Verano de 1513
La muerte de Edward Howard impulsó a Katherine a esforzarse aún más en los preparativos del ejército inglés que debía partir hacia Calais. Tal vez Henry se dirigiera a una guerra que en el fondo era puro teatro, pero las balas y los cañones serían de verdad, igual que las espadas y las flechas, y Katherine quería que fueran de calidad y que el blanco fuera real. Ella se había pasado toda la vida en contacto con el escenario de la guerra, pero a raíz de la muerte de Edward Howard, Henry se daba cuenta por primera vez de que la guerra no era como en los cuentos, ni como en las justas. Acababa de descubrir que un joven bien parecido y valiente como Edward podía marcharse rodeado de gloria y regresar hecho pedazos en una carreta. Sin embargo, al rey no le flaqueó el ánimo al darse cuenta de esa realidad, ni al ver al joven Thomas Howard ocupar el lugar de su hermano, ni al ver al padre de Edward convocar a sus arrendatarios y exigirles el pago inmediato de sus deudas para poder así reclutar más tropas que vengaran la muerte de su hijo.
En mayo partió hacia Calais la primera parte del ejército y Henry se dispuso a imitarlos en junio, con el segundo envío de tropas. Sin embargo, se lo veía más triste y apagado que nunca.
Katherine y Henry recorrieron Inglaterra a caballo, desde Greenwich hasta Dover, para el embarque del rey. La gente se desvivía en todas las ciudades por agasajarlos y por reclutar tropas. Los monarcas montaban sendos caballos blancos, magníficos e idénticos: la reina cabalgaba a horcajadas, ataviada con un largo vestido azul que caía hasta sus pies, mientras que el rey —que viajaba junto a ella—, tenía un aspecto soberbio con su pelo dorado y su sonrisa radiante. Era mucho más alto que cualquier otro hombre en las filas y más fuerte que la mayoría.
Por las mañanas, cuando partían de alguna ciudad, ambos lucían armaduras a conjunto en tonos dorados y plateados. Katherine sólo llevaba peto y yelmo, ambos fabricados con metal delicadamente forjado en el que podían verse grabados en oro. Henry, por su parte, llevaba armadura completa todos los días, por mucho calor que hiciera. Cabalgaba con la visera levantada, que dejaba entrever una mirada risueña en sus ojos azules, y un aro de oro alrededor del yelmo. Los abanderados, que llevaban a un lado el emblema de Katherine y al otro el de Henry, cabalgaban junto a ellos: cuando la gente veía la granada de la reina y la rosa del rey gritaban «¡Dios bendiga al rey!» y «¡Dios bendiga a la reina!». Cada vez que abandonaban una ciudad, seguidos por las tropas y precedidos por los arqueros, los habitantes de la localidad se apiñaban durante más de un kilómetro a los lados del camino para verlos pasar y lanzaban pétalos y capullos de rosa al suelo, ante los caballos. Todos los soldados desfilaban con una rosa en la solapa, o en el sombrero, y sin dejar de cantar. En ocasiones entonaban maliciosas canciones de la vieja Inglaterra, pero también cantaban baladas compuestas por el mismísimo Henry.
Tardaron casi dos semanas en llegar a Dover, pero no fue un tiempo desperdiciado, pues consiguieron reunir provisiones y reclutar tropas en la mayoría de los pueblos: todos los hombres del país querían unirse al ejército para defender a Inglaterra de Francia; todas las muchachas deseaban decir que su mozo se había ido a la guerra. El país entero se unía para pedir venganza contra Francia. Y el país entero confiaba en que fuera su joven rey, al mando de un ejército igualmente joven, quien llevara a cabo esa venganza.
Soy feliz, más feliz de lo que he sido desde que murió nuestro hijo. Soy más feliz de lo que creía posible. Durante nuestro viaje hacia la costa, Henry acude a mi lecho todas las noches, tras las celebraciones y los bailes. El rey es mío, de hecho y de palabra. Parte hacia una campaña bélica organizada por mí, lo cual me permite alejarlo con seguridad de la guerra real que yo tendré que librar. Jamás piensa ni dice nada sin compartirlo conmigo. Rezo para que una de estas noches, mientras cabalgamos juntos hacia el sur inmersos en la tensión creciente que supone una guerra, concibamos otro hijo, otro niño, otra rosa para Inglaterra como lo fue Arthur.
