Mayo de 1503
En aras del decoro, el rey Henry no se acercó a Catalina durante un mes, pero le hizo una visita formal en Durham House en cuanto se quitó el luto. La casa de la princesa había recibido aviso de la visita del soberano, así que todo el mundo se vistió con sus mejores galas. El rey se dio cuenta de que las cortinas, las alfombras y los tapices estaban ya muy gastados, cosa que lo hizo sonreír para sus adentros. Si Catalina era tan juiciosa como él creía, se alegraría mucho de encontrar una solución a tan incómodas condiciones, así que Henry se felicitó a sí mismo por no haberle puesto las cosas más fáciles a la joven española durante el último año. A estas alturas, Catalina seguramente había entendido ya que estaba a merced del rey y que sus padres no podían hacer nada por liberarla.
El heraldo del soberano abrió las puertas dobles del salón de audiencias de Catalina y anunció, a voz en cuello:
—Su gracia, el rey Henry de Inglaterra…
El monarca le ahorró pronunciar los otros títulos con un gesto de la mano y se dirigió a su nuera.
Catalina llevaba un vestido oscuro con ribetes azules en las mangas, peto lujosamente bordado y capucha azul oscuro. El atuendo resaltaba su melena de color ámbar y sus ojos azules. El rey no pudo contener una involuntaria sonrisa de placer al ver a Catalina, que se inclinó para hacer una reverencia y luego se irguió de nuevo.
—Vuestra gracia —dijo la joven en tono cortés—, es todo un honor.
El rey se obligó a no deleitarse en la contemplación de la blanca piel del cuello de la princesa ni en el rostro terso y sin arrugas que le devolvía la mirada. Henry Tudor había vivido siempre con una mujer hermosa que tenía su misma edad, pero ahora se hallaba frente a una muchacha que podía ser su hija, una muchacha en pleno esplendor de la juventud, una muchacha de senos firmes y turgentes. Catalina estaba preparada para el matrimonio; de hecho, estaba sobradamente preparada y merecía que se la llevasen a la cama. El rey se contuvo de golpe y pensó que contemplar con tanto deseo a la joven esposa de su difunto hijo era propio de un enamorado, pero también de un viejo verde.
—¿Puedo ofreceros algo para beber? —dijo Catalina, con una mirada en la que se adivinaba una sonrisa.
De haber sido la infanta un poco mayor y un poco más avezada, el rey habría interpretado que lo estaba intentando cazar con tanta astucia como el hábil pescador que consigue sacar del agua al salmón.
—Sí, gracias, tomaré un vaso de vino.
Y Catalina lo cazó.
—Me temo que no tengo nada decente que ofreceros —dijo la joven con picardía—. En mis bodegas no queda nada y tampoco puedo permitirme comprar buen vino.
El rey, sin embargo, no se inmutó ni admitió que Catalina había conseguido engañarlo para hablarle de sus dificultades económicas.
—Lo lamento muchísimo, haré que os envíen unos cuantos toneles —dijo el monarca—. Debéis de estar administrando mal el dinero para los gastos de la casa.
—Es muy escaso —se limitó a decir la princesa—. ¿Os apetece un vaso de cerveza? La elaboramos nosotras mismas, así ahorramos dinero.
—Gracias —dijo Henry, que se mordió el labio para ocultar una sonrisa. Jamás se le habría ocurrido pensar que Catalina tuviera tanta seguridad en sí misma. El año de viudedad le había servido para sacar a relucir su valor, se dijo. Sola, en un país extraño, Catalina no se había hundido como les habría sucedido a tantas otras jóvenes, sino que había reunido coraje y había salido fortalecida de la experiencia.
—¿Se halla bien de salud vuestra madre? ¿Está bien la princesa Mary? —le preguntó Catalina, con la misma naturalidad como si le estuviera haciendo los honores a un invitado en el Cuarto Dorado de la Alhambra.
—Sí, gracias a Dios —respondió el rey—. ¿Y vos?
La joven sonrió e inclinó la cabeza.
—Y no es necesario que os pregunte por vuestra salud —comentó—, pues estáis exactamente igual.
—¿De verdad? —preguntó el rey.
—Exactamente igual que la primera vez que os vi —dijo Catalina—, cuando acababa de llegar a Inglaterra y estaba de camino a Londres. Vos llegasteis a caballo para conocerme.
A Catalina le costó un gran esfuerzo no recordar la expresión de Arthur aquella noche. Avergonzado por los modales de su padre, el joven se había limitado a hablar en voz baja con ella y mirarla de reojo. La joven apartó con decisión el recuerdo de su joven amado y le sonrió al rey, al tiempo que añadía:
—Me sorprendió mucho vuestra visita y lo cierto es que me asustasteis.
Henry Tudor se echó a reír. Se dio cuenta de que Catalina había evocado la escena del día en que se habían conocido. Lo que había visto el rey en aquella ocasión era una virgen vestida de blanco junto a su cama, con una capa azul sobre los hombros y el pelo recogido en una trenza que le caía por la espalda. En aquel momento, el rey pensó que se había acercado a ella como si fuera un raptor, que había entrado a la fuerza en la alcoba de la joven y que también podría haberla poseído a la fuerza.
Con la intención de ocultar sus pensamientos, el monarca se volvió y cogió una silla, al tiempo que le hacía un gesto a la princesa para que ella también se sentara. Molesto, Henry se fijó en que la dueña de Catalina, aquella vaca española de rostro avinagrado, se hallaba al fondo de la estancia con otras dos damas.
Catalina se sentó, muy tranquila, cruzó sus blancas manos sobre el regazo y puso la espalda recta. Sus modales eran los de una joven que confiaba plenamente en su poder de atracción. Henry la observó durante un segundo, sin decir nada. Sin duda, la joven debía saber el efecto que estaba causando en el rey al recordarle su primer encuentro. Por otro lado, era impensable que la hija de Isabel de Castilla y viuda de su propio hijo estuviera tratando deliberadamente de despertar su deseo…
En ese momento entró un sirviente con dos vasos de cerveza. Primero sirvió al rey y luego Catalina cogió su vaso, bebió un sorbito y volvió a dejarlo.
—¿Sigue sin gustaros la cerveza?
El rey se sorprendió al oír el tono íntimo de su propia voz. Por Dios, pero ¿qué tenía de malo preguntarle a su nuera qué bebida prefería?
—Sólo la tomo cuando tengo mucha sed —contestó la princesa—, pero no me gusta el sabor que me deja —añadió, mientras se llevaba la mano a la boca y se tocaba el labio inferior. Cautivado, el rey la observó acariciarse la punta de la lengua con la yema del dedo—. Creo que nunca será mi bebida preferida —dijo haciendo una mueca.
—¿Qué bebíais en España? —Henry se dio cuenta de que apenas podía hablar. Seguía contemplando los tersos labios de Catalina, el lugar exacto en que la lengua los había acariciado y había dejado un rastro húmedo.
—Bebíamos agua —dijo la joven—. En la Alhambra, los moros habían canalizado el agua cristalina que bajaba de las montañas, para transportarla hasta el palacio. Bebíamos de las fuentes el agua de primavera de las montañas, que nos llegaba aún fresca. Y zumos de frutas, claro: en verano teníamos frutas deliciosas y helados, y sorbetes. Y vino, también.
—Si este verano me acompañáis cuando salga de viaje, iremos a lugares en los que podréis beber agua —le dijo Henry. Pensó que se estaba comportando como un crío tonto, que le estaba ofreciendo como premio un poco de agua, pero aun así se empeñó en insistir—: Si venís conmigo, iremos a cazar. Iremos a Hampshire, a New Forest. ¿Recordáis el paisaje? Está cerca de donde nos vimos por primera vez.
—Me encantaría —dijo— si para entonces aún sigo aquí, claro.
—¿Si aún seguís aquí? —El rey se sobresaltó, pues casi había olvidado que Catalina era su rehén y que en teoría debía regresar a España en verano—. Dudo que vuestro padre y yo hayamos alcanzado un acuerdo para entonces.
—Vaya, ¿y por qué lleva tanto tiempo? —preguntó Catalina con sus azules ojos muy abiertos, en una expresión de falsa sorpresa—. Se podrá llegar a algún tipo de acuerdo, ¿no? —dijo en tono vacilante—. Entre aliados… Si no nos ponemos de acuerdo en cuanto al dinero que se debe, existirá otra solución, ¿no? Otro acuerdo al que podamos llegar… Teniendo en cuenta que ya hemos llegado antes a otros acuerdos…
La idea se asemejaba tanto a lo que él pensaba que se puso en pie, desconcertado. Catalina lo imitó de inmediato. La punta de la capucha azul que llevaba quedaba a la altura de los hombros del rey, quien pensó que para besarla tendría que inclinarse y que si estuviera en la cama con ella, tendría que proceder con mucho cuidado para no hacerle daño. Sólo de pensarlo, le ardieron las mejillas de calor.
—Acercaos —le dijo con voz grave, mientras la guiaba hacia la jamba de la ventana, donde las damas de Catalina no podían oír la conversación.
—He estado pensando en el tipo de acuerdo al que podríamos llegar —dijo—. Lo más fácil sería que os quedarais aquí y, desde luego, a mí me gustaría que os quedarais.
Catalina no levantó la cabeza para mirarlo. De haberlo hecho en ese momento, el rey habría adivinado de inmediato lo que pensaba, así que mantuvo el rostro bajo y miró al suelo.
—Oh, desde luego, si mis padres están de acuerdo —dijo, en voz tan baja que el rey apenas la oyó.
Henry se sintió atrapado. No podía proseguir si ella mantenía la cabeza inclinada hacia un lado, en un gesto exquisito, y le mostraba sólo las pestañas y el perfil de la mejilla. Sin embargo, ya no podía echarse atrás, y menos cuando Catalina le había preguntado abiertamente si existía alguna forma de resolver el conflicto entre él y los reyes de España.
—Supongo que me consideráis muy viejo —dijo con brusquedad.
Catalina lo observó durante un segundo con sus azules ojos y luego ocultó de nuevo la mirada.
—En absoluto —dijo en tono neutro.
—Soy lo bastante viejo para ser vuestro padre —dijo, con la esperanza de que lo negara.
La joven lo observó de nuevo.
—Yo jamás os he visto así —afirmó.
Henry guardó silencio. Aquélla mujer menuda, que en determinados momentos parecía darle esperanzas y, de golpe, se volvía impenetrable, lo desconcertaba por completo.
—¿Qué os gustaría hacer? —le preguntó.
Finalmente, Catalina levantó la cabeza y le sonrió al rey. Curvó los labios, pero en su mirada no había rastro alguno de calidez.
—Lo que vos ordenéis —dijo—. Lo que más deseo es obedeceros, vuestra gracia.
¿Qué quiere decir? ¿Qué se propone? Creía que me estaba ofreciendo a Harry y estaba a punto de decirle «sí» cuando me dijo que seguramente lo consideraba muy viejo, tan viejo como mi padre. Y lo es, desde luego. De hecho, parece bastante más viejo que mi padre, así que no lo veo como a un padre, sino más bien como a un abuelo o un sacerdote anciano. Mi padre es atractivo; es un mujeriego empedernido, un valiente soldado, un héroe del campo de batalla. Éste rey, sin embargo, ha luchado en una batallita de nada y ha sofocado cuatro rebeliones de lo menos heroicas, protagonizadas por súbditos pobres tan hartos de su reinado que ya no lo soportaban más. No se parece, pues, a mi padre y cuando le dije que jamás lo he visto así, no dije otra cosa que la verdad.
Sin embargo, el rey me miró como si hubiera dicho algo de gran interés y luego me preguntó qué quería. No pude decirle a la cara lo que quería: que olvidara mi boda con su primogénito y me casara de nuevo, esta vez con su hijo menor. Así, le dije que sólo deseaba obedecerlo. No dije nada malo, pero tuve la sensación de que no era eso lo que él esperaba. Y tampoco me sirvió para conseguir lo que quiero.
No tengo ni idea de lo que se propone, ni tampoco de cómo sacarle provecho.
Henry regresó al palacio de Whitehall con el rostro ardiendo y el corazón desbocado, obsesionado por la frustración que sentía y la necesidad de llevar a cabo sus propios planes. Si conseguía convencer a los padres de Catalina para que aceptaran la boda, entonces podría reclamar el resto de la cuantiosa dote, librarse de pagar el legado que le exigían, reforzar la alianza con España en un momento en que también intentaba consolidar nuevas alianzas con Francia y Escocia, y tal vez tener otro heredero, dado que Catalina era muy joven. Con una hija en el trono de Escocia y otra en el de Francia, conseguiría establecer una paz duradera con ambas naciones. Si además colocaba una princesa española en el trono de Inglaterra, mantendría también la alianza con los reyes católicos de España. Es decir, que forzaría a las grandes potencias de la Cristiandad a establecer una unión pacífica con Inglaterra que no duraría una generación, sino muchas. Tendrían herederos en común y estarían a salvo. Inglaterra estaría a salvo. Mejor aún, los hijos de Inglaterra podrían llegar a heredar los reinos de Francia, de Escocia y de España. Inglaterra podía empezar a imaginar un futuro de paz y esplendor.
Lo más sensato, pues, era conseguir a Catalina. El rey trató de pensar en las ventajas políticas y no en el perfil de su cuello o en la curva de su cintura. Trató de serenarse pensando en la pequeña fortuna que se ahorraría si no tenía que pagarle el legado ni pasarle una asignación, si no tenía que fletar un barco —o varios, sin duda— para que la llevara a España. En lo único que podía pensar, sin embargo, era en que Catalina se había tocado la boca con el dedo y le había dicho que no le gustaba el sabor que le dejaba la cerveza. El rey gimió en voz alta al recordar el momento en que Catalina se había acariciado los labios con la punta de la lengua. El mozo que le sujetaba el caballo para que pudiera desmontar levantó la cabeza y dijo:
—¿Señor?
—Bilis —dijo el rey en tono cortante.
Mientras se dirigía a sus aposentos, Henry tuvo la sensación de que el plato que le estaba dando arcadas era tal vez demasiado exquisito para él. Los cortesanos, reunidos en corrillos, se apartaron a su paso y le dedicaron lisonjeras sonrisas. Había algo que el rey no debía olvidar: que Catalina era apenas una niña y que, además, era su propia nuera. Si hacía caso del sentido común por el que se había guiado hasta ese momento, lo que debía hacer era limitarse a prometer que le pagaría el legado, enviarla de vuelta a España y después ir aplazando el pago hasta que casaran a Catalina con cualquier noble. De esa forma, acabaría por no pagar nada.
Pero al imaginarla casada con otro hombre, el rey se detuvo y se apoyó en la pared revestida de madera de roble.
—¿Vuestra gracia —le preguntó alguien—, estáis indispuesto?
—Bilis —repitió el rey—. Algo que habré comido.
En ese momento se le acercó el jefe de la Cámara Privada.
—¿Vuestra gracia desea que mande a buscar al médico? —le preguntó.
—No —respondió el rey—. Pero enviad dos toneles del mejor vino a la princesa viuda. En sus bodegas ya no queda nada y cuando la visito quiero beber vino, no cerveza.
—Sí, vuestra gracia —dijo el hombre. Hizo una reverencia y se marchó.
Henry se dirigió a sus aposentos que, como de costumbre, estaban abarrotados: peticionarios, cortesanos, gente que pedía favores, cazafortunas, amigos, aristócratas, nobles que se acercaban a él por amor o interés… Henry los observó con una mirada de resentimiento. Cuando sólo era Henry Tudor y estaba exiliado en Bretaña, no tenía tantos amigos.
—¿Dónde está mi madre? —le preguntó a uno de los presentes.
—En sus aposentos, vuestra gracia —respondió el hombre.
—Quiero ir a visitarla —dijo el rey—. Decídselo.
Henry le concedió a su madre unos momentos para que se arreglara y luego se dirigió a sus aposentos. Tras la muerte de su nuera, lady Margaret Beaufort se había trasladado a las habitaciones reservadas tradicionalmente a la reina. Había encargado tapices y muebles nuevos, con el resultado de que la estancia era ahora mucho más lujosa que la de cualquier otra reina que la hubiera ocupado con anterioridad.
—Yo mismo me anunciaré —le dijo Henry al guardia que custodiaba la puerta, antes de entrar sin ceremonia alguna.
Lady Margaret estaba sentada a una mesa, junto a la ventana. Tenía frente a sí las cuentas de la casa y analizaba los gastos de la casa real como si se tratara de una granja bien administrada. En la corte que dirigía lady Margaret no se toleraba derroche alguno. Así, los sirvientes reales que creían que los pagos que pasaban por sus manos podían proporcionarles un poco de oro extra, no tardaban mucho en llevarse una decepción.
Al ver a su madre supervisando las cuentas de la casa real, Henry hizo un gesto de aprobación. Jamás había conseguido sobreponerse al temor de que el lujo y la ostentación del trono de Inglaterra acabaran convirtiéndose en un espectáculo vacuo. Para llegar al trono, Henry Tudor se había endeudado y había tenido que pedir muchos favores, así que no estaba dispuesto a tener que tragarse el orgullo de nuevo.
Lady Margaret Beaufort levantó la vista cuando entró Henry.
—Hijo.
El rey se arrodilló para recibir la bendición de su madre, como hacía todos los días la primera vez que se veían, y notó los dedos de la mujer rozándole apenas la cabeza.
—Pareces preocupado —comentó lady Margaret.
—Lo estoy —dijo—. He ido a ver a la princesa viuda.
—¿Sí? —Una expresión de ligero desdén cruzó por el semblante de la anciana—. ¿Y ahora qué piden sus padres?
—Tenemos… —dijo, pero se interrumpió y volvió a empezar—: Tenemos que decidir qué vamos a hacer con ella. Ha dicho algo de volver a España.
—Cuando nos paguen lo que nos deben —respondió de inmediato la mujer—. Ya saben que nos tienen que pagar el resto de la dote para que la dejemos marchar.
—Sí, Catalina ya lo sabe. —Se produjo un silencio—. Me ha preguntado si podríamos llegar a otro tipo de acuerdo —prosiguió el rey—, a alguna solución.
—Ah, llevaba tiempo esperándolo —dijo la madre del rey, exultante de alegría—. Sabía que lo intentarían, lo único que me extraña es que hayan esperado tanto. Supongo que querían esperar hasta que terminara su luto.
—¿Qué es lo que van a intentar?
—Que se quede aquí —respondió su madre.
Henry se dio cuenta de que se le escapaba la sonrisa y se obligó a mantener una expresión impenetrable.
—¿Eso creéis?
—Ya llevo tiempo esperando que muestren sus cartas y sabía que lo que ellos esperaban era que nosotros diéramos el primer paso. ¡Pues no! Pero hemos conseguido que ellos se pronuncien primero.
El rey arqueó las cejas y se impacientó. Quería que fuera su propia madre quien expresara con palabras lo que él deseaba.
—¿Qué esperaban?
—Una propuesta nuestra, claro —dijo la mujer—. Sabían perfectamente que jamás dejaríamos pasar una oportunidad así. Catalina era la mejor opción entonces y lo sigue siendo ahora. Hicimos un buen trato por ella, que sigue siendo bueno, sobre todo si nos pagan todo lo que deben. Y ahora es mucho más rentable que nunca.
Henry se ruborizó y observó a su madre con una sonrisa radiante.
—¿De verdad lo pensáis?
—Pues claro. Ya está aquí, nos han pagado la mitad de la dote y sólo nos queda esperar la otra mitad. Además, nos hemos librado de su séquito, la alianza nos está beneficiando, ya que los franceses jamás nos respetarían si no fuera porque temen a los padres de Catalina. Por otro lado, los escoceses también nos temen… Catalina sigue siendo la mejor opción en toda la Cristiandad.
Henry experimentó una arrolladora sensación de alivio. Si su madre no se oponía al plan, no tendría problemas para seguir adelante. Ella había sido su consejera durante tanto tiempo que Henry no se sentía capaz de proceder en contra de su voluntad.
—¿Y la diferencia de edad?
La mujer se encogió de hombros.
—¿De cuánto es? ¿Cinco, casi seis años? Eso no es nada para un príncipe.
El rey retrocedió como si su madre lo hubiera abofeteado.
—¿Seis años?
—Harry es fuerte y está muy alto para su edad, no se notará mucho la diferencia —añadió la mujer.
—No —dijo el rey con rotundidad—. No. Harry no. Yo no me refería a Harry. ¡Yo no estaba hablando de Harry!
La rabia en la voz de Henry alertó a su madre.
—¿Qué?
—No. No. Harry no. ¡Maldita sea, Harry no!
—¿Qué? ¿A qué te refieres?
—¡Es obvio! ¿Acaso no os parece obvio?
La mirada de lady Margaret Beaufort recorrió el rostro del rey y leyó su expresión como sólo ella sabía hacer.
—¿Harry no?
—Pensaba que estabais hablando de mí.
—¿De ti? —La mujer recapacitó sobre la conversación—. ¿Tú para la infanta? —preguntó en tono de incredulidad.
—Sí —respondió su hijo, ruborizándose de nuevo.
—¿La viuda de Arthur? ¿Tu propia nuera?
—¡Sí! ¿Por qué no?
Lady Margaret observó a su hijo con inquietud. Ni siquiera le hizo falta enumerar los impedimentos.
—Era demasiado joven y el matrimonio ni siquiera se consumó —dijo Henry, repitiendo las palabras que el embajador español había sabido por boca de doña Elvira y que ya habían llegado a todos los rincones de la Cristiandad. La madre del rey se mostró escéptica—. Es lo que ella dice, lo que dice su dueña, lo que dicen los españoles… Es lo que dice todo el mundo.
—¿Y tú te lo crees? —preguntó la mujer en tono gélido.
—Arthur era impotente.
—Bueno… —Era habitual que lady Margaret guardara silencio mientras consideraba alguna cuestión. La mujer observó a su hijo y se fijó en el rubor de sus mejillas y en su expresión angustiada—. Seguramente es mentira. Estuvimos en su boda, presenciamos cómo se acostaban juntos y nadie insinuó entonces que no hubiesen consumado el matrimonio.
—Eso no es de nuestra incumbencia. Si todos dicen la misma mentira y la mantienen, es lo mismo que si dijeran la verdad.
—Sólo si nosotros aceptamos la mentira.
—La aceptamos —ordenó el rey.
Su madre arqueó las cejas.
—¿Es eso lo que deseas?
—No es una cuestión de deseo. Necesito una esposa —dijo Henry con frialdad, como si le diera igual quién fuera esa esposa—. Y, como vos misma habéis dicho, resulta muy cómodo que ya esté aquí.
—Por su linaje, sería adecuada para ti —admitió su madre—, pero no por su relación contigo. Es tu nuera, aunque no se consumara el matrimonio. Y es muy joven.
—Tiene diecisiete años —dijo el rey—, una buena edad para una mujer. Y es viuda, es decir, que está preparada para casarse por segunda vez.
—O es virgen o no lo es —comentó en tono mordaz la mujer—, será mejor que nos pongamos de acuerdo.
—Tiene diecisiete años —se corrigió el rey—, una buena edad para casarse. Está preparada para un matrimonio en todos los sentidos.
—Al pueblo no le va a gustar —observó lady Margaret—. Recordarán su boda con Arthur, pues fue muy ostentosa. La gente le cogió cariño; a los dos, en realidad: la granada y la rosa. Catalina fascinó a todo el mundo con su mantilla de encaje.
—Bueno, pues Arthur está muerto —dijo el rey con brusquedad—. Y ella tendrá que casarse con alguien.
—Al pueblo le parecerá extraño.
Henry se encogió de hombros.
—Ya se alegrarán cuando me dé un hijo.
—Bueno, eso será si puede. Con Arthur no parecía muy fértil.
—Tal como hemos acordado, Arthur era impotente y el matrimonio no se consumó.
Lady Margaret se mordió los labios, pero no dijo nada.
—De esta forma, conseguimos la dote y nos ahorramos pagar el legado —señaló Henry.
Su madre asintió. La idea de la fortuna que Catalina podía proporcionarles le parecía más que atractiva.
—Y ya está aquí.
—Es una presencia constante —dijo lady Margaret en tono sarcástico.
—Es una princesa constante —sonrió su hijo.
—¿Crees que sus padres, sus majestades de España, estarán de acuerdo?
—No resolvemos sólo nuestro dilema, también resolvemos el suyo. Y, además, conservamos la alianza —dijo Henry. Se dio cuenta de que estaba sonriendo y trató de mantener su habitual expresión severa—. Y ella pensará que es su destino, pues está convencida de que ha nacido para ser reina de Inglaterra.
—Pues entonces es una estúpida —se apresuró a afirmar su madre.
—La han educado para ser reina desde que era una niña.
—Pero será una reina que no dará fruto. Ningún hijo suyo valdrá para nada, ni llegará jamás a rey. Si por casualidad tiene uno, Harry estará antes que él —le recordó lady Margaret—. Hasta los hijos de Harry estarán antes que él. Ésta unión es mucho menos ventajosa para ella que casarse con el príncipe de Gales. A los españoles no les va a gustar.
—Oh, pero Harry es aún un niño, falta mucho para que tenga hijos. Años.
—Aun así. Sus padres lo tendrán en cuenta y preferirán para ella al príncipe Harry, porque de esa forma ella será reina y, después de ella, su hijo será rey. ¿Crees que se van a conformar con menos?
Henry vaciló. No tenía ningún argumento en contra de la impecable lógica de su madre, excepto el de que no le apetecía seguirla.
—Ah, ya lo entiendo. La deseas —dijo la mujer en tono cansino. El silencio se había prolongado tanto como para que la anciana se diera cuenta de que había algo que su hijo no se atrevía a decir—. Es una cuestión de deseo.
Henry decidió arriesgarse.
—Sí —afirmó.
Lady Margaret contempló a su hijo con una mirada calculadora. Se lo habían llevado de su lado cuando apenas era un bebé, para mantenerlo a salvo, y desde entonces ella siempre había pensado en él como en una posibilidad, en un futuro heredero al trono, en un pasaporte a la gloria. De bebé apenas lo había visto y de niño jamás lo había amado. Había planeado su futuro para cuando fuera mayor, sí, había defendido el derecho de su hijo al trono y también había planeado su campaña como una amenaza a la casa de York… pero jamás había sentido cariño hacia él. Ahora, lady Margaret Beaufort se hallaba en un momento de su vida en que ya no podía permitirse el lujo de ser indulgente con su hijo. En realidad, no se permitía el lujo de serlo con nadie, ni siquiera consigo misma.
—Me parece escandaloso —dijo con frialdad—. Creía que estábamos hablando de un matrimonio ventajoso. Es como si fuera tu hija, así que tu deseo es un pecado carnal.
—No es pecado y tampoco es mi hija —dijo el rey—. El amor honesto no tiene nada de malo. Catalina no es mi hija, es viuda y su matrimonio no se consumó jamás.
—Tendrás que pedir una dispensa, porque es pecado.
—¡Pero si Arthur no la poseyó jamás! —exclamó Henry.
—La corte al completo los acompañó a la cama —señaló su madre en tono desapasionado.
—Arthur era demasiado joven. Era impotente. Y el pobre muchacho murió al cabo de unos meses.
Lady Margaret asintió.
—Eso es lo que Catalina dice ahora.
—Pero vos no desaconsejáis este matrimonio —dijo Henry.
—Es pecado —repitió su madre—. Pero si consigues una dispensa y sus padres están de acuerdo, pues… —dijo con tono amargo—, bueno, supongo que es mejor que otras —añadió, a regañadientes—. A fin de cuentas así podrá vivir en la corte, bajo mi control. Podré vigilarla y manejarla con más facilidad que a una joven de más edad. Además, no cabe duda de que se comporta de forma apropiada y de que es obediente. Yo le enseñaré cuáles son sus obligaciones. Por otro lado, el pueblo le tiene cariño.
—Hablaré hoy mismo con el embajador español.
Lady Margaret pensó que jamás había visto una alegría tan radiante en el rostro de su hijo.
—Supongo que podré enseñarle —dijo, señalando los libros que tenía delante—. Tiene muchas cosas que aprender.
—Le diré al embajador que pida su mano a sus majestades de España y mañana hablaré con Catalina.
—¿Tan pronto? —preguntó la mujer con curiosidad.
Henry asintió, pero no le dijo que incluso esperar hasta el día siguiente le parecía demasiado. De haber podido, habría regresado inmediatamente a Durham House y le habría pedido a Catalina que se casara con él esa misma noche, como si él no fuera más que un humilde escudero y ella una doncella; como si no fueran el rey de Inglaterra y la princesa de España; como si no fueran suegro y nuera.
Henry se aseguró de que el doctor De Puebla, el embajador español, recibiera una invitación para cenar en Whitehall, que se sentara en una de las mesas importantes y que se le sirviera el mejor vino. A la mesa del rey llegó un plato de carne de venado, que habían dejado orear hasta el punto perfecto y habían cocinado en una salsa de brandy; el rey se sirvió una porción pequeña y luego ordenó que le llevaran el plato al embajador español. De Puebla, que no disfrutaba de tantos favores desde que negoció el contrato matrimonial de la infanta, llenó su plato con una generosa ración y mojó en la salsa el mejor pan blanco. Le alegraba comer bien en la corte, aunque tras su sonrisa ávida el hombre se preguntaba en silencio por los motivos de tales deferencias.
La madre del rey lo saludó con la cabeza y De Puebla se puso en pie para hacerle una reverencia.
—Muy gentil —comentó el hombre para sus adentros, mientras volvía a sentarse—. Sumamente, excepcionalmente gentil.
De Puebla no era tonto y sabía que le iban a pedir algo a cambio de todos esos favores públicos. Pero teniendo en cuenta lo espantoso que había sido el último año, cuando las esperanzas de España habían quedado enterradas bajo la nave de la catedral de Worcester, por lo menos los indicios no parecían malos. Estaba claro que el rey Henry le había encontrado otra ocupación que no fuera la de convertirlo en chivo expiatorio por el retraso de los soberanos españoles a la hora de pagar sus deudas.
De Puebla había intentado defender a sus majestades de España ante un rey inglés cada vez más irascible. En largas y pormenorizadas cartas había intentado explicar a los monarcas españoles que era inútil exigir el legado de viudedad de Catalina si primero no pagaban el resto de la dote. Había intentado explicarle a Catalina que no podía conseguir que el rey le pasara una asignación más generosa para los gastos de manutención de su casa, como tampoco podía convencer al monarca español para que ayudara económicamente a su hija. Ambos reyes eran tercos a más no poder y ambos estaban decididos a colocar al otro en una posición de desventaja. A ninguno de los dos parecía preocuparle que, mientras tanto, una Catalina de apenas diecisiete años se viera obligada a ocuparse de un oneroso séquito, en un país extraño y sin dinero. Ninguno de los dos reyes estaba dispuesto a dar el primer paso y asumir la responsabilidad de la manutención de la princesa, por miedo a que eso les obligara a mantenerla —a ella y a su casa— eternamente.
De Puebla le sonrió al rey, que estaba sentado en su trono bajo el dosel de ceremonia. Le caía bien el rey Henry: admiraba su valor a la hora de alcanzar y conservar el trono, y le gustaba su sensatez. Sin embargo, lo que más le gustaba a De Puebla era vivir en Inglaterra: se había acostumbrado a su elegante casa de Londres y a su propia importancia como representante de la casa reinante más joven y más poderosa de Europa. Le gustaba la idea de que en Inglaterra no se tenía en cuenta su origen judío, ya que en aquella corte todo el mundo había salido de la nada y había cambiado su nombre o su afiliación por lo menos una vez. A De Puebla le convenía Inglaterra y estaba dispuesto a hacer lo que fuera por quedarse. Si eso significaba tener que servir mejor al rey de Inglaterra que al de España, bueno, no le parecía una concesión tan grave.
Henry se levantó de su trono e hizo un gesto para que los sirvientes retiraran los platos. Los criados barrieron el suelo y apartaron las mesas de caballetes, de forma que el rey pudiera pasearse entre los comensales, deteniéndose de vez en cuando para intercambiar algunas palabras. Henry seguía teniendo el aire de un general frente a sus hombres: los favoritos de la corte de los Tudor eran los valientes que habían apoyado sus palabras con las armas y habían llegado a Inglaterra con Henry. Ellos sabían lo valiosos que eran para el rey y, a su vez, el rey sabía lo valioso que era él para ellos. Más que una tolerante corte civil, pues, parecía el campamento de los vencedores.
Finalmente, Henry completó su circuito y llegó a la mesa de De Puebla.
—Embajador —lo saludó.
De Puebla inclinó la cabeza.
—Os doy las gracias por obsequiarme con un plato de venado —dijo—. Era exquisito.
El rey asintió.
—Quiero hablar con vos.
—Desde luego.
—En privado.
Los dos hombres se alejaron hacia un rincón tranquilo del salón, mientras los músicos de la galería interpretaban una primera nota y empezaban a tocar.
—Tengo una propuesta para resolver el asunto de la princesa viuda —dijo Henry, en el tono más seco posible.
—¿De veras?
—Tal vez mi sugerencia os parezca inapropiada, pero yo creo que es muy recomendable.
«Por fin —pensó De Puebla para sus adentros—. La va a proponer en matrimonio a Harry. Creía que iba a permitir que se hundiera aún más antes de dar el paso. Creía que la iba a humillar hasta el punto de poder pedirnos el doble por convertirla de nuevo en princesa de Gales. Pues bien, Dios es misericordioso».
—¿Sí? —dijo el embajador.
—Propongo que nos olvidemos de la dote —empezó a decir Henry—. Sus bienes pasarán a formar parte de mi casa. Le pagaré una asignación digna como hice con la difunta reina Elizabeth, Dios la tenga en su gloria. Me casaré con la infanta.
De Puebla se quedó tan perplejo que apenas supo qué decir.
—¿Vos?
—Yo. ¿Existe algún motivo por el que no deba?
El embajador tragó saliva y cogió aire.
—No, no… —consiguió decir—. Como mucho, puede haber alguna objeción por motivos de parentesco.
—Solicitaré una dispensa. ¿Debo entender que estáis seguro de que el matrimonio no se consumó?
—Estoy seguro —jadeó De Puebla.
—¿Me aseguráis que ella ha dado su palabra?
—La dueña dijo que…
—Entonces, no hay nada que temer —dispuso el rey—. Apenas estaban prometidos, apenas eran marido y mujer.
—Tendré que comunicárselo a sus majestades los reyes de España —dijo De Puebla, que trataba desesperadamente de poner un poco de orden en sus pensamientos y, al mismo tiempo, de ocultar su expresión de perplejidad—. ¿Está de acuerdo el Consejo Privado? —preguntó para ganar tiempo—. ¿Y el arzobispo de Canterbury?
—De momento, es un asunto entre vos y yo —dijo el rey con arrogancia—. Hace poco que he enviudado. Además, quiero estar en condiciones de tranquilizar a sus majestades y asegurarles que su hija estará bien cuidada, pues ha sido un año muy difícil para ella…
—Si hubiera podido regresar a España…
—Ahora ya no es necesario que regrese. Su hogar está en Inglaterra, éste es su país —se limitó a decir el rey—. Será la reina de Inglaterra, para eso la han educado.
De Puebla apenas podía hablar, escandalizado ante la idea de que Henry, que ya tenía cierta edad y además acababa de enviudar, pretendiera casarse con la esposa de su difunto hijo.
—Desde luego. Entonces… ¿debo decir a sus majestades los reyes de España que estáis decidido? ¿No hay ninguna otra solución que debamos considerar? —dijo el embajador. Se estaba devanando los sesos en busca de la forma de mencionar el nombre del príncipe Harry, quien desde luego era un marido mucho más apropiado para Catalina. Finalmente, decidió arriesgarse—. Vuestro hijo, por ejemplo.
—Mi hijo es aún demasiado joven para pensar en el matrimonio —dijo el rey, apresurándose a descartar la propuesta—. Tiene once años y es un muchacho fuerte y decidido, pero su abuela insiste en que no pensemos en su futuro hasta dentro de cuatro años, por lo menos. Y, para entonces, la princesa viuda ya tendrá veintiún años.
—Pero aún será joven —exclamó De Puebla—. Aún será joven y tendrá una edad similar a la del príncipe.
—No creo que sus majestades de España quieran que su hija se quede en Inglaterra otros cuatro años sin marido ni casa propia —dijo Henry, sin molestarse en disimular el tono amenazador—. Difícilmente querrán que espere hasta que Harry alcance la mayoría de edad. ¿Qué haría durante todos esos años? ¿Dónde viviría? ¿Acaso tienen intenciones de comprarle un palacio e instalarla allí? ¿Están dispuestos a proporcionarle ingresos o una corte adecuada a su posición… durante cuatro años?
—¿Y si regresara a España y esperara allí? —se aventuró a preguntar De Puebla.
—Puede marcharse de inmediato, siempre y cuando termine de pagar la dote, y buscarse la vida en otra parte. ¿De verdad creéis que va a encontrar una oferta mejor que la de ser reina de Inglaterra? Si es así, ¡ya os la podéis llevar!
Ése era, precisamente, el escollo con el que habían topado una y otra vez a lo largo del último año. De Puebla supo reconocer su derrota.
—Ésta misma noche escribiré a sus majestades —dijo.
Soñé que era un vencejo que sobrevolaba las montañas doradas de Sierra Nevada. En esta ocasión, sin embargo, volaba hacia el norte: el sol cálido de la tarde resplandecía a mi izquierda y frente a mí se acumulaban las nubes frías. De repente, las nubes cobraron forma: era el castillo de Ludlow. Mi corazoncito de pájaro se desbocó al reconocerlo y al pensar que cuando llegara la noche, él me tomaría entre sus brazos, que nuestros cuerpos se unirían y que yo sucumbiría al deseo.
Entonces me di cuenta de que no era Ludlow, sino las formidables murallas grises del castillo de Windsor; la curva del río era el formidable espejo gris del Támesis; los barcos que remontaban o descendían el río y las espléndidas naves ancladas eran la riqueza y el ajetreo de Inglaterra. Sabía que estaba lejos de mi hogar y, sin embargo, me hallaba en mi hogar. Ése iba a ser mi hogar y allí, junto a la piedra gris de las torres, construiría un nido igual que habría hecho en España. Y todo el mundo me tomaría por un vencejo, un pájaro capaz de volar tan lejos que nadie lo ha visto posarse jamás; un pájaro capaz de volar tan alto que nadie lo ha visto tocar el suelo jamás. No seré Catalina, infanta de España. Seré Katherine de Aragón, reina de Inglaterra, como me llamó Arthur: Katherine, reina de Inglaterra.
—Otra vez está aquí el rey —dijo doña Elvira, que estaba mirando por la ventana—. Ha venido a caballo, acompañado sólo por dos hombres. Ni abanderado, ni guardias —añadió con desdén. La informalidad que tanto abundaba en Inglaterra ya resultaba lo bastante desagradable, pero es que encima el rey se comportaba cual mozo de cuadra.
Catalina se precipitó hacia la ventana y miró al exterior.
—¿Qué querrá? —se preguntó—. Ordenad que sirvan un poco del vino que él nos ha enviado.
Doña Elvira abandonó la estancia a toda prisa. Un segundo después entró el rey, sin que nadie lo anunciara.
—Se me ha ocurrido haceros una visita —dijo.
Catalina le dedicó una profunda reverencia.
—Es todo un honor, vuestra gracia —dijo—. Por lo menos, ahora puedo ofreceros un vaso de buen vino.
Henry sonrió y esperó. Ambos permanecieron en pie mientras doña Elvira regresaba a la estancia con una doncella española, que llevaba una bandeja morisca dorada con dos vasos de cristal de Venecia llenos de vino tinto. Henry se fijó en la elegancia de las piezas y dedujo sin equivocarse que formaban parte de la dote que los españoles retenían.
—A vuestra salud —dijo, levantando el vaso en dirección a la princesa.
Para su sorpresa, sin embargo, Catalina no se limitó a levantar el vaso, sino que también levantó la cabeza y observó al rey con una mirada reflexiva y prolongada. Henry sintió un cosquilleo al devolverle la mirada, como si fuera un crío.
—¿Princesa? —dijo en voz baja.
—¿Vuestra gracia?
Ambos dirigieron la mirada hacia doña Elvira, que estaba excesivamente cerca y contemplaba en silencio la madera del suelo, bajo sus gastados zapatos.
—Podéis marcharos —le dijo el rey.
La mujer miró a la princesa y esperó sus órdenes, sin mostrar intención alguna de moverse.
—Quiero hablar en privado con mi nuera —dijo el rey en tono autoritario—. Podéis marcharos.
Doña Elvira hizo una reverencia y se fue. Las otras damas la siguieron de inmediato, mientras Catalina le sonreía al rey.
—Como vos ordenéis —dijo.
Al rey se le aceleró el pulso al ver la sonrisa de su nuera.
—La verdad es que necesito hablar con vos en privado, pues tengo que haceros una proposición. Ya he hablado con el embajador español y él ha escrito una carta a vuestros padres.
«Por fin. Ha llegado el momento, por fin —pensó Catalina—. Ha venido a proponerme que me case con Harry. Gracias, Dios mío, que me has dejado ver este día. Arthur, querido, hoy podrás comprobar que he sido fiel a la promesa que te hice».
—Tengo que volver a casarme —dijo Henry—. Aún soy joven… —añadió, aunque no le pareció buena idea revelar que tenía cuarenta y seis años— y es posible que aún pueda tener uno o dos hijos más.
Catalina asintió gentilmente, pero en realidad apenas estaba escuchando. Estaba esperando a que el rey le pidiera que se casara con Harry.
—He estado pensando en todas las princesas de Europa que podrían convenirme —dijo.
Catalina, sin embargo, siguió en silencio.
—Y no encuentro ninguna que sea de mi agrado.
La joven abrió mucho los ojos para indicarle que lo estaba escuchando.
—Os he elegido a vos —prosiguió el soberano— por los siguientes motivos: ya estáis en Londres y ya os habéis acostumbrado a la vida aquí. Os educaron para ser reina de Inglaterra y lo seréis cuando os caséis conmigo. Podemos olvidarnos de los problemas de la dote. Dispondréis de la misma asignación que tenía la reina Elizabeth. Mi madre está de acuerdo en todo.
Finalmente, las palabras del rey calaron en la mente de Catalina y se quedó tan atónita que apenas pudo hablar. Se limitó a observar al rey.
—¿Yo? —dijo al fin.
—Hay ciertas objeciones por motivos de parentesco, pero le solicitaré una dispensa al papa —prosiguió Henry—. Entiendo que vuestro matrimonio con el príncipe Arthur no se consumó jamás; en ese caso, no habría ninguna objeción de verdad.
—No se consumó —repitió Catalina, como si recitara esas palabras de memoria y ya no entendiera su significado. La tremenda mentira que había contado formaba parte de un ardid para llegar al altar con el príncipe Harry, no con su padre, pero ahora ya no podía retractarse. Estaba tan aturdida que lo único que pudo hacer fue aferrarse a su mentira—. No se consumó.
—En ese caso, no debería haber ninguna dificultad —dijo el rey—. Entiendo que no os oponéis.
Henry fue consciente de lo mucho que le costaba respirar mientras esperaba la respuesta de la princesa. Cuando vio su expresión desencajada y atónita, sin embargo, supo que se había equivocado al creer que ella le había dado esperanzas o lo había animado a dar ese paso.
—No tengáis miedo —le dijo, cogiéndole la mano. Su voz era dulce—. No os haré daño. Ésta es la manera de resolver todos vuestros problemas. Seré un buen marido y os cuidaré —añadió, mientras se devanaba desesperadamente los sesos en busca de algo que pudiera agradar a la joven—. Os compraré cosas bonitas, como aquellos zafiros que tanto os gustaron. Tendréis un armario lleno de cosas bonitas, Catalina.
La joven princesa sabía que debía responder.
—Estoy muy sorprendida —dijo.
—Pero sabíais que os deseaba, ¿verdad?
Tuve que contenerme para no desmentir a gritos sus palabras. Quise decir que no, que ni se me había ocurrido que él me deseara, pero no hubiese sido cierto. Lo sabía, como lo hubiera sabido cualquier muchacha, por su forma de mirarme y por la forma en que yo le respondía. Desde el momento en que nos conocimos se había establecido entre nosotros esa especie de corriente subterránea, aunque yo me empeñé en ignorarla. Quise engañarme creyendo que en realidad no era nada importante y me aproveché de ello. He obrado muy mal.
Fui una engreída. Creí que podía conseguir que este anciano me viese con buenos ojos, que podía darle esperanzas, agradarle y hasta coquetear con él, como si fuera un suegro complaciente, para luego convencerlo de que me casara con Harry. Pretendía agradarle como una hija y lo único que buscaba era su admiración y su cariño. Quería que me adorara.
Esto es pecado, sí, pecado. Es pecado de vanidad y de soberbia. He provocado su lujuria y su codicia. Por culpa de mi insensatez, él también ha pecado. No es de extrañar que Dios me haya dado la espalda y que mi madre no me escriba. Me he portado mal.
Dios de mi corazón, he sido una estúpida, me he comportado como una niña estúpida y vanidosa. No he conseguido que el rey cayera en la trampa que a mí me interesaba, sino que he sido yo quien ha caído en la que él ha tendido. Mi propia vanidad y mi soberbia me hicieron pensar que podía manejarlo a mi antojo, pero en lugar de eso, lo que he conseguido es que el rey ceda a sus propios apetitos. Ahora, irá tras lo que desea… y lo que desea soy yo. Todo esto es culpa mía, por estúpida.
—Seguro que lo sabíais. —El rey le sonrió, muy seguro de sí mismo—. Seguro que ayer, cuando vine a visitaros e hice que os mandaran el vino, ya lo sabíais.
Catalina asintió discretamente. Sabía que estaba… qué tonta había sido… sabía que estaba pasando algo. Se había preciado de su propia habilidad diplomática, de ser capaz de manejar a su antojo al mismísimo rey de Inglaterra. Se había creído una mujer de mundo y había tachado de imbécil al embajador por no conseguir nada de un rey que se dejaba manipular con tanta facilidad. Creía tener al rey de Inglaterra comiendo en la palma de su mano, pero en realidad era ella quien bailaba al son de él.
