Granada, 1491
Se oyó un alarido y, a continuación, el rugido del fuego al prender los tapices de seda, seguido de una algarabía de gritos de pánico que se propagaban de tienda en tienda a la misma velocidad que las llamas, que saltaban de un estandarte de seda a otro, trepaban por los vientos y se abrían paso a través de las puertas de muselina. Los caballos relinchaban, aterrorizados, y los hombres gritaban para tranquilizarlos, pero el miedo que se percibía en sus propias voces sólo empeoraba las cosas, hasta que la llanura entera quedó iluminada por un millar de incendios pavorosos y la noche se llenó de humo, de gritos y de alaridos.
La niña, asustada, quiso levantarse de su cama y llamó en español a su madre.
—¿Son los moros? —gritó—. ¿Son los moros, que vienen a buscarnos?
—Oh, Dios mío, sálvanos, han incendiado el campamento —exclamó su niñera—. Virgen Santa, me violarán y a ti te acuchillarán con sus alfanjes.
—¡Madre! —gritó la niña, levantándose de la cama a toda prisa—. ¿Dónde está mi madre?
Se precipitó al exterior. Mientras corría, el camisón revoloteaba entre sus piernas y, tras ella, el fuego devoraba los tapices de su tienda, convertida ya en un infierno de pánico. Las miles y miles de tiendas del campamento eran pasto de las llamas: las chispas saltaban hacia el cielo nocturno como violentos surtidores y revoloteaban como un enjambre de luciérnagas que propagaban aún más el desastre.
—¡Madre! —gritó la niña, en busca de ayuda.
De entre las llamas surgieron dos enormes caballos oscuros, como si fueran animales mitológicos que avanzaban unidos. Su pelaje negro contrastaba con el resplandor del fuego. Desde lo alto, mucho más alto de lo que pudiera imaginarse, la madre de la niña se inclinó para hablarle a su hija, que estaba temblando. La cabeza de la niña no superaba la paletilla del caballo.
—Quédate con tu niñera y pórtate bien —ordenó la mujer, con una voz en la que no había rastro de miedo—. Tu padre y yo tenemos que montar nuestros caballos y dejarnos ver.
—¡Dejadme ir con vos! ¡Madre! Me quemaré. ¡Permitid que os acompañe! Los moros me cogerán —exclamó la niña, levantando los brazos hacia su madre.
Cuando su madre se inclinó para dar una orden, el resplandor del fuego se reflejó mágicamente en su peto y en el repujado de sus grebas, y le otorgó el aspecto de una mujer hecha de plata y destellos.
—Los hombres desertarán si no me ven —dijo con severidad—. Y no querrás que eso pase…
—¡No me importa! —lloriqueó la niña, aterrorizada—. ¡Lo único que me importa sois vos! ¡Subidme!
—Primero es el ejército —concluyó la mujer que montaba el caballo negro—. Tengo que salir —dijo, mientras obligaba al caballo a alejar la cabeza de la aterrorizada niña—. Volveré a buscarte. Espérame allí, ahora tengo que cumplir con mi deber.
Desesperada, la niña siguió con la mirada a sus padres mientras éstos se alejaban galopando.
—¡Madre[1]! —gimoteó—. ¡Madre, por favor! —La mujer, sin embargo, no se volvió.
—¡Nos quemarán vivas! —gritó a sus espaldas Madilla, la sirvienta—. ¡Corred! ¡Corred y escondeos!
—Cállate. —Enojada, la niña se volvió hacia ella—. Si yo, la mismísima princesa de Gales, puedo quedarme en un campamento en llamas, entonces tú, que al fin y al cabo no eres más que una morisca, también podrás soportarlo.
Siguió con la mirada los dos caballos, que iban de un lado a otro entre las tiendas en llamas. Allí donde se detenían cesaban los gritos y el aterrorizado campamento recuperaba en parte la disciplina. Los hombres formaron cadenas para ir pasando cubos de agua desde la acequia y poco a poco el pánico dio paso a la calma. Desesperado, el general persiguió a aquellos que un momento antes intentaban huir: los golpeó con la parte plana de su espada para obligarlos a formar un improvisado batallón y colocarse en formación de defensa en la llanura, por si acaso los moros habían visto la columna de fuego desde sus siniestras almenas y decidían atacar el campamento en mitad del caos. Ésa noche, sin embargo, los moros no aparecieron: se quedaron tras los altos muros de su castillo, preguntándose qué maldades estarían urdiendo los perversos cristianos en la oscuridad. Tenían demasiado miedo para acercarse al infierno que habían provocado los infieles, pues sospechaban que tal vez fuera una trampa.
