Castillo de Ludlow, enero de 1502
El sol de invierno, ya muy bajo y rojo, se ocultaba tras las colinas onduladas cuando la comitiva atravesó las formidables puertas de la muralla de piedra de Ludlow. Arthur, que cabalgaba junto a la litera, se hizo oír por encima del ruido de los cascos en los adoquines.
—¡Esto es Ludlow! ¡Por fin!
Los hombres de armas que precedían al joven gritaron:
—¡Dejad paso a Arthur, príncipe de Gales!
Las puertas del burgo se abrieron y la gente salió apresuradamente de las casas para ver pasar la comitiva real. La ciudad que vio Catalina era tan hermosa que parecía un tapiz: las segundas plantas de los abarrotados edificios, construidas en madera, daban a calles adoquinadas llenas de prósperas tiendecitas y talleres cuidadosamente alineados debajo, en las plantas bajas. Las esposas de los tenderos, sentadas en taburetes a la puerta de las tiendas, se levantaron de golpe para saludar a la princesa, que les sonrió y les devolvió el saludo. Desde las plantas superiores, las hijas de los fabricantes de guantes y los aprendices de zapatero, los hijos de los orfebres y las solteronas se asomaron para gritar el nombre de la princesa. Catalina se echó a reír y contuvo el aliento cuando un muchacho estuvo a punto de caerse, aunque sus alegres compinches consiguieron rescatarlo en el último momento.
Pasaron frente al Bull Ring y por delante de una posada de madera oscura justo cuando las campanas de la media docena de edificios religiosos, de la escuela, de las capillas y del hospital de Ludlow, empezaron a repicar para dar la bienvenida al príncipe y a su esposa.
Catalina se inclinó hacia adelante para ver el castillo y se fijó en lo inexpugnable que parecía el patio de armas exterior. Se abrieron las puertas, entró la comitiva y se reunió con los principales nobles de la ciudad, el alcalde, las autoridades de la Iglesia y los cabezas de los poderosos gremios, que se habían congregado para saludar a los príncipes.
Arthur detuvo su caballo y escuchó cortésmente un largo discurso, primero en galés y luego en inglés.
—¿Cuándo comemos? —le susurró Catalina en latín. Al príncipe le temblaron los labios al tratar de contener una sonrisa—. ¿Cuándo nos vamos a la cama? —insistió, sonriendo satisfecha al ver que al príncipe le temblaba de deseo la mano que sostenía las riendas. La princesa dejó escapar una risita y se escondió de nuevo en el interior de su litera, hasta que terminaron los larguísimos discursos de bienvenida y la comitiva real pudo por fin atravesar la formidable puerta del castillo y llegar al patio de armas interior.
Era un buen castillo, tan seguro como cualquiera de los castillos fronterizos de España. Las altas e infranqueables murallas que rodeaban el patio de armas interior habían sido construidas con piedra de un tono rosado, lo cual les daba un aire más cálido y familiar.
Catalina recorrió con una mirada experta los gruesos muros, el foso del patio de armas exterior y por último el foso del patio de armas interior. Se fijó en que una zona defensiva conducía a la otra, de forma que era posible resistir un sitio durante años. Sin embargo, era un castillo tan pequeño que parecía de juguete: era el típico castillo que el padre de Catalina habría construido para proteger un paso en un río o un camino. Sólo un noble de segunda se preciaría de vivir en un lugar así.
—¿Y ya está? —preguntó la princesa, perpleja, mientras pensaba en la ciudad que albergaban las murallas de su hogar, en los jardines y los patios, en la colina y en las vistas, en la bulliciosa vida del centro de la ciudad, todo ello tras muros fortificados. Y pensó también en la larga ronda de los guardias: para concluir la ronda necesitaban más de una hora. En Ludlow, en cambio, un guardia no necesitaba más de unos minutos para recorrerlo todo—. ¿Y ya está?
Arthur se quedó boquiabierto.
—¿Os esperabais más? ¿Qué esperabais?
Catalina deseó acariciar el rostro angustiado de su esposo, pero había demasiada gente observándolos, y se obligó a sí misma a tener las manos quietas.
—Oh, soy una tonta, estaba pensando en Richmond —afirmó. Por nada del mundo le hubiera dicho que estaba pensando en la Alhambra.
Arthur sonrió, más tranquilo.
—Amor mío, Richmond es nuevo, es el orgullo y la alegría de mi padre. Londres es una de las ciudades más grandes de la Cristiandad y el palacio se ajusta a su tamaño. Ludlow, sin embargo, no es más que una ciudad pequeña, muy importante en las marcas galesas, desde luego, pero una ciudad pequeña al fin y al cabo. Es muy próspera, vos misma tendréis oportunidad de comprobarlo; la caza es buena y la gente es muy hospitalaria. Aquí seréis feliz.
—Estoy segura de ello —dijo Catalina, sonriéndole a su esposo. Alejó de su mente la idea de un palacio construido únicamente para disfrutar de su belleza, un palacio cuyos canteros y albañiles hubieran pensado en primer lugar por dónde entraría la luz y cómo se reflejaría en los estanques de mármol de aguas inmóviles.
La princesa echó un vistazo a su alrededor y en el centro del patio de armas divisó un curioso edificio circular, que tenía forma de torre achaparrada.
—¿Qué es eso? —preguntó, mientas intentaba salir de la litera con ayuda de Arthur.
El príncipe se volvió.
—Es la capilla circular —respondió, despreocupadamente.
—¿Una capilla circular?
—Sí, como en Jerusalén.
Complacida, Catalina reconoció de inmediato la tradicional forma de las mezquitas, que se construían con forma circular para que ningún fiel ocupara un lugar más destacado que los demás, ya que tanto los pobres como los ricos honran a Alá.
—Es preciosa.
Arthur contempló a su esposa, sorprendido. Para él no era más que una torre de forma circular construida con la delicada roca del color de la ciruela que tanto abundaba en la zona, pero en ese momento se dio cuenta de que la capilla resplandecía a la luz del atardecer e irradiaba una sensación de paz.
—Sí —dijo, sin darle más importancia—. Y esto —añadió, señalando el imponente edificio que estaba ante ellos, a cuyas puertas se accedía por un elegante tramo de escalones—, esto es el gran salón. A la izquierda se hallan las salas del Consejo de Gales y, justo encima, mis aposentos. A la derecha se hallan las habitaciones de invitados y los cuartos del señor del castillo y su esposa, sir Richard y lady Margaret Pole. Vuestros aposentos están justo encima, en la última planta.
Arthur vio la rápida reacción de la princesa.
—¿Lady Margaret está aquí?
—Ha tenido que ausentarse del castillo.
Catalina asintió.
—¿Hay algún otro edificio tras el gran salón?
