Primavera de 1511
1 de enero de 1511
Toda Inglaterra enloqueció de contento al saber que había nacido un niño el día de Año Nuevo. Ya desde el primer momento, todo el mundo se refirió a él como príncipe Henry, pues no había otro nombre posible. En las calles, los súbditos asaban bueyes y bebían hasta caer borrachos. En el campo, hacían repicar las campanas y organizaban festejos parroquiales en los que se brindaba a la salud del heredero de los Tudor, el muchacho que traería la paz a Inglaterra, que mantendría la alianza de Inglaterra con España, que protegería a Inglaterra de sus enemigos y que, de una vez por todas, derrotaría a los escoceses.
Henry fue a ver a su hijo, desobedeciendo las normas de la reclusión. Entró de puntillas, como si sus pasos pudieran hacer temblar la habitación. Echó un vistazo a la cuna, temeroso de respirar cerca del niño, que dormía.
—Es muy pequeño —dijo—. ¿Cómo puede ser tan pequeño?
—La comadrona ha dicho que es grande y fuerte —lo corrigió Katherine, defendiendo de inmediato a su bebé.
—No lo dudo, pero es que tiene unas manos tan… Y mirad, ¡tiene uñas! ¡Uñas de verdad!
—En los dedos de los pies también tiene uñas —dijo Katherine. Juntos, el rey y la reina contemplaron maravillados el ser perfecto que habían creado entre los dos—. Tiene los pies regordetes y unos deditos minúsculos.
—¿Me los enseñáis? —dijo Henry.
Muy despacio, Katherine le quitó a su hijo los patucos de seda que llevaba.
—Mirad —dijo con la voz embargada por la ternura—. Se los vuelvo a poner, no quiero que coja frío.
Henry se inclinó hacia la cuna y con su enorme mano cogió delicadamente el minúsculo pie del niño.
—Es mi hijo —dijo, fascinado—. Alabado sea Dios, tengo un hijo.
Permanezco en la cama, como estableció en el Libro de las Ordenanzas la madre del anterior rey, y recibo a las visitas más honorables. Tengo que contener la sonrisa cuando pienso en mi madre, que me tuvo en plena campaña de guerra, en una tienda, como si fuera la querida de un soldado cualquiera. Pero así se hacen las cosas en Inglaterra: yo soy una reina inglesa y este bebé será rey de Inglaterra.
Jamás había conocido una felicidad tan intensa. Si me quedo dormida, cuando me despierto noto el corazón rebosante de alegría, sin ni siquiera saber por qué. Y entonces me acuerdo: le he dado un hijo a Inglaterra, a Arthur y a Henry. Luego sonrío, vuelvo la cabeza y quien me esté observando en ese momento responde a la pregunta antes de que yo la formule: «Sí, vuestro hijo está bien, vuestra gracia».
Henry está demasiado ocupado con los cuidados que necesita nuestro hijo. Viene a verme por lo menos veinte veces al día, me hace un montón de preguntas y me cuenta las novedades de los preparativos que está ultimando. Le ha asignado una casa de no menos de cuarenta personas a este minúsculo bebé y ya ha elegido las habitaciones del palacio de Westminster que harán las veces de cámara del Consejo cuando nuestro hijo sea mayor. Sonrío, pero no digo nada. Henry está organizando el mejor bautizo que se haya visto jamás en Inglaterra: nada es lo bastante para este Henry, que será el noveno. A veces, cuando me siento en la cama, supuestamente para escribir cartas, dibujo su monograma. Henry IX: mi hijo, el rey de Inglaterra.
A sus augustos padrinos se los ha elegido escrupulosamente: la hija del emperador, Margarita de Austria, y el rey Luis XII de Francia. Así pues, este pequeño Tudor ya ha empezado a trabajar para despejar los recelos de los franceses hacia nosotros y para mantener nuestra alianza con los Habsburgo. Cuando me lo traen, le acaricio la palma de la minúscula manita y él me coge el dedo con fuerza, como si quisiera aferrarse a mi mano. Como si me quisiera tanto como lo quiero yo a él. Lo observo en silencio mientras duerme, con un dedo en la palma de su mano y la otra mano apoyada en su delicada cabecita para notar sus latidos regulares.
Sus padrinos de pila son el arzobispo Warham, mi leal y querido amigo Thomas Howard, conde de Surrey, y los condes de Devon. Mi adorada lady Margaret dirigirá los aposentos de los niños en Richmond. Es el palacio más nuevo y más limpio de todos los que hay cerca de Londres, así que, estemos donde estemos —sea Whitehall, Greenwich o Westminster—, me será fácil ir a verlo.
No soporto la idea de dejarlo marchar, pero es mejor que viva en el campo y no en la ciudad. Y podré ir a visitarlo todas las semanas. Henry me ha dicho que podré ir a verlo todas las semanas.
Henry fue a la abadía de Nuestra Señora de Walsingham, tal como había prometido, y Katherine le pidió que les dijera a las monjas que dirigían el santuario que ella misma iría a hacerles una visita la próxima vez que estuviera encinta. Cuando el siguiente bebé se hallara en el útero de la reina, daría las gracias por el primer hijo y rezaría para que el segundo naciera sano. Le pidió al rey que dijera a las monjas que iría a verlas cada vez que se quedara encinta y que esperaba visitarlas muchas veces a lo largo de su vida.
Le entregó también una bolsa de oro.
—¿Queréis darles esto de mi parte y pedirles que recen por mí?
Henry lo cogió.
—Ya rezan por la reina de Inglaterra, es su deber —respondió él.
—Quiero recordárselo.
Henry regresó a la corte para participar en el mayor torneo que se hubiera visto jamás en Inglaterra y Katherine, que ya había abandonado la cama, fue la organizadora. El rey había encargado una armadura nueva antes de marcharse. Su esposa le había ordenado a su caballero preferido, Edward Howard, ilustre hijo de la familia Howard, que se asegurase de que la armadura se ajustara perfectamente al cuerpo esbelto de Henry y que fuera de la mejor calidad. La reina encargó también estandartes, ordenó colgar tapices, organizó mascaradas sobre temas gloriosos y dispuso que hubiera oro por todas partes: cortinas y estandartes confeccionados con paño de oro, bandas de oro, platos y tazas de oro, puntas de oro en las lanzas decorativas, escudos repujados en oro y oro hasta en los arreos del rey.
—Va a ser el torneo más espectacular que Inglaterra haya presenciado jamás —le dijo Edward Howard a la reina—. Los caballeros andantes de Inglaterra y la elegancia española. Una auténtica maravilla.
—Es la mayor celebración que hemos organizado jamás —dijo ella sonriendo—. Y por el mejor motivo posible.
Sé que he construido un extraordinario escaparate para Henry, pero cuando entra a caballo en el torneo, me deja casi sin aliento. Está de moda que los caballeros que participan en las justas elijan un lema; a veces, incluso escriben un poema o interpretan un papel en un cuadro viviente antes de montar. Henry ha mantenido su lema en secreto y no me ha dicho de qué se trata. Ha encargado su propio estandarte y las damas de la corte me han ocultado, entre risas, lo que han bordado en el estandarte de seda verde de los Tudor. Sinceramente, no tengo ni idea de lo que dice hasta que Henry me saluda, frente al pabellón real, despliega el estandarte y su heraldo anuncia el título con el que participa en el torneo: sir Corazón Fiel.
Me pongo en pie y aplaudo con las manos frente al rostro, para ocultar que me tiemblan los labios. No puedo evitar que se me llenen los ojos de lágrimas. Se define a sí mismo como sir Corazón Fiel… acaba de declarar ante todo el mundo su amor y su devoción hacia mí. Mis damas se hacen a un lado, para dejarme ver el dosel que Henry ha ordenado colgar del pabellón real: ha hecho bordar en él pequeñas insignias doradas con las letras «H» y «K» entrelazadas. Mire hacia donde mire en la liza veo haches y kas entrelazadas en todos los estandartes y en todos los postes. Henry se ha servido de este gran torneo, el más espléndido y lujoso que se ha visto jamás en Inglaterra, para anunciar al mundo entero que me ama, que es mío y que su corazón —un corazón leal— me pertenece.
Me vuelvo para mirar a mis damas de honor con un gesto de triunfo absoluto. Si pudiera hablar con toda libertad, les diría: «¡Mirad! Que esto os sirva de advertencia. Henry no es el hombre que todas pensáis, no es un hombre capaz de abandonar a su legítima esposa. No es un hombre al que podáis seducir, por muchos ardides que empleéis, por malvados que sean los rumores sobre mí que hagáis correr. Me ha entregado su corazón y es un corazón fiel». Recorro con la mirada los rostros de mis damas: son las muchachas más bonitas de las mejores familias de Inglaterra y sé que todas ellas sueñan en secreto con arrebatarme mi sitio. Tal vez una de ellas consiguiera quedarse con mi trono, pero para ello necesitaría mucha suerte, seducir al rey y esperar mi muerte…
El estandarte del rey lo dice claramente: «Ni hablar». El estandarte del rey lo dice claramente: las haches y las kas de oro, y el anuncio del heraldo anuncian sin lugar a dudas que Henry es sólo mío, para siempre. La voluntad de mi madre, la promesa que le hice a Arthur y el destino que Dios le ha reservado a Inglaterra me han traído finalmente hasta aquí: a darle un hijo y heredero a Inglaterra, a que el rey de Inglaterra declare en público que me ama y a que su inicial y la mía, entrelazadas en oro, estén por todas partes.
Me llevo una mano a los labios y luego se la tiendo a Henry. Lleva la visera levantada y en sus ojos percibo los destellos de la pasión: el amor de Henry me reconforta, como el sol de mi niñez. Soy una mujer a quien Dios ha bendecido, una mujer que cuenta con el favor especial de Dios. Superé la viudedad y el dolor provocado por la muerte de Arthur. El anterior rey, pese a cortejarme, no consiguió seducirme, como tampoco consiguió derrotarme su enemistad ni consiguió destruirme el odio de su madre. El amor de Henry me llena de alegría, pero no me compensa. Gracias al favor especial de Dios, he conseguido salvarme a mí misma. Yo sola he conseguido abandonar las tinieblas de la pobreza para disfrutar del lujo de la luz. Yo sola he luchado para no dejarme arrastrar por la desesperación más absoluta. Yo sola me he convertido en una mujer capaz de enfrentarse a la muerte y a la vida… y superar ambas cosas.
Recuerdo una vez, cuando era niña, que mi madre estaba rezando arrodillada antes de una batalla. Cuando terminó, se puso en pie, besó la pequeña cruz de marfil, la devolvió a su sitio y le hizo una seña a su dama de honor para que le acercara el peto de la armadura y se lo abrochara.
Corrí tras ella. Le supliqué que no se marchara y le pregunté por qué tenía que irse, si Dios nos había bendecido. Si Dios nos había bendecido, ¿por qué teníamos que luchar igualmente? ¿Por qué no era Dios el que expulsaba a los moros, sin más?
—Me ha bendecido al elegirme para cumplir con su voluntad —dijo. Se arrodilló junto a mí y me rodeó con un brazo—. Y te preguntarás: ¿por qué no dejarlo todo en manos de Dios, si él puede fulminar con un rayo a los moros?
Asentí.
—Yo soy ese rayo —respondió mi madre—. Yo soy el rayo de Dios que expulsará a los moros. Dios no ha elegido hoy un rayo, me ha elegido a mí. Y ni yo ni las nubes de tormenta podemos negarnos a cumplir con nuestro deber.
Le sonrío a Henry cuando baja la visera del yelmo y se aleja con su caballo del pabellón real. Ahora entiendo a qué se refería mi madre cuando me dijo que ella era el rayo de Dios. A mí, Dios me ha pedido que sea la luz del sol en Inglaterra. Me ha encomendado que traiga felicidad, prosperidad y seguridad a Inglaterra. Y lo consigo ayudando al rey a tomar las decisiones adecuadas, asegurando la sucesión y protegiendo la seguridad de las fronteras. Yo soy la reina que Dios ha elegido para Inglaterra: le sonrío a Henry, cuando su caballo de resplandeciente pelaje negro trota despacio hacia el extremo de la liza, sonrío también a los londinenses que corean mi nombre y gritan «¡Dios bendiga a la reina Katherine!» y sonrío para mis adentros, porque estoy haciendo lo que mi madre deseaba y lo que Dios ha decretado… y porque Arthur me está esperando en al-Yanna, el jardín.