Castillo de Ludlow, primavera de 1502

En febrero nevó durante una semana entera; después, la nieve se derritió y se convirtió en barro. Ahora está lloviendo otra vez, así que no puedo salir al jardín ni montar a caballo. Ni siquiera puedo ir en mula a la ciudad. Jamás había visto una lluvia así. No es como la nuestra, que cae sobre la tierra ardiente y desprende una fragancia poderosa cuando empapa el polvo y las plantas se beben el agua. La de Inglaterra es una lluvia fría que cae sobre una tierra fría. No desprende perfume alguno, sólo forma charcos permanentes que tienen una capa de hielo oscuro, como si se tratara de una piel gélida.

En estos días fríos y oscuros, echo tanto de menos mi hogar que la añoranza es dolorosa. Cuando le hablo a Arthur de España y de la Alhambra, me gustaría tanto que él pudiera verlo con sus propios ojos, que pudiera conocer a mis padres… Quiero que mis padres lo conozcan y que vean lo felices que somos. No dejo de preguntarme si el rey permitiría a Arthur viajar fuera de Inglaterra… pero sé que estoy soñando. Ningún rey permitiría que su preciado hijo y heredero viajara más allá de los dominios del reino.

Y luego empiezo a preguntarme si sería posible que yo viajara sola a España para una breve visita. No soporto pasar ni una sola noche sin Arthur, pero también pienso que jamás volveré a ver a mi madre, a no ser que viaje a España yo sola. Y esa idea, el pensamiento de no volver a notar jamás su mano en mi pelo o de no ver nunca más su sonrisa… No soporto la idea de no ver nunca más a mi madre.

Me hace feliz y me enorgullece ser princesa de Gales y futura reina de Inglaterra, pero no pensé, no me di cuenta —lo sé, he sido una estúpida— o no acabé de entender lo que significaba: que tendré que vivir siempre aquí y que jamás volveré a mi hogar. En cierta manera, y aunque sabía que debía casarme con el príncipe de Gales y que un día sería reina de Inglaterra, no entendí del todo que éste será mi hogar para siempre, que tal vez no veré nunca más mi país, ni a mis padres.

Por lo menos, esperaba que nos escribiéramos, pensaba que recibiría noticias suyas a menudo. Sin embargo, mi madre ha hecho lo mismo que hizo con Isabel, con María y con Juana: enviar instrucciones a través del embajador. Yo recibo mis órdenes como infanta española, pero mi madre rara vez me escribe como una madre escribiría a su hija.

No sé cómo sobrellevarlo, porque jamás pensé que algo así pudiera ocurrir. Mi hermana Isabel regresó a España al enviudar, aunque después volvió a casarse y tuvo que partir de nuevo. Y Juana me escribe para decirme que va a ir a España de visita, con su esposo. No es justo que ella pueda ir y que a mí no me lo permitan. Sólo tengo dieciséis años, aún no estoy preparada para vivir sin los consejos de mi madre. No soy lo bastante mayor para vivir sin una madre. Todos los días la busco para que me diga qué debo hacer… pero no está aquí.

La madre de mi esposo, la reina Elizabeth, es un cero a la izquierda en su propia casa y no puede convertirse en una nueva madre para mí. Si ni siquiera es capaz de decidir sobre su propia vida, ¿cómo va a aconsejarme? Es la madre del rey, lady Margaret, la que toma todas las decisiones: es una mujer a la que todo el mundo tiene en gran consideración, pero también es despiadada. Ella tampoco puede ser una madre para mí; en realidad, no puede serlo para nadie. Adora a su hijo porque gracias a él es la madre del rey, pero no lo ama, no siente ternura hacia él. Ni siquiera ama a Arthