Primavera de 1510
Katherine no le habló a su joven esposo de la visita del doctor moro, ni de las malas noticias que le había transmitido con tanta sinceridad. No comentó la visita con nadie, ni siquiera con lady Margaret Pole, sino que se aferró a su destino, a su orgullo y a la fe de que seguía gozando del favor especial de Dios. Así, siguió adelante con el embarazo, sin permitirse ponerlo en duda.
Tenía buenos motivos para ello. El médico inglés, el doctor Fielding, se reafirmaba en su opinión, las comadronas no decían lo contrario y la corte se comportaba como si Katherine fuera a dar a luz en marzo o abril. Con una sonrisa serena y la mano suavemente apoyada en su vientre redondo, Katherine vio llegar la primavera, vio reverdecer los jardines y llenarse de frutos los árboles.
Henry estaba entusiasmado ante la inminente llegada de su hijo y planeaba celebrar un fabuloso torneo en Greenwich una vez que el niño hubiera nacido. El haber perdido ya una niña no le había servido de lección, pues se jactaba ante toda la corte de que pronto nacería un bebé sano. Se le pidió únicamente que no pronosticara que iba a ser niño. Henry le dijo a todo el mundo que le daba igual si su primer hijo era niño o niña, que lo amaría por ser el primero y por haber llegado a sus brazos y a los de la reina en pleno apogeo de su felicidad.
Katherine silenció sus dudas y jamás dijo, ni siquiera a María de Salinas, que no notaba las patadas del bebé, que a medida que pasaban los días se sentía menos animada y más distante de todo. Cada vez pasaba más y más tiempo arrodillada en la capilla, pero Dios no le hablaba. Incluso la voz de su propia madre guardaba silencio. La joven reina se dio cuenta de lo mucho que echaba de menos a Arthur: no con la nostalgia apasionada de una joven viuda, sino con la tristeza propia de quien ha perdido a su mejor amigo en Inglaterra, la única persona a quien podría haber confiado sus dudas.
En febrero, Katherine acudió a los festejos del martes de Carnaval. Su aspecto era radiante y risueño. La corte al completo se fijó en la abultada curva de su vientre y nadie dejó de advertir, al celebrarse el inicio de la Cuaresma, que Katherine estaba muy tranquila. Poco después se trasladaron a Greenwich, convencidos de que el niño nacería después de Pascua.
Nos trasladamos a Greenwich para el nacimiento de mi hijo. Mis aposentos ya están preparados, tal como se indica en el Libro de las Ordenanzas de la madre del anterior rey: tapices que representan escenas agradables y alentadoras, alfombras sobre las que se esparcirán hierbas aromáticas… Vacilo al llegar a la puerta: detrás de mí, mis amigos brindan con sus copas de vino especiado. Aquí es donde llevaré a cabo mi labor más importante por Inglaterra, éste es el momento crucial de mi destino. Para esto nací y para esto me han educado. Cojo aire con fuerza y entro. La puerta se cierra detrás de mí. No veré a mis amigos —al duque de Buckingham, a mi querido caballero Edward Howard, a mi confesor o al embajador español— hasta que el niño haya nacido.
Mis damas entran conmigo. Lady Elizabeth Boleyn deja una poma de dulce fragancia sobre mi mesilla de noche. Lady Elizabeth y lady Anne, hermanas del duque de Buckingham, cuelgan un tapiz, uno por cada esquina, y se ríen mientras comprueban si se inclina hacia un lado o hacia el otro. María de Salinas sonríe, junto al enorme lecho cuyas oscuras cortinas son nuevas. Lady Margaret Pole prepara la cunita del niño a los pies de la cama. Me mira y sonríe cuando entro. En ese momento recuerdo que ella también es madre y que por tanto sabrá lo que hay que hacer.
—Quiero que vos os encarguéis de los aposentos de los niños —le digo sin rodeos, en tono algo precipitado, dejándome llevar por el cariño que me inspira lady Margaret y por la necesidad que tengo de buscar el consejo y el consuelo de una mujer mayor que yo.