Gracias a Katherine y a Thomas Wolsey, los planes para el embarque se llevaron a cabo con absoluta precisión. El nuevo ejército inglés no sufrió el habitual retraso provocado por las órdenes de última hora ni hubo que encargar apresuradamente material esencial que alguien hubiera olvidado. Los barcos de Henry —cuatrocientos en total—, alegremente pintados, decorados con gallardetes y con las velas ya aparejadas, aguardaban para transportar las tropas a Francia, mientras que el barco en el que viajaría el rey cabeceaba suavemente en el puerto. La embarcación, en cuya popa ondeaba el dragón rojo de Gales, resplandecía al sol gracias a las láminas de pan de oro que adornaban el casco. Los miembros de la guardia real, perfectamente entrenados y ataviados con libreas confeccionadas en verde y blanco —los colores de los Tudor— salpicadas de lentejuelas, formaban en el muelle: sus armaduras con incrustaciones de oro se hallaban ya a bordo, mientras que sus caballos, perfectamente adiestrados, estaban ya en sus compartimentos. Los preparativos se habían llevado a cabo con el mismo esmero que si se tratara de la más elaborada mascarada de la corte y Katherine sabía que muchos de aquellos jóvenes ansiaban ir a la guerra como si se tratara de una diversión más de la corte.
Todo estaba dispuesto para que Henry embarcara y zarpara hacia Francia cuando, en una ceremonia sencilla que tuvo lugar junto a la playa de Dover, el joven rey tomó el sello real y en presencia de todo el mundo invistió a Katherine reina regente, gobernadora del reino y capitán general de las fuerzas inglesas para defender el territorio.
Me esfuerzo por mantener una expresión grave y solemne cuando Henry me nombra regente de Inglaterra. Le beso la mano y después lo beso en los labios para desearle que Dios esté de su lado. Pero mientras las barcazas remolcan su barco más allá de la barra del puerto, donde despliega las velas para que el viento lo lleve hasta Francia, soy tan feliz que siento deseos de cantar. No lloro por el marido que se marcha, pues me ha dejado todo lo que yo deseaba. Soy más que princesa de Gales, soy más que reina de Inglaterra: soy gobernadora del reino, capitán general del ejército. Éste es mi país y yo soy ahora la única que lo dirige.
Y lo primero que haré —de hecho, tal vez sea lo único que haga con este nuevo poder que se me ha conferido, lo único que debo hacer con esta oportunidad divina— es derrotar a los escoceses.
En cuanto Katherine regresó al palacio de Richmond, le ordenó a Thomas Howard —el hermano pequeño de Edward Howard— que cogiera las armas de los arsenales de la Torre de Londres y zarpara con toda la flota inglesa hacia el norte, a Newcastle, para defender las fronteras de las tropas escocesas. Thomas no era tan buen almirante como su hermano, pero era un joven responsable y Katherine sabía que podía confiar en él para que cumpliera con la misión de llevar al norte armas de vital importancia.
Katherine recibía noticias de Francia todos los días, gracias a una serie de mensajeros que ella misma había apostado en el camino. Wolsey tenía órdenes estrictas de informar a la reina sobre el desarrollo de la guerra. La joven reina sabía que Wolsey le ofrecería un análisis detallado, mientras que de Henry sólo podía esperar un relato optimista. No todas las noticias eran buenas: por un lado, los ingleses ya habían llegado a Francia, a Calais, donde todo era entusiasmo, festejos y celebraciones. El ejército había desfilado, se había pasado revista a las tropas y el rey había recibido muchos elogios por su espléndida armadura y por la elegancia de sus soldados. Por otro lado, sin embargo, el emperador Maximiliano no había conseguido reclutar su propio ejército para apoyar a los ingleses. Había alegado pobreza, pero también había jurado su lealtad a la causa y había puesto a disposición del joven rey tanto su espada como sus servicios.
Para Henry, que aún no había oído ni un solo disparo, fue todo un lujo que el emperador del Sacro Imperio Romano —abrumado por el prestigio del joven rey— se pusiera a su servicio.
Katherine frunció el ceño al leer esa parte del relato de Wolsey y dedujo que Henry enrolaría al emperador a cambio de una cifra desmesurada, lo cual significaba tener que pagarle, como si se tratara de un ejército de mercenarios, a un aliado que había prometido unirse a los ingleses y correr con sus propios gastos. Reconoció de inmediato el doble juego que había caracterizado la campaña desde el principio, pero al menos eso significaba que Maximiliano estaría al lado de Henry en su primera batalla. Katherine sabía que podía confiar la seguridad de su impulsivo esposo al veterano emperador.
Siguiendo los consejos de Maximiliano, el ejército inglés sitió Thérouanne, una ciudad que el emperador del Sacro Imperio deseaba tomar desde hacía mucho, pero que carecía de valor estratégico para los ingleses. Henry, a quien mantenían a una distancia prudencial de las armas de corto alcance apostadas en las murallas de la ciudad, se dedicaba a recorrer de noche su campamento y a dar ánimos a los soldados que montaban guardia. Hasta se le permitió disparar un cañón por primera vez en su vida.
Los escoceses, que habían estado esperando hasta que el rey y el ejército se marcharan a Francia y, por tanto, Inglaterra se quedara indefensa, declararon la guerra y empezaron a avanzar hacia el sur. Wolsey escribió a Katherine y le preguntó con inquietud si quería que regresara una parte del ejército para hacer frente a la nueva amenaza. Katherine, sin embargo, le respondió que se veía capacitada para defender el país de una escaramuza fronteriza y empezó a reclutar tropas en todos los pueblos y ciudades de Inglaterra, utilizando para ello las listas que previamente había elaborado.
La reina mandó reunir a la milicia londinense y, antes de que las tropas partieran hacia el norte, les pasó revista, montada sobre su caballo blanco y vestida con su armadura.
Me miro en el espejo mientras mis damas me abrochan el peto de la armadura y mi doncella de honor sostiene el yelmo. Veo una expresión de tristeza en sus rostros. La estúpida doncella sujeta el yelmo como si pesara demasiado para ella, como si todo esto no debiera estar sucediendo, como si yo no hubiera nacido para este momento. Éste momento es mi destino.
Cojo aire en silencio. Vestida con la armadura, me parezco tanto a mi madre que la imagen del espejo podría ser ella: una mujer inmóvil y con gesto orgulloso, con el pelo apartado de la cara y una mirada tan resplandeciente como el metal bruñido y dorado del peto, una mujer que se crece ante la perspectiva de la batalla y cuya confianza en la victoria le ilumina el rostro.
—¿No tenéis miedo? —me pregunta María de Salinas en voz baja.
—No —le respondo, con sinceridad—. Llevo toda la vida esperando este momento. Soy reina y soy la hija de una reina que tuvo que luchar por su país. He llegado a esta mi patria justo cuando más se me necesita. Éste no es momento para una reina que quiera sentarse en su trono y limitarse a otorgar premios en las justas. Éste es momento para una reina que tenga el corazón y el estómago de un hombre. Y yo soy esa reina. Tengo intenciones de partir con mi ejército.
Se produce cierto revuelo.
—¿Partir? Pero no hacia el norte, ¿verdad? Desfilaréis con ellos, pero no os marcharéis con ellos, ¿no? ¿Estáis segura de que no es peligroso?
Cojo mi yelmo.
—Iré con ellos al norte para enfrentarme a los escoceses. Y si los escoceses cruzan la frontera, lucharé contra ellos. Y una vez que me halle en el campo de batalla, allí me quedaré hasta que los derrote.
—¿Y nosotras?
Sonrío a mis damas.
