Castillo de Ludlow, 2 de abril de 1502

A las seis de la tarde, vísperas, el doctor Eldenham, que era el confesor del príncipe, le administró la extremaunción y Arthur murió poco después. Catalina permaneció arrodillada junto al umbral mientras el sacerdote ungía a su esposo con el sagrado óleo e inclinó la cabeza para escuchar la bendición. No se puso en pie hasta que le dijeron que su jovencísimo esposo había muerto y que ella se había convertido en una viuda de dieciséis años.

Lady Margaret y doña Elvira, cada una por un lado, acompañaron a Catalina hasta su alcoba, aunque casi tuvieron que llevarla a rastras. La princesa se metió entre las frías sábanas de su cama y supo que por mucho que esperara allí, no oiría los pasos apagados de Arthur en el adarve ni lo oiría llamar a su puerta. Jamás volvería a abrir la puerta para arrojarse en sus brazos. Y él tampoco volvería a cogerla para llevarla a la cama después de que ella se hubiera pasado todo el día esperándolo.

—No puedo creerlo —dijo, con la voz rota.

—Bebed esto —dijo lady Margaret—. El médico lo ha preparado para vos. Es una pócima para que podáis dormir. Os despertaréis a mediodía.

—No puedo creerlo.

—Bebed, princesa.

Catalina se bebió la pócima, a pesar de que tenía un sabor amargo. Lo único que deseaba era quedarse dormida y no volver a despertar jamás.

Ésa noche soñé que estaba encima de la fabulosa entrada de la fortaleza roja que protege y rodea el palacio de la Alhambra. Sobre mi cabeza ondeaban los estandartes de Castilla y Aragón, como si fueran las velas de las naves de Cristóbal Colón. Me protegía los ojos del sol otoñal para contemplar la vega de Granada y me recreaba en la belleza sencilla y para mí tan conocida de la tierra, en el terreno rojizo cruzado por miles de acequias que llevan el agua de un campo a otro. A mis pies se hallaban los muros blancos de la ciudad de Granada, que incluso ahora —diez años después de que la conquistáramos— sigue siendo una ciudad típicamente mora. Las casas se construyen alrededor de patios sombreados, en cuyo centro borbotea una alegre fuente. En los jardines se huele la fragancia de las rosas tardías y las ramas de los árboles están cargadas de frutos.

Alguien me llamaba: «¿Dónde está la infanta?».

Y en mi sueño, yo respondía: «Soy Katherine, reina de Inglaterra. Así es como me llamo ahora».

Arthur, príncipe de Gales, fue enterrado el día de San Jorge, santo patrón de Inglaterra, tras un viaje de pesadilla desde Ludlow hasta Worcester. Llovía con tanta intensidad que el cortejo apenas podía avanzar. Los caminos estaban anegados, la llanura estaba inundada hasta la altura de la rodilla y el río Teme se había desbordado, de forma que no podían vadearlo. El cortejo fúnebre tuvo que desplazarse en carros tirados por bueyes, pues los caballos no podrían haber avanzado en el lodo de los caminos. Cuando finalmente llegaron a Worcester, los penachos de plumas y los paños negros estaban completamente empapados.

Cientos de personas se congregaron para ver pasar por las calles, camino de la catedral, el triste cortejo. Cientos de personas lloraron la muerte de la rosa de Inglaterra. Cuando bajaron el ataúd a la cripta situada bajo el coro, los funcionarios de la casa del príncipe rompieron los bastones blancos que indicaban su autoridad y los arrojaron a la tumba, junto a su señor fallecido. Para ellos, todo había terminado. Se desvanecían todas las ilusiones que hubieran podido hacerse al servicio de un príncipe tan joven y prometedor. Y para Arthur también había terminado todo. En realidad, todo había terminado; ya nada tenía solución.

No, no, no.

Durante el primer mes de luto, Catalina permaneció en sus aposentos. Lady Margaret y doña Elvira anunciaron que estaba enferma, pero que su vida no corría peligro, aunque lo cierto es que temían que hubiera perdido la razón. La joven princesa no deliraba ni gritaba, no clamaba contra el destino ni pedía entre sollozos el consuelo de su madre, sino que guardaba un silencio absoluto, con el rostro vuelto hacia la pared. La propensión de su familia a la demencia era para ella una tentación, como si se tratara de un pecado. Sabía que no debía sucumbir al llanto ni a la locura, porque una vez que empezara no podría detenerse jamás. Catalina se pasó el largo mes de reclusión con los dientes apretados. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no gritar de dolor.