El comentario provoca una cascada de risas entre mis damas. Saben que por lo general soy muy formal y que, en condiciones normales, un nombramiento así se produciría a través del jefe de mi Casa y después de haber consultado con docenas de personas.
Lady Margaret me sonríe.
—Lo sabía —dice. En su respuesta utiliza un tono tan poco formal como el mío—. Contaba con ello.
—¿Sin invitación real? —se burla lady Elizabeth Boleyn—. ¿No os da vergüenza, lady Margaret? ¡Qué ambiciosa sois!
Todas nos echamos a reír ante la idea de que lady Margaret, la viva imagen de la dignidad, haga uso de las malas artes.
—Sé que os ocuparéis del niño como si fuera vuestro propio hijo —le susurro.
Lady Margaret me coge la mano y me ayuda a meterme en la cama. Me siento pesada y torpe y, aunque trato de disimular, noto un dolor constante en el vientre.
—Dios mediante —dice ella en voz baja.
Henry entra a despedirse de mí. El entusiasmo tiñe su rostro de rubor y los labios le tiemblan. Más que un rey, parece un niño. Le cojo las manos y lo beso con dulzura en los labios.
—Amor mío —le digo—, rezad por mí. Estoy segura de que todo va a salir bien.
—Iré a Nuestra Señora de Walsingham a dar gracias —me repite—. Ya he escrito al convento y he prometido generosos donativos a las monjas si interceden en vuestro favor ante Nuestra Señora. Rezan por vos, amor mío. Me han dicho que rezan sin cesar.
—Dios es misericordioso —digo. Pienso un momento en el doctor moro que me dijo que no estaba encinta y aparto de mi mente sus insensateces de pagano—. Éste es mi destino, el deseo de mi madre y la voluntad de Dios —afirmo.
—Ojalá estuviera aquí vuestra madre —dice Henry de forma inconveniente. Sin embargo, no permito que me vea flaquear.
—Sí —digo en voz baja—, pero estoy segura de que me observa desde al-Yan… —me interrumpo antes de terminar la frase—. Desde el paraíso —añado sin vacilar—. Desde el cielo.
—¿Puedo traeros algo? —me pregunta—. Antes de irme, ¿hay algo que pueda traeros?
No me echo a reír ante la idea de que Henry, que nunca es capaz de encontrar nada, me haga los recados a estas alturas de embarazo.
—Tengo todo lo que necesito —lo tranquilizo—. Mis damas se ocuparán de mí.
Henry se pone en pie, con el ademán digno de un rey, y se vuelve para observarlas.
—Cuidad bien a vuestra señora —les dice con voz firme—. Por favor —añade, dirigiéndose a lady Margaret en particular—, llamadme en cuanto haya noticias, de día o de noche, da igual la hora que sea.
Luego se despide con un delicado beso, sale de la alcoba y cierra tras él. Me quedo con mis damas, en la soledad de mi reclusión.
No me molesta esta reclusión. Ésta habitación hermosa y sombreada será mi refugio: podré descansar un poco en la agradable compañía de otras mujeres. Durante un tiempo, podré dejar de interpretar a una reina fértil y confiada para ser de nuevo yo misma. Dejo de lado todas mis dudas: no quiero pensar ni quiero preocuparme. Tendré paciencia y esperaré a que nazca mi niño y, cuando llegue el momento, lo traeré al mundo sin amedrentarme ni gritar. Me obligo a mí misma a confiar en que este bebé, que ha sobrevivido a la muerte de su hermana gemela, será un niño fuerte. Y yo, que he sobrevivido a la muerte de mi primera hija, seré una buena madre. Tal vez sea cierto que este bebé y yo hemos superado juntos el dolor y la pérdida.
Espero. Espero durante todo el mes de marzo y les pido a mis damas que retiren el tapiz que cubre la ventana, para oler en el aire el perfume de la primavera y oír los chillidos de las gaviotas cuando sobrevuelan la marea alta del río.