—Tres de vosotras me acompañaréis. Las demás os quedaréis aquí —digo con firmeza—. Las que os quedéis, seguiréis preparando estandartes y vendas que deberéis enviarme. Espero que mantengáis el orden —afirmo—. Las que vengan conmigo se comportarán como soldados en el campo de batalla. Y no quiero quejas.
Mis palabras causan consternación, pero hago caso omiso y me dirijo a la puerta.
—María y Margaret, vosotras vendréis conmigo ahora —les digo.
Las tropas forman delante del palacio. Montada a caballo, recorro lentamente las filas y contemplo todos y cada uno de los rostros, como vi hacer a mis padres. Mi padre me dijo una vez que todo soldado debe sentirse valorado, debe saber que se le distingue como individuo en la formación y debe creer que es una parte esencial en el conjunto del ejército. Quiero que sepan que los he visto a todos, que me he fijado en cada hombre, que los conozco. Y quiero que ellos también me conozcan a mí. Una vez que he pasado frente a cada uno de esos quinientos hombres, me dirijo de nuevo al frente de la formación y me quito el yelmo, para que todos ellos vean mi rostro. Ahora ya no soy una princesa española con el pelo oculto y el rostro tapado por un velo. Ahora soy una reina inglesa, con la cabeza y la cara descubiertas. Levanto la voz para que todos me oigan:
—Hombres de Inglaterra —les digo—. Vosotros y yo lucharemos juntos contra los escoceses. Nadie vacilará, a nadie le flaqueará el ánimo. No nos batiremos en retirada hasta que lo hagan ellos, ni descansaremos hasta verlos muertos. Juntos los derrotaremos, pues ésa es la voluntad divina. No es ésta una pelea que nosotros hayamos buscado, es una invasión del perverso James IV de Escocia, que ha incumplido el tratado y ha insultado a su esposa inglesa. Es una invasión infame que hasta el mismísimo papa condena, una invasión que contradice el mandato de Dios. James lleva años planeándola y ha esperado, como un cobarde, hasta creernos indefensos. Pero se equivoca, porque ahora somos poderosos. Derrotaremos a ese rey hereje. Podéis estar seguros de que ganaremos, porque sé que ésa es la voluntad de Dios y que él está de nuestra parte. Podéis estar seguros de que Dios siempre tiende la mano a quienes luchan por su hogar.
El clamor que sigue me demuestra que están de acuerdo. Me vuelvo a un lado y otro sin dejar de sonreír, para que todos vean que me alegra comprobar su valentía y también para que todos vean que no tengo miedo.
—Bien. De frente, ¡marchen! —me limito a decirle al general, que se halla a mi lado. Las tropas giran y abandonan la plaza de armas.
Mientras la primera línea de defensa de Katherine avanzaba hacia el norte, a las órdenes del conde de Surrey, e iba reclutando más hombres, los mensajeros cabalgaban frenéticamente hacia el sur, hacia Londres, para llevarle a la reina las noticias que esperaba: que el ejército de James había cruzado la frontera escocesa y avanzaba entre las escarpadas colinas de los territorios fronterizos, reclutando soldados y robando comida.
—¿Un ataque fronterizo? —preguntó Katherine, aunque ya sabía que no se trataba de eso.
El hombre negó con la cabeza.
—Mi señor me ha ordenado que os diga que el rey francés le ha prometido reconocimiento al rey escocés si consigue derrotarnos.
—¿Reconocimiento? ¿En calidad de qué?
—De rey de Inglaterra.
El mensajero esperaba que la reina gritara, de indignación o de temor, pero Katherine se limitó a asentir, como si aquél fuera un detalle que también había que tener en cuenta.
—¿Cuántos hombres? —le preguntó.
El hombre negó de nuevo con la cabeza.
—No estoy seguro.
—¿Cuántos crees? —El mensajero observó a la reina, vio en sus ojos una mirada de profunda inquietud y vaciló—. ¡Dime la verdad!
—Diría que sesenta mil, vuestra gracia, tal vez más.
—¿Cuántos más?
El hombre hizo otra pausa, mientras Katherine se levantaba de su sillón y se acercaba a la ventana.
—Por favor, dime lo que piensas —le ordenó—. No me eres de gran ayuda si gracias a ti, que pretendes evitarme un disgusto, salgo con mi ejército y me encuentro con un enemigo mucho más numeroso de lo esperado.
—Cien mil, diría —respondió el enviado, en voz baja. Esperaba que la reina reprimiera una exclamación de horror, pero al mirarla vio que sonreía.
—Bueno, no me asusta.
—¿No os asustan cien mil escoceses? —preguntó el hombre.
—He visto cosas peores —respondió ella.
Ahora sé que estoy preparada. Miles de escoceses están cruzando la frontera y desplegando todas sus fuerzas. Han tomado los castillos del norte con una facilidad asombrosa, pues la flor y nata de los mandos se hallan en el extranjero y se han llevado a nuestros mejores soldados. El rey francés cree que puede derrotarnos gracias a los escoceses, en nuestro propio territorio, mientras una parodia de ejército inglés se pasea por el norte de Francia y protagoniza sublimes gestas. Ha llegado mi momento. Todo depende de mí y de los soldados que han permanecido en Inglaterra. Doy órdenes de que me traigan del gran ropero los estandartes y blasones reales. Cuando ondean al frente del ejército, los estandartes reales indican que el rey de Inglaterra se halla en el campo de batalla. Ahí es donde estaré yo.
—No pretenderéis viajar bajo el estandarte real, ¿verdad? —me pregunta una de mis damas.
—¿Y quién va a hacerlo?
—Debería ser el rey.
—El rey está luchando contra los franceses. Yo lucharé contra los escoceses.
—Vuestra gracia, una reina no puede viajar bajo el estandarte real.
Le sonrío, pero no para fingir que sé lo que hago. Estoy completamente convencida de que éste es el momento que he esperado durante toda mi vida. Le prometí a Arthur que sería una reina con armadura… y eso es lo que soy ahora.
—Una reina puede viajar bajo el estandarte real si está convencida de su victoria.
Reúno las tropas que quedan. Éstos van a ser mis efectivos. Mi intención es que desfilen en formación de combate, pero aún tengo que escuchar más comentarios.
—Vuestra gracia, ¿no pretenderéis cabalgar al frente de las tropas?
—¿Y dónde debo hacerlo, entonces?
—Vuestra gracia, tal vez ni siquiera deberíais ir.
—Soy el comandante en jefe —me limito a decir—. No debéis verme como una reina que se queda en casa, interviene furtivamente en la política e intimida a sus hijos. Yo soy una reina que gobierna, igual que mi madre. Si mi país está en peligro, yo estoy en peligro. Y si mi país vence, como muy pronto va a suceder, la victoria también es mía.
—Pero ¿y si…? —empieza a decir mi dama, aunque se interrumpe al ver mi severa mirada.
—No soy ninguna estúpida, ya he pensado en la derrota —le digo—. Un buen general siempre habla de la victoria, pero no por eso deja de tener un plan para la derrota. Sé exactamente dónde nos replegaremos, sé exactamente dónde nos reagruparemos y también sé exactamente dónde nos uniremos de nuevo a la lucha. Y si ahí fracasamos, sé dónde volveremos a reagruparnos. No me he pasado media vida esperando llegar al trono para que ahora se lo queden el rey de Escocia y la tonta de su esposa.
Los hombres de Katherine, cuarenta mil en total, avanzaban penosamente bajo el sol de finales de verano. Iban tras la guardia real, cargados con sus armas y sacos de comida. Katherine, al frente, montaba su caballo blanco y se aseguraba de que todo el mundo supiera de su presencia. Sobre su cabeza ondeaba el estandarte real, para que los soldados la vieran en ese momento, mientras avanzaban, y pudieran reconocerla más tarde, durante el combate. Recorría la columna entera dos veces al día y siempre tenía una palabra de aliento para todo el que resollaba en la retaguardia, atragantándose con el polvo que levantaban los carros de la vanguardia. La reina llevaba una vida monástica: se levantaba al amanecer para oír misa, comulgaba a mediodía y se acostaba al atardecer. A medianoche se despertaba para rezar por la seguridad del reino, la del rey y la suya propia.
Los mensajeros recorrían constantemente la distancia que separaba al ejército de Katherine de las fuerzas al mando de Thomas Howard, conde de Surrey. El plan de ambos era que Howard entablara combate con los escoceses a la primera oportunidad e hiciera lo imposible para frenar su rápido y destructivo avance hacia el sur. Si el conde de Surrey caía derrotado, los escoceses seguirían avanzando y Katherine les cerraría el paso con sus tropas, que defenderían heroicamente los condados del sur de Inglaterra. Si los escoceses conseguían abrirse camino, Katherine y Surrey tenían un plan de emergencia para defender Londres, que consistía en reagruparse, reclutar un ejército civil, levantar terraplenes alrededor de la ciudad y, si todo lo demás fallaba, retirarse a la Torre de Londres, donde podrían mantener su posición el tiempo suficiente hasta que Henry regresara de Francia con refuerzos.
Surrey está inquieto porque le he ordenado dirigir el primer ataque contra los escoceses. Dice que preferiría esperar a que mis tropas se unieran a las suyas, pero le insisto en que el ataque debe llevarse a cabo tal como yo lo he planeado. Sería más seguro unir nuestros dos ejércitos, pero la campaña que estoy librando es defensiva. Tengo que mantener un ejército en reserva, para evitar que los escoceses avancen hacia el sur si ganan la primera batalla. Lo que estamos librando aquí no es una simple batalla: es una guerra que acabará durante una generación con la amenaza que representan los escoceses… y tal vez para siempre.
Yo también siento la tentación de decirle a Thomas Howard que me espere, pues deseo participar en la batalla. No tengo ningún miedo. Lo único que siento es una alegría desbordante, como si fuera un halcón que ha permanecido demasiado tiempo encerrado y que de repente se sabe libre. Pero no quiero desperdiciar a mis valiosos hombres en una batalla que dejará el camino hacia Londres expedito en el caso de que perdamos. El conde de Surrey cree que si unimos nuestras fuerzas la victoria está asegurada, pero yo sé que en una guerra no hay nada seguro, que todo puede salir mal en cualquier momento. Un buen general siempre está preparado para lo peor y no tengo intenciones de arriesgarme a que los escoceses nos derroten en una única batalla, porque entonces avanzarían por la Great North Road hasta mi capital y James sería coronado rey con el beneplácito de los franceses. Me ha costado mucho esfuerzo ganar este trono, así que no pienso perderlo en un temerario combate. He elaborado un plan de batalla para Surrey y otro para mí, y también tengo preparada la posición hacia la cual nos batiremos en retirada. Y, después de ésa, tengo pensadas varias posiciones más. Tal vez ganen una batalla, o más de una, pero jamás me arrebatarán el trono.
Estamos a unos cien kilómetros de Londres, en Buckingham. Es un buen ritmo para un ejército: de hecho, dicen que es una velocidad asombrosa para los soldados ingleses, famosos por remolonear en el camino. Estoy cansada, pero no exhausta. La emoción y, si he de ser sincera, el miedo hacen que me comporte como un perro de caza sujeto aún con la traílla, un perro inquieto que sólo quiere echar a correr y empezar la cacería.
Y ahora, debo confesar un secreto. Todas las tardes, cuando descabalgo y me bajo de la silla, lo primero que hago es ir al excusado, o a una tienda o a cualquier sitio donde pueda estar sola, me levanto las faldas y echo un vistazo a mi ropa interior. Estoy esperando el período, pero es ya el segundo mes que falla. Mi deseo, mi mayor deseo, es que Henry me haya dejado encinta antes de zarpar hacia Francia.
