Invierno de 1503
El rey Henry y su reina, que deseaban reparar la pérdida de su primogénito, esperaban otro hijo, y Catalina, que deseaba caer en gracia a los soberanos, estaba confeccionando un precioso ajuar para el bebé. La joven se hallaba sentada frente al fuego en la habitación más pequeña de Durham House, a principios de febrero de 1503. Sus damas, que remendaban costuras lo mejor que podían, estaban sentadas a cierta distancia, de forma que doña Elvira podía hablar sin que la oyeran.
—Éste ajuar debería ser para vuestro bebé —dijo entre dientes la dueña, en un tono cargado de resentimiento—. Hace un año que sois viuda y no ha habido ningún cambio. ¿Qué va a ser de vos?
Catalina apartó la vista de la preciosa labor de punto que bordaba.
—Calma, doña Elvira —dijo en voz baja—. Se hará lo que decidan Dios, mis padres y el rey.
—Ya tenéis diecisiete años. —La dueña inclinó la cabeza y se negó obstinadamente a cambiar de tema—. ¿Cuánto tiempo tenemos que quedarnos en este país dejado de la mano de Dios? No sois prometida ni esposa, no estamos en la corte ni en ningún lugar que se le parezca, los gastos se acumulan y el rey aún no os ha pagado vuestro legado.
—Doña Elvira, si supierais el dolor que me causan vuestras palabras, estoy segura de que no diríais nada —afirmó Catalina—. Que farfulléis entre dientes mientras coséis, como si fuerais una egipcia que lanza una maldición, no significa que yo no os oiga. Si supiera lo que va a ocurrir, yo misma os lo comunicaría de inmediato, pero murmurando en voz baja vuestros temores no vais a averiguar nada.
Doña Elvira levantó la cabeza y se enfrentó a la mirada serena de Catalina.
—Pienso en vos —dijo, con brusquedad—, aunque nadie más lo haga, ni el imbécil del embajador ni el estúpido del emisario. Si el rey no ordena vuestra boda con el príncipe, ¿qué será de vos? Si él no os deja marchar, ni vuestros padres insisten en vuestro retorno, ¿qué pasará? ¿Os va a retener eternamente? ¿Qué sois, una princesa o una prisionera? Ya ha transcurrido casi un año. ¿Os retienen como rehén de la alianza con España? ¿Cuánto tiempo más podéis esperar? Ya tenéis diecisiete años, ¿cuánto tiempo más podéis esperar?
—Me limito a esperar —respondió la princesa sin alterarse— pacientemente. Hasta que se resuelva todo.
La dueña no dijo nada más y Catalina ya no tenía ánimos para seguir discutiendo. Sabía que durante el primer año de luto por Arthur la habían ido apartando cada vez más de la vida de la corte. La afirmación de que seguía siendo virgen no había conducido a un nuevo compromiso matrimonial, como ella creía, sino que la había convertido en alguien aún más insignificante. Sólo la invitaban a la corte en las ocasiones especiales, cosa que debía atribuir a la generosidad de la reina Elizabeth.
La madre del rey, lady Margaret Beaufort, no tenía ningún interés en una princesa española venida a menos. Catalina no había demostrado aún que fuese fértil, se empeñaba en afirmar que ni siquiera había perdido la virginidad, se había quedado viuda y encima no aportaba más dinero a las arcas de la corona. Por tanto, a la casa Tudor no le servía para nada, excepto como última baza en la eterna lucha con España. Que se quedara en su palacete del Strand, ya la invitarían a la corte cuando fuera necesario. Además, a la madre del rey no le gustaba nada la forma en que el nuevo príncipe de Gales miraba a su cuñada viuda.
El príncipe Harry la miraba con la devoción de un adolescente cada vez que se encontraban. La madre del rey había decidido en secreto que procuraría mantenerlos alejados, pues tenía la sensación de que Catalina le sonreía demasiado afablemente al joven príncipe y creía que fomentaba la adoración del muchacho sólo para halagar su vanidad de extranjera. Milady estaba celosa de cualquiera que pudiera influir en el único hijo y heredero que seguía con vida. Además, tampoco se fiaba de Catalina. ¿Qué motivos tenía una joven viuda para permitir que su cuñado, casi seis años más joven que ella, se hiciera ilusiones? ¿Qué esperaba conseguir de esa amistad? Sin duda, Catalina debía de saber que al joven Harry lo custodiaban muy de cerca: dormía en los aposentos de su padre, iba acompañado noche y día y estaba constantemente vigilado. ¿Qué pretendía conseguir la viuda española enviándole libros, enseñándole español, riéndose de su acento y observándolo cuando se enfrentaba al estafermo, como si el príncipe se estuviera preparando para ser su caballero andante?