—No, está pegado al muro exterior. No hay nada más.
La princesa se obligó a mantener una expresión sonriente y agradable.
—En el patio de armas exterior hay más habitaciones de invitados —dijo Arthur, poniéndose a la defensiva—. Y también un pabellón. Hay mucho movimiento, es un sitio alegre. Os gustará.
—Estoy segura de ello —sonrió la princesa—. ¿Cuáles son mis aposentos?
Arthur le señaló las ventanas más altas.
—Allí arriba, ¿veis? A la derecha, iguales a las mías, pero en el otro lado del gran salón.
Catalina pareció un tanto decepcionada.
—Pero… ¿cómo llegaréis a mis aposentos? —le preguntó en voz baja a su esposo.
Arthur le tomó la mano y la guió, sonriendo a derecha e izquierda, hacia los formidables escalones de piedra que conducían a las puertas dobles del gran salón. Se oyó una salva de aplausos y el séquito empezó a seguir a los príncipes.
—Como me ordenó la madre del rey, cuatro veces al mes acudiré a vuestros aposentos en una procesión formal a través del gran salón —dijo, empezando a subir los escalones.
—¡Oh! —exclamó Catalina, de nuevo decepcionada.
Arthur sonrió.
—Y las otras noches acudiré a vuestros aposentos por el adarve —le susurró—. Hay una puerta secreta que comunica vuestros aposentos con el adarve que rodea el castillo. Desde mis aposentos también se accede a él. Es decir, que desde vuestra alcoba podréis acudir a la mía cuando lo deseéis y nadie sabrá si estamos juntos o no. Ni siquiera sabrán en qué alcoba estamos.
El príncipe observó fascinado la expresión radiante que iluminó el rostro de la princesa.
—¿Podremos estar juntos cuando queramos?
—Aquí seremos muy felices.
Sí, aquí seré muy feliz. No lloraré las hermosas cortes de mi país, como haría un persa, ni afirmaré que no hay mejor lugar en el mundo para vivir. No diré que estas montañas son un desierto sin oasis, como un bereber que anhela su territorio natural. Me acostumbraré a Ludlow, aprenderé a vivir aquí, en la frontera, y después en Inglaterra. Mi madre no es sólo reina, también es soldado, y me educó para conocer mi deber y cumplirlo. Mi deber es aprender a ser feliz y vivir aquí sin quejarme.
Tal vez yo jamás lleve armadura como ella, tal vez yo jamás luche por mi país como hizo ella, pero hay muchas formas de servir al reino: ser una reina feliz, honrada y leal es una de ellas. Si Dios no me llama a las armas, tal vez me quiera como legisladora, tal vez quiera que yo imparta justicia. Tal vez defienda a mis súbditos luchando por ellos contra un enemigo o tal vez los defienda luchando con las leyes por su libertad… pero seré su reina en cuerpo y alma. Seré la reina de Inglaterra.
Era ya muy tarde, pasada la medianoche. Catalina resplandecía a la luz de la lumbre. Los príncipes estaban en la cama, muertos de sueño, pero aún se deseaban demasiado y no querían dormir.
—Contadme un cuento.
—Ya os he contado decenas de cuentos.
—Contadme otro. Contadme la historia de cuando Boabdil entregó en un cojín de seda las llaves de oro del palacio de la Alhambra y se marchó llorando.
—Ése ya lo sabéis, os lo conté anoche.
—Pues entonces contadme el de Yarfa y su caballo, el que enseñaba los dientes a los cristianos.
—Sois igual que un niño. Y se llamaba Yarfe.
—¿Lo visteis muerto?
—Yo estaba allí, pero no lo vi morir.
—¿Y por qué no estabais mirando?
—Bueno, en parte porque estaba rezando como mi madre me había ordenado y en parte porque era una niña, no un crío malvado y sediento de sangre.
Arthur le lanzó a la cabeza un cojín bordado. Catalina lo cogió y, a su vez, se lo lanzó a él.
—Pues habladme de cuando vuestra madre tuvo que empeñar sus joyas para pagar la cruzada.
Catalina se echó a reír de nuevo y sacudió la cabeza, lo cual hizo que su melena de color castaño rojizo se meciera de un lado a otro.
—Os hablaré de mi hogar —propuso.
—De acuerdo —dijo Arthur, mientras ponía una manta de color morado sobre los cuerpos de ambos y se disponía a escuchar.
—Cuando uno atraviesa la primera puerta de la Alhambra, se encuentra en una estancia muy pequeña. Vuestro padre ni siquiera se rebajaría a entrar en un palacio así.
—¿No es grande?
—Es del tamaño del salón de un pequeño comerciante de esta ciudad. Sería un buen salón en una casa pequeña de Ludlow, pero nada más.
—¿Y después?
—Después se llega al patio y desde ahí se accede al Cuarto Dorado.
—¿Mejor?
—Es una estancia de colores muy vivos, pero no mucho más grande. Las paredes son alegres, están decoradas con mosaicos de colores y pan de oro, y tiene un balcón, pero sigue siendo un sitio pequeño.
—¿Y bien? ¿Adónde me lleváis hoy?
—Hoy giraremos a la derecha y entraremos en el Patio de los Arrayanes.
Arthur cerró los ojos y trató de recordar las descripciones que ella le había dado.
—Es un patio de forma rectangular —dijo—, rodeado de edificios dorados. En uno de los extremos hay un pórtico grande de madera oscura, decorado con hermosos mosaicos. Y un estanque de forma rectangular. Y a ambos lados del agua hay setos de arrayanes que desprenden una dulce fragancia.
»Pero no son como los de aquí —objetó Catalina, mientras pensaba en los setos que cercaban los campos galeses y que consistían en poco más que una irregular maraña de zarzales y hierbajos.
—¿Cómo, entonces? —preguntó Arthur, abriendo los ojos.
—Parecen muros —afirmó la princesa—. Son rectos y cuadrados, como si fueran bloques de mármol verde, como si fueran perfumadas estatuas vivientes de color verde. El pórtico que hay al final del patio se refleja en el agua y también el arco que la rodea y el edificio al cual da entrada. Así, todo se refleja a los pies de uno en las aguas onduladas. En las paredes hay mamparas de estuco, finísimas como el papel, blanco sobre un bordado blanco. Y los pájaros…
—¿Los pájaros? —preguntó Arthur sorprendido, pues hasta ese momento Catalina no le había hablado de ellos.
La princesa hizo una pausa, mientras pensaba cómo se llamaban.
—¿Apodes? —dijo en latín.
—¿Apodes? ¿Vencejos?
Catalina asintió.
—Vuelan en bandada por encima de la cabeza de uno, como si se tratara de las aguas de un turbulento río de pájaros. Dan vueltas y más vueltas por el estrecho patio, emitiendo chillidos al pasar, tan veloces como la carga de la caballería. Vuelan raudos como el viento, dando vueltas y más vueltas durante todo el día, mientras el sol se refleja en el agua. Y por la noche…
—¿Por la noche?
La princesa hizo un gesto con la mano, como si fuera una hechicera.
—Por la noche desaparecen. Jamás se les ve posarse o refugiarse en sus nidos. Desaparecen sin más, se ocultan como el sol. Pero al alba están allí de nuevo, como un río, como un torrente —dijo. Hizo una pausa—. Es difícil de describir —añadió, con un hilo de voz—. Pero yo lo he visto tantas veces…
—Y lo echáis de menos —dijo Arthur sin rodeos—. Por muy feliz que yo os haga, siempre lo echaréis de menos.
La princesa hizo una mueca.
—Desde luego, es lo natural. Pero jamás olvido quién soy, ni para qué nací.
Arthur aguardó hasta que una sonrisa iluminó el rostro de Catalina e hizo centellear sus ojos azules.
—La princesa de Gales —afirmó la joven—. Lo sé desde que era niña. Siempre me llamaban princesa de Gales. Y, por tanto, reina de Inglaterra, como Dios ha dispuesto. Catalina, infanta de España, princesa de Gales.
Arthur le devolvió la sonrisa y la atrajo hacia sí. Se recostaron, muy juntos, y Catalina apoyó la cabeza en el hombro de su esposo. Su pelo rojo oscuro cayó como un velo sobre el pecho del joven.
—Supe que me casaría con vos prácticamente desde que nací —dijo él, en tono pensativo—. No recuerdo que haya habido ningún momento en el que vos y yo no estuviéramos prometidos. No recuerdo que haya habido ningún momento en el que yo no os estuviera escribiendo y mostrándole las cartas a mi preceptor para que las corrigiera.
—Menos mal que soy de vuestro agrado, ahora que estoy aquí.
Arthur apoyó un dedo bajo la barbilla de su esposa y levantó su rostro hacia arriba para besarla.
—Menos mal que yo soy de vuestro agrado.
—De todas formas, habría sido una buena esposa para vos —insistió Catalina—. Aunque fuera sin esta…
Arthur tomó la mano de su esposa y, bajo las sábanas, la condujo hacia la parte de su cuerpo que el deseo henchía.
—¿Queréis decir sin ésta? —bromeó.
—Sin esta… dicha —concluyó la princesa. Cerró los ojos y se tumbó de espaldas, a la espera de las caricias de Arthur.
Los sirvientes los despertaron al alba y ceremoniosamente acompañaron a Arthur fuera de los aposentos de Catalina. Los jóvenes volvieron a verse en misa, pero estaban sentados en lados opuestos de la capilla circular, cada uno con su casa, y no pudieron hablar.
La misa debería ser el momento más importante del día y, por tanto, ofrecerme consuelo… lo sé. Pero siempre me siento muy sola cuando estoy en misa. Le rezo a Dios y le doy las gracias por su especial favor, pero el hecho de estar en esta capilla —que tiene forma de minúscula mezquita— me hace pensar en mi madre. El olor del incienso me la recuerda tanto como si fuera su perfume. Me cuesta creer que no estoy arrodillada a su lado, como he hecho cuatro veces diarias durante casi todos los días de mi vida. Cuando digo «Dios te salve María, llena eres de gracia», es el rostro redondo, risueño y decidido de mi madre el que veo. Y cuando suplico valor para cumplir con mi deber en este país extraño de gente adusta y poco expresiva, es la fuerza de mi madre lo que necesito.
Debería dar las gracias por tener a Arthur, pero ni siquiera me atrevo a pensar en él cuando me arrodillo ante Dios. No puedo pensar en él sin cometer el pecado de la lujuria. La imagen de Arthur en mi mente es un secreto insondable, un placer pagano. Estoy segura de que no se refieren a esto cuando hablan de la dicha sagrada del matrimonio, porque un placer tan intenso tiene que ser pecado. Un placer y una satisfacción tan profundos y misteriosos no pueden servir tan sólo para concebir un príncipe, que es el único objeto y propósito de este matrimonio. Fue un arzobispo quien nos acostó públicamente, pero nuestra forma de aparearnos es tan apasionada que casi parece animal, como si fuéramos dos serpientes que se retuercen de placer bajo el sol. La felicidad que me proporciona Arthur es un secreto para todo el mundo, incluso para Dios.
Y aunque quisiera, tampoco podría confiar en nadie, pues se nos ha prohibido de forma expresa estar juntos como a nosotros nos gustaría. Así lo ha ordenado milady —la abuela de Arthur—, pues ella es quien da todas las órdenes, incluso aquí, en las marcas galesas. Sus instrucciones son que Arthur acuda a mi alcoba una vez por semana, excepto cuando yo tenga el período. Debe llegar antes de las diez de la noche y marcharse hacia las seis de la madrugada. Obedecemos sus órdenes, por supuesto, igual que las obedece todo el mundo. Una vez por semana, tal como ha dispuesto lady Margaret, Arthur cruza el gran salón con la expresión de un muchacho que obedece en contra de su voluntad y por la mañana me abandona sin decir una palabra. Se marcha sigilosamente, como quien ha cumplido con su deber, no como quien se ha pasado toda la noche despierto entre jadeos de placer. Jamás presume de ese placer. Cuando vienen a buscarlo a mi habitación no dice nada. Nadie sabe el placer que el uno encuentra en la pasión del otro. Y nadie sabrá jamás que pasamos juntos todas las noches. Nos encontramos en el adarve que va de sus aposentos a los míos, en la parte más alta del castillo, bajo la bóveda gris azulada del cielo. Nos reunimos como amantes furtivos, ocultos en la noche, y nos dirigimos a su alcoba, o a la mía, para construir juntos un mundo privado, un mundo de felicidad secreta.
Nadie sabe que estamos juntos, ni siquiera en un castillo tan pequeño y concurrido como éste, en el que tanto abundan los entrometidos y los espías de la madre del rey. Nadie sabe lo enamorados que estamos.
Tras la misa, los jóvenes príncipes se dirigieron a sus respectivos aposentos para desayunar, aunque ellos habrían preferido estar juntos. Sin embargo, el castillo de Ludlow era una reproducción en miniatura de los convencionalismos que imperaban en la corte del rey. La madre del rey había dispuesto que, tras el desayuno, Arthur debía ponerse a estudiar con su preceptor o, si el tiempo lo permitía, practicar algún deporte. Catalina, por su parte, debía trabajar con su preceptor, coser, leer o pasear por el jardín.
—¡Jardín! —murmuró Catalina entre dientes, al ver un minúsculo parterre verde en uno de cuyos extremos había un empapado banco de hierba. El parterre se hallaba en un rincón de las murallas del castillo—. Me pregunto si habrá visto alguna vez un jardín de verdad.
Por las tardes podían cabalgar juntos para cazar en los bosques que circundaban el castillo. Era un paisaje exuberante: el río fluía impetuosamente por un valle de espesos bosques situados más allá de las colinas. Catalina pensó que llegaría a apreciar las praderas que crecían junto al río Teme y la forma en que las oscuras colinas se alzaban hacia el cielo, allá en el horizonte. Pero con el pleno invierno, el paisaje se había vuelto blanco y gris: la escarcha y la nieve eran lo único que contrastaba con la negrura de los fríos bosques. Por lo general, el tiempo era tan desapacible que la princesa ni siquiera podía salir. Catalina detestaba la niebla húmeda y no soportaba la persistente y gélida aguanieve, por lo que Arthur casi siempre salía a cabalgar en solitario.
—Aunque me quedara, no me permitirían estar con vos —se lamentaba el joven príncipe—. Seguro que mi abuela tendría alguna tarea prevista para mí.
—¡Pues marchaos! —le decía ella, sonriendo, aunque con la sensación de que aún faltaba mucho, mucho, para la hora de la cena y de que ella no tenía nada que hacer excepto esperar el regreso del cazador.
Una vez a la semana visitaban la ciudad para oír misa en la iglesia de St. Laurence, visitar la pequeña capilla que había junto a la muralla del castillo, asistir a alguna cena organizada por uno de los gremios, presenciar peleas de gallos o de perros contra toros o bien acudir a alguna representación teatral. Catalina quedó fascinada por la hermosa ciudad que había conseguido librarse de la violencia de las guerras entre las casas de York y Lancaster, guerras a las que Henry Tudor había puesto fin.
—La paz lo es todo en un reino —le comentó Catalina a su esposo.
—La única amenaza que tenemos ahora es la de los escoceses —respondió Arthur—. Los York son mis antepasados y los Lancaster también, por lo que la rivalidad termina en mí. Lo único que tenemos que hacer ahora es proteger el norte.
—¿Y vuestro padre cree que lo ha conseguido con el matrimonio de la princesa Margaret?
—Espero que tenga razón, porque los escoceses son una pandilla de desleales. Cuando yo sea rey, reforzaré la frontera. Vos me aconsejaréis. Viajaremos juntos y nos aseguraremos de que se reconstruyan los castillos de la frontera.
—Será un placer —dijo Catalina.
—Vuestra infancia transcurrió junto a un ejército que luchaba por las tierras fronterizas, así que vos sabréis mejor que yo lo que debemos buscar. La princesa sonrió.
—Me alegra que esa capacidad mía os sea de utilidad. Mi padre siempre se quejaba de que mi madre criaba amazonas, no infantas.
Los príncipes cenaban juntos al anochecer y, por suerte, el anochecer llegaba muy temprano en las frías tardes de invierno. Por fin podían estar juntos y sentarse uno al lado del otro en la mesa de honor que presidía el salón del castillo. A un lado se hallaba la enorme chimenea, llena de troncos ardiendo. Arthur siempre colocaba a Catalina a su izquierda, para que estuviera más cerca del fuego: la princesa se ponía una capa forrada de piel y, bajo esa pesada prenda, capas y más capas de vestidos de hilo, pero aun así, siempre tenía frío cuando abandonaba la calidez de sus aposentos y descendía los gélidos escalones para dirigirse a un salón cargado de humo. Sus damas españolas, María de Salinas, la dueña —doña Elvira— y unas cuantas mujeres más se sentaban en una mesa, mientras que las damas inglesas que supuestamente debían acompañar a Catalina se sentaban en otra. El séquito de sirvientes españoles ocupaba otra mesa. Los nobles del consejo de Arthur, su chambelán, sir Richard Pole, señor del castillo, el obispo William Smith de Lincoln, el doctor Bereworth, el médico privado del príncipe, sir Henry Vernon, su tesorero, sir Richard Croft, el jefe de la Casa del príncipe, sir William Thomas de Camerthen, su criado de la Cámara Privada, y los nobles más importantes del principado ocupaban la mayor parte del salón. Todos los fisgones y entrometidos que así lo desearan podían apiñarse al fondo del salón o en la galería para presenciar cómo cenaba la princesa española y especular sobre si Catalina era o no del agrado del joven príncipe.
No había forma de saberlo. La mayoría de ellos creían que Arthur no había conseguido llevársela a la cama. ¡Era obvio! La infanta se sentaba muy tiesa, como si fuera una muñeca, y rara vez se inclinaba hacia su joven esposo. El príncipe de Gales le dirigía la palabra cada diez minutos, como si se tratara de una rutina. Había muy pocas señales de que se llevaran bien entre ellos y lo cierto es que apenas cruzaban una mirada. Los rumores decían que Arthur acudía a los aposentos de la princesa, como se había establecido, pero sólo una vez a la semana y nunca por voluntad propia. Tal vez no se gustaran. Eran muy jóvenes, desde luego, tal vez demasiado para el matrimonio.
Nadie podía saber que Catalina se sujetaba con fuerza las manos en el regazo para no tocar a su marido, ni que aproximadamente cada media hora él le dirigía una mirada de aparente indiferencia y le susurraba «Te deseo ahora mismo» en voz tan baja que sólo ella lo oía.
Tras la cena solía haber baile y tal vez bufones o algún narrador de historias, un bardo galés o alguna compañía ambulante de cómicos. A veces bajaban poetas de las montañas y narraban en su propia lengua extrañas historias antiguas que hasta el propio Arthur tenía problemas para seguir, aunque intentaba traducírselas a Catalina:
Cuando llegue el largo verano amarillo y consigamos la victoria
y se desplieguen las velas de Bretaña,
y cuando llegue el calor y se encienda la fiebre,
los presagios dicen que nos será concedida la victoria.
—¿De qué habla? —le preguntó Catalina.
—El largo verano amarillo fue cuando mi padre decidió invadir desde Bretaña. Su destino lo llevó a Bosworth y a la victoria.
Catalina asintió.
—Ése año hizo mucho calor —prosiguió Arthur— y las tropas llegaron afectadas de una extraña dolencia llamada «enfermedad de los sudores», una epidemia que ahora arrasa Inglaterra y Europa cuando llega el calor del verano.
La princesa asintió de nuevo, mientras otro poeta daba un paso al frente, le arrancaba una nota a su arpa y empezaba a cantar.
—¿Y ésta?
—Ésta habla de un dragón rojo que sobrevuela el principado —dijo— y mata al jabalí.
—¿Y qué significa? —preguntó Catalina.
—El dragón representa a los Tudor, o sea, a nosotros —respondió Arthur—. Ya habréis visto que en nuestro estandarte hay un dragón rojo. El jabalí es el usurpador, Richard III. Es un elogio a mi padre basado en un cuento tradicional. Todas las canciones que cantan son tradicionales, seguramente ya las cantaban en el Arca —sonrió Arthur—. El Cantar de Noé.
—¿Acaso se atribuye a los Tudor el mérito de haber sobrevivido al diluvio? ¿Noé también era un Tudor?
—Probablemente. Si fuera por mi abuela, también nos atribuiríamos el mérito del mismísimo Jardín del Edén —contestó el príncipe—. Estamos en la frontera de Gales: somos descendientes de Owen Tudor, de Glendower. Sólo somos felices si nos atribuimos todos los méritos posibles.
Tal como había pronosticado Arthur, cuando el fuego empezaba a decaer los poetas cantaban antiguas canciones galesas que hablaban de hechizos llevados a cabo en la espesura de bosques que nadie conocía, de batallas y gloriosas victorias conseguidas gracias a la destreza y el valor de sus combatientes. En su extraña lengua, los poetas contaban historias del rey Arturo en Camelot, de Merlín y de Ginebra, la reina que traicionó a su esposo por un amor prohibido.
—Si vos tuvierais un amante, me moriría —le susurró Arthur, cuando un paje se interpuso entre ellos y el salón para servirles más vino.
—Cuando vos estáis cerca, no miro a nadie más —lo tranquilizó ella—. Sólo os veo a vos.
Todas las noches había música o algún otro tipo de diversión para la corte de Ludlow. La madre del rey había dispuesto que el príncipe viviera en una corte alegre: era una recompensa por la lealtad de Gales, que había colocado a su hijo Henry Tudor en un trono inestable. Su nieto debía, pues, pagar a los hombres que habían bajado de las colinas para luchar por los Tudor, recordarles que él era el príncipe de Gales y que, por tanto, seguía contando con su apoyo para gobernar Inglaterra, apoyo que no debían ofrecer a nadie más. Los galeses debían unirse a los ingleses, porque juntos podrían defenderse de los escoceses y dominar a los irlandeses.
Cuando los músicos interpretaban las pausadas danzas ceremoniales españolas, Catalina bailaba con alguna de sus damas. Consciente de que Arthur no le quitaba ojo, la princesa mantenía una expresión pudorosa, como si se tratase de la máscara de respetabilidad de un bufón, aunque lo que en realidad ansiaba era girar sobre sí misma y balancear las caderas como una mujer en el serrallo, como una esclava mora bailando para el sultán. Sin embargo, los espías de milady, la madre del rey, no perdían detalle, ni siquiera en Ludlow, y no tardarían en dar a conocer cualquier comportamiento mínimamente indiscreto de la joven princesa. De vez en cuando, Catalina miraba de reojo a su esposo, que no la perdía de vista y la observaba con ojos de enamorado. En esos momentos, Catalina chasqueaba los dedos como si formara parte de la danza, aunque en realidad se trataba de una señal para advertir a Arthur de que la estaba mirando de una forma que no le gustaría nada a la madre del rey. Arthur se volvía entonces, miraba hacia otra parte y se ponía a hablar con quien tuviera más cerca.
La joven pareja no podía quedarse sola ni siquiera cuando terminaba la música y los artistas se marchaban, pues siempre había nobles que deseaban reunirse con Arthur para pedirle favores, tierras o influencias. Se acercaban a él y le hablaban en voz baja en inglés, idioma que Catalina no entendía del todo, o en galés, lengua que según ella nadie podría entender jamás. El imperio de la ley apenas llegaba a las tierras fronterizas, donde todo terrateniente era como un señor de la guerra en sus dominios. En lo más profundo de las montañas había quien aún creía que Richard III ocupaba el trono, gentes que no sabían nada de los cambios que se habían producido, que ni siquiera hablaban inglés ni obedecían ley alguna.
Arthur defendía, suplicaba e insinuaba que las enemistades debían olvidarse, que las ofensas debían perdonarse y que los orgullosos jefes de los clanes debían trabajar unidos para conseguir unas tierras tan prósperas como las de la vecina Inglaterra, en lugar de perder el tiempo con envidias. Los valles y las franjas costeras se hallaban bajo el dominio de unos pocos nobles insignificantes, mientras que en las colinas los hombres se organizaban en clanes como si fueran tribus salvajes. Poco a poco, Arthur estaba dispuesto a ir imponiendo la ley en aquellos dominios.
—Todo hombre debe saber que la ley tiene más fuerza que su señor —dijo Catalina—. Eso fue lo que hicieron los moros en España, cosa que mis padres imitaron. Los moros no se preocuparon de imponer una religión a la gente ni la lengua que debían hablar: sólo trajeron paz, prosperidad y el imperio de la ley.
—La mitad de mis nobles dirían que eso es una herejía —se burló Arthur—. Y vuestros padres están imponiendo ahora su religión: ya han echado a los judíos y no tardarán en hacer lo mismo con los moros.
Catalina frunció el ceño.
—Lo sé —dijo—. Y también sé que hay muchos que sufren, pero su intención era permitir que cada cual abrazara su propia religión. Ésa fue su promesa cuando conquistaron Granada.
—¿No creéis que para conseguir un país unido la gente debe tener la misma fe? —preguntó el príncipe.
—Los herejes pueden vivir así —dijo Catalina sin vacilar—. En al-Andalus, moros, cristianos y judíos vivían en paz y armonía. Pero cuando se es un rey cristiano, se tiene el deber de acercar a los súbditos a Dios.
Catalina observaba a Arthur mientras éste hablaba con un hombre tras otro y después, obedeciendo una señal de doña Elvira, saludaba a su esposo con una reverencia y abandonaba el salón. Leía sus oraciones, se preparaba para dormir, se sentaba con sus damas y por último se retiraba a su alcoba, donde esperaba eternamente.
—Podéis marcharos —le decía a doña Elvira—, esta noche quiero dormir sola.
—¿Otra vez? —fruncía el ceño la dueña—. Habéis dormido sola desde que llegamos al castillo. ¿Y si os despertáis en plena noche y necesitáis algo?
—Duermo mejor si no hay nadie en la alcoba —decía Catalina—. Podéis retiraros.
La dueña y las damas le daban las buenas noches y se marchaban. Entonces llegaban las doncellas, que le desabrochaban el corpiño, le quitaban las horquillas del tocado, le desataban los zapatos y le quitaban las medias. Le entregaban entonces el camisón de hilo, que previamente habían calentado, y Catalina les pedía su capa y les comunicaba que deseaba sentarse unos momentos junto al fuego. Después les decía que podían retirarse.
En el silencio, mientras el castillo se preparaba para la noche, Catalina esperaba a su esposo, hasta que por fin oía el sonido apagado de sus pisadas junto a la puerta de su alcoba, la que daba al adarve que comunicaba sus habitaciones con las de Arthur. La princesa se precipitaba hacia la puerta, descorría el cerrojo y allí estaba el príncipe, con las mejillas rosadas por el frío. Arthur llevaba una capa sobre la camisa de dormir y cuando entraba para tomar a Catalina entre sus brazos, el viento frío entraba con él.
—Contadme un cuento.
—¿Cuál queréis que os cuente esta noche?
—Habladme de vuestra familia.
—¿Queréis que os hable de cuando mi madre era niña?
—Sí. ¿Ella también era princesa de Castilla, como vos?
Catalina negó con la cabeza.
—No, no en absoluto, ella no disfrutaba de protección ni de seguridad. Su padre había muerto y ella vivía en la corte de su hermano, que no la apreciaba demasiado. Él sabía que mi madre era la única heredera, pero aun así favoreció a su propia hija. Sin embargo, todo el mundo sabía que esa hija era bastarda, que la reina lo había engañado. Hasta le pusieron un apodo inspirado en el nombre del amante de la reina. La llamaban Juana la Beltraneja. ¿Podéis imaginar algo más vergonzoso?
Arthur, como un niño obediente, negó con la cabeza.
—No, nada.
—Mi madre era en realidad prisionera en la corte de su hermano. La reina la odiaba, desde luego; los cortesanos se mostraban hostiles con ella y su propio hermano conspiraba para desheredarla. Ni siquiera mi abuela, Isabel de Portugal, era capaz de hacer entrar en razón a su hijastro.
—¿Por qué no? —preguntó el príncipe. Al ver la expresión que ensombreció el rostro de la princesa, le tomó una mano—. Oh, amor mío, lo siento. ¿Qué os ocurre?
—Mi abuela estaba enferma —dijo Catalina—. Enferma de tristeza. No entiendo muy bien por qué, ni por qué era tan terrible, pero apenas podía hablar ni moverse. Lo único que hacía era llorar.
—Entonces, vuestra madre no tenía quién la protegiera.
—No. Y su hermano, el rey, dispuso que mi madre debía prometerse a don Pedro Girón. —Catalina se sentó y se sujetó las rodillas con las manos—. Don Pedro era tan perverso que hasta se decía que había vendido su alma al diablo. Mi madre juró entregarle su alma a Dios para que la ayudara a conservar su virginidad y la salvara de tal destino. Dijo que un Dios misericordioso no tomaría a una princesa como ella, que había sobrevivido largos años en una de las peores cortes de Europa, para arrojarla a los brazos de un hombre que sólo quería destruirla, que sólo la deseaba porque era joven y pura, que sólo quería despojarla de su virtud.
Arthur ocultó una sonrisa, fascinado por el ritmo romántico de la historia.
—Se os da muy bien contar cuentos —dijo—. Espero que éste tenga un final feliz.
Catalina levantó una mano, cual trovador que pide silencio.
—Su mejor amiga y dama de honor, Beatriz, había ocultado un cuchillo y jurado que mataría a don Pedro si le ponía las manos encima a Isabel. Pero mi madre se arrodilló en su reclinatorio durante tres días y tres noches, y rezó sin descanso para no tener que pasar ese trance. Don Pedro ya estaba de camino y llegaría al día siguiente. Ésa noche comió y bebió en abundancia y les contó a sus acompañantes que al día siguiente se metería en la cama con la princesa de más alta alcurnia de toda Castilla. Pero murió esa misma noche —dijo Catalina, que había bajado la voz hasta convertirla en un susurro—, murió antes de terminar el vino de su cena. Cayó muerto como si Dios hubiera bajado del cielo y le hubiera arrancado la vida. Igual que un buen jardinero aplasta al pulgón.
—¿Veneno? —preguntó Arthur, que conocía bien los métodos de determinados monarcas y que creía a Isabel de Castilla muy capaz de cometer un asesinato.
—La voluntad de Dios —respondió Catalina, con el semblante serio—. Don Pedro descubrió, igual que ha descubierto todo el mundo, que la voluntad de Dios y los deseos de mi madre siempre van de la mano. Y si vos conocierais a Dios y a mi madre como yo los conozco, sabríais que siempre se cumple su voluntad.
Arthur levantó su vaso y le dedicó un brindis a Catalina.
—Me ha gustado mucho el cuento —dijo—. Ojalá pudierais narrarlo en el salón.
—Y es todo cierto —le recordó Catalina—. Sé que lo es, porque fue mi madre quien me lo contó.
—Es decir, que vuestra madre también tuvo que luchar por el trono —dijo Arthur, en tono pensativo.
—Primero por el trono y luego por construir el reino de España.
El príncipe sonrió.
—Por mucho que nos digan que tenemos sangre real, ambos procedemos de una estirpe de luchadores. Tenemos nuestros tronos porque los hemos conquistado.
Catalina arqueó las cejas.
—Yo tengo sangre real —dijo— y mi madre tiene el trono por derecho propio.
—Sí, pero si vuestra madre no hubiera luchado por conservar su lugar en este mundo, ahora sería doña…
—Girón.
—Girón. Y vos seríais una don nadie.
Catalina negó con la cabeza, porque la idea le parecía inconcebible.
—Pasara lo que pasase, habría seguido siendo la hija de la hermana del rey. Siempre habría corrido sangre real por mis venas.
—Habríais sido una don nadie —dijo Arthur sin rodeos—. Una don nadie con sangre real, lo mismo que yo si mi padre no hubiera luchado por su trono. Ambos procedemos de familias que han reclamado lo que tienen.
—Sí —admitió Catalina, aunque a regañadientes.
—Ambos somos hijos de padres que han reclamado lo que por derecho les correspondía a otros —se aventuró a decir Arthur.
Catalina levantó la cabeza de inmediato.
—¡No es cierto! Por lo menos, no en el caso de mi madre. Ella era la legítima heredera.
Arthur no estaba de acuerdo.
—El hermano de vuestra madre nombró heredera a su hija, la reconoció. Vuestra madre tuvo que conquistar su trono, igual que hizo mi padre.
Catalina se ruborizó.
—No es cierto —insistió—. Es la legítima heredera al trono, lo único que hizo fue defender sus derechos ante una pretendiente.
—¿Acaso no os dais cuenta? —dijo Arthur—. Todos somos pretendientes hasta que ganamos. Cuando ganamos, podemos reescribir la historia, redibujar los árboles genealógicos y ejecutar a nuestros rivales o encerrarlos en prisión, de forma que podamos afirmar que sólo existe un legítimo heredero: nosotros. Pero hasta entonces, sólo somos otros pretendientes al trono. Y no siempre somos el mejor pretendiente, ni el que tiene más derecho.
Catalina frunció el ceño.
—¿Qué estáis tratando de decir? —le preguntó—. ¿Estáis diciendo que no soy una auténtica princesa, o que vos no sois el legítimo heredero al trono de Inglaterra?
Arthur le cogió una mano.
—No, no. No os enfadéis conmigo —trató de calmarla—. Lo único que estoy diciendo es que poseemos y retenemos lo que hemos reclamado. Lo único que estoy diciendo es que fabricamos nuestra propia sucesión, que reclamamos lo que queremos y decimos que somos el príncipe de Gales o la reina de Inglaterra. Que nosotros elegimos el nombre y el título por el que se nos conoce. Igual que hace todo el mundo.
—Os equivocáis —dijo Catalina—. Yo nací infanta de España y moriré reina de Inglaterra. No es una elección, es mi destino.
Arthur le tomó una mano y se la besó. Se dio cuenta de lo inútil que era insistir en la idea de que un hombre o una mujer podían construir su destino basándose en sus propias convicciones. Tal vez él tuviera algunas dudas, pero con Catalina no había más que hablar: tenía el convencimiento absoluto de que su destino ya estaba trazado. Y Arthur estaba completamente seguro de que lo defendería hasta la muerte: su título, su orgullo y su conciencia de sí misma eran una única cosa.
—Katherine, reina de Inglaterra —dijo. Le besó las manos y Catalina le correspondió con una sonrisa.
Lo quiero tanto… No sabía que se pudiera amar a alguien de esta manera. Me doy cuenta de que mi paciencia y mi sabiduría son cada vez mayores, lo mismo que el amor que siento por él. Ya no soy tan impaciente ni irritable y hasta he aprendido a sobrellevar sin queja mi añoranza. Me doy cuenta de que cada vez soy mejor como mujer y como esposa, de que trato de complacer a mi esposo y hacer que se sienta orgulloso de mí. Quiero que siempre esté contento de haberse casado conmigo y que siempre seamos tan felices como lo somos hoy. No tengo palabras para describir a Arthur… No tengo palabras.
De la corte del rey llegó un mensajero que traía regalos para los recién casados: un par de venados del bosque de Windsor, un paquete de libros para Catalina, cartas de Elizabeth de York y órdenes de milady, la madre del rey, quien al parecer se había enterado —aunque nadie sabía cómo— de que varios setos habían sufrido daños durante las cacerías del príncipe. Lady Margaret le ordenaba a su nieto que se asegurara de que el dueño de las tierras recibía una compensación.
Por la noche, cuando el príncipe acudió a la alcoba de Catalina, le mostró la carta.
—¿Cómo es posible que se entere de todo? —preguntó Arthur.
—El hombre le habrá escrito —dijo Catalina, con expresión compungida.
—¿Y por qué no ha venido a hablar directamente conmigo?
—Porque tal vez la conozca y sea su vasallo.
—Podría ser —dijo Arthur—. Mi abuela tiene una red de aliados por todo el país, como si fuera una telaraña.
—Deberíais ir a ver a ese hombre —afirmó Catalina—. Podríamos ir los dos. Podríamos llevarle un regalo, un poco de carne o algo, y pagarle lo que le debemos.
Arthur sacudió la cabeza, perplejo ante el poder de su abuela.
—Sí, podemos hacerlo, pero… ¿cómo es posible que se entere de todo?
—Así es como se gobierna —dijo Catalina—, ¿no? Nos aseguramos de saberlo todo y de que cualquiera que tenga un problema acuda a nosotros. Así es como ellos adoptan el hábito de la obediencia y nosotros el del mando.
Arthur soltó una carcajada.
—Ya veo que me he casado con otra Margaret Beaufort —dijo—. Que Dios me ayude.
Catalina sonrió.
—Debéis estar prevenido —admitió la princesa—. Soy la hija de una mujer dominante. Hasta mi padre hace lo que ella dice.
Arthur dejó la carta y atrajo a su esposa hacia sí.
—Os he echado de menos todo el día —dijo, con el rostro apoyado en el cálido cuello de la princesa.
Catalina desabrochó la parte delantera de la camisa de dormir de su esposo y apoyó la mejilla en su piel, que desprendía una dulce fragancia.
—Mi amor.
De común acuerdo, se dirigieron a la cama.
—Mi amor.
—Contadme un cuento.
—¿Cuál queréis que os cuente esta noche?
—Habladme de cuando se casaron vuestros padres. ¿Su matrimonio también estaba acordado, como el nuestro?
—Oh, no —exclamó la princesa—. En absoluto. Mi madre estaba muy sola en el mundo y, aunque Dios la había salvado de don Pedro, aún no estaba a salvo del todo. Sabía que su hermano intentaría casarla con cualquiera que pudiera mantenerla alejada del trono. Fueron años aciagos para ella: decía que apelar a su madre era como hablarle a una pared, pues mi abuela se había perdido en su mundo de dolor y no podía hacer nada para ayudar a su hija. El primo de mi madre, y también su única esperanza, era Fernando de Aragón, el heredero del reino vecino. Acudió a ella disfrazado: sin sirvientes ni soldados que lo acompañaran, cabalgó toda la noche hasta el castillo donde ella luchaba por sobrevivir. Se hizo llevar ante mi madre, se quitó el sombrero y la capa para que mi madre lo viera… y ella lo reconoció al instante.
—¿De verdad? —preguntó Arthur, que escuchaba embelesado.
Catalina esbozó una sonrisa.
—Como en los romances, ¿no os parece? Mi madre me dijo que empezó a quererlo en ese mismo momento, que se enamoró nada más verlo, como la princesa de un poema. Él le pidió allí mismo que se casaran y mi madre aceptó. Mi padre se enamoró de ella esa noche, a primera vista, cosa que no les suele suceder a las princesas. Dios los había bendecido a ambos: los condujo a amarse y, por suerte, sus corazones coincidieron con sus intereses.
—Dios se preocupa por los reyes de España —comentó Arthur, medio en broma.
Catalina asintió.
—Vuestro padre no se equivocó al buscar nuestra amistad. Estamos construyendo nuestro reino en al-Andalus, las tierras de los príncipes moros. Tenemos Castilla y Aragón, ahora poseemos también Granada y pronto tendremos más tierras. Lo que más desea mi padre es Navarra, pero no se detendrá ahí, pues está decidido a conquistar Nápoles. No creo que se dé por satisfecho hasta que todas las regiones del sur y del oeste de Francia pasen a nuestras manos. Ya lo veréis. Aún no ha establecido las fronteras que él desea para España.
—¿Se casaron en secreto? —preguntó Arthur, fascinado por dos monarcas que habían asumido el mando de sus propias vidas y habían construido su propio destino.