Cuando la despertaban por la mañana decía que estaba cansada, pero nadie sabía que en realidad no se atrevía a moverse por miedo de gemir en voz alta. Una vez que la habían vestido, permanecía sentada en su silla como si fuera de piedra. Volvía a la cama en cuanto se lo permitían. Se tumbaba de espaldas, observaba los alegres colores del dosel que tantas veces había contemplado con los ojos entrecerrados por la pasión y se daba cuenta de que jamás volvería a apoyar la cabeza en el brazo de Arthur.

Llamaron al médico, el doctor Bereworth, pero a Catalina le empezaron a temblar los labios en cuanto lo vio y se le llenaron los ojos de lágrimas. Le volvió la cabeza, se dirigió apresuradamente a su alcoba y cerró la puerta. No soportaba ver a aquel doctor que había dejado morir a Arthur, ni a los amigos que lo habían presenciado. No soportaba dirigirle la palabra. En realidad, sentía una profunda rabia hacia el médico que no había conseguido salvar a su joven esposo y deseaba que fuera él quien hubiera muerto.

—Me temo que su mente está muy afectada —le dijo lady Margaret al doctor, cuando oyeron a Catalina pasar el pestillo de la puerta de su cámara privada—. No habla, ni siquiera llora la muerte de su esposo.

—¿Come?

—Sólo si le ponen el plato delante y le recuerdan que debe comer.

—Que alguien, algún familiar o tal vez su confesor, le lea Palabras de consuelo.

—No quiere ver a nadie.

—¿Es posible que esté encinta? —susurró el doctor. Aquél era el único asunto que importaba.

—No lo sé —contestó la mujer—, no ha dicho nada.

—Está de luto por su marido —dijo el médico—. Es una joven que está de luto por la muerte de su joven esposo. Deberíamos permitirle llorarlo en paz, pues pronto tendrá que sobreponerse. ¿Debe regresar a la corte?

—Ésas son las órdenes del rey —respondió lady Margaret—. La reina ha enviado su propia litera.

—Bien, pues cuando llegue, a la princesa no le quedará más remedio que cambiar de actitud —dijo en tono despreocupado—. Es joven, se repondrá, pues los jóvenes tienen el corazón fuerte. Y le irá muy bien alejarse de aquí, donde tiene tantos recuerdos tristes. Si necesitáis consejo, por favor, llamadme. No quiero imponerle mi presencia a la pobre muchacha.

No, no, no.

En opinión de lady Margaret, sin embargo, Catalina no parecía una pobre muchacha, sino más bien una estatua, una princesa de piedra esculpida por el cincel del sufrimiento. Doña Elvira la había vestido con uno de sus trajes de luto nuevos y la había convencido para que se sentara junto a la ventana, desde donde podía ver los árboles verdes y los setos en los que ya habían brotado las blancas flores de mayo. Desde allí veía también el sol sobre los campos y podía oír el canto de los pájaros. La primavera había llegado, como Arthur le había prometido, y hacía calor, como él le había asegurado. Pero Catalina no estaba paseando con él junto al río, ni estaba dando la bienvenida a los vencejos que llegaban de España. Tampoco estaba plantando verduras en los jardines del castillo ni tratando de convencer a su esposo para que las probara. La primavera había llegado, el sol había llegado y Catalina seguía allí, pero Arthur estaba frío, en la oscura cripta de la catedral de Worcester.

La joven princesa permaneció inmóvil, con las manos cruzadas sobre la seda negra de su vestido. Miraba por la ventana, pero no veía nada. Se esforzaba por mantener los labios unidos, con los dientes apretados, como si tratara de reprimir una tempestad de palabras.

—Princesa —empezó a decir lady Margaret, tímidamente.

Muy despacio, Catalina volvió la cabeza, cubierta por una capucha negra.

—¿Sí, lady Margaret? —dijo con voz ahogada.

—Me gustaría hablar con vos.

Catalina inclinó la cabeza y doña Elvira abandonó sigilosamente la estancia.

—Tengo que hablaros de vuestro viaje a Londres. La litera real ya ha llegado y pronto tendréis que marcharos.

En los ojos azules de Catalina no apareció el más mínimo destello de ilusión. Se limitó a asentir de nuevo, como si estuvieran hablando del transporte de un paquete.

—No sé si estáis lo bastante fuerte para viajar.

—¿No puedo quedarme aquí? —preguntó Catalina.

—El rey ha ordenado que volváis. Lo siento por vos. En una carta han dicho que podéis permanecer aquí hasta que estéis en condiciones de viajar.

—Bien, ¿y qué va a pasar conmigo? —preguntó Catalina, como si se tratara de una cuestión que no despertaba en ella el más mínimo interés—. Cuando vuelva a Londres, quiero decir.

—No lo sé. —A lady Margaret, que en otros tiempos había sido princesa, no se le ocurrió pensar ni por un momento que la hija de una familia real pudiese elegir su futuro—. Lo siento, no sé qué es lo que tienen pensado para vos. A mi esposo no le han dicho nada, excepto que prepare vuestro viaje a Londres.

—¿Y qué creéis que sucederá? Cuando murió el esposo de mi hermana, ella regresó desde Portugal. Volvió a casa, a España.

—Tal vez a vos también os manden a casa —dijo lady Margaret.

Catalina volvió de nuevo la cabeza. Contempló a través de la ventana, pero en realidad no veía nada. Lady Margaret aguardó, mientras se preguntaba si la princesa añadiría algo más o no.

—¿La princesa de Gales también tiene casa en Londres, además de aquí? —preguntó—. ¿Debo regresar al castillo de Baynard?

—Vos no sois la princesa de Gales —empezó a decir lady Margaret. Iba a explicárselo, pero Catalina le dirigió una mirada tan colérica que la mujer vaciló—. Disculpadme —dijo—. Pensaba que tal vez no habíais entendido…

—¿Entender qué?

La rabia estaba tiñendo de rosa las pálidas mejillas de la princesa.

—¿Princesa?

—¿Princesa de qué? —exclamó Catalina.

Lady Margaret hizo una profunda reverencia y permaneció inclinada.

—¿Princesa de qué? —repitió Catalina en voz alta.

La puerta se abrió tras ellas. Doña Elvira entró apresuradamente, pero se contuvo al ver a Catalina en pie, con las mejillas rojas de rabia, y a lady Margaret arrodillada. Salió de nuevo sin pronunciar palabra.

—Princesa de España —dijo lady Margaret, con voz apenas audible.

Se produjo un incómodo silencio.

—Soy la princesa de Gales —dijo Catalina muy despacio—. He sido la princesa de Gales durante toda mi vida.

Lady Margaret se puso en pie y la miró sin pestañear.

—Ahora sois la princesa viuda.

Catalina se tapó la boca con una mano para reprimir un grito de dolor.

—Lo siento, princesa.

Incapaz de hablar, la joven sacudió la cabeza, con el puño en la boca para sofocar sus lamentos de dolor. Lady Margaret la observó con una expresión lúgubre.

—Os llamarán princesa viuda.

—Jamás responderé a ese nombre.

—Es un título de respeto. Sólo es la forma que tenemos los ingleses de referirnos a las princesas reales que enviudan.

Catalina apretó los dientes y se apartó de su amiga para contemplar de nuevo a través de la ventana.

—Podéis levantaros —le dijo entre dientes—. No tenéis necesidad de arrodillaros ante mí.

La mujer se puso en pie y vaciló.

—La reina me ha escrito. Quiere saber cómo os encontráis de salud, pero no sólo si os sentís lo bastante fuerte como para viajar: lo que de verdad quiere saber es si estáis encinta.

Catalina unió las manos y apartó el rostro, para que lady Margaret no pudiera ver su expresión de rabia.

—Si estáis encinta y tenéis un varón, ese niño será príncipe de Gales y después rey de Inglaterra. Y vos seréis milady, la madre del rey —le recordó lady Margaret en voz baja.

—¿Y si no estoy encinta?

—Entonces, vos sois la princesa viuda y el príncipe Harry se convierte en el príncipe de Gales.

—¿Y cuando muera el rey?

—El príncipe Harry será rey.

—¿Y yo?

Lady Margaret se encogió de hombros en silencio, con un gesto que venía a decir «Vos, nada».

—Seguís siendo infanta —dijo la mujer en voz alta, tratando de sonreír—. Eso lo seréis siempre.

—¿Y la próxima reina de Inglaterra?

—Será la esposa del príncipe Harry.