La pequeña de cinco años contempló la determinación de su madre, que venció al mismísimo fuego; su regia seguridad, que sofocó el pánico; su fe en la victoria, que se impuso a la realidad del desastre y de la derrota… Subida a uno de los cofres del tesoro, la niña se tapó los pies desnudos con el camisón y aguardó a que el campamento se reorganizara.
Cuando la madre regresó cabalgando junto a su hija, la encontró serena y tranquila.
—Catalina, ¿estás bien?
La reina Isabel de Castilla desmontó y se volvió hacia su queridísima hija menor, pero contuvo el deseo de arrodillarse y abrazarla. Con ternura no conseguiría convertirla en una guerrera de Cristo y no era buena idea fomentar la debilidad en una princesa. La determinación de la niña, sin embargo, era tan férrea como la de su madre.
—Ahora estoy bien.
—¿Has tenido miedo?
—En absoluto.
La mujer hizo un gesto de aprobación.
—Así me gusta —dijo—. Eso es lo que espero de una princesa de España.
—Y princesa de Gales —añadió su hija.
Ésta soy yo, esta niña de cinco años subida al cofre del tesoro, con un rostro blanco como el mármol y unos ojos azules muy abiertos por el miedo, una niña que se niega a temblar y que se muerde los labios para no llorar más. Ésta soy yo, concebida en un campamento por unos padres que son rivales y amantes a la vez, nacida entre batalla y batalla en un invierno de lluvias torrenciales, criada por una madre que viste armadura. Una niña cuya infancia ha transcurrido entre campañas bélicas. Mi destino es luchar para defender mi sitio en este mundo, luchar contra otros para defender mi fe, luchar contra otros para defender mi palabra: he nacido para luchar por mi nombre, por mi fe y por mi trono. Soy Catalina, princesa de España, hija de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los dos monarcas más grandes que ha visto jamás este mundo. Desde El Cairo hasta Bagdad y desde Constantinopla hasta la India e incluso más allá, los moros de todas las nacionalidades —turcos, indios, chinos— temen esos dos nombres. Los moros son nuestros rivales, nuestros admiradores y nuestros enemigos hasta la muerte. El papa bendice los nombres de mis padres, pues ellos luchan para defender nuestra fe del poder del Islam, son los mayores cruzados de la Cristiandad y los primeros reyes de España. Y yo soy su hija menor, Catalina, princesa de Gales y futura reina de Inglaterra.
Cuando tenía tres años me prometieron en matrimonio al príncipe Arthur, hijo de Henry VII de Inglaterra, y cuando tenga quince navegaré hasta su país en un hermoso barco de cuyo mástil más alto ondeará mi estandarte. Seré su esposa y luego su reina. Su país es rico y fértil: en él abundan las fuentes de las que fluye el agua, los árboles cargados de frutos maduros y las flores de dulce fragancia. También será mi país y yo lo cuidaré. Todo está decidido prácticamente desde que nací. Siempre he sabido que sería así. Por mucho que lamente tener que separarme de mi madre y de mi hogar, al fin y al cabo he nacido princesa: mi destino, pues, es ser reina y conozco bien cuál es mi deber.
Soy una niña de firmes convicciones. Sé que seré reina de Inglaterra porque ésa es la voluntad de Dios y el mandato de mi madre. Y, al igual que todos los que me rodean, creo que Dios y mi madre son por lo general del mismo parecer. Siempre se cumple su voluntad.
Por la mañana, el campamento situado frente a Granada era un siniestro caos de tapices humeantes, tiendas arrasadas, pilas de forraje que también humeaban… y todo destruido por culpa de una vela a la que nadie había prestado atención. No quedaba más opción que la retirada. El ejército español había avanzado con orgullo para sitiar el último gran reino de los moros en España, pero había quedado reducido a cenizas. No quedaba más remedio que volver atrás para reagruparse.
—No nos retiraremos —ordenó Isabel de Castilla.
Los generales, convocados a una improvisada reunión bajo un toldo chamuscado, espantaron las moscas que revoloteaban por el campamento y se daban un festín con los restos.