No parece que haya cambios, ni en el bebé ni en mí. Las comadronas me preguntan si siento molestias, pero les digo que no. Lo único que siento es un dolor apagado, que ya hace mucho que dura. Me preguntan si el bebé ha bajado, si siento deseos de empujar, pero si he de ser sincera, no entiendo a qué se refieren. Se miran unas a otras y dicen, en voz alta y con un entusiasmo exagerado, que es una buena señal, que un bebé tranquilo es un bebé fuerte y que seguramente está descansando.
Aparto de mis pensamientos la inquietud que he sentido desde que empezó este renacimiento de mi embarazo. No quiero pensar en las advertencias del doctor moro, ni en su expresión piadosa. No tengo intención de dejarme llevar por el miedo, ni de precipitarme al desastre. Pero llega el mes de abril: oigo en la ventana el golpeteo de la lluvia, luego noto el calor del sol… y sigue sin pasar nada.
Los vestidos que apenas me cabían durante el invierno me van grandes en abril, y después me van aún más grandes. Pido a todas mis damas, excepto a María de Salinas, que se retiren: cuando nos quedamos solas, me desabrocho el vestido, le muestro el vientre y le pregunto si cree que he perdido volumen.
—No lo sé —dice, pero por su expresión de perplejidad sé que mi vientre le parece más pequeño y también que es obvio que ahí dentro no hay ningún bebé a punto de nacer.
Una semana más tarde, es obvio para todo el mundo que mi vientre se ha reducido, que me estoy quedando delgada otra vez. Las comadronas tratan de tranquilizarme con sus misteriosos conocimientos y me dicen que a veces el vientre de una mujer disminuye de tamaño justo antes de que nazca el niño, justo en el momento en que el bebé empieza a bajar. Las observo con frialdad y deseo poder consultar a un médico de verdad para que me diga qué está pasando.
—Mi vientre es más pequeño y hoy mismo me ha venido el período —le digo, en tono brusco—. Sangro. Como sabéis, he sangrado todos los meses desde que perdí a la niña. ¿Cómo es posible que esté encinta?
Agitan las manos para darme a entender que no lo entienden. No saben nada. Me dicen que esas preguntas debo hacérselas al respetado médico de mi esposo. Para empezar, fue él —y no ellas— quien dijo que yo todavía estaba encinta. Ellas jamás dijeron que yo estuviera encinta, sólo las han llamado para que asistan un parto. No fueron ellas quienes dijeron que aún llevaba un bebé en el vientre.
—Pero… ¿qué pensasteis cuando el médico dijo que había un hermano gemelo? —les pregunto—. ¿Acaso no le disteis la razón cuando dijo que había perdido un niño pero que el otro se había salvado?
Sacuden la cabeza. No lo saben.
—Pero algo pensaríais —digo, perdiendo la paciencia—. Me visteis perder a mi hija. Visteis que mi vientre seguía muy abultado. ¿Cuál podía ser el motivo si no era otro bebé?
—La voluntad de Dios —dice una de ellas sin poder contenerse.
—Amén —le respondo, aunque me cuesta muchísimo decirlo.
—Quiero ver otra vez a aquel médico —le dijo Katherine, en voz baja, a María de Salinas.
—Vuestra gracia, tal vez ya no se encuentre en Londres. Viaja en el séquito de un conde francés, probablemente ya se habrá marchado.
—Averigua si todavía está en Londres, o para cuándo se espera su regreso —dijo la reina—. Pero no le digas a nadie que soy yo quien pregunta por él.
María de Salinas contempló a su señora con una mirada de compasión.
—¿Queréis que os aconseje sobre lo que debéis hacer para tener un hijo? —le preguntó, con voz apenas audible.
—En Inglaterra no hay ni una universidad dedicada al estudio de la medicina —dijo la reina con amargura—. No hay ni una universidad en la que se enseñen idiomas. Ni una en la que se enseñe astronomía, matemáticas, geometría, geografía o cosmografía. Ni siquiera una dedicada al estudio de los animales y de las plantas. Las universidades inglesas son tan útiles como un monasterio lleno de monjes que se dedican a colorear los márgenes de los textos sagrados.
María de Salinas reprimió un grito de sorpresa ante la brusquedad de Katherine.
—La Iglesia dice que…
—La Iglesia no necesita médicos preparados. A la Iglesia no le hace falta saber cómo se conciben los hijos —le espetó Katherine—. Que se dedique a las revelaciones de los santos, para eso sólo necesitan los textos sagrados. La Iglesia se compone de hombres a quienes no les importan ni los problemas ni las enfermedades de las mujeres, pero quienes vivimos en estos tiempos, quienes habitamos el mundo de hoy, necesitamos algo más… especialmente las mujeres.
—Pero dijisteis que no aceptabais conocimientos paganos. Vos misma se lo dijisteis al doctor. Dijisteis que vuestra madre había hecho bien al clausurar las universidades de los infieles.
—Mi madre había tenido media docena de hijos —replicó Katherine irritada—. Pero te digo una cosa: si mi madre hubiera encontrado un doctor que pudiera salvarle la vida a mi hermano, habría acudido a él, aunque ese médico hubiera obtenido sus conocimientos en el mismísimo Infierno. Se equivocó al dar la espalda al saber de los moros. Cometió un error. Jamás he pensado que mi madre fuera perfecta, pero ahora aún lo pienso menos. Cometió un gran error cuando expulsó a los sabios al mismo tiempo que a los herejes.
—La Iglesia dijo que la sabiduría de los moros era herejía —comentó María—. ¿Cómo podía haberse quedado con una cosa y prescindir de la otra?
—No me cabe duda de que no sabes nada acerca de esta cuestión —dijo la hija de Isabel de Castilla, acorralada—. No es un tema del que tú puedas hablar y, además, ya te he dicho lo que quiero que hagas.
El moro, Yusuf, no está en Londres, pero quienes viven en la misma casa de huéspedes que él afirman que ha reservado sus habitaciones y que tiene pensado regresar esta semana. He de tener paciencia. Esperaré en mi reclusión e intentaré tener paciencia.
Lo conocen bien, según afirma la sirvienta de María. Sus idas y venidas suelen ser un acontecimiento en la calle donde vive. Hay tan pocos africanos en Londres que a menudo se convierten en un espectáculo. Y Yusuf es un hombre apuesto y generoso que recompensa con monedas los pequeños servicios que le prestan. Le dijeron a la sirvienta de María que Yusuf había insistido mucho en disponer de agua fresca para lavarse en su habitación, que se lava varias veces todos los días y que, y esto es lo más sorprendente, se baña tres o cuatro veces por semana. Cuando lo hace, utiliza jabón y toallas; el agua salpica por todo el suelo, lo cual es una molestia para las criadas y un gran peligro para la salud del propio Yusuf.
No puedo evitar reírme al pensar en ese moro alto y exigente encogiendo el cuerpo para meterse en una tina, mientras anhela los baños de vapor, las duchas de agua tibia, los masajes, los chorros de agua fría y, por fin, un largo y merecido descanso para fumar su narguile y beber su té de menta, de sabor fuerte y dulzón. Me recuerda lo mucho que me horroricé cuando llegué a Inglaterra y descubrí que aquí la gente se baña muy de vez en cuando, y que sólo se mojan las yemas de los dedos antes de comer. Creo que Yusuf ha hecho las cosas mejor que yo: no olvida el amor que siente por su patria y es capaz de recrear su hogar allí donde va. Yo, en cambio, estaba tan obsesionada por ser la reina Katherine de Inglaterra que he dejado de ser Catalina de España.
Condujeron al moro ante la presencia de Katherine y, al amparo de la oscuridad, lo llevaron a la habitación donde ésta se hallaba recluida. A la hora acordada, Katherine les dijo a sus damas que deseaba estar sola y les ordenó que se retiraran. Se sentó en un sillón junto a la ventana, cuyos tapices habían apartado para que entrara el aire. Lo primero que vio Yusuf al entrar en la alcoba, cuando Katherine se puso en pie, fue su esbelto perfil iluminado por las velas y recortado contra la oscuridad de la ventana. La reina percibió la expresión piadosa del hombre.
—No hay niño.
—No —respondió ella, con tono cortante—. Mañana abandonaré mi reclusión.
—¿Tenéis dolores?
—Nada.
—Bueno, me alegro de oír eso. ¿Habéis sangrado?