—Os deseo desde la primera vez que os vi —le dijo el rey con voz aterciopelada.
Catalina lo miró.
—¿Sí?
—De verdad. Desde que entré en vuestra alcoba, en Dogmersfield.
La princesa recordó la imagen de un hombre de cierta edad, sucio y delgado, el padre del muchacho con el que iba a casarse. Recordó el olor a sudor masculino que había invadido la alcoba cuando él había entrado por la fuerza y recordó haber pensado que no era más que un patán, un soldado maleducado que se metía donde no lo llamaban. Pero entonces había aparecido Arthur, con su pelo rubio alborotado, con una sonrisa tímida y radiante a la vez…
—Ah, sí —dijo. Catalina hizo acopio de determinación y halló en ella las fuerzas para sonreír—. Me acuerdo. Bailé para vos.
Henry se acercó un poco más y le pasó un brazo por la cintura, mientras la joven infanta se obligaba a sí misma a no apartarse.
—Y yo os observé —dijo—. Os deseaba.
—Pero estabais casado —dijo Catalina con pudor.
—Y ahora soy viudo, igual que vos —dijo.
El rey notó la rigidez del cuerpo de la joven a través de las varillas del peto y se apartó. No le iba a quedar más remedio que cortejarla muy despacio, pensó. Tal vez ella hubiera coqueteado, sí, pero ahora estaba atemorizada por el cariz que habían tomado los acontecimientos. Catalina había crecido en un entorno exageradamente protector y los pocos meses que había pasado con Arthur no habían servido para abrirle los ojos. Iba a necesitar mucha paciencia con ella. Tendría que esperar hasta recibir autorización desde España, pero mientras tanto permitiría que el embajador le hablara a Catalina de las riquezas que podía llegar a tener y que sus damas la convencieran de las ventajas de un matrimonio así. Catalina era joven y el rey sabía, por experiencia y porque era lo natural, que acabaría convirtiéndose en una tonta. Sólo había que darle tiempo al tiempo.
—Os dejo a solas —dijo—. Volveré mañana.
Catalina asintió y lo acompañó hasta la puerta de su cámara privada. Una vez allí, titubeó.
—¿Habláis en serio? —le preguntó al rey. En los ojos azules de la joven apareció una sombra de inquietud—. Esto es una propuesta de matrimonio, no un truco para negociar, ¿verdad? ¿Es cierto que queréis casaros conmigo? ¿Seré reina?
Henry asintió.
—Hablo en serio —respondió, mientras empezaba a comprender hasta dónde llegaba la ambición de Catalina. Sonrió y, poco a poco, descubrió la forma de salirse con la suya—. ¿Tanto deseáis ser reina?
Catalina asintió.
—Para eso me han educado —dijo—. No hay nada que desee más.
La joven vaciló y, durante un segundo, pensó en decirle al rey que ese había sido el último deseo de su hijo Arthur. Pero el amor que sentía por su esposo era demasiado profundo y no estaba dispuesta a compartirlo, ni siquiera con su suegro. Además, lo que había planeado Arthur era que ella se casase con Harry.
El rey seguía sonriendo.
—No sentís deseo, pero sí ambición —dijo en un tono un tanto frío.
—Es lo que me corresponde, nada más —respondió Catalina sin rodeos—. Nací para ser reina.
Henry le cogió la mano y se inclinó para besarle los dedos. A punto estuvo de lamerlos, pero se reprimió. «Ve despacio —se dijo a sí mismo—. No es más que una niña y, probablemente, virgen. Desde luego, no es una puta».
—Os convertiré en Katherine de Aragón, reina de Inglaterra —le prometió, al tiempo que se incorporaba. El deseo ensombreció los ojos azules de la princesa ante la mención del título—. Nos casaremos en cuanto tengamos la dispensa papal.
¡Piensa! ¡Piensa!, me ordeno desesperadamente a mí misma. No te crió una tonta para que fueras tonta, te crió una reina para que fueras reina. Si se trata de un truco, deberías ser capaz de darte cuenta. Y si es una oferta en firme, deberías ser capaz de sacarle el máximo provecho.
No es cumplir al pie de la letra la promesa que le hice a mi querido esposo, pero se acerca bastante. Arthur quería que yo fuera reina de Inglaterra y que tuviera los hijos que él deseaba darme. ¿Qué importancia tiene que sean su hermanastro y su hermanastra en lugar de su sobrino y su sobrina? Eso no cambia nada.
Me angustia la idea de casarme con ese hombre tan mayor, lo bastante mayor como para ser mi padre. Tiene la piel del cuello muy fina y floja, como la de una tortuga. No me imagino en la cama con él. Su aliento es agrio, como el de un viejo. Y, además, está muy delgado, se le notarán todos los huesos en los hombros y en las caderas. Pero también me angustia la idea de meterme en la cama con el joven Harry, cuyo rostro es tan suave y redondo como el de una niña. Lo cierto es que no soporto la idea de ser la esposa de otro hombre que no sea Arthur, pero esa parte de mi vida ya no existe.
¡Piensa! ¡Piensa! Tal vez ésta sea la mejor solución.
Oh, Dios bienaventurado, ojalá estuvieras aquí para ayudarme. Ojalá pudiera visitarte en el jardín para que me dijeras qué debo hacer. Sólo tengo diecisiete años, no puedo burlar a un hombre lo bastante mayor como para ser mi padre, a un rey que huele a los pretendientes al trono.
¡Piensa!
Nadie va a prestarme su ayuda. Tengo que pensar yo sola.
Doña Elvira esperó hasta la hora de acostar a la princesa, hasta que todas las doncellas, damas y sirvientes de la cámara privada se retiraron. Cerró la puerta una vez que hubieron salido y a continuación se volvió hacia la princesa, que estaba sentada sobre la cama, apoyada en las almohadas, con el pelo recogido en una trenza.
—¿Qué quería el rey? —preguntó sin ceremonia alguna.
—Me ha pedido que me case —respondió Catalina en tono brusco—. Con él.
Durante un segundo, la dueña se quedó tan atónita que apenas pudo hablar. Luego se santiguó, cual mujer que presencia un acto impuro.
—Dios nos proteja —fue lo único que dijo—. Dios lo perdone por haber pensado algo así.
—Dios os perdone a vos —se apresuró a responder Catalina—. Estoy considerando su proposición.
—Es vuestro suegro. Y es lo bastante mayor para ser vuestro padre.
—La edad no importa —dijo Catalina—. Si vuelvo a España, no me buscarán a un marido joven, sino a uno que me convenga.
—Pero es el padre de vuestro esposo.
Catalina se mordió los labios.
—De mi difunto esposo —dijo en tono lóbrego—. Y el matrimonio no se consumó.
Doña Elvira pasó por alto la mentira, aunque parpadeó una vez.
—Como seguramente recordáis —añadió la princesa.
—¡Aun así! ¡Va contra natura!
—No va contra natura —afirmó Catalina—. Los esponsales no se consumaron, no hay ningún hijo… Por tanto, no puede haber pecado contra natura. Y, además, podemos pedir una dispensa papal.
Doña Elvira vaciló.
—¿Sí?
—Eso dice el rey.
—Pero princesa, no es lo que vos deseáis…
En el rostro de Catalina apareció una expresión triste.
—No quiere prometerme al príncipe Harry —confesó—. Dice que es muy joven y yo no puedo esperar cuatro años hasta que crezca. Entonces, ¿qué otra solución me queda, aparte de casarme con el rey? Nací para ser reina de Inglaterra y madre del futuro rey de Inglaterra. Tengo que cumplir mi destino, el destino que Dios ha elegido para mí. Pensaba que me vería obligada a casarme con el príncipe Harry y, según parece ahora, me veré obligada a casarme con el rey. Tal vez sea Dios, que me está poniendo a prueba, pero mi voluntad es muy fuerte: seré reina de Inglaterra y madre de un rey. Convertiré este país en una fortaleza para defendernos de los moros, como le prometí a mi madre. Haré que en este país triunfe la justicia y la imparcialidad y lo defenderé de los escoceses, como le prometí a Arthur.
—No sé lo que pensará vuestra madre —dijo la dueña—. Si lo llego a saber, no os dejo a solas con él.
Catalina asintió.
—No volváis a dejarnos solos. —Hizo una pausa—. A menos que yo os lo indique con una seña —añadió—. Cuando os haga una seña con la cabeza para que os marchéis, deberéis obedecerme.
La dueña estaba perpleja.
—El rey ni siquiera debería veros antes de la boda. Le diré al embajador que le comunique al rey que a partir de ahora ya no puede visitaros.
Catalina negó con la cabeza.
—No estamos en España —dijo en tono vehemente—. ¿Es que no os dais cuenta? No podemos dejar este asunto en manos del embajador. Ni siquiera mi madre podría decir qué va a pasar. Pero debo conseguirlo. Soy yo quien ha provocado que las cosas lleguen a este punto y soy yo quien debe conseguirlo.
Esperaba soñar con vos, pero no soñé nada. Me siento como si os hubierais marchado muy, muy lejos. Tampoco he recibido carta alguna de mi madre, así que no sé qué intenciones tiene respecto a los deseos del rey. Rezo, pero Dios no me responde. Hablo con valentía sobre mi destino y la voluntad de Dios, pero ahora tengo la sensación de que se han entrecruzado. Si Dios no me convierte en reina de Inglaterra, entonces no sé cómo voy a poder seguir creyendo en él. Si no soy reina de Inglaterra, entonces no sé qué soy.
Catalina esperó a que el rey acudiera a visitarla, tal como le había prometido. Henry no acudió el primer día, pero la joven española estaba convencida de que lo haría al día siguiente. Transcurridos tres días, sin embargo, Catalina salió a pasear sola junto al río. Mientras se frotaba las manos bajo la capa, pensó en lo convencida que estaba hasta ese momento de que el rey volvería: tanto, que se había propuesto mantener el interés del monarca, sin perder por ello el control de la situación. Su intención era engatusarlo, hacer que bailara a su son, pero manteniendo las distancias. Al no visitarla el rey, sin embargo, se había dado cuenta de que ansiaba verlo: no por deseo —en realidad, estaba convencida de que jamás volvería a desear a nadie—, sino porque Henry era su única oportunidad de llegar al trono de Inglaterra. Al no visitarla el rey, sintió un miedo espantoso de que él se lo hubiera pensado mejor y de que no volviera jamás.
«¿Por qué no viene? —les pregunto a las olas del río, que bañan la orillas mientras pasa un barquero—. ¿Por qué un día se muestra tan serio y ferviente, pero luego no vuelve más?».
Temo a su madre, pues sé que jamás me ha visto con buenos ojos. Si ella me da la espalda, no estoy segura de que el rey quiera seguir adelante con sus planes. Pero ahora que lo pienso, Henry dijo que su madre estaba de acuerdo. Lo que me da miedo entonces es que el embajador español no se haya mostrado partidario de la boda… pero no creo que De Puebla diga jamás nada que pueda molestar al rey, aunque a mí no me haya servido como corresponde.
Y entonces… ¿por qué no viene?, me pregunto. Si me estuviera cortejando al estilo inglés, tan precipitado e informal, ¿no vendría todos los días?
Transcurrió otro día, y luego otro. Finalmente, Catalina sucumbió a su inquietud y envió un mensaje a la corte, interesándose por la salud del rey.
Doña Elvira guardó silencio. Por la noche, sin embargo, la rigidez de su espalda mientras supervisaba a la doncella que cepillaba y empolvaba el camisón de Catalina era más que elocuente.
—Ya sé lo que estáis pensando —dijo Catalina, cuando la dueña despidió con un gesto de la mano a la doncella del ropero y se acercó a la princesa para cepillarle el pelo—, pero no me puedo arriesgar a perder esta oportunidad.