—Su majestad, ya no podemos hacer nada esta temporada —le dijo con amabilidad uno de los generales—. No es una cuestión de orgullo ni de voluntad: no tenemos tiendas ni cobijo, la mala suerte se ha cebado en nosotros. Tendremos que regresar para reaprovisionarnos y volver a sitiar el reino. Vuestro esposo —dijo el general, señalando al apuesto hombre que escuchaba con atención, un poco alejado del grupo— lo sabe. Todos lo sabemos. Sitiaremos de nuevo Granada y no nos derrotarán, pero un buen general sabe cuándo debe iniciar la retirada.
Todos asintieron. El sentido común les decía que no se podía hacer nada excepto abandonar por ese año el sitio de Granada. La batalla continuaría, como lo había hecho durante siete siglos. Todos los años, las nuevas generaciones de reyes cristianos aumentaban sus tierras a costa de los moros y el reino de al-Andalus retrocedía un poco más hacia el sur tras cada batalla, así que un año más no importaba. La niña apoyó la espalda en el palo húmedo de la tienda, que olía a brasas apagadas, y contempló la expresión serena de su madre. La reina Isabel no se inmutó.
—Sí es una cuestión de orgullo —corrigió al general—. Nos enfrentamos a un enemigo que sabe de orgullo mucho más que cualquier otro. Si ahora nos retiramos con las ropas chamuscadas, con las alfombras quemadas enrolladas bajo el brazo, sus carcajadas se oirán hasta en al-Yanna, su paraíso. No pienso tolerarlo. Pero el principal motivo no es ese: la voluntad de Dios es que luchemos contra los moros, la voluntad de Dios es que sigamos adelante. No es voluntad de Dios que retrocedamos, así que debemos seguir adelante.
El padre de la niña volvió la cabeza y sonrió con aire burlón, pero no discrepó. Cuando los generales lo miraron, hizo un gesto apenas perceptible con la mano.
—La reina tiene razón —dijo—. La reina siempre tiene razón.
—¡Pero no tenemos tiendas, ni campamento!
—¿Qué os parece? —preguntó, dirigiéndose a la reina.
—Montaremos otro —decidió ella.
—Su majestad, hemos arrasado kilómetros y kilómetros de campo. Me atrevería a decir que no podemos coser ni un kamiz para la princesa de Gales. No quedan telas, ni lona, ni acequias, ni cosechas en los campos. Hemos destrozado los canales y hemos arrancado las cosechas. Las hemos arrasado. Pero somos nosotros los que están acabados.
—Pues lo montaremos con piedras. ¿Todavía tenemos piedras?
El rey se aclaró la garganta para disimular una carcajada.
—Amor mío, estamos rodeados por una árida llanura de rocas —dijo—. Si algo tenemos, es piedra.
—Pues entonces no montaremos un campamento, sino que construiremos una ciudad de piedra.
—¡No podemos hacerlo!
La reina se volvió hacia su esposo.
—Pues lo haremos —dijo—. Es la voluntad de Dios. Y la mía.
El rey asintió.
—Lo haremos —dijo, dedicándole una sonrisa cómplice—. Mi deber es asegurarme de que se cumpla la voluntad de Dios; y mi mayor placer, que se respete la vuestra.
El ejército, derrotado por el fuego, recurrió a otros dos elementos, la tierra y el agua. Los soldados se afanaron como esclavos durante días de sol abrasador y noches de intenso frío, trabajaron como campesinos las tierras por las que se habían imaginado avanzando triunfalmente. Todo el mundo, desde los oficiales de caballería hasta los generales, pasando por los grandes nobles del país y los primos de reyes, trabajó a destajo bajo el sol abrasador y durmió de noche sobre un suelo duro y frío. Los moros, que contemplaban la escena desde las elevadas e impenetrables almenas de la fortaleza roja situada en una colina sobre Granada, admitieron que los cristianos tenían mucho valor. Nadie podía decir que les faltara decisión pero, al mismo tiempo, todo el mundo sabía que estaban sentenciados: no existía ejército capaz de tomar la fortaleza roja de Granada, que en dos siglos no había caído nunca. Estaba situada en lo alto de un cerro y dominaba una llanura que era una vega amplia. Era imposible lanzar un ataque sorpresa. El cerro de rocas rojas que surgía de la llanura daba paso, de forma casi imperceptible, a los muros de piedra roja del castillo, que se elevaban más y más. No existía escalera que pudiera llegar a lo más alto, ni tropa que pudiera escalar su fachada vertical.
Sólo podría caer con la ayuda de un traidor, pero… ¿acaso existía algún estúpido que quisiera abandonar el poder estable y sosegado de los moros, respaldado por todo el mundo conocido y apoyado en una fe innegable, para unirse a la locura colérica del ejército cristiano, cuyos reyes no poseían más que unas cuantas hectáreas de terreno montañoso en Europa y que, además, estaban completamente divididos? ¿Quién querría cambiar al-Yanna, el jardín, que era la imagen del mismísimo paraíso, y que se hallaba tras los muros del palacio más hermoso de España —el más hermoso de Europa— por la burda anarquía que imperaba en los castillos y fortalezas de Castilla y Aragón?
Los moros no tardarían en recibir refuerzos de África, pues tenían hermanos y aliados en todo el continente, desde Marruecos hasta Senegal. Recibirían ayuda desde Bagdad o Constantinopla. Tal vez Granada fuera pequeña en comparación con las conquistas de Fernando e Isabel, pero tras Granada se hallaba el mayor imperio del mundo: el Imperio del Profeta, alabado sea su nombre.
Sin embargo, día a día y semana a semana, luchando contra el calor de las mañanas de primavera y el frío de las noches, los cristianos consiguieron lo imposible. Primero fue una capilla de forma circular, como si fuera una mezquita, pues era la que podían construir más de prisa los albañiles del lugar; después, una casa pequeña de tejado plano, construida en el interior de un patio árabe, para el rey Fernando, la reina Isabel y la familia real: su queridísimo hijo y heredero, el infante; las tres niñas mayores, Isabel, María y Juana, y la pequeña Catalina. La reina no pidió más que un techo y unas paredes, pues llevaba años en guerra y no esperaba lujos. Luego se construyeron una decena de casuchas de piedra alrededor de la residencia de los reyes, en las que se instalaron a regañadientes los grandes nobles. Y después, dado que la reina era una luchadora, se construyeron establos para los caballos y arsenales en los que se guardaba la pólvora y los valiosos explosivos comprados en Venecia, para lo cual la reina había tenido que empeñar sus propias joyas. Entonces, y sólo entonces, se levantaron barracones, cocinas, despensas y salones. Y donde antes había tan sólo un campamento, apareció una pequeña ciudad hecha de piedra. Nadie creía que fuera posible, pero ¡bravo!, lo habían conseguido. Le pusieron el nombre de Santa Fe. Una vez más, la reina Isabel había vencido a la mala suerte: sus decididas y temerarias majestades católicas seguirían adelante con el sitio de Granada.
Catalina, princesa de Gales, se topó con uno de los grandes nobles, que hablaba en susurros con sus amigos.
—¿Qué estáis haciendo, don Hernando? —le preguntó, con la precoz seguridad de una niña de cinco años que jamás se alejaba mucho de su madre, una niña a quien su padre no le negaba nada.
—Nada, infanta —le respondió Hernando Pérez del Pulgar. Su sonrisa dio a entender a la niña que podía preguntárselo de nuevo.
—Estáis haciendo algo.
—Es un secreto.
—No lo contaré.
—¡Oh, princesa! Claro que lo contaréis. ¡Es un gran secreto! ¡Demasiado grande para una niña tan pequeña!
—¡No lo contaré! ¡De verdad! ¡De verdad que no! —dijo. Se puso a pensar—. Os lo prometo por Gales.
—¿Por Gales, vuestro país?
—Por Inglaterra.
—¿Por Inglaterra, vuestro legado?
La niña asintió.
—Por Gales, por Inglaterra y también por España.
—Bien, pues si me hacéis una promesa tan sagrada, os lo contaré, pero debéis jurarme que no se lo diréis a vuestra madre.
La niña asintió de nuevo y abrió mucho sus ojos azules.
—Vamos a entrar en la Alhambra. Sé de una puerta trasera que no está muy bien vigilada y que podemos forzar. Entraremos y… ¿sabéis qué?
La niña negó enérgicamente con la cabeza; su trenza de color castaño rojizo osciló de un lado a otro bajo su velo, como si fuera la cola regordeta de un perrito.
—Iremos a rezar a su mezquita. Y yo pienso dejar un avemaría clavada en el suelo con mi daga. ¿Qué os parece?
Catalina era demasiado joven para darse cuenta de que se precipitaban a una muerte segura. No sabía que en todas las puertas había centinelas, ni tampoco conocía la furia despiadada de los moros. El entusiasmo iluminó su mirada.
—¿De verdad?
—¿No os parece un plan increíble?
—¿Cuándo pensáis ir?
—¡Ésta noche! ¡Ésta misma noche!
—¡Pues no me iré a dormir hasta que regreséis!
—Debéis rezar por mí y luego iros a dormir. Yo mismo, princesa, iré por la mañana a contarle todos los detalles a vuestra madre.
La niña juró que no dormiría y permaneció despierta, inmóvil en su camastro, mientras su doncella daba vueltas sobre la alfombra, junto a la puerta. Poco a poco, Catalina fue cerrando los párpados hasta que las pestañas se apoyaron en sus redondeadas mejillas, abrió las manitas regordetas y finalmente se quedó dormida.
Por la mañana, sin embargo, don Hernando no apareció. En el establo faltaba su caballo y sus amigos tampoco daban señales de vida. Por primera vez en su corta existencia, la niña intuyó el peligro que el hombre había corrido: un peligro mortal, sólo para alcanzar la gloria y para ser recordado en algún cantar.
—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Dónde está Hernando?
El silencio de Madilla, su doncella, la alarmó.
—¿Vendrá? —preguntó. De repente, tuvo dudas—. ¿Volverá?
Poco a poco me doy cuenta de que tal vez no vuelva, de que la vida no es como en los romances, donde las vanas esperanzas siempre triunfan y los hombres apuestos jamás mueren en la flor de la vida. Pero si él puede fracasar y morir, entonces… ¿también puede morir mi padre? ¿Y mi madre también puede morir? ¿Y yo? ¿Incluso yo, la pequeña Catalina, infanta de España y princesa de Gales?
Me arrodillo en el sagrado espacio circular de la capilla de mi madre, recién construida, pero no rezo. Pienso en este mundo extraño que de repente ha surgido ante mí. Si estamos haciendo lo correcto —y de eso estoy segura—, si esos jóvenes apuestos están haciendo lo correcto —y de eso estoy segura—, si tanto nosotros como nuestra causa contamos con el favor especial de Dios, entonces… ¿cómo vamos a fracasar?
Pero si estoy equivocada, entonces hay algo que no encaja: tal vez todos seamos mortales y todos podamos fracasar. Hasta el apuesto Hernando Pérez del Pulgar y sus alegres amigos, hasta mis padres pueden fracasar. Y si Hernando puede morir, entonces también pueden morir mis padres. Y si eso es cierto, entonces el mundo no está a salvo. Si madre puede morir igual que un soldado cualquiera, igual que una mula que tira de un carro, tal como he visto morir a hombres y mulas, entonces… ¿cómo puede seguir adelante el mundo? ¿Cómo puede existir Dios?
Llegó la hora de que su madre recibiera a peticionarios y amigos y, de repente, allí estaba él, con su mejor traje, la barba arreglada y la mirada risueña. No tardó en contar la historia: dijo que se habían vestido con ropas árabes para que los confundieran con lugareños en la oscuridad, que habían entrado sigilosamente por la puerta trasera, que habían corrido hasta la mezquita, que se habían arrodillado, habían farfullado un avemaría y habían dejado la oración clavada en el suelo de la mezquita. En ese momento se habían visto sorprendidos por los guardianes y se habían abierto paso luchando cuerpo a cuerpo, lanzando y esquivando golpes, mientras las espadas brillaban a la luz de la luna. Luego habían bajado por la estrecha calle, habían huido por la misma puerta que habían forzado momentos antes y se habían escabullido en la noche antes de que los moros dieran la alarma general. Ni un rasguño, ni una baja. Un triunfo para ellos y un desaire para Granada.
Les habían gastado una buena broma a los moros: era muy divertido introducir una oración cristiana en el mismísimo corazón de su lugar más sagrado. Era el peor insulto posible. La reina se mostró encantada, lo mismo que el rey, mientras que la princesa y sus hermanas contemplaban a su campeón, Hernando Pérez del Pulgar, como si fuera un héroe de los romances, un caballero de los tiempos del rey Arturo en Camelot. Catalina aplaudió, entusiasmada por la historia, y le pidió que la contara una y otra vez de principio a fin. Sin embargo, y aunque se hallara oculto en algún rincón de su mente, muy apartado de sus pensamientos, Catalina no olvidaba el escalofrío que había sentido al pensar que tal vez Hernando no regresara jamás.
A continuación esperaron la reacción de los moros, que sin duda llegaría. Sabían que el enemigo consideraría esa aventura como una provocación merecedora de respuesta. Y la respuesta no se hizo esperar.
La reina y sus hijas estaban de visita en La Zubia, un pueblo cercano a Granada, para que su majestad pudiera ver de cerca los muros inexpugnables de la fortaleza. Habían salido a caballo con una pequeña escolta. El oficial al mando, pálido por el horror, se acercó a ellas a toda prisa en la plaza del pueblo y les comunicó que las puertas de la fortaleza roja se habían abierto y que el ejército moro al completo se había precipitado al exterior, listo para atacar. No había tiempo de regresar al campamento, pues ni la reina ni sus tres hijas conseguirían dejar atrás a los jinetes moros, que montaban sementales árabes. No había ningún lugar donde esconderse, ni siquiera había un lugar desde donde se pudiese oponer resistencia.
Desesperada, la reina Isabel trepó al tejado plano de la casa más cercana. Llevaba a la princesita cogida de la mano y la obligó a subir por los desvencijados escalones. Las otras princesas corrían tras ellas.
—¡Tengo que saber qué está pasando! ¡Tengo que saber qué está pasando! —exclamó la reina.
—¡Madre! ¡Me hacéis daño!
—Silencio, niña. Tengo que saber lo que intentan hacer.
—¿Vienen a tomarnos prisioneras? —gimoteó la niña, amortiguando su vocecilla con una mano regordeta.
—Puede. Tengo que saber lo que está pasando.
Era un batallón de asalto, no el ejército al completo. El grupo seguía a su campeón, un hombre gigantesco con la piel oscura como la caoba, bajo cuyo yelmo se adivinaba el destello de una sonrisa. Cabalgaba sobre un enorme caballo negro, como si fuera la noche que se cernía sobre ellas. Cual perro, el animal gruñó a los integrantes de la escolta, que lo estaban observando, y les enseñó los dientes.
—Madre, ¿quién es ese hombre? —susurró la princesa de Gales, mientras contemplaba la escena desde el punto estratégico en que se había convertido el tejado plano de la casa.
—Es un moro llamado Yarfe y me temo que va en busca de tu amigo Hernando.
—Su caballo da miedo, parece que vaya a morder.
—Le ha cortado los labios para que nos gruña. Pero a nosotras esas cosas no nos asustan. No somos niñas miedosas.
—¿No deberíamos huir? —preguntó la atemorizada niña.
Su madre, que contemplaba la formación de los moros, ni siquiera oyó el susurro de su hija.
—No permitiréis que le hagan daño a Hernando, ¿verdad, Madre?
—Hernando los ha desafiado y ésta es la respuesta de Yarfe. No queda más remedio que luchar —fueron las imparciales palabras de la reina—. Yarfe es un caballero, un hombre de honor, y no puede ignorar el desafío.
—¿Cómo puede ser un hombre de honor si es un hereje? ¡Es moro!
—Son hombres honorables, Catalina, aunque sean infieles. Y para ellos Yarfe es un héroe.
—¿Qué vais a hacer? ¿Cómo nos salvaremos? Ése hombre es un gigante.
—Rezaré —dijo Isabel—. Y mi campeón, Garallosco de la Vega, se enfrentará a Yarfe por Hernando.
Con la misma tranquilidad que si estuviera en su capilla de Córdoba, la reina Isabel se arrodilló sobre el tejado de la casita y con un gesto invitó a sus hijas a hacer lo propio. Malhumorada, la hermana mayor de Catalina, Juana, se arrodilló y pronto la imitaron las princesas Isabel y María, las otras dos hermanas mayores que Catalina. La pequeña princesa se arrodilló para rezar: observó a hurtadillas entre sus manos unidas y vio que María temblaba de miedo y que la joven Isabel, vestida de luto, había palidecido de horror.
—Padre nuestro que estás en los cielos, te rogamos por nuestra seguridad, por nuestra causa y por nuestro ejército —dijo la reina Isabel, contemplando el radiante cielo azul—. Te rogamos por la victoria de tu campeón, Garallosco de la Vega, en esta dura prueba.
—Amén —se apresuraron a decir las niñas. Acto seguido, siguieron la mirada de su madre hasta el lugar donde había formado la escolta, que permanecía atenta y en silencio.
—Si Dios lo protege… —empezó a decir Catalina.
—Silencio —le dijo su madre con dulzura—. Déjale hacer su trabajo, deja que Dios haga el suyo y déjame a mí hacer el mío —concluyó, cerrando los ojos.
Catalina se volvió hacia la mayor de sus hermanas y le tiró de la manga.
—Isabel, si Dios lo protege, entonces… ¿por qué está en peligro?
Isabel contempló a su hermana pequeña.