No conseguiría nada. No podía conseguir nada. Aun así, la madre del rey no pensaba tolerar que nadie, excepto ella misma, se acercara en exceso a Harry, por lo que ordenó que las visitas de Catalina a la corte fueran escasas y breves.
El propio rey se mostraba amable con Catalina cuando la veía, pero la joven española tenía la sensación de que el monarca la observaba como si fuera una especie de tesoro robado. Cuando estaba con él tenía la sensación de ser un trofeo… no una muchacha de diecisiete años que dependía por completo del favor del rey y que, en el fondo, era su hija política.
Si reuniese el coraje necesario para hablar de Arthur con su suegra o con el rey, tal vez se acercaran un poco a ella para compartir su dolor. Pero no, no podía utilizar el nombre de su esposo para congraciarse con los reyes. Aunque ya había transcurrido casi un año desde la muerte del príncipe, Catalina no podía pensar en su difunto esposo sin notar un peso en el pecho, tan grande que a veces tenía la sensación de que el dolor le impedía respirar. Aún no podía pronunciar su nombre en voz alta y, desde luego, no podía utilizar su propio sufrimiento para conseguir sus propósitos en la corte.
—Pero… ¿qué va a pasar? —prosiguió doña Elvira.
Catalina desvió la mirada.
—No lo sé —respondió con brusquedad.
—Si la reina da a luz otro varón, tal vez el rey nos mande de vuelta a España —insistió la dueña.
Catalina asintió.
—Tal vez.
Doña Elvira conocía lo bastante bien a Catalina como para interpretar la silenciosa determinación de la joven.
—Vuestro problema —susurró— es que todavía no queréis regresar. Tal vez el rey os retenga como rehén hasta cobrar la dote, tal vez vuestros padres os permitan quedaros… pero si insistierais lo suficiente, podríais regresar a España. Aún creéis posible que os casen con Harry, pero si así fuera ya estaríais prometida. Tenéis que rendiros. Ya hace un año que estamos aquí y no habéis conseguido nada. Nos habéis condenado a vivir aquí hasta que os derroten.
Catalina entornó sus párpados de rubias pestañas y ocultó su mirada.
—Oh, no —dijo—. No creo.
En ese momento, alguien llamó apresuradamente a la puerta.
—¡Mensaje urgente para la princesa viuda de Gales! —dijo una voz.
Catalina dejó caer sus labores y se puso en pie. Sus damas la imitaron al instante. Era tan poco habitual que sucediera algo en la tranquila corte de Durham House que se produjo un gran revuelo.
—¡Que entre! —exclamó Catalina.
María de Salinas abrió la puerta de golpe. Uno de los criados de la Cámara Privada entró y se arrodilló ante la princesa.
—Noticias de gravedad —dijo en tono apremiante—. La reina ha dado a luz un hijo varón, que ha muerto. Su gracia, la reina, también ha muerto. Roguémosle a Dios por su gracia el rey en estos momentos de dolor.
—¿Qué? —preguntó doña Elvira, mientras trataba de asimilar la increíble avalancha de acontecimientos.
—Dios la tenga en su gloria —respondió cortésmente Catalina—. Dios salve al rey.
«Padre que estás en los cielos, acoge en tu seno a tu hija Elizabeth. Debes amarla, pues era una mujer generosa y llena de gracia».
Me apoyo sobre los talones y termino mi oración. Creo que la vida de la reina, que ha acabado de forma tan trágica, fue una vida llena de pesar. Si la versión del rumor que me contó Arthur es cierta, la reina estuvo a punto de casarse con el rey Richard, por mucho que fuera un vil tirano. Deseó casarse con él y reinar a su lado. Su propia madre, la madre del rey y la victoria en la batalla de Bosworth la obligaron a aceptar al rey Henry. Había nacido para ser reina de Inglaterra y se casó con el hombre que podía ofrecerle el trono.
Creo que si yo me hubiera atrevido a hablarle de la promesa que le hice a su hijo, Elizabeth de York habría entendido el dolor que me entumece el cuerpo, como si quisiera congelarlo, cada vez que pienso en Arthur y recuerdo que le prometí casarme con Harry. Estoy segura de que ella habría entendido que si una nace para ser reina de Inglaterra, tiene que ser reina de Inglaterra, da igual quién sea el rey. Da igual con quién tenga que casarse.
Sin la presencia serena de la reina en la corte, aún me siento más amenazada y más lejos de mi objetivo. Ella era amable conmigo y me trataba con cariño. Mi intención era esperar a que terminara mi año de luto y confiar en que la reina me ayudara a casarme con Harry, porque el príncipe sería un refugio para mí y yo sería una buena esposa para él. Confiaba en que ella supiera que una mujer puede casarse con un hombre por el que no siente nada, excepto indiferencia, y aun así convertirse en una buena esposa.
Pero ahora será la madre del rey quien dirija la corte. Es una mujer temible, cuya única amiga es su propia causa, y que no siente afecto por nadie excepto por su hijo Henry y por su nieto, el príncipe Harry.
No se casa con nadie, pues para ella lo primero son los intereses de su propia familia. Sólo me considerará una de las muchas candidatas a obtener en matrimonio la mano del príncipe. Dios la perdone, pero hasta es capaz de buscarle una esposa francesa. En ese caso, no sólo le habré fallado a Arthur, sino también a mis propios padres, que me necesitan para mantener la alianza entre Inglaterra y España, y la enemistad entre Inglaterra y Francia.
Éste año ha sido muy duro para mí. Suponía que mi luto duraría doce meses y que luego habría un nuevo compromiso matrimonial. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo estoy más inquieta, pues al parecer nadie piensa en esa posibilidad. Y ahora temo que las cosas empeoren aún más. ¿Y si el rey Henry decide renunciar a la segunda parte de la dote y me manda de vuelta a España? ¿Y si prometen a Harry, ese crío insensato, a otra mujer? ¿Y si se olvidan de mí? ¿Y si me retienen como rehén para garantizar la actitud amistosa de España, pero me descuidan por completo? ¿Y si me abandonan en Durham House y me convierto en una princesa en la sombra de una corte en la sombra, mientras el mundo real sigue girando ahí fuera?
Odio esta época del año en Inglaterra, porque el invierno se alarga eternamente en una sucesión de neblinas frías y cielos grises. En la Alhambra, en cambio, ya no debe de quedar escarcha en los canales y seguro que el agua, procedente del deshielo de las nieves de la sierra, fluye de nuevo, helada e impetuosa. Seguro que la tierra ya ha empezado a calentarse en los jardines, que los campesinos ya están plantando flores y árboles, que el sol calienta por las mañanas y que de las ventanas se han retirado ya los gruesos tapices para que las brisas cálidas recorran de nuevo el palacio.
Sin duda, los pájaros del verano han regresado ya a las escarpadas colinas y en los olivos resplandecen las hojas verdes y grises. Y hasta es posible que los campesinos hayan empezado a remover la tierra roja, esa tierra que desprende la fragancia de la vida y de la siembra.
Echo de menos mi hogar, pero no quiero abandonar mi puesto. No soy un soldado que olvida cumplir con su deber, soy un centinela que permanece despierto toda la noche. No le fallaré a mi amado. Le dije «Os lo prometo» y no lo olvido. Le seré fiel. El jardín que simboliza la inmortalidad, al-Yanna, me esperará. La rosa me esperará en al-Yanna, Arthur me esperará allí. Seré reina de Inglaterra, pues es lo que me corresponde desde que nací y es lo que le prometí a Arthur. La rosa florecerá en Inglaterra, así como en el cielo.
Se ofició un gran funeral por la reina Elizabeth y Catalina se vistió otra vez de luto. A través del encaje negro de su mantilla, la joven observó el orden de precedencia, los preparativos del servicio religioso y se fijó en que todo se hacía según las ordenanzas del libro de la madre del rey. La joven viuda española había visto retrasada su posición: ahora estaba detrás de las princesas, pero delante del resto de las damas de la corte.
Lady Margaret, la madre del rey, había dejado constancia escrita de todos los procedimientos que debían seguirse en la corte de los Tudor, desde las habitaciones para dar a luz hasta las capillas ardientes. Su intención era que tanto su hijo como las generaciones que vendrían después, si Dios escuchaba sus plegarias, estuvieran preparadas en toda ocasión, de forma que toda ocasión fuera exactamente igual a otra y de forma que ella controlara todas esas ocasiones, por muy lejos que quedaran en el futuro.
Su primer gran funeral, el de una nuera a la que no amaba, se desarrolló con el orden y la elegancia propios de una de las mascaradas que se celebraban en la corte y que se planificaban hasta el último detalle. Y puesto que lady Margaret Beaufort era la gran artífice, ocupó de forma manifiesta e incontestable su lugar como principal dama de la corte.
Se cumplía ya un año desde la muerte de Arthur, y Catalina pasó todo el día sola en la capilla de Durham House. Al amanecer, el padre Geraldini había oficiado una misa en memoria del joven príncipe, tras la cual Catalina permaneció en la minúscula iglesia, sin desayunar ni ingerir nada en todo el día, excepto un vaso de cerveza.
A ratos se arrodillaba ante el altar y rezaba en silencio, moviendo los labios. Forcejeaba con la sensación de pérdida: sentía un dolor tan agudo y cruel como el que había sentido el día que se detuvo en el umbral de la alcoba de Arthur, el día que supo que no se podía hacer nada por él, que el príncipe se iba a morir y que a ella no le quedaría más remedio que vivir sin él.
Deambuló durante largas horas por la capilla vacía, deteniéndose de vez en cuando para contemplar los cuadros devotos que colgaban de las paredes o los delicados relieves de los brazos de los bancos y de la mampara que separaba el coro de la nave. La idea de olvidar a Arthur le daba pánico: a veces, cuando se despertaba por las mañanas, trataba de evocar su rostro y se daba cuenta de que no veía nada bajo sus párpados cerrados o, peor aún, que lo único que veía era un tosco esbozo que apenas se le parecía. Una simple representación que nada tenía que ver con el verdadero Arthur. Cuando eso sucedía, Catalina se sentaba de un salto, encogía las rodillas hacia el estómago y las sujetaba con todas sus fuerzas para no dejarse arrastrar por una espantosa sensación de pérdida.
Luego, transcurridas ya algunas horas, cuando estaba hablando con sus damas, cosiendo o paseando junto al río, a veces oía a alguien decir algo o veía el reflejo del sol en el agua y Arthur aparecía de repente frente a ella, tan real que parecía vivo. En esas ocasiones, el día se volvía radiante y Catalina se quedaba inmóvil durante un segundo, empapándose de su imagen; luego proseguía con la conversación o continuaba paseando, pero con la tranquilidad de que ya nunca lo olvidaría. En los párpados de Catalina estaba grabada la imagen de Arthur, que había dejado en el cuerpo de su esposa la impronta de sus caricias… Catalina era suya, en cuerpo y alma, hasta la muerte. Pero no hasta la muerte de él, como había sucedido, sino hasta la suya propia. Sólo cuando ambos hubieran abandonado este mundo terminaría para siempre su matrimonio en esta vida.
Sin embargo, Catalina se había prometido a sí misma que el primer aniversario de la muerte de su esposo lo pasaría sola, que se permitiría el lujo de llorar su muerte y de enfadarse con Dios por habérselo llevado.
«Sabes, creo que jamás comprenderé qué te propones —le digo a la estatua de Cristo, clavado de sus manos ensangrentadas sobre el altar—. ¿No puedes enviarme una señal? ¿No puedes decirme qué debo hacer?».
Espero, pero no me responde. Me pregunto si el Dios que le hablaba a mi madre con tanta claridad está durmiendo, o si se ha ido. ¿Por qué se dirigía a ella y, sin embargo, conmigo guarda silencio? ¿Por qué yo, una niña educada en el cristianismo más ferviente, una católica devota, no tengo la sensación de que se me escucha cuando rezo inmersa en el más profundo dolor? ¿Por qué Dios me abandona cuando yo más lo necesito?
Regreso al reclinatorio bordado que hay frente al altar, pero no me arrodillo en posición de rezar, sino que le doy la vuelta y me siento en él como si estuviera en casa, apoyada en un cojín frente a un brasero caliente, dispuesta a hablar y a escuchar. Pero nadie me habla, ni siquiera mi Dios.
«Sé que tu voluntad es que yo sea reina —digo con aire pensativo, como si Él pudiera responderme, como si Él pudiera contestarme de repente en un tono tan sensato como el mío—. Sé que ese es también el deseo de mi madre. Sé que mi querido…». No termino la frase. Ni siquiera ahora, cuando ya ha transcurrido un año, me atrevo a pronunciar el nombre de Arthur, ni siquiera en una capilla vacía, ni siquiera ante Dios. Aún temo que broten las lágrimas y me arrastren hacia la histeria y la locura. Tras ese dominio de mí misma se esconde una pasión por Arthur tan impetuosa como el agua de un molino contenida tras una compuerta. No me atrevo a dejar salir ni una sola gota por miedo a un torrente de dolor que lo inunde todo.
«Sé que él deseaba que yo fuera reina. En su lecho de muerte me pidió una promesa y yo le hice esa promesa ante tus ojos, en tu nombre. Lo decía de verdad. He jurado ser reina, pero… ¿qué debo hacer? Hágase lo que yo creo que es tu voluntad, así como la suya; si hágase lo que yo creo que es tu voluntad así como la de mi madre, escúchame, Dios. Me he quedado sin estratagemas. Ahora te toca a ti. Tú tienes que mostrarme la forma de hacerlo».
Ya hace un año que se lo pido a Dios, de forma cada vez más apremiante, pero mientras tanto, las interminables negociaciones sobre la devolución de la dote y el pago de mi legado se alargan días y días. Aunque mi madre no me lo haya dicho claramente, he llegado a la conclusión de que ella está jugando al mismo juego que yo. No me cabe ninguna duda de que mi padre ya tiene pensada una larga jugada táctica. ¡Si por lo menos me dijeran lo que debo hacer! Dado su discreto silencio, no me queda más remedio que pensar que me han dejado aquí como cebo para el rey. Me dejarán aquí hasta que el rey se dé cuenta, como me he dado cuenta yo y como se dio cuenta Arthur, de que la mejor forma de resolver esta situación es que yo me case con el príncipe Harry.
Lo malo es que Harry crece a medida que van pasando los meses, tanto en estatura como en posición en la corte. Cada vez se convierte en un candidato más atractivo. Estoy segura de que el rey francés le hará una propuesta, de que los cientos de principitos europeos querrán casar con él a sus preciosas hijitas; hasta el emperador del Sacro Imperio Romano tiene una hija soltera, Margarita de Austria, que podría convenirle. Tenemos que tomar una decisión ahora, durante este mes de abril, que es cuando termina mi primer año de viudedad. Que es cuando termina este año de espera. Sin embargo, el equilibrio de poderes ha cambiado: el rey Henry no tiene prisa, pues su heredero es aún muy joven… un niño de apenas once años. Yo, en cambio, tengo diecisiete, ya es hora de que me case y vuelva a ser de nuevo la princesa de Gales.
Sus majestades de España piden la luna: que se les restituya íntegramente lo que han pagado, que su hija regrese y que se le pague su legado por un período indefinido de tiempo. Tan elevado coste está pensado para forzar al rey de Inglaterra a buscar otra solución. La paciencia de mis padres en lo relativo a las negociaciones permite que, de momento, Inglaterra se quede conmigo y con el dinero, pues lo que están dando a entender es que no esperan ni mi regreso ni el del dinero. Tienen la esperanza de que el rey de Inglaterra se dé cuenta de que no hay necesidad alguna de devolver la dote, ni de devolverme a mí.
Pero lo han subestimado. El rey Henry no necesita que le insinúen nada, pues estoy segura de que él mismo se habrá dado cuenta. Puesto que no hay ningún avance, es posible que el rey se esté resistiendo a ambas exigencias. ¿Y por qué no? El que manda es él. Tiene la mitad de la dote y me tiene a mí.
Y no es ningún estúpido. La tranquilidad del nuevo emisario, don Gutierre Gómez de Fuensalida, y la parsimonia con la que avanzan las negociaciones han servido para que este astuto rey se dé cuenta de que mis padres se conforman con dejarme en sus manos, en Inglaterra. No hay que ser Maquiavelo para llegar a la conclusión de que mis padres anhelan otro matrimonio en Inglaterra… como cuando mi hermana Isabel se quedó viuda y mis padres la enviaron de nuevo a Portugal para casarse con su cuñado. Éstas cosas son normales, pero sólo cuando todo el mundo está de acuerdo. En esta Inglaterra, con un rey que rebosa ambición y, además, acaba de llegar al trono, tal vez se necesite más habilidad de la que creíamos para alcanzar nuestro propósito.
Mi madre me ha escrito para decirme que tiene un plan, pero que tardará algún tiempo en dar frutos. Mientras llega ese momento, me pide que tenga paciencia y que no haga nada que pueda molestar al rey o a su madre.
«Soy princesa de Gales —le contesto—. Nací para ser princesa de Gales y reina de Inglaterra. Vos me educasteis con esos títulos. No pretenderéis que renuncie a mi propia educación, ¿verdad? Aún puedo ser princesa de Gales y reina de Inglaterra, ¿verdad?».
«Ten paciencia —me contesta, en una deteriorada nota que tarda semanas en llegarme y que alguien ha abierto. Cualquiera puede haberla leído—. Estoy de acuerdo en que tu destino es ser reina de Inglaterra. Es tu destino, la voluntad de Dios y mi deseo. Ten paciencia».
«¿Durante cuánto tiempo debo tener paciencia? —le pregunto a Dios, arrodillada frente a él en su capilla, el día del aniversario de la muerte de Arthur—. Si es tu voluntad, ¿por qué no la cumples de una vez? Si no es tu voluntad, ¿por qué no me destruiste junto a Arthur? Si me estás escuchando ahora mismo… ¿por qué siento esta espantosa soledad?».
Ya al atardecer, se anunció en la quietud del salón de audiencias la llegada a Durham House de una visitante de excepción.
—Lady Margaret Pole —dijo el guardia que custodiaba la puerta. Catalina dejó caer su Biblia, palideció y se volvió para ver junto a la puerta a su amiga, que vacilaba con expresión tímida.
—¡Lady Margaret!
—¡Princesa viuda!
La mujer hizo una profunda reverencia, mientras Catalina cruzaba la habitación a toda prisa, la ayudaba a levantarse y se fundía en un abrazo con ella.
—No lloréis —le susurró lady Margaret junto al oído—. No lloréis u os juro que me haréis llorar a mí.
—No lloraré, os lo prometo —dijo. Se volvió hacia sus damas y añadió—: Dejadnos.
Las damas se marcharon a regañadientes, pues una visita siempre era una novedad en aquella casa tan silenciosa y, además, en las otras estancias no ardía el fuego. Lady Margaret contempló el modesto salón de audiencias.
—¿Qué es esto?
Catalina se encogió de hombros y trató de sonreír.
—Creo que no se me da muy bien administrar y doña Elvira no es de gran ayuda. Lo cierto es que sólo dispongo del dinero que me da el rey… y no es mucho.
—Me lo temía —dijo lady Margaret.
Catalina la condujo hacia la chimenea y la invitó a sentarse en su propia silla.
—Os hacía en Ludlow.
—Y allí estábamos, hasta ahora. Puesto que ni el rey ni el príncipe van a Gales, han dejado todos los asuntos en manos de mi esposo. Si me vierais ahora con mi pequeña corte, me tomaríais por una princesa.
Catalina trató de sonreír una vez más.
—¿Es lujosa?
—Mucho. Y se habla sobre todo en galés. Siempre hay música.
—Lo imagino.
—Hemos venido al funeral de la reina, Dios la bendiga. Yo quería quedarme un poco más y mi marido ha dicho que podía venir a visitaros. Llevo todo el día pensando en vos.
—He estado en la capilla —dijo Catalina sin que viniera a cuento—. No parece que haya pasado un año.
—Es cierto —convino lady Margaret, aunque se dijo para sus adentros que Catalina parecía haber envejecido más de un año. El dolor había pulido su belleza infantil. Ahora tenía el aspecto decidido de una mujer que había visto destruidas sus esperanzas—. ¿Estáis bien?
La joven princesa hizo una mueca.
—Bastante bien. ¿Y vos? ¿Y vuestros hijos?
Lady Margaret sonrió.
—Bien, gracias a Dios. Pero… ¿sabéis ya qué planes tiene el rey para vos? ¿Debéis… —vaciló— regresar a España? ¿O debéis quedaros aquí?
Catalina se acercó un poco más a su amiga.
—Hablan mucho, sobre la dote y sobre mi regreso, pero no se concreta nada. No se decide nada. El rey me retiene y retiene también mi dote. Al parecer, son mis propios padres quienes se lo permiten.
Lady Margaret la observó con expresión preocupada.
—He oído decir que tal vez estén considerando la posibilidad de prometeros al príncipe Harry —dijo—. No lo sabía.
—Es la opción más obvia, pero creo que al rey no le parece tan obvia —dijo Catalina en tono irónico—. ¿Vos qué pensáis? ¿Es el rey un hombre que pase por alto las soluciones obvias?
—No —dijo lady Margaret. Recordó que su vida había corrido peligro en otros tiempos, cuando el rey se había dado cuenta de un hecho obvio: que la familia de lady Margaret reclamaría el trono.
—Entonces, debo pensar que el rey ha considerado esa opción y quiere esperar hasta estar seguro de que es la mejor —dijo Catalina—. Madre de Dios —añadió con un suspiro—, qué pesado es esperar.
—Pero vuestro luto ya ha terminado, no os quepa duda de que el rey empezará a hacer los preparativos —le dijo su amiga en tono esperanzador.
—No me cabe duda —respondió Catalina.
Tras varias semanas en soledad, de duelo por su esposa, el rey regresó a la corte en el palacio de Whitehall y Catalina recibió una invitación para cenar con la familia real. Se sentó con la princesa Mary y las damas de la corte, mientras que al joven Harry, príncipe de Gales, lo habían sentado entre su padre y su abuela. Era aquél un príncipe que no tendría que viajar en pleno invierno al castillo de Ludlow, ni someterse al riguroso entrenamiento de un futuro rey. Lady Margaret Beaufort había establecido que este príncipe, el único heredero que seguía con vida, se educara bajo su propia supervisión, rodeado de paz y comodidades. No lo mandarían lejos, sino que lo tendrían constantemente vigilado. Ni siquiera le permitían practicar deportes peligrosos, ni participar en justas o combates, aunque al joven y rebelde Harry le habría encantado, pues era un muchacho que amaba la actividad y las emociones fuertes. Su abuela, sin embargo, había decidido que la vida del príncipe era demasiado valiosa para ponerla en peligro.
Harry le sonrió a Catalina y ella le dedicó una mirada que pretendía ser discretamente cálida. Sin embargo, no tuvieron oportunidad de intercambiar ni una sola palabra, pues a Catalina la habían colocado muy lejos en la mesa y apenas podía ver al príncipe por culpa de la madre del rey, que se dedicaba a servirle al muchacho las mejores viandas de su propio plato e interponía su robusto hombro entre Harry y las damas.
Catalina pensó que las cosas eran exactamente como había dicho Arthur: con tanta atención se estaba malcriando al muchacho. La abuela de Harry se recostó un momento hacia atrás para hablar con uno de los ujieres, cosa que el joven príncipe aprovechó para lanzarle una mirada a la princesa viuda. La joven le sonrió y luego bajó la mirada. Cuando volvió a levantarla, Harry aún la estaba observando, pero se ruborizó al darse cuenta de que Catalina lo había sorprendido. «Es un crío. —Catalina esbozó una media sonrisa, mientras criticaba en silencio al muchacho—. Es un crío de once años, un crío presumido e infantil. ¿Por qué se habrá salvado ese niño regordete y mimado?, mientras que Arthur…». Catalina interrumpió de golpe sus pensamientos: comparar a Arthur con su hermano era como desear la muerte del chiquillo, cosa que no estaba bien. Evocar a Arthur en público era correr el riesgo de desmoronarse, cosa que tampoco estaba bien.
«Cualquier mujer podría manejar a un niño así —pensó—. Cualquier mujer podría llegar a ser una gran reina si se casara con un niño así. Durante los primeros diez años, el pobre no se enterará de nada. Y transcurrido ese tiempo, tal vez tenga tan asumido el hábito de la obediencia que hasta permita que sea su esposa quien siga gobernando su vida. O tal vez, como me dijo Arthur, sea un crío perezoso, un joven echado a perder. Tal vez sea tan perezoso que no resulte difícil distraerlo con los juegos, la caza, los deportes o las diversiones de la corte, de modo que deje en manos de su esposa todo lo relativo al reino».
Catalina no olvidaba lo que Arthur le había dicho: que el joven Harry creía estar enamorado de ella. «Si le dan todo lo que quiere, tal vez hasta se atreva a elegir a su esposa —pensó la infanta—. Lo han acostumbrado a conseguir todos sus caprichos. Tal vez, si él suplicara que le permitieran casarse conmigo, se sentirían obligados a decirle que sí».
La joven observó al príncipe, que se ruborizó aún más, hasta el punto de que las orejas se le pusieron de color rosa. Catalina sostuvo su mirada durante un instante, cogió aire y entreabrió los labios como si fuera a susurrarle algo. Harry clavó sus ojos azules, ensombrecidos por el deseo, en la boca de Catalina. La infanta esperó, calculó el efecto y finalmente bajó la mirada.
«Estúpido», pensó.
El rey Henry se levantó de la mesa y no tardó en ser imitado por los hombres y mujeres que abarrotaban los bancos del salón, que lo saludaron con una inclinación de cabeza.
—Os doy las gracias por haber venido a saludarme —dijo el monarca—, camaradas en la guerra y amigos en la paz. Pero ahora debéis perdonarme, pues deseo estar solo.
El rey le hizo un gesto a Harry con la cabeza y le tendió la mano a su madre. Los miembros de la familia real abandonaron el gran salón por una pequeña puerta situada al fondo y se dirigieron a la cámara privada del rey.
—Tendrías que haberte quedado más tiempo —comentó la madre del rey. Se habían acomodado en sillones, frente a la chimenea, y el jefe de aguamaniles había llegado para traerles vino—. Es de mala educación marcharse tan pronto. Le había dicho al caballerizo real que te quedarías y que habría música.
—Estaba cansado —se limitó a decir Henry.
Dirigió la mirada hacia Catalina, que estaba sentada junto a la princesa Mary. La joven Mary tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar, pues la muerte de su madre había sido un duro golpe para ella. Catalina, cosa habitual en ella, se mostraba fría como las aguas de un arroyo. El rey pensó que la infanta española sabía contenerse muy bien: ni siquiera parecía haber acusado la muerte de la única amiga de verdad que tenía en la corte, de la última amiga que le quedaba en Inglaterra.
—Que regrese mañana mismo a Durham House —dijo la madre de Henry, que había seguido la dirección de la mirada de su hijo—. No se merece venir a la corte. No nos ha dado un heredero para ganarse su puesto, ni tampoco se lo ha pagado con la dote.
—Es constante —dijo el rey—. Es constante en sus atenciones hacia vos y hacia mí.
—Constante como la peste —replicó su madre.
—Sois muy dura con ella.
—La vida es dura —se limitó a decir la mujer—. Sólo pretendo ser justa ¿Por qué no la mandamos a su país?
—¿Acaso no la admiráis en absoluto?
La madre del rey se quedó perpleja ante la pregunta.
—¿Y qué es lo que merece admiración en ella?
—Su valor y su dignidad. Es hermosa, desde luego, pero también tiene encanto. Es educada y gentil. Creo que en otras circunstancias podría haber sido feliz. Sin embargo, se ha comportado como una reina a pesar de la desgracia.
—A nosotros no nos sirve para nada —dijo la mujer—. Fue nuestra princesa de Gales, pero nuestro príncipe está muerto. Y ella, por encantadora que a ti te parezca, no nos sirve de nada.
Catalina levantó la mirada y se dio cuenta de que la estaban observando. Sonrió con discreción, de forma casi imperceptible, e inclinó la cabeza. Henry se puso en pie, se acercó en solitario a una ventana y le hizo un gesto con el dedo para que se acercara. Catalina no corrió a su lado, como habría hecho cualquier otra mujer de la corte, sino que miró al rey y arqueó una ceja, como si estuviera pensando si debía obedecer o no. Después se puso en pie con gesto elegante y se acercó muy despacio a él.
«Dios bendito, qué mujer tan apetecible —se dijo el rey—. Tiene apenas diecisiete años, depende completamente de mí y, aun así, se permite cruzar la estancia como si fuera la mismísima reina de Inglaterra».
—Imagino que echaréis de menos a la reina —dijo bruscamente el rey, en francés, cuando Catalina llegó junto a él.
—Desde luego —contestó ella sin vacilar—. Os acompaño en el sentimiento por la muerte de vuestra esposa. Estoy segura de que mis padres desean que os transmita sus condolencias.
El rey asintió, sin apartar la mirada del rostro de Catalina.
—Ahora estamos unidos en el dolor —comentó—. Vos habéis perdido a vuestra pareja y yo a la mía.
Catalina endureció la mirada.
—Desde luego —dijo, en tono firme—, lo estamos.
El rey se preguntó si la joven estaba tratando de desentrañar el significado de sus palabras. Sin embargo, era difícil saber si tras el rostro hermoso e impenetrable de Catalina había una mente ágil trabajando a toda prisa.
—Debéis enseñarme el secreto de vuestra resignación —dijo el rey.
—Oh, yo no me he resignado.
—¿Ah, no? —preguntó Henry Tudor, intrigado.
—No. Lo que pasa es que confío en que Dios sabe lo que nos conviene a cada uno de nosotros y en que se cumpla su voluntad.
—¿Aunque los caminos del Señor sean inescrutables y nosotros, pobres pecadores, avancemos a trompicones en la oscuridad?
—Sé cuál es mi destino —dijo Catalina con serenidad—. Dios ha sido misericordioso y me lo ha revelado.
—Entonces, sois una privilegiada —dijo el rey, que pretendía que Catalina se riera de lo que ella misma había dicho.
—Lo sé —dijo la joven, sin el más mínimo rastro de una sonrisa. Henry se dio cuenta de que la infanta española hablaba completamente en serio cuando decía que Dios le había revelado su futuro—. Soy muy afortunada.
—¿Y cuál es ese maravilloso destino que Dios os reserva? —le preguntó el rey en tono sarcástico. Deseó que Catalina dijera que su destino era convertirse en reina de Inglaterra, porque así podría preguntarle, o por lo menos insinuarle o dejarle entrever los planes que había concebido.
—Cumplir con su voluntad, desde luego, y traer su reino a la tierra —respondió astutamente la joven, que consiguió así burlar al rey una vez más.
Hablo con mucha confianza de la voluntad de Dios y le recuerdo al rey que me educaron para ser princesa de Gales, pero lo cierto es que Dios no me habla. Desde el día de la muerte de Arthur, ya no estoy tan convencida de ser afortunada. ¿Cómo puedo ser afortunada si he perdido al hombre que llenaba mi vida? ¿Cómo puedo ser afortunada si tengo la sensación de que jamás volveré a ser feliz? Sin embargo, vivo en un mundo de creyentes. Debo decir que me hallo bajo la protección especial de Dios y tengo que dar la impresión de estar muy convencida de mi destino. Soy la hija de Isabel de Castilla, mi herencia es la certeza.
La verdad, sin embargo, es que cada vez estoy más sola. Que cada vez me siento más sola. No hay nada que me aparte de la desesperación, excepto la promesa que le hice a Arthur y el delgadísimo hilo, como si fuera la hebra de oro en una alfombra, de mi propia determinación.