—Yo no estoy pensando nada —dijo la mujer en tono cortante—. Parece que éstas son las costumbres inglesas. Como vos misma dijisteis, no podemos regirnos por la decencia de las costumbres españolas. Por tanto, yo no soy quién para hablar, pues no se aceptan mis consejos. Caen en saco roto.
Catalina estaba demasiado preocupada para tranquilizar a la otra mujer.
—¿De qué saco habláis? —dijo con aire distraído—. Tal vez el rey venga mañana.
Henry, que sabía que la ambición de Catalina era la clave para llegar hasta ella, le había concedido a la joven unos cuantos días para que reflexionara. Pensó que tal vez comparara la vida que llevaba en Durham House, una vida de reclusión con su reducida corte, sin vestidos nuevos y rodeada de unos muebles cada vez más destartalados, y la vida que podría llevar como joven reina al frente de una de las cortes más suntuosas de Europa. Pensó que Catalina tenía suficiente sentido común como para llegar a esa conclusión ella sola. Cuando recibió una nota en la cual la princesa se interesaba por su salud, supo que no se había equivocado. Así pues, al día siguiente salió a caballo y se dirigió al Strand para visitar a Catalina.
El portero que custodiaba la entrada le dijo que la princesa estaba en el jardín, paseando junto al río con sus damas. Henry salió al patio por la puerta trasera del palacio y bajó la escalera para dirigirse al jardín. La vio junto al río: la princesa paseaba sola, un poco por delante de sus damas. Caminaba con la cabeza ligeramente inclinada, como si pensara; al verla, el rey sintió el consabido cosquilleo que notaba en el estómago cuando miraba a una mujer a la que deseaba. Ése escalofrío de lujuria hizo que se sintiera joven de nuevo y sonrió para sus adentros, feliz de vivir una pasión adolescente, de experimentar de nuevo la fogosidad juvenil.
El paje que precedía al rey anunció su llegada y Henry vio a Catalina levantar bruscamente la cabeza al oír el nombre del monarca. La joven recorrió el césped con la mirada, hasta que al fin lo vio. El rey sonrió, pues anhelaba ese momento en que una mujer y su amado se reconocen: ese momento en que sus miradas se encuentran y ambos sienten un intenso placer, ese momento en que las miradas dicen «Eres tú» y ya no hace falta añadir nada más.
Pero el rey se llevó una decepción al darse cuenta de que a ella no se le desbocaba el corazón al verlo. Henry sonreía con timidez y lucía en el rostro una expresión radiante ante la expectativa de reunirse con ella, pero Catalina parecía sobresaltada por la sorpresa. La habían pillado desprevenida, pero no fingió alegría, no lo miró como lo miraría una mujer enamorada. Levantó la cabeza, vio al rey… y éste supo al instante que ella no lo amaba. En su rostro no apareció ni sombra de júbilo, sino todo lo contrario: el rey percibió con un escalofrío la expresión calculadora que cruzó por el semblante de la princesa. Era una joven sorprendida en un momento de descuido, mientras se preguntaba si conseguiría salirse con la suya. Era la mirada de un mercachifle que regatea con un tonto al que está a punto de desplumar. Y Henry, padre de dos jovencitas egoístas, la reconoció de inmediato y supo que dijera lo que dijese la princesa, por muy meloso que fuera su tono, para ella sólo se trataba de un matrimonio de conveniencia. Daba igual lo que fuera para él. Es más, Henry supo en ese preciso instante que Catalina había tomado la decisión de aceptar.
El rey caminó sobre la hierba, cortada al ras con la guadaña, y le cogió la mano.
—Buenos días, princesa.
Catalina le hizo una reverencia.
—Vuestra gracia. —La joven se volvió hacia sus damas—. Podéis entrar —les dijo. Y luego, dirigiéndose a doña Elvira—: Ocupaos de que le sirvan un refrigerio a su gracia cuando entremos. —Finalmente, se volvió de nuevo hacia el rey—: ¿Deseáis pasear, señor?
—Seréis una reina muy elegante —dijo Henry sonriendo—. Cuando dais órdenes, sois muy amable.
El soberano se dio cuenta de que Catalina vacilaba al dar un paso, pero la tensión desapareció cuando la joven expulsó aire.
—Ah, entonces hablabais en serio —musitó—. Queréis casaros conmigo.
—Sí —respondió él—. Seréis una reina de Inglaterra muy hermosa.
El rostro de Catalina resplandeció ante la perspectiva.
—Todavía me quedan muchas costumbres inglesas por aprender.
—Mi madre os enseñará —dijo el rey con toda tranquilidad—. En la corte viviréis en los aposentos de mi madre, bajo su supervisión.
Catalina frenó un poco el paso.
—Supongo que tendré mis propios aposentos, ¿no? Los aposentos de la reina.
—Mi madre ocupa ahora los aposentos de la reina —respondió Henry—. Se trasladó allí cuando falleció la anterior reina, Dios la tenga en su gloria. Y vos los compartiréis con ella. Mi madre piensa que sois demasiado joven para tener vuestros aposentos y una corte propia. Viviréis en las dependencias de mi madre, con sus damas, y ella os enseñará cómo se hacen las cosas.
Henry se dio cuenta de que Catalina estaba inquieta, aunque trataba de no demostrarlo.
—Me atrevería a decir que sé perfectamente cómo se hacen las cosas en un palacio real —dijo la princesa, que se esforzaba por sonreír.
—En un palacio inglés —dijo Henry con firmeza—. Por suerte, mi madre ha mandado siempre en todos mis palacios y castillos, y ha administrado mi fortuna desde que llegué al trono. Ella os enseñará a hacerlo.
Catalina apretó los labios para no mostrar su desacuerdo.
—¿Cuándo calculáis que tendremos noticias del papa? —preguntó.
—He enviado un emisario a Roma —dijo Henry—. Tendremos que solicitar conjuntamente la dispensa, entre vuestros padres y yo, pero el tema debería solucionarse con rapidez. Si todos estamos de acuerdo, no habrá ninguna objeción.
—Sí —dijo Catalina.
—Y estamos completamente de acuerdo en casarnos, ¿no?
—Sí —repitió ella.
El rey le cogió una mano y la apoyó en su brazo. Catalina se acercó un poco más a Henry y le rozó el hombro con la cabeza. No llevaba tocado: lo único que cubría su pelo era la capucha de la capa, que cayó hacia atrás cuando Catalina se acercó al monarca. Henry olió la esencia de rosas en su pelo y percibió en el hombro el calor de la cabeza de la princesa. Tuvo que contenerse para no tomarla en brazos. Finalmente, se detuvo y ella permaneció muy cerca, tanto que el rey percibió en todo el cuerpo el calor que despedía la princesa.
—Catalina… —dijo con un susurro.
Ella le lanzó una mirada furtiva y reconoció el deseo en los ojos del rey, pero no se apartó. Al contrario, se acercó aún más.
—¿Sí, vuestra gracia? —susurró.
La joven española mantenía la mirada baja, pero la levantó muy despacio, en silencio. Cuando el rey observó el rostro de Catalina, tan cerca del suyo, no pudo resistirse a la invitación tácita y se inclinó para besarla en los labios. La princesa no retrocedió: aceptó el beso y entreabrió los labios para que el rey pudiera saborear su boca. Henry la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí: su deseo creció con tanta fuerza que tuvo que apartarse de ella al instante, pues de lo contrario hubiera cometido una locura. Soltó a la princesa y se quedó junto a ella, temblando aún de deseo, un deseo tan intenso que lo sorprendió la fuerza arrolladora del mismo. Catalina volvió a ponerse la capucha, como si quisiera ocultarse de él, como si fuera la joven de un harén con un velo que le tapaba la boca y que sólo dejaba al descubierto unos ojos oscuros de mirada insinuante. Ése gesto tan exótico y misterioso hizo que el rey sintiera la tentación de quitarle la capucha y besarla de nuevo. La cogió de nuevo.
—Pueden vernos —dijo Catalina en tono gélido, al tiempo que retrocedía—. Pueden vernos desde la casa, o cualquiera que pase por el río.
Henry la soltó. No se atrevió a decir nada, pues sabía que le temblaría la voz. Así, le ofreció el brazo en silencio y ella lo aceptó. Echaron a andar y el rey acomodó su larga zancada al paso de ella. Caminaron sin decir nada durante algunos instantes.
—¿Nuestros hijos serán vuestros herederos? —quiso confirmar la princesa. Su tono de voz era frío y serio, y seguía un hilo de pensamiento que nada tenía que ver con el torbellino de sensaciones que experimentaba el rey.
Henry se aclaró la garganta.
—Sí, sí, claro.
—¿Es esa la tradición inglesa?
—Sí.
—¿Estarán por delante de vuestros otros hijos?
—Nuestro hijo estará por delante de las princesas Margaret y Mary en la línea de sucesión —dijo—, pero nuestras hijas irán después de ellas.
Catalina frunció el ceño.
—¿Y eso? ¿Por qué no delante?
—Primero por sexo y después por edad —respondió el rey—. El primer hijo varón hereda, después los otros varones y por último las mujeres, de acuerdo con su edad. Roguemos a Dios para que siempre haya un príncipe heredero. En Inglaterra no es tradición que las mujeres hereden el trono.
—Una mujer puede reinar tan bien como cualquier hombre —afirmó la hija de Isabel de Castilla.
—En Inglaterra no —dijo Henry Tudor.
Catalina no le llevó la contraria.
—Pero nuestro primogénito será rey al morir vos —insistió.
—Le ruego a Dios que me conceda unos cuantos años más —dijo Henry, en tono irónico.
La princesa tenía tan sólo diecisiete años, por lo que carecía de tacto con las cuestiones de edad.
—Desde luego. Pero si al morir vos nosotros tenemos un hijo, ¿heredará el trono?
—No. Después de mí, el rey será el príncipe Harry, el príncipe de Gales.
Catalina frunció el ceño.
—Creía que vos podíais elegir a vuestro heredero. ¿No podéis designar a nuestro hijo?
El rey negó con la cabeza.
—Harry es el príncipe de Gales y él subirá al trono después de mí.
—Yo creía que iba a hacer la carrera eclesiástica.
—Ya no.
—Pero… ¿y si nosotros tenemos un hijo? ¿No podéis hacer que Harry sea el rey de vuestros dominios en Francia, o en Irlanda, y que nuestro hijo sea rey de Inglaterra?
Henry dejó escapar una áspera carcajada.
—No, porque eso significaría destruir mi reino, después de lo mucho que me ha costado conquistarlo y mantenerlo unido. Harry lo heredará todo por derecho. —El rey se dio cuenta de que Catalina estaba inquieta—. Catalina, seréis reina de Inglaterra, uno de los mejores reinos de Europa, el país que vuestros padres eligieron para vos. Vuestros hijos y vuestras hijas serán príncipes y princesas de Inglaterra. ¿Qué más podéis desear?
—Quiero que mi hijo sea rey —le respondió ella con toda sinceridad.
Henry se encogió de hombros.
—No puede ser.
Catalina se apartó, pero Henry le sujetó la mano con fuerza y no pudo alejarse mucho.
—Catalina, ni siquiera estamos casados —dijo el soberano, tratando de quitarle hierro al asunto—. Tal vez ni siquiera tengamos un hijo. No estropeemos nuestros esponsales por un hijo al que todavía no hemos concebido.
—Y entonces… ¿cuál es el motivo de este matrimonio? —preguntó la princesa, ensimismada en sus pensamientos.
El rey podría haber contestado «el deseo», pero no lo hizo.
—El destino, que vos podáis ser reina.
Catalina, sin embargo, se negaba a ceder.
—Yo quería ser reina de Inglaterra y ver a mi hijo en el trono —insistió—. Yo quería tener poder en la corte, como vuestra madre. Yo quería construir castillos, fletar una armada, fundar escuelas y universidades. Yo quería defender de los escoceses las fronteras del norte y de los moros las costas. Quiero ser una reina que gobierne en Inglaterra; esas son las cosas que yo esperaba y deseaba. Mi destino ha sido ser reina de Inglaterra prácticamente desde que nací: he pensado mucho en el reino que heredaré y tengo planes. Hay muchas cosas que quiero hacer.
El rey no pudo evitarlo y se echó a reír ante la imagen de aquella muchacha, una cría, que se permitía hacer planes para gobernar su reino.
—Supongo que sabéis que yo estoy por encima de vos —dijo con brusquedad—. Éste reino se gobierna según las órdenes del rey. Éste reino se gobierna según mis órdenes. No he luchado por la corona para luego entregársela a una muchacha lo bastante joven como para ser mi hija. Vuestra tarea consistirá en llenar los aposentos de los niños. Ahí es donde empezará y terminará vuestro mundo.
—Pero vuestra madre…
—Supongo que sabéis que mi madre protege sus dominios igual que yo protejo los míos —dijo, riéndose aún de aquella niña que se permitía planear su propio futuro en la corte del rey—. Ella os dará órdenes como si fuera vuestra madre y vos obedeceréis. No os equivoquéis, Catalina. Formaréis parte de mi corte y me obedeceréis, viviréis en los aposentos de mi madre y la obedeceréis. Seréis reina de Inglaterra y llevaréis la corona sobre la cabeza, pero también seréis mi esposa. Y yo quiero una esposa obediente, como la he tenido siempre.
Henry hizo una pausa, pues no quería asustar a Catalina, pero el deseo que ella le despertaba no era mayor que su resolución de conservar el trono que tanto le había costado ganar.
—Yo no soy un niño como Arthur —le dijo en voz baja, mientras pensaba que su hijo había sido un joven atento que tal vez había hecho demasiadas promesas tontas a una esposa joven y ambiciosa—. No reinaremos juntos. Vos sólo seréis mi esposa adolescente. Yo os amaré y os haré feliz. Os juro que os alegraréis de haberos casado conmigo, pues seré amable y generoso con vos y os daré todo lo que queráis. Pero vos no gobernaréis. Ni siquiera cuando yo muera gobernaréis mi país.
Ésa noche soñé que era reina en una corte: con una mano sujetaba el disco del cetro, con la otra la vara y sobre la cabeza llevaba una corona. Levanté la vara del cetro y me di cuenta de que había cambiado en mi mano y se había convertido en una rama de árbol. En la otra mano ya no sostenía el pesado disco, sino unos cuantos pétalos de rosa de embriagador perfume. Levanté la mano para tocar la corona de mi cabeza, pero sólo encontré una guirnalda de flores. El salón del trono se desdibujó y de repente me hallé en el Jardín de la Sultana, en la Alhambra: mis hermanas estaban entretejiendo guirnaldas de margaritas para ponérselas en la cabeza.
—¿Dónde está la reina de Inglaterra? —exclamó alguien desde el patio.
Me levanté del lecho de flores de manzanilla y aspiré la fragancia agridulce de esa hierba, mientras intentaba correr hacia la fuente y hacia el arco, al fondo del jardín. «¡Estoy aquí!», quise decir, pero mi voz no se oía entre el murmullo del agua que caía en la pila de mármol de la fuente.
—¿Dónde está la reina de Inglaterra? —las oí llamarme de nuevo.
«Estoy aquí», grité en silencio.
—¿Dónde está la reina Katherine de Inglaterra?
«¡Aquí! ¡Aquí! ¡Aquí!».
El embajador, convocado al amanecer para que se presentara de inmediato en Durham House, no se molestó en llegar antes de las nueve. Encontró a Catalina esperándolo en su cámara privada, acompañada tan sólo por doña Elvira.
—Hace horas que os mandé llamar —dijo la princesa, irritada.
—He estado ocupado con ciertos asuntos de vuestro padre y no he podido llegar antes —respondió con toda tranquilidad, haciendo caso omiso de la expresión malhumorada de la joven—. ¿Ocurre algo?
—Ayer hablé con el rey y me reiteró su proposición de matrimonio —dijo Catalina, en cuya voz se detectaba un rastro de orgullo.
—Bien.
—Pero también me dijo que viviré en los aposentos de su madre.
—Oh —asintió el embajador.
—Y que mis hijos estarán por detrás del príncipe Harry en la línea de sucesión.
El embajador asintió de nuevo.
—¿No podemos convencerlo para que pase por alto al príncipe Harry? —prosiguió Catalina—. ¿No podemos redactar un contrato de matrimonio que deje de lado al príncipe y favorezca a mi hijo?
El embajador negó con la cabeza.
—No es posible.
—Pero estoy segura de que un hombre puede elegir a su heredero…
—No, no en el caso de un rey que acaba de llegar al trono. Y menos aún en el caso de un rey inglés. Aunque pudiera, dudo que lo hiciera.
Catalina se levantó de su silla y se acercó a la ventana.
—¡Mi hijo será nieto de los reyes de España! —exclamó—. ¡Siglos de sangre real! El príncipe Harry no es más que el hijo de Elizabeth de York y de un pretendiente que ha llegado al trono.
De Puebla contuvo una exclamación de horror ante el tono brusco de la princesa y lanzó una mirada hacia la puerta.
—Será mejor que no lo llaméis así. Es el rey de Inglaterra.
Catalina asintió y aceptó la reprimenda.
—Pero no tiene mi linaje —insistió—. El príncipe Harry no sería tan buen rey como mi hijo.
—Ésa no es la cuestión —observó el embajador—. Es una cuestión de edad y tradición. El primogénito varón del rey es siempre el príncipe de Gales y siempre hereda el trono. De todos los reyes del mundo, éste es probablemente el menos dispuesto a convertir a su hijo legítimo en un pretendiente al trono. Los pretendientes lo han acosado siempre y, desde luego, él no va a crear otro.
Como le ocurría siempre, Catalina se estremeció al pensar en el último pretendiente, Edward de Warwick, a quien habían decapitado para allanarle el camino a ella.
—Además —prosiguió el embajador—, cualquier rey preferiría tener por heredero a un robusto muchacho de once años que a un recién nacido en la cuna. Vivimos tiempos peligrosos: los reyes quieren que sus herederos sean hombres, no niños.
—Y si mi hijo no va a heredar el trono, ¿qué sentido tiene que me case con un rey? —preguntó Catalina.
—Que seréis reina —señaló el embajador.
—¿Y qué clase de reina seré yo, si la madre del rey tendrá el control absoluto? El rey no me dejará hacer lo que yo quiera en el reino, ni tampoco en la corte.
—Sois demasiado joven —empezó a decir el embajador, tratando de apaciguarla.
—Soy lo bastante mayor para saber lo que quiero —afirmó Catalina—. Y quiero ser una reina de verdad, no sólo de nombre. Pero Henry jamás me lo permitirá, ¿no es cierto?
—No —admitió De Puebla—. Mientras él viva, vos jamás gobernaréis.
—¿Y cuando él muera? —preguntó la infanta española, sin inmutarse siquiera.
—Seréis la reina viuda —respondió De Puebla.
—Y mis padres podrán volver a casarme con otro y… ¡tal vez tenga que abandonar Inglaterra! —concluyó, exasperada.
—Es posible —admitió el embajador.
—Y entonces, la esposa de Harry será princesa de Gales y también será la nueva reina. Pasará delante de mí, gobernará en mi lugar y todos los sacrificios que he hecho no habrán servido de nada. Y sus hijos serán reyes le Inglaterra.
—Es cierto.
Catalina se dejó caer en su silla.
—Entonces, debo casarme con el príncipe Harry —dijo—. Debo casarme con él.
De Puebla se quedó estupefacto.
—¡Creía que habíais aceptado casaros con el rey! ¡Me dio a entender que ese era vuestro deseo!
—Mi deseo es ser reina —insistió Catalina, que había palidecido—, no un instrumento. ¿Sabéis qué dijo de mí? Dijo que yo sería su esposa adolescente y que viviría en los aposentos de su madre, como si fuera una de sus damas.
—La anterior reina…
—La anterior reina fue una santa por soportar a una suegra así. Renunció a su propia vida, pero yo no puedo. No es eso lo que quiero, ni lo que mi madre quiere, ni lo que quiere Dios…
—Pero si habéis aceptado…
—¿Y desde cuándo se respetan los acuerdos en este país? —preguntó Catalina con vehemencia—. Romperemos este acuerdo y estableceremos otro. Romperemos esta promesa y haremos otra. No quiero casarme con el rey, quiero casarme con otro.
—¿Quién? —preguntó el embajador, aturdido.
—Con el príncipe Harry, el príncipe de Gales —dijo Catalina—. Así, cuando muera el rey Henry, yo seré reina de hecho y de palabra.
Se produjo un breve silencio.
—Si vos lo decís —murmuró despacio De Puebla—, tal vez sea así, pero… ¿quién se lo va a comunicar al rey?
Dios, si estás ahí, dime que estoy haciendo lo correcto. Si estás ahí, ayúdame. Si es tu voluntad que yo sea reina de Inglaterra, necesitaré que me ayudes a conseguirlo. Hasta ahora todo ha salido mal. Si lo has hecho para ponerme a prueba, ¡mírame! Estoy de rodillas, temblando de angustia. Si de verdad me has bendecido, si has decidido mi destino, si me has elegido a mí, si me has otorgado tu favor especial, entonces… ¿por qué me siento tan sola?
El embajador De Puebla se vio en la difícil situación de tener que darle una mala noticia a uno de los monarcas más poderosos e irascibles de la Cristiandad. Contaba con las cartas en las que sus majestades los reyes de España rechazaban categóricamente el matrimonio, con la resolución de Catalina de volver a ser princesa de Gales y con un valor cada vez más escaso, del cual había hecho acopio para afrontar el incómodo encuentro.
El rey había elegido reunirse con De Puebla en las cuadras del palacio de Whitehall, donde estaba inspeccionando una nueva remesa de caballos berberiscos traídos para mejorar la raza inglesa. A De Puebla se le ocurrió la idea de hacer una sutil referencia a la sangre extranjera que revitalizaba la estirpe autóctona y tal vez comentar que los animales jóvenes son más indicados para la cría, pero cuando vio el rostro sombrío de Henry se dio cuenta de que la situación no tenía una salida fácil.
—Vuestra gracia —dijo, inclinando mucho la cabeza.
—De Puebla —respondió el rey en tono brusco.
—He recibido la respuesta de sus majestades de España a vuestra generosa proposición, pero tal vez prefiráis que hablemos en un momento más oportuno.
—Éste momento ya me parece bien. Por vuestro sigilo, creo adivinar lo que dicen.
—Lo cierto es que… —dijo De Puebla, que ya se había mentalizado para mentir—. Quieren que su hija regrese a casa y en estos momentos no pueden considerar casarla con vos. La reina se muestra especialmente firme en su negativa.
—¿Por? —preguntó el rey.
—Porque quiere ver a su hija, a su pequeña y queridísima hija, prometida a un príncipe de su edad. Es un antojo femenino… —dijo el diplomático, con una mueca de circunstancias—. No es más que un antojo femenino… pero debemos respetar los deseos de una madre, ¿no os parece, vuestra gracia?
—No necesariamente —dijo el rey, poco dispuesto a colaborar—. ¿Y qué dice la princesa viuda? Creía que ella y yo nos habíamos entendido. ¿Por qué no le dice a su madre lo que quiere ella? —El rey tenía la mirada fija en un semental árabe, que trotaba por el patio con gesto orgulloso. Movía las orejas hacia detrás y hacia adelante, mantenía la cola erguida y el cuello curvado como un arco—. Supongo que puede hablar por sí misma.
—La princesa dice que os obedecerá como siempre, vuestra gracia —dijo De Puebla con mucha cautela.
—¿Pero?
—Pero tiene que obedecer a su madre —dijo. Retrocedió ante la inesperada y fulminante mirada que le dirigió el rey—. Catalina es una buena hija, vuestra gracia, una hija que obedece a su madre.
—Yo le he propuesto matrimonio y ella me ha dado a entender que aceptaba.
—La princesa jamás rechazaría a un rey como vos. ¿Cómo iba a rechazaros? Pero si sus padres no consienten, no solicitarán la dispensa y sin dispensa papal no puede celebrarse la boda.
—Por lo que yo sé, su matrimonio no llegó a consumarse, así que en realidad no necesitamos ninguna dispensa. No es más que una gentileza, una formalidad.
—Todos sabemos que el matrimonio no llegó a consumarse —se apresuró a confirmar De Puebla—. La princesa sigue siendo doncella, es adecuada para el matrimonio… pero al mismo tiempo, el papa tiene que conceder una dispensa. Y si sus majestades los reyes de España no solicitan esa dispensa, ¿qué se puede hacer?
El rey dirigió una nueva mirada, sombría y fulminante, al embajador español.
—Pues no lo sé. Creía saber lo que íbamos a hacer, pero ahora me siento engañado. Decídmelo vos. ¿Qué se puede hacer?
El embajador recurrió al eterno valor de su pueblo, a esa condición secreta de judío a la que se aferraba en los momentos más difíciles de su vida. Estaba convencido de que tanto él como su pueblo sobrevivirían, fuese como fuese.
—No se puede hacer nada —dijo. Trató de obsequiar al rey con una sonrisa fraternal, pero lo único que le salió fue una mueca irónica. Recobró la compostura de inmediato y se puso muy serio—. Si la reina de España no pide la dispensa, no hay nada que hacer. Y es muy obstinada.
—Yo no soy un vecino cualquiera de España al que se puede invadir en una campaña militar durante la primavera —dijo el rey en tono brusco—. Yo no soy Granada, ni Navarra. No me da miedo contrariar a la reina.
—Ése es el motivo por el cual los reyes de España desean una alianza con vos —se apresuró a responder De Puebla.
—¿Qué alianza? —preguntó el rey en tono gélido—. Creía que me estaban rechazando.
—Tal vez podríamos evitar todas estas dificultades con otro matrimonio —propuso el diplomático, con mucha cautela y sin perder de vista la expresión sombría de Henry—. Un matrimonio distinto que forje esa alianza que todos deseamos.
—¿Con quién?
Al ver la ira acumulada en el rostro del rey, el embajador no supo qué decir.
—Señor… yo…
—¿A quién quieren ahora para ella, ahora que mi hijo, la rosa de Inglaterra, está muerto y enterrado, ahora que Catalina no es más que una pobre viuda que aún me debe la mitad de la dote y que vive de mi caridad?
—Al príncipe —se aventuró a decir De Puebla—. Vino a este reino para ser princesa de Gales, vino aquí para ser la esposa de un príncipe y con el tiempo… Dios quiera que aún falte mucho… llegar a reina. Tal vez ese sea su destino, vuestra gracia. Por lo menos, eso es lo que ella piensa.
—¿Que Catalina piensa? —exclamó el rey—. ¡Piensa tanto como esa potranca de ahí! Cambia de idea constantemente.
—Es joven —dijo el embajador—, pero ya aprenderá. Y el príncipe también es joven, así que podrán aprender juntos.
—Y los viejos tenemos que retirarnos, ¿verdad? ¿No os ha hablado de sus preferencias, no os ha dicho si siente una atracción especial por mí? Me dio a entender claramente que se casaría conmigo. ¿No siente remordimiento alguno ante este cambio de actitud? ¿No siente la tentación de desafiar a sus padres y mantener la palabra que ella me dio libremente?
El embajador percibió la amargura en la voz del monarca.
—No tiene elección —le recordó—. Tiene que hacer lo que dicen sus padres. Creo que existía cierta atracción por su parte y que tal vez esa atracción fuera muy poderosa, pero Catalina sabe que está obligada a hacer lo que le dicen.
—¡Yo iba a casarme con ella! ¡La hubiera hecho reina! Habría sido la reina de Inglaterra —dijo. Casi se atragantó al mencionar el título, pues durante toda su vida había creído que poseerlo era el mayor honor que podía tener una mujer, de la misma forma que el título de rey de Inglaterra era el más espléndido que podía imaginar un hombre.
El embajador guardó silencio unos instantes, hasta que el rey recobró la compostura.
—Supongo que sabéis que en la familia de Catalina hay otras jóvenes tan hermosas como ella —insinuó con mucho tacto—. La joven reina de Nápoles ha enviudado. Como sobrina del rey Fernando, os aportaría una buena dote y tiene un aire a la familia. Dicen —vaciló el hombre— que es muy cariñosa y muy… —hizo una pausa— apasionada.
—Me dio a entender que me amaba. ¿Debo pensar ahora que no es más que una pretendiente al trono?
Un sudor frío brotó de todos y cada uno de los poros del embajador cuando éste oyó la terrible palabra.
—No es ninguna pretendiente —dijo, con gesto afligido—, es una nuera cariñosa, una joven afable…
Se produjo un silencio sepulcral.
—Ya sabéis lo que les pasa a los pretendientes en este país —dijo el rey con frialdad.
—¡Sí! Pero…
—Si está jugando conmigo, lo lamentará…
—¡No está jugando! ¡No tiene pretensión alguna! ¡Nada!
El rey permitió al embajador, que temblaba un poco, ponerse en pie.
—Creía que ésta era la forma de poner fin al problema de la dote y del legado —dijo al fin Henry.
—Y así será. Una vez que la princesa y el príncipe estén prometidos, España pagará la segunda mitad de la dote y ya no habrá que pensar más en el legado de viudedad —lo tranquilizó De Puebla. Se dio cuenta de que hablaba demasiado rápido e hizo una pausa para coger aire. Después prosiguió más despacio—: Todas nuestras dificultades se han solucionado. Sus majestades los reyes de España estarán encantados de solicitar la dispensa para que su hija pueda casarse con el príncipe Harry. Para Catalina es un buen matrimonio, así que hará lo que le digan. Vos seréis libre de buscaros una nueva esposa, vuestra gracia, y las rentas de Cornualles, Gales y Chester quedarán de nuevo a vuestra entera disposición.
El rey Henry se encogió de hombros y apartó la mirada del caballo que estaba en la pista de adiestramiento.
—Entonces… ¿se acabó? —preguntó con frialdad—. Catalina no me desea como yo creía. He malinterpretado su interés por mí. ¿Su amor era puramente filial? —dijo el rey, mientras se echaba a reír con amargura y recordaba el instante en que se habían besado junto al río—. ¿Debo dejar de desearla?
—Como princesa de España, tiene que obedecer a sus padres —le recordó De Puebla—. Sé que ella os prefería a vos, pues así me lo dijo —añadió, pensando que así ocultaba el doble juego de Catalina—. Si queréis que os diga la verdad, se ha llevado una decepción, pero su madre se muestra inflexible. Y yo no puedo contrariar a la reina de Castilla, quien se empeña en que su hija debe regresar a España, a menos que se case con el príncipe Harry. No aceptará ninguna otra posibilidad.
—Pues que así sea —dijo el rey con una voz fría como el hielo—. Aquí termina mi ridículo sueño y mi deseo.
Henry dio media vuelta y abandonó las cuadras, pues le habían amargado el placer de contemplar a sus caballos.
—No estaréis resentido, ¿verdad? —preguntó el embajador, que correteó cojeando tras el rey.
—En absoluto —respondió el rey, por encima del hombro—. Ni lo más mínimo.
—¿Y el compromiso con el príncipe Harry? ¿Puedo comunicarles a sus majestades los Reyes Católicos que ya está en marcha?
—Sí, por supuesto. Lo voy a convertir en mi principal objetivo.
—No os habéis ofendido, ¿verdad? —gritó De Puebla.
El rey, que le había dado la espalda y se alejaba, giró sobre sus talones y miró al embajador con los puños apretados y los hombros muy rectos.
—Catalina ha intentado dejarme en ridículo —dijo con los dientes apretados— y no le estoy precisamente agradecido. Sus padres han intentado manejarme a su antojo, pero ahora se darán cuenta de que se enfrentan a un verdadero dragón, no a uno de sus toros bravos. Jamás olvidaré esto y vosotros, españoles, tampoco lo olvidaréis. Catalina lamentará el día, como yo lo lamento ya, en que trató de engatusarme igual que a un crío enamorado.
—Está de acuerdo —se limitó a decirle De Puebla a Catalina.
Había acudido a presentarse frente a ella —«¡como si fuera el chico de los recados!», pensó indignado—, mientras la princesa descosía los trozos de terciopelo de un vestido para hacer uno nuevo.
—Me casaré con el príncipe Harry —dijo Catalina, en un tono tan neutro como el del embajador—. ¿Ha firmado algún documento?
—Está de acuerdo. Hay que esperar la dispensa, pero está de acuerdo.
Catalina miró a De Puebla.
—¿Se ha enfadado mucho?
—Creo que estaba más enfadado de lo que me ha permitido ver. Y lo que me ha permitido ver era bastante.
—¿Qué hará? —preguntó la joven.
El embajador observó el semblante pálido de la princesa. Tenía el rostro desencajado, sí, pero su expresión no era de miedo. En sus ojos azules había una mirada velada, la misma de su padre cuando estaba planeando algo. No parecía una damisela en apuros, sino más bien una mujer que trataba de burlar al más peligroso de los antagonistas. El embajador pensó que no resultaba atractiva, como lo hubiera resultado una mujer hecha un mar de lágrimas. Resultaba imponente, sí, pero no agradable.
—No sé lo que hará —respondió el hombre—. Tiene un carácter vengativo, pero no debemos concederle ventaja alguna. Debemos pagar de inmediato vuestra dote y cumplir nuestra parte del contrato para obligarlo a él a cumplir la suya.
—La vajilla ha perdido parte de su valor —se limitó a decir Catalina— pues está gastada por el uso. Y he vendido algunas piezas.
—¿Que habéis vendido piezas? —exclamó De Puebla—. ¡Pero le pertenece al rey!
La joven se encogió de hombros.
—Tengo que comer, doctor De Puebla. No podemos ir a la corte sin que nos inviten y hacernos un hueco en la mesa comunal. No vivo precisamente bien, pero tengo que comer. Y lo único que poseo son mis objetos de valor.
—¡Deberíais haberlos conservado intactos!
La joven volvió a encogerse de hombros.
—Jamás tendría que haberme visto en el trance de verme obligada a empeñar mi propia vajilla para vivir. No sé de quién es la culpa, pero desde luego mía no.
—Vuestro padre tendrá que pagar la dote y pasaros una asignación —dijo el embajador, con voz grave—. No debemos proporcionarles una excusa para que se echen atrás. Si el rey no recibe vuestra dote, no consentirá que os caséis con el príncipe. Infanta, debo advertiros de que el rey se deleitará con vuestro desasosiego y lo alargará cuanto pueda.
Catalina asintió.
—Entonces, él también es mi enemigo.
—Eso me temo.
—Finalmente se celebrará, ¿sabéis? —dijo sin que viniera a cuento.
—¿El qué?
—Mi boda con Harry. Seré reina.
—Infanta, ése es mi mayor deseo.
—Princesa —lo corrigió ella.