—Dios no allana el camino de aquellos a los que ama —le susurró en tono áspero—. Les envía dificultades para ponerlos a prueba. Aquéllos a los que Dios más ama son aquellos que más sufren. Yo lo sé. Yo, que he perdido al único hombre al que amaré en toda mi vida. Y tú también lo sabes. Piensa en Job, Catalina.
—Y entonces, ¿cómo vamos a ganar? —quiso saber la pequeña—. Si Dios ama a madre, le enviará las peores dificultades, ¿no? Y entonces, ¡jamás ganaremos!
—Silencio —dijo su madre—. Observad. Observad y rezad con todas vuestras fuerzas.
La reducida escolta de la reina y el batallón de asalto de los moros formaron el uno frente al otro, listos para el combate. En ese momento, Yarfe obligó a su imponente corcel negro a dar unos pasos al frente. Algo blanco revoloteó junto al suelo, atado a la lustrosa cola negra del animal. Los soldados de la primera fila reprimieron un grito al descubrir de qué se trataba: era el avemaría que Hernando había dejado clavada en el suelo de la mezquita. El moro la había atado a la cola de su caballo a modo de insulto: se paseó frente a las filas cristianas, a lomos de su imponente corcel, y sonrió al oír el rugido de rabia de los soldados.
—Hereje —susurró la reina Isabel—. Irá al infierno. Que Dios lo fulmine y castigue sus pecados.
El campeón de la reina, De la Vega, hizo girar su caballo y cabalgó hacia la casita cuyo patio, árbol y entrada custodiaba la escolta. Detuvo su cabalgadura frente al árbol y se quitó el yelmo, al tiempo que dirigía la mirada hacia la reina y las princesas, que seguían en el tejado. En su pelo oscuro y ensortijado resplandecían gotas de sudor a causa del intenso calor; en sus ojos centelleaba una mirada de rabia.
—Vuestra gracia, ¿me dais vuestro permiso para responder a este reto?
—Sí —dijo la reina, sin acobardarse en ningún momento—. Id con Dios, Garallosco de la Vega.
—Ése gigante lo va a matar —dijo Catalina, mientras tiraba de la larga manga de su madre—. Decidle que no vaya. Yarfe es mucho más grande que él. ¡Matará a De la Vega!
—Será lo que Dios quiera —afirmó. Cerró los ojos para rezar.
—¡Madre! ¡Majestad! Es un gigante. ¡Matará a nuestro campeón!
Isabel abrió los ojos, azules, y contempló a su hija. Vio la angustia en su carita roja y las lágrimas que inundaban sus ojos.
—Será lo que Dios quiera —repitió en tono firme—. Has de tener fe y pensar que estás cumpliendo la voluntad de Dios. Algunas veces no lo entenderás y otras tendrás dudas, pero si cumples la voluntad de Dios, las cosas no pueden salir mal, no te puedes equivocar. Recuérdalo, Catalina. Da igual que ganemos este reto o que lo perdamos, porque somos soldados de Cristo. Tú también lo eres. Que vivamos o muramos da igual. Moriremos por nuestra fe y eso es lo único que importa. Ésta batalla es la batalla de Dios y Él nos enviará la victoria. Si no es hoy, será mañana. Gane quien gane hoy, no podemos dudar de la victoria de Dios, ni de que tarde o temprano la victoria será nuestra.
—Pero De la Vega… —protestó Catalina. El miedo hacía que le temblara el labio inferior.
—Tal vez Dios se lo lleve con él esta tarde —dijo Isabel sin inmutarse—. Debemos rezar por él.
Juana le hizo una mueca a su hermana pequeña, pero cuando la madre de ambas volvió a arrodillarse, las dos niñas se cogieron de la mano en busca de consuelo. La joven Isabel se arrodilló junto a ellas y a su lado se situó María. A través de los párpados entrecerrados, todas detuvieron la mirada en la llanura donde el corcel castaño de De la Vega se apartaba de las filas españolas, mientras el caballo negro del moro trotaba con aire orgulloso frente a los sarracenos.
La reina mantuvo los ojos cerrados hasta terminar su plegaria: ni siquiera oyó los rugidos de los combatientes cuando ambos cabecillas ocuparon sus puestos, bajaron las viseras de sus yelmos y sujetaron con fuerza sus lanzas.
Catalina se puso en pie y se asomó al bajo pretil para ver al campeón español, cuyo caballo partió al instante, tan rápido que apenas se distinguían las patas. Mientras, el caballo negro del moro se acercaba en dirección opuesta a la misma velocidad. Desde el tejado de la casa se oyó el chasquido de las dos lanzas al chocar contra las recias armaduras y los dos rivales salieron despedidos de sus sillas por la fuerza del impacto. Las lanzas se rompieron en pedazos tras hendir el peto de las armaduras. No tenía nada que ver con el ritual de las justas que se celebraban en la corte: fue un impacto brutal destinado a partir el cuello o detener el corazón del oponente.
—¡Ha caído! ¡Está muerto! —gritó Catalina.
—Sólo está aturdido —la corrigió su madre—. Mira, se está poniendo en pie.
El caballero español se levantó, tambaleándose, y vacilaba como si estuviera borracho a causa del fuerte golpe que había recibido en el pecho. Su oponente ya estaba en pie: se había desprendido del yelmo y del pesado peto de la armadura, y se dirigía a De la Vega con un enorme alfanje en la mano, en cuya afilada hoja se reflejaba la luz. De la Vega sacó también su imponente arma. Se produjo un gran estrépito cuando ambas espadas chocaron: los dos hombres sujetaron con fuerza sus armas y lucharon para obligar al otro a ceder. Se movieron torpemente en círculos, tambaleándose por el peso de las armaduras y por el golpe, pero nadie dudaba de que el moro era el más fuerte de los dos. Los espectadores no tardaron en darse cuenta de que De la Vega estaba cediendo: trató de saltar hacia atrás para zafarse de su enemigo, pero ya no podía aguantar el peso del moro. Finalmente dio un traspié y cayó. El caballero negro se le echó encima de inmediato y lo inmovilizó en el suelo. De la Vega agarró inútilmente su espada, pues no podía levantarla. El moro acercó el hierro a la garganta de su víctima, dispuesto a asestarle un golpe mortal. Su negro rostro era la viva imagen de la concentración y apretaba fuertemente los dientes, hasta que de repente emitió un grito agudo y cayó hacia atrás. De la Vega rodó por el suelo y, apoyándose en manos y rodillas igual que un perro, se puso en pie como pudo.
El moro estaba en el suelo, sujetándose el pecho. Su enorme espada descansaba a su lado. De la Vega tenía en la mano una daga corta manchada de sangre, un arma oculta que había utilizado a la desesperada. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, el moro se puso en pie, le dio la espalda al cristiano y se acercó dando traspiés a sus propias filas.
—He perdido —les dijo a los hombres que corrieron a socorrerlo—. Hemos perdido.
Obedeciendo una señal secreta, se abrieron las inmensas puertas de la fortaleza roja y empezaron a salir los soldados. Juana se puso en pie de un salto.
—¡Madre, tenemos que huir! —gritó—. ¡Ya vienen a millares!
La reina Isabel no se puso en pie, ni siquiera cuando su hija cruzó el tejado a toda prisa y bajó corriendo las escaleras.
—Juana, vuelve aquí —le ordenó, con una voz que restalló como un latigazo—. Niñas, rezad.
Se levantó y se acercó al pretil. Primero contempló cómo se congregaba su ejército: los oficiales estaban formando a sus hombres y preparándolos para una carga mientras el ejército moro, cuyo ataque resultaba aterrador, se acercaba. Después buscó a Juana con la mirada: presa del pánico, la niña se asomaba por el muro del jardín, sin saber muy bien si ir a buscar su caballo o regresar junto a su madre.
Isabel, que adoraba a su hija, no dijo nada. Regresó junto a las otras niñas y se arrodilló con ellas.
—Recemos —dijo, cerrando los ojos.
—¡Ni siquiera miraba! —repitió Juana aquella noche, con gesto de incredulidad, mientras se lavaban las manos en su habitación y se quitaban la ropa sucia. Por fin había eliminado de sus mejillas el rastro de las lágrimas—. ¡Estamos en mitad de una batalla y ella cierra los ojos!
—Sabía que sería más útil si apelaba a la intercesión de Dios que si echaba a correr gritando —dijo Isabel con calma—. Y verla allí arrodillada, delante de todo el mundo, fue lo que infundió más coraje al ejército.
—¿Y si la hubieran herido con una flecha o con una lanza?
—Pero eso no ha pasado. Y hemos ganado la batalla. Y tú, Juana, te has comportado como una campesina medio loca. Has hecho que me avergüence de ti. No sé qué te pasa. ¿Estás loca o es sólo que eres mala?
—Ah, ¿y a quién le importa lo que pienses tú, Isabel, viuda tonta?