—La semana pasada tuve el período.
El moro asintió.
—Tal vez hayáis sufrido alguna enfermedad que ya ha remitido —dijo—. Es posible que podáis volver a concebir con toda normalidad, no tenéis por qué perder las esperanzas.
—No he perdido las esperanzas —se limitó a decir la reina—. Jamás las pierdo. Y por eso os he mandado llamar.
—Queréis concebir un hijo lo antes posible —adivinó el hombre.
—Sí.
Yusuf reflexionó durante unos instantes.
—Bueno, infanta, puesto que ya habéis tenido un hijo, aunque se malogró, sabemos que tanto vos como vuestro esposo sois fértiles. Eso está bien.
—Sí —dijo Katherine, un tanto sorprendida por el comentario. El aborto la había alterado tanto que ni siquiera se había parado a pensar que su fertilidad había quedado demostrada—. Pero… ¿por qué habláis de la fertilidad de mi esposo?
El moro sonrió.
—Para concebir un hijo, hacen falta un hombre y una mujer.
—En Inglaterra creen que sólo hace falta una mujer.
—Sí. Pero en eso, como en tantas otras cosas, se equivocan. Un bebé se compone de dos partes: el aliento de vida del padre y el regalo de la carne de la madre.
—Dicen que cuando una mujer pierde un bebé es porque ha obrado mal, porque quizá ha cometido un pecado terrible.
El hombre frunció el ceño.
—Puede —admitió—, pero es poco probable. Si fuera así… ¿por qué las asesinas dan a luz? ¿Y por qué los animales inocentes pierden a sus crías? Creo que con el tiempo aprenderemos que los abortos se producen a veces por culpa de infecciones y humores malignos. No creo que la culpa sea de la mujer, no tiene sentido.
—Dicen que si una mujer no puede concebir es porque Dios no ha bendecido su matrimonio.
—Bueno, es vuestro Dios —apuntó sabiamente—. ¿Creéis que atormentaría a una mujer infeliz sólo para demostrar que tiene razón?
Katherine no contestó a la pregunta.
—Me culparán a mí si no consigo dar a luz a un niño vivo —digo con voz apenas audible.
—Lo sé —dijo Yusuf—. Pero lo cierto es que ya habéis tenido un hijo, aunque lo hayáis perdido, y no hay motivos para pensar que no podáis tener otro. No hay motivos para pensar que no podáis volver a concebir.
—Debo conseguir que el próximo embarazo llegue a término.
—Si me dejarais examinaros, podría saber más cosas.
La reina negó con la cabeza.
—No puede ser.
El hombre le lanzó una mirada divertida:
—¡Pobres salvajes!
Katherine contuvo una exclamación entre sorprendida y alegre.
—¡Estáis perdiendo la compostura!
—Echadme entonces.
Katherine se lo pensó mejor.
—Podéis quedaros —le dijo—, pero obviamente no podéis examinarme.
—Pues entonces reflexionemos sobre lo que os puede ayudar a concebir y a dar a luz a vuestro hijo —dijo—. Vuestro cuerpo debe ser fuerte. ¿Montáis a caballo?
—Sí.
—Montad a horcajadas antes de concebir, pero luego es conveniente que utilicéis una litera. Salid a pasear cada día y nadad un poco, si es posible. Concebiréis a vuestro hijo aproximadamente dos semanas después de que termine vuestro período. Procurad descansar y yacer con vuestro esposo durante esos días. Comed con moderación y procurad beber la mínima cantidad posible de esa detestable cerveza inglesa.
Katherine sonrió al ver reflejados en Yusuf sus propios prejuicios.
—¿Conocéis España? —le preguntó.
—Nací allí. Cuando vuestra madre trajo a la Inquisición, mis padres huyeron de Málaga para evitar que los torturaran hasta morir.
—Lo siento —dijo Katherine, un tanto incómoda.
—Volveremos, está escrito —dijo Yusuf con despreocupación y seguridad.
—Debo aconsejaros que no lo hagáis.
—Volveremos. Yo mismo he visto la profecía.
De nuevo, guardaron silencio.
—¿Queréis que os dé mi opinión? ¿O preferís que me marche ahora mismo? —preguntó el hombre, como si en el fondo le diera igual una cosa u otra.
—Dadme vuestra opinión —respondió Katherine—. Después os pagaré y os marcharéis. Hemos nacido para ser enemigos, así que ni siquiera debería haberos llamado.
—Los dos somos españoles, los dos amamos a nuestro país y los dos servimos a nuestro Dios. Tal vez hayamos nacido para ser amigos.
Katherine estuvo a punto de tenderle la mano, pero se contuvo.
—Tal vez —dijo con aspereza, volviendo la cabeza a un lado—, pero a mí me han educado para odiar vuestra fe y a vuestro pueblo.
—A mí me han educado para no odiar a nadie —dijo Yusuf con dulzura—. Tal vez eso sea lo primero que debo enseñaros.
—Enseñadme qué debo hacer para tener un hijo —insistió Katherine.
—Muy bien. Bebed siempre agua previamente hervida y comed todas las frutas y verduras que podáis. ¿Se cultivan verduras aquí?
Durante un segundo, regreso al jardín de Ludlow, donde Arthur me observa con una mirada radiante.
—¿Lactuca?
—Sí, lechuga.
—Pero… ¿qué es exactamente lechuga?
Yusuf vio iluminarse el rostro de la reina.
—¿En qué pensáis?
—En mi primer marido. Me dijo que podía hacer venir a un jardinero para que cultivara verduras, pero jamás llegué a hacerlo.
—Yo tengo semillas —dijo el moro, para sorpresa de Katherine—. Si queréis, os puedo dar unas cuantas para que plantéis las verduras que necesitaréis.
—¿Tenéis semillas?
—Sí.
—¿Y me daríais… me las venderíais?
—Sí, os las daría.
Durante unos segundos, la reina apreció en silencio la generosidad de Yusuf.
—Sois muy amable —le dijo.
El hombre sonrió.
—Los dos somos españoles y los dos estamos muy lejos de nuestro hogar. ¿Acaso no es eso más importante que el hecho de que yo sea negro y vos blanca, o de que yo adore a mi Dios mirando hacia La Meca y vos adoréis al vuestro mirando hacia el oeste?
—Yo soy hija de la única religión verdadera y vos sois un infiel —dijo la reina, pero con menos convicción de la que había demostrado hasta ese momento.
—Los dos somos personas de fe —dijo él muy despacio—. Nuestros enemigos deberían ser quienes no tienen fe ni en Dios, ni en los demás ni en sí mismos. Las personas a las que deberíamos enfrentarnos en nuestra cruzada son las que traen la crueldad al mundo sin otro motivo que lograr el poder. Hay muchas maldades y pecados contra los que luchar, así que no tiene sentido enfrentarse a quienes creen en un Dios misericordioso y tratan de llevar una vida decente.
Katherine no supo qué responder. Se debatía entre lo que su madre le había enseñado, por un lado, y la sencilla bondad que irradiaba aquel hombre, por el otro.
—No lo sé —dijo al fin. Y, al pronunciar esas palabras, se sintió liberada—. No lo sé. Tendré que plantearle a Dios esa cuestión y rezar para que me guíe. No voy a fingir que sé la respuesta.
—Bien, pues ésa es la forma de alcanzar la sabiduría —dijo Yusuf en tono afectuoso—. Por lo menos, es lo que yo creo. Admitir que uno no sabe es preguntar con humildad, en lugar de afirmar con arrogancia. Y ésa es la forma de alcanzar la sabiduría. Y ahora, lo más importante: me voy a casa y redactaré para vos una lista de las cosas que no debéis comer. También os mandaré una medicina para fortalecer vuestros humores. No permitáis que os apliquen ventosas, ni que os hagan sangrías y, sobre todo, no dejéis que os convenzan para tomar purgas ni brebajes. Sois una mujer joven y tenéis un esposo joven. Tendréis un hijo.
Sus palabras fueron como una bendición.
—¿Estáis seguro? —le pregunto.
—Estoy seguro —respondió él—. Y muy pronto.