Catalina pareció un tanto avergonzada.
—Mi padre le dijo a mi madre que tenía una dispensa, pero no estaba correctamente firmada. Me temo que la engañó.
Arthur frunció el ceño.
—¿Vuestro maravilloso padre le mintió a vuestra piadosa madre?
La princesa esbozó una sonrisa triste.
—Lo cierto es que mi padre era capaz de cualquier cosa para salirse con la suya. Es algo que se aprende en seguida cuando se trata con él: siempre va uno, dos e incluso tres pasos por delante de los demás. Él sabía perfectamente que mi madre era muy devota y que no se casaría con él sin una dispensa y… él consiguió una dispensa.
—Pero luego lo solucionaron…
—Sí. E hicieron lo correcto, aunque al padre de mi padre y al hermano de mi madre no les gustara nada.
—¿Por qué decís que hicieron lo correcto? ¿Es correcto desafiar a la propia familia, desobedecer al padre de uno? Es pecado, porque significa desobedecer un mandamiento. Por tanto, pecado capital. Ningún papa puede bendecir un matrimonio así.
—Era la voluntad de Dios —dijo Catalina, muy convencida—. Nadie sabía que era la voluntad de Dios, excepto mi madre. Ella siempre conoce la voluntad de Dios.
—¿Y cómo puede estar tan segura? ¿Cómo podía estar tan segura si sólo era una niña?
Catalina se echó a reír.
—Dios y mi madre tienen siempre ideas muy parecidas.
Arthur también se echó a reír y le cogió un mechón de cabello.
—La verdad es que hizo lo correcto al enviaros aquí, junto a mí.
—Sí —afirmó Catalina—. Y nosotros haremos lo correcto por este país.
—Exacto —respondió Arthur—. Tengo grandes planes para cuando lleguemos al trono.
—¿Qué haremos?
El joven príncipe vaciló.
—Pensaréis que no soy más que un crío y que tengo la cabeza llena de historias de los libros.
—No, no lo pensaré. ¡Contadme!
—Me gustaría formar un consejo, igual que hizo el primer rey Arturo. Pero no será un consejo como el de mi padre, en el que sólo están los amigos que lucharon a su lado, sino un consejo que represente a todo el reino. Un consejo de caballeros en el que estén representados todos los condados: la idea no es que los elija yo porque me agrade su compañía, sino que los elijan sus propios condados porque los consideren los dignatarios ideales. Lo que me propongo es que ellos acudan a la mesa, que cada uno sepa lo que ocurre en su condado y pueda informarnos. Si, por ejemplo, hay una cosecha a punto de echarse a perder y se va a producir una hambruna, lo sabremos a tiempo y podremos enviar comida.
Catalina se sentó, interesada.
—Serán nuestros consejeros, nuestros ojos y nuestros oídos.
—Sí. Y cada uno de ellos será responsable de construir defensas, especialmente los del norte y los de las costas.
—Y de reclutar tropas una vez al año, para que siempre estemos preparados en caso de ataque —añadió Catalina—. Porque vendrán, ¿sabéis?
—¿Los moros?
Catalina asintió.
—Por ahora los hemos derrotado en España, pero en África se han hecho más fuertes que nunca, en Tierra Santa, en Turquía y más allá. Cuando necesiten más tierras, atacarán de nuevo la Cristiandad. Una vez al año, en primavera, el sultán otomano se dedica a hacer la guerra, igual que otros hombres se dedican a arar los campos. Vendrán a por nosotros. No podemos saber cuándo, pero podemos estar seguros de que vendrán.
—Quiero defensas en toda la costa sur para defendernos de Francia y de los moros —dijo Arthur—. Una cadena de castillos y de almenaras tras ellos, de forma que si nos atacan en Kent, por ejemplo, lo sepamos de inmediato en Londres y podamos avisar a todo el mundo.
—Tendréis que construir barcos —dijo Catalina—. Mi madre encargó buques de guerra a los astilleros de Venecia.
—En Inglaterra tenemos nuestros propios astilleros —dijo el príncipe—, así que podemos construirlos.
—¿Y de dónde sacaremos el dinero para tantos barcos y castillos? —preguntó, con sentido práctico, la hija de Isabel de Castilla.
—En parte, de los impuestos que pagará el pueblo —respondió Arthur— y en parte de los impuestos que pagarán los mercaderes y la gente que utilice los puertos. Es por su seguridad, así que tendrán que pagar. Sé que a la gente no le gustan los impuestos, pero es porque no ven lo que se hace con el dinero recaudado.
—Entonces necesitaremos recaudadores de impuestos que sean honrados —afirmó Catalina—. Mi padre siempre dice que recaudar los impuestos justos y conseguir que no se pierda la mitad del dinero por el camino es mejor que tener un regimiento de caballería.
—Sí, pero… ¿cómo encontraremos hombres de los que podamos fiarnos? —dijo Arthur, que pensaba en voz alta—. Ahora mismo, cualquiera que desee hacerse rico se busca un empleo como recaudador de impuestos. Deberían trabajar para nosotros, no para ellos mismos. Deberían recibir una paga, no recaudar impuestos por su propia cuenta.
—Eso no lo ha conseguido nadie excepto los moros —dijo Catalina—. Los moros de al-Andalus fundaron escuelas y universidades para los hijos de los pobres, porque así conseguían funcionarios en los que podían confiar. Y los trabajos más importantes de la corte siempre los hacen los jóvenes estudiantes, a veces incluso los hijos más jóvenes del rey.
—¿Debo casarme con otras cien mujeres para tener mil funcionarios que trabajen al servicio del trono? —se burló Arthur.
—Ni se os ocurra casaros con otra.
—Pues entonces debemos encontrar hombres de confianza —dijo el príncipe, en tono pensativo—. Necesitamos leales servidores de la Corona, gente que reciba su salario de la Corona y que, por tanto, le deba obediencia. Si no, lo que hacen es trabajar para sí mismos, aceptan sobornos y sus familias se vuelven muy poderosas.
—Podría enseñarles la Iglesia —insinuó Catalina—, igual que los imanes enseñan a los hijos de los moros. Si toda parroquia fuera tan culta como una mezquita y tuviera una escuela, si todo párroco enseñara a leer y a escribir a sus fieles, podríamos fundar universidades para que los jóvenes pudieran seguir estudiando.
—¿Es eso posible? —le preguntó su esposo—. ¿No es un sueño?
Catalina asintió.
—Podríamos hacerlo realidad. Construir un país es lo más real que se puede hacer. Construiremos un reino del que podamos estar orgullosos, igual que mis padres hicieron en España. Decidiremos cómo queremos que sea… y lo haremos realidad.
—Camelot —se limitó a decir Arthur.
—Camelot —repitió Catalina.