Estaba la princesa encinta?

—No hablaré con nadie que no sea mi madre.

—No podemos convenir vuestro legado ni establecer los acuerdos necesarios hasta que no lo sepamos —dijo sin rodeos el embajador—. Eso lo cambiaría todo.

Catalina no montó en cólera, como esperaba el doctor De Puebla, sino que inclinó la cabeza y demostró que sabía contenerse. —Le escribiré a mi madre— repitió, como si no le importaran mucho los consejos del embajador.

El hombre se dio cuenta de que no conseguiría sacarle gran cosa. Por lo menos, el capellán le había dicho que era probable que la princesa estuviera encinta y, desde luego, él debía saberlo. Al rey le alegraría saber que existía al menos la posibilidad de un heredero. En cualquier caso, Catalina no lo había negado. Tal vez su silencio fuera muy elocuente.

—En ese caso, os dejaré que leáis la carta —dijo, haciendo una reverencia. Catalina lo despidió con un gesto de la mano y se volvió a contemplar las llamas del fuego de primavera que ardía en la chimenea. El hombre hizo otra reverencia y, puesto que Catalina no lo miraba en ese momento, aprovechó para observar la figura de la joven. No tenía la expresión radiante de principios del embarazo, pero algunas mujeres lo pasaban mal durante los primeros meses. Tal vez la palidez se debiera a las náuseas matutinas. En cualquier caso, para un hombre era muy difícil adivinarlo, así que no le quedaba más remedio que confiar en lo que había dicho el capellán y transmitir la información con la mayor cautela.

Abro la carta de mi madre, pero me tiemblan tanto las manos que apenas puedo romper los lacres. En lo primero que me fijo es en la brevedad de la carta, que sólo ocupa una página.

«Oh, madre, ¿eso es todo?».

Tal vez tenía prisa, pero me causa un amargo dolor ver que su carta es tan escueta. Si ella supiera lo mucho que deseo escuchar su voz, me habría escrito por lo menos el doble. Dios es testigo de que no me siento capaz de salir adelante sin ella. Sólo tengo dieciséis años y medio, necesito a mi madre.

Leo una vez la breve misiva y luego, sin poder creérmelo, la leo de nuevo.

No es la carta de una madre que quiere a su hija. No es la carta de una madre a su hija preferida, una hija preferida que además está al borde de la desesperación. Es la carta fría y autoritaria de una reina a una infanta. Sólo habla de las cuestiones económicas, como si fuésemos un par de mercaderes que se disponen a cerrar un trato.

Dice que debo quedarme en la casa que me asignen hasta que tenga mi próximo período y esté completamente segura de no estar encinta. Si ése es el caso, debo ordenarle al doctor De Puebla que solicite mi legado como princesa viuda de Gales y en cuanto tenga todo el dinero, pero no antes (subrayado, para que no haya confusión posible) debo embarcar para España.

Si, por el contrario, Dios es misericordioso y estoy encinta, entonces debo comunicarle al doctor De Puebla que se pagará el dinero de mi dote, en metálico y de inmediato. Él debe conseguir mi asignación como princesa viuda de Gales y yo debo descansar y rezar para que sea niño.

Debo escribir de inmediato a mi madre y decirle si existe la posibilidad de que esté encinta. Debo escribirle en cuanto esté completamente segura, sea para bien o para mal, y debo confiar en el doctor De Puebla, así como permanecer bajo la tutela de doña Elvira.

Doblo cuidadosamente la carta de forma que los bordes de los pliegues encajen a la perfección, como si la pulcritud importara mucho ahora. Creo que si mi madre supiera la desesperación que lame las orillas de mi mente, cual río de tinieblas, me habría escrito palabras mucho más amables. Si supiera lo sola que me siento, la pena que sufro y lo mucho que echo de menos a Arthur, no me hablaría de acuerdos, legados y títulos. Si supiera lo mucho que amaba a mi esposo y lo difícil que se me hace la vida sin él, me escribiría para decirme que me quiere y que regrese de inmediato a su lado, sin tardanza.

Guardo la carta en el bolsillo de la cintura y me pongo en pie, como un soldado ante su superior. Ya no soy una niña y no voy a llorar por mi madre. Me doy cuenta de que no gozo del favor especial de Dios, pues él dejó morir a Arthur. Y también me doy cuenta de que no soy la preferida de mi madre, puesto que es capaz de dejarme aquí sola, en un país extraño.

Pero no es sólo mi madre, también es la reina de España y tiene que asegurarse de tener un nieto o, en su defecto, un tratado sin fisuras. No soy una joven que ha perdido al hombre al que amaba: soy una infanta de España y tengo que darle un nieto o, en su defecto, un tratado sin fisuras. Y por si eso fuera poco, una promesa me ata. He prometido que volveré a ser princesa de Gales y que alcanzaré el trono de Inglaterra. Se lo he prometido al joven al que le prometí todo. Y lo conseguiré por él, da igual lo que quieran los demás.

El embajador español no informó de inmediato a sus majestades en España. Lo que sí hizo, en cambio, fue practicar su habitual doble juego y apresurarse a transmitir la opinión del capellán al rey de Inglaterra.

—Su confesor dice que está encinta —le comentó.

Por primera vez en varios días, el rey Henry se quitó un gran peso del corazón.

—¡Dios bendito! Si eso es cierto, lo cambia todo.

—Roguemos a Dios para que así sea. Yo me alegraría muchísimo —convino De Puebla—, pero no puedo asegurarlo. No se aprecia ninguna señal.