No se lo he dicho a nadie, ni siquiera a mis damas, pues me imagino lo mucho que protestarían si supieran que monto a caballo todos los días y que me preparo para librar una batalla estando encinta… o con la sospecha de estarlo. No me atrevo a decírselo; de hecho, no me atrevo a hacer nada que pueda inclinar la balanza en nuestra contra mientras dure esta campaña. Desde luego, no hay nada más importante que darle un heredero a Inglaterra… excepto una cosa: mantener Inglaterra a salvo para que ese hijo pueda heredarla. No me queda más remedio que asumir estos riesgos, debo asumirlos.
Los hombres saben que cabalgo al frente de las tropas y les he prometido la victoria. Avanzan bien y lucharán bien porque han depositado su fe en mí. Los hombres de Surrey, que se hallan más cerca del enemigo que nosotros, saben que detrás de ellos se encuentra mi ejército, lo cual les da confianza. Saben que la reina en persona está al frente de los refuerzos. Es algo que ha dado mucho que hablar en el país, pero los soldados están contentos de tener una reina capaz de participar con ellos en la batalla. Si ahora diera media vuelta y regresara a Londres para cumplir con mi deber como mujer, ellos también darían media vuelta. Es así de sencillo. Creerían que he perdido la confianza, que he dejado de tener fe en ellos o que presiento una derrota. Ya corren bastantes rumores sobre un incontenible ejército formado por cien mil escoceses furiosos, así que no hay necesidad de que yo aumente más el miedo de mis hombres.
Además, si no puedo salvar el reino para mi hijo, ¿qué sentido tiene ese hijo? Debo derrotar a los escoceses, debo comportarme como el más valiente de los generales. Y cuando haya cumplido con mi deber, podré ser de nuevo una mujer.
Por la noche recibo noticias de Surrey, según las cuales los escoceses han acampado en un cerro de pronunciada pendiente y se encuentran en formación de combate en un lugar llamado Flodden. Me envía un mapa del sitio, que muestra a los escoceses acampados en un terreno elevado desde donde dominan la vista hacia el sur. Un único vistazo al mapa me sirve para saber que los ingleses no deben atacar cuesta arriba a un ejército escocés armado hasta los dientes. Los arqueros dispararán cuesta abajo y después los soldados cargarán contra nuestros hombres. Ningún ejército sobreviviría a un ataque en esas condiciones.
—Dile a tu señor que envíe espías y que éstos busquen la manera de llegar hasta los escoceses por detrás, de forma que podamos atacarlos desde el norte —le digo al mensajero, sin dejar de mirar el mapa—. Dile que mi consejo es que realice un amago de ataque: que deje suficientes hombres ante los escoceses para mantenerlos inmovilizados mientras avanza con el resto, como si se dirigiera al norte. Si hay suerte, los escoceses saldrán en su persecución y así los tendrá en campo abierto. Si no hay suerte, tendrá que llegar hasta ellos desde el norte. ¿Es firme el terreno? Veo que en el mapa ha dibujado un arroyo.
—Es cenagoso —confirma el hombre—. Tal vez no consigamos cruzarlo.
Me muerdo el labio.
—Es la única solución que veo —admito—. Dile que se trata de un consejo, no de una orden. Él es el oficial al mando en el campo de batalla, debe tomar sus propias decisiones… Pero dile también que de una cosa estoy segura: hay que alejar a los escoceses de ese cerro. Dile que estoy convencida de que no puede atacar cuesta arriba. O bien los rodea y los sorprende por la retaguardia, o bien los obliga a abandonar ese cerro.
El hombre saluda con una inclinación de cabeza y se marcha. Le pido a Dios que consiga llevarle mi mensaje a Surrey, porque si Howard cree que puede luchar cuesta arriba contra un ejército de escoceses, está acabado. Una de mis damas se acerca a mí instantes después de que el mensajero haya salido de mi tienda. Está temblando, de cansancio y de miedo.
—¿Qué hacemos ahora?
—Avanzar hacia el norte —le respondo.
—¡Pero la batalla puede iniciarse en cualquier momento!
—Sí. Y si ganan, podremos volver a casa. Pero si pierden, tendremos que interponernos entre los escoceses y Londres.
—¿Para qué? —susurra la mujer.
—Para derrotarlos —me limito a responder.