Whitehall, junio de 1503
—Te voy a prometer en matrimonio a Catalina de Aragón —le dijo el rey a su hijo, mientras pensaba en el otro hijo que ya no estaba.
El muchacho se ruborizó como si fuera una jovencita.
—Sí, señor.
Su abuela lo había adiestrado a la perfección y estaba preparado para todo excepto para la vida real.
—Pero no creas que te casarás con ella —le advirtió el rey.
El muchacho levantó la mirada, sorprendido, pero volvió a bajarla de inmediato.
—¿No?
—No. No han hecho más que robarnos y estafarnos, nos han pisoteado como si fuéramos una alcahueta en una taberna. Nos han engañado y nos han hecho una promesa tras otra, como una calientabraguetas borracha. Dicen que… —se interrumpió y, al ver la mirada perpleja de su hijo, se dio cuenta de que le estaba hablando de hombre a hombre, pero Harry no era más que un crío. Por otro lado, tampoco quería mostrarse resentido, por mucho que el resentimiento le quemara por dentro—. Se han aprovechado de nuestra amistad —concluyó—. Y ahora, nosotros nos aprovecharemos de su debilidad.
—Pero ¿seguimos siendo amigos?
Henry hizo una mueca al pensar en el bribón de Fernando y en su hija, la hermosa y fría mujer que lo había rechazado.
—Oh, desde luego —dijo—. Amigos leales.
—Entonces, ¿ahora nos prometemos y nos casaremos cuando yo cumpla quince años?
El muchacho no había entendido nada de nada. Pues que así fuera.
—Pongamos dieciséis.
—Arthur tenía quince.
Henry estuvo a punto de responder que de poco le había servido a Arthur, pero se contuvo. Además, daba igual, puesto que la boda no se celebraría jamás.
—Pues quince.
El chico intuyó que algo no iba bien y arrugó la frente.
—Esto es en serio, ¿verdad, padre? No engañaremos a una princesa como ella… El juramento que voy a hacer es solemne, ¿verdad?
—Oh, desde luego —repitió el rey.
La noche antes de prometerme al príncipe Harry, tengo un sueño tan bonito que no quiero despertarme. Estoy en el jardín de la Alhambra, paseando de la mano de Arthur, riéndome y mostrándole la belleza que nos rodea: la formidable muralla de piedra arenisca que circunda la fortaleza, la ciudad de Granada a nuestros pies y, allá en el horizonte, las cumbres de las montañas cubiertas de nieve plateada.
—He ganado —le digo—. He hecho todo lo que queríais, todo lo que planeamos. Seré de nuevo princesa, como ya lo fui con vos. Seré reina, como vos queríais. Los deseos de mi madre se han cumplido; mi propio destino, vuestro deseo y la voluntad de Dios se han hecho realidad. ¿Sois feliz, amor mío?
Arthur me sonríe, con una mirada cálida y una expresión dulce. Es una sonrisa que me reserva sólo a mí.
—Velaré por vos —me susurra—. Siempre. Desde aquí, desde al-Yanna.
Vacilo ante el extraño sonido de las palabras que pronuncian sus labios y entonces me doy cuenta de que ha utilizado el término árabe «al-Yanna», que significa tanto cielo como cementerio y jardín. Para los moros, el cielo es un jardín, un jardín eterno.
—Algún día me reuniré con vos —le susurro. Su mano me sujeta cada vez con menos fuerza y, por último, desaparece, aunque yo trato de retenerla—. Me reuniré con vos, amor mío. Nos encontraremos aquí, en el jardín.
—Lo sé —dice él. Ahora es su rostro el que se desvanece, como si fuera la bruma de la mañana, como un espejismo en el calor abrasador de la sierra—. Sé que volveremos a estar juntos, Catalina, mi Katherine, amor mío.