—Tal vez esté de poco tiempo —sugirió el rey—. Y Dios sabe bien, como yo también lo sé, que un niño en la cuna no es un rey en el trono. Para llegar a la corona hay que recorrer un largo camino. Para mí, sin embargo, sería un gran consuelo que estuviera encinta… y para la reina, también —añadió después de pensarlo.

—Entonces, debe permanecer en Inglaterra hasta que estemos completamente seguros —concluyó el embajador—. Y si no está encinta, vos y yo saldaremos las cuentas y Catalina regresará a España. Su madre ha exigido su inmediato regreso.

—Esperaremos a ver qué ocurre —dijo Henry sin comprometerse a nada—. Su madre tendrá que esperar igual que los demás. Y si tan ansiosa está por tener a su hija de vuelta en casa, que pague el resto de la dote.

—Supongo que no permitiréis que un asunto de dinero retrase el regreso de la princesa junto a su madre —insinuó el embajador.

—Cuanto antes se solucione todo, mejor —dijo el rey muy astutamente—. Si está encinta, entonces pasa a ser nuestra hija y la madre de nuestro heredero. Nada será demasiado bueno para ella. Si no lo está, puede regresar junto a su madre en cuanto cobremos su dote.

Sé que en mi vientre no crece ninguna Mary, ni tampoco ningún Arthur, pero no lo diré hasta que sepa lo que debo hacer. No tengo intenciones de decir nada hasta que esté segura de lo que debo hacer. Mis padres piensan en el bien de España, el rey Henry piensa en el bien de Inglaterra… y yo tengo que buscar en solitario la forma de cumplir mi promesa. Nadie me ayudará. Nadie debe saber lo que me propongo. Sólo Arthur, que está en los cielos, entenderá lo que me propongo, pero me siento muy, muy lejos de él. Me resulta tan doloroso… Jamás pensé que un sufrimiento así fuera posible. Nunca he necesitado a Arthur tanto como ahora; pero Arthur está muerto y él es el único que puede aconsejarme sobre cómo cumplir la promesa que le hice.

Catalina llevaba menos de un mes de reclusión en el palacio de Croydon cuando la visitó el chambelán del rey para comunicarle que le habían preparado Durham House, en el Strand, y que podía instalarse allí cuando lo deseara.

—¿Es un alojamiento digno de la princesa de Gales? —le preguntó en tono apremiante a De Puebla, a quien se había convocado de inmediato a la cámara privada de Catalina—. ¿Es un alojamiento digno de una princesa? ¿Por qué no puedo vivir en el castillo de Baynard?

—Durham House es un lugar perfectamente apropiado —balbuceó el embajador, un tanto perplejo ante la vehemencia de la princesa—. Y vuestra casa no se ha visto reducida en absoluto, ya que el rey no os ha pedido que prescindáis de nadie. Tendréis una corte apropiada. Además, el rey os pasará una asignación.

—¿Mi legado como viuda del príncipe?

De Puebla evitó mirar a la joven.

—La asignación indicada en estos momentos. No olvidéis que vuestros padres aún no han pagado la dote, así que el rey no pagará vuestro legado. Sin embargo, os concederá una buena suma de dinero, que os permitirá mantener vuestra posición.

—Debería recibir mi legado.

El embajador negó con la cabeza.

—El rey no lo pagará hasta que reciba la dote al completo. Pero es una asignación generosa, podréis mantener bien vuestra posición.

De Puebla se dio cuenta del alivio que experimentó de inmediato Catalina.

—Princesa, no debéis dudar de que el rey respeta vuestra situación —dijo el hombre, con mucho tacto—. No debéis temer nada. Por supuesto, si el rey tuviera la seguridad de que vuestra salud…

De nuevo, apareció una expresión de hermetismo en el rostro de la princesa.

—No sé a qué os referís —dijo con brusquedad—. Estoy bien. Podéis decirle que estoy bien. Y nada más.

Intento ganar tiempo permitiendo que crean que estoy encinta. Es una auténtica agonía: ya he tenido el período y estoy preparada para recibir la semilla de Arthur, pero Arthur está frío, se ha ido y jamás regresará a mi lecho. Jamás concebiremos a su hija Mary ni a su hijo Arthur.

No soporto la idea de decirles la verdad: que no llevo su fruto, que no espero un hijo al que criar por él. Mientras yo no diga nada, tendrán que esperar. Mientras abriguen la esperanza de que yo me convierta en la madre del príncipe de Gales, no me devolverán a España. Tienen que esperar.

Y mientras ellos esperan, yo puedo pensar en lo que diré y en lo que haré. Tengo que actuar con tanta sensatez como haría mi madre y ser tan astuta como el zorro de mi padre. Tengo que ser decidida como mi madre y reservada como mi padre. Tengo que pensar cómo y cuándo empezaré a contar la mentira, la gran mentira del príncipe Arthur. Si soy capaz de contarla de forma que todo el mundo me crea, si puedo colocarme en situación de cumplir con mi destino, entonces Arthur, mi amado Arthur, podrá hacer lo que deseaba: podrá gobernar Inglaterra a través de mí, pues me casaré con su hermano y seré reina. Arthur vivirá a través del hijo que yo concebiré con su hermano: a pesar de la desgracia, a pesar de que el joven Harry sea un insensato y a pesar de mi propia desesperación, construiremos la Inglaterra que juramos construir.

No me entregaré al dolor, me entregaré a Inglaterra. Mantendré mi promesa, le seré fiel a mi esposo y a mi destino. Planearé, conspiraré y pensaré en cómo superar esta desgracia, en cómo conseguir lo que me corresponde por nacimiento, en cómo convertirme en la pretendiente que llega al trono.