Catalina dio rienda suelta a su rabia. Se acercó a la chimenea y se apoyó en la repisa para recobrar el equilibrio. El reducido fuego que ardía en el hogar no desprendía calor suficiente para que la princesa pudiera notarlo a través de la gruesa falda negra de su traje de luto. La joven contempló las llamas, como si así pudiera entender lo que le había sucedido.

—He vuelto a ser lo que era cuando tenía tres años —dijo lentamente—. Infanta de España, no princesa de Gales. Una niña. Sin interés alguno.

Lady Margaret, cuya sangre real se había diluido cuando la habían obligado a casarse con un hombre de modesto linaje, de modo que no pudiese obstaculizar el acceso de los Tudor al trono de Inglaterra, asintió.

—Princesa, vos adquirís la posición de vuestro esposo. Así es como funciona para las mujeres: si una no tiene esposo ni hijo, entonces tampoco tiene posición. Lo único que tiene es lo que tenía al nacer.

—Si vuelvo viuda a España y me casan con un archiduque, pasaré a ser la archiduquesa Catalina, ya no seré princesa. No seré la princesa de Gales y, desde luego, jamás seré reina de Inglaterra.

Lady Margaret asintió de nuevo.

—Como yo —dijo.

Catalina volvió la cabeza.

—¿Vos?

—Yo nací princesa de la dinastía Plantagenet: mi tío era el rey Edward IV y mi hermano era Edward de Warwick, heredero al trono del rey Richard III. Si el rey Henry hubiera perdido la batalla de Bosworth, quien estaría ahora en el trono sería el rey Richard: mi hermano, su heredero, sería el príncipe de Gales y yo sería la princesa Margaret, pues lo era al nacer.

—En cambio, ahora sois lady Margaret, la esposa del señor de un pequeño castillo, que ni siquiera es suyo, en la frontera de Inglaterra.

La mujer asintió ante aquella sombría descripción de su estatus.

—¿Por qué no os negasteis? —preguntó Catalina.

Lady Margaret volvió un poco la cabeza para comprobar que la puerta del salón de audiencias de Catalina estuviera cerrada y ninguna de las damas de la princesa pudiera oírla.

—¿Y cómo iba a negarme? —se limitó a preguntar—. Mi hermano estaba en la Torre de Londres, sólo porque había nacido príncipe. Si me hubiera negado a casarme con sir Richard Pole, habría acabado igual que mi hermano. A Edward lo decapitaron simplemente por llamarse como se llamaba. Yo, como mujer, tenía la oportunidad de cambiar de nombre y eso fue lo que hice.

—¡Tuvisteis la oportunidad de ser reina de Inglaterra! —protestó Catalina.

Lady Margaret hizo caso omiso de la vehemencia de la joven.

—Es la voluntad de Dios —se limitó a decir—. Mi oportunidad pasó… y la vuestra también ha pasado. Debéis encontrar la forma de vivir el resto de vuestra existencia sin lamentarlo, infanta.

Catalina no dijo nada, pero observó a su amiga con una expresión gélida e impenetrable.

—Encontraré la forma de cumplir con mi destino —dijo—. Ar… —Se interrumpió. No podía nombrarlo, ni siquiera ante su amiga—. Una vez hablamos de reclamar lo que a uno le pertenece —dijo—. Y ahora lo entiendo. Seré una pretendiente de mí misma, lucharé por lo que es mío. Sé cuál es mi deber y sé lo que debo hacer. Por muchas dificultades a las que tenga que enfrentarme, cumpliré con la voluntad de Dios.

La otra mujer asintió.

—Tal vez Dios haya dispuesto que aceptéis vuestro destino. Tal vez su voluntad sea que os resignéis —insinuó.

—No lo ha dispuesto así —dijo Catalina, muy convencida.

No le contaré a nadie lo que prometí. No le contaré a nadie que en el fondo de mi corazón sigo siendo la princesa de Gales, que siempre seré la princesa de Gales hasta que vea casarse a mi hijo y vea coronada a mi nuera. No le contaré a nadie que ahora entiendo lo que me dijo Arthur: que incluso una mujer que nace princesa puede verse obligada a reclamar su título.

Aún no le he dicho a nadie si estoy encinta o no. Pero yo lo sé, desde luego. Tuve el período en abril, así que no espero ningún hijo. Ni la princesa Mary ni el príncipe Arthur están en camino. Mi amor, mi único amor, está muerto y no me queda nada de él, ni siquiera un hijo póstumo.

No diré nada, aunque todo el mundo se entromete y quiere saber. Primero tengo que pensar en lo que voy a hacer, en cómo voy a reclamar el trono que Arthur quería para mí. Tengo que pensar en cómo cumplir la promesa que le hice, en cómo decir la mentira que él quería que dijera. En cómo conseguir que resulte creíble, en cómo engañar al mismísimo rey y a su astuta y cruel madre.

He hecho una promesa y yo jamás me retracto. Arthur me suplicó que se lo prometiera, estableció la mentira que debo contar y yo dije «sí». No le fallaré. Es lo último que me pidió y lo haré. Lo haré por él, pero también por el amor que nos profesábamos.

Oh, amor mío, si supieras cuánto deseo verte.

Catalina viajó a Londres con las cortinas negras de la litera cerradas, negándose a contemplar la belleza de una campiña en pleno esplendor primaveral. No vio a la gente descubrirse ni hacer reverencias cuando la procesión atravesaba los pueblecitos ingleses, como tampoco oyó a los hombres y mujeres que exclamaban «¡Dios os bendiga, princesa!» mientras la litera se zarandeaba por las callejuelas de las aldeas. Tampoco supo que todas las jóvenes del país se santiguaban y rezaban para no correr la misma mala suerte que la hermosa princesa española, que había viajado desde tan lejos para casarse y había perdido a su marido sólo cinco meses después.

Catalina apenas se fijó en el lozano verde de la campiña, ni en los cultivos que ya empezaban a crecer en los campos ni en el ganado que engordaba en los pastos. Cuando el camino discurría entre los espesos bosques, la joven viuda percibía la frescura de la sombra verde y la tupida enramada, que formaba un dosel sobre el camino. Los grupos de ciervos desaparecían en la penumbra jaspeada y, de vez en cuando, Catalina oía el canto de algún cuco o el golpeteo de algún pájaro carpintero. Era una tierra hermosa y exuberante, una herencia maravillosa para una joven pareja. Catalina recordó lo mucho que deseaba Arthur proteger aquellas tierras de los escoceses y de los moros. Recordó también su voluntad de reinar mejor y con más justicia de lo que se hubiera hecho jamás en Inglaterra.

Durante el viaje la joven no dirigió la palabra a los distintos anfitriones, que atribuían su mutismo a la pena que la afligía y se apiadaban de ella. Tampoco dirigió la palabra a sus damas: ni a María, que permanecía junto a ella y la apoyaba en silencio; ni a doña Elvira, que ante aquella crisis no paraba quieta un momento. El esposo de la dueña se encargaba del alojamiento durante el viaje, mientras que ella se dedicaba a organizar las comidas de la princesa, su ropa de cama, sus acompañantes y su dieta. Catalina no decía nada y les dejaba hacer lo que quisieran.

Algunos de los anfitriones llegaron a creer que Catalina estaba tan sumida en el dolor que no podía hablar y rezaban para que se recuperara, regresara a España y se casara de nuevo, porque así tendría un marido con el que sustituir al desaparecido. Lo que no sabían, sin embargo, era que Catalina había ocultado en lo más profundo de su ser el dolor por la muerte de su esposo. Había retrasado deliberadamente el duelo hasta que tuviera la seguridad de que podía permitírselo. Mientras la litera avanzaba dando bandazos, Catalina no lloraba a su esposo, sino que se devanaba los sesos para encontrar la forma de hacer realidad el sueño de Arthur. Se preguntaba cómo obedecerle, que era lo que él le había exigido. Pensaba en cómo cumplir su promesa, la que le había hecho en sus últimos momentos de vida al único hombre al que había amado.

Debo actuar con astucia. Tendré que ser más hábil que el rey Henry Tudor y más decidida que su madre. Si debo enfrentarme a esos dos, no sé muy bien si podré salirme con la mía. Sin embargo, tengo que conseguirlo. Lo he prometido, así que diré la mentira. Inglaterra será gobernada tal como él deseaba. La rosa revivirá y yo construiré la Inglaterra que él deseaba.

Ojalá lady Margaret me hubiera acompañado y pudiera aconsejarme. Echo mucho de menos su compañía y esa sabiduría que ha ido adquiriendo con las malas experiencias. Ojalá pudiera contemplar su mirada serena y escuchar sus consejos. Ojalá volviera a decirme que me resigne, que ceda a mi destino, que me entregue a la voluntad de Dios. No seguiría sus consejos, pero… ojalá pudiera escucharlos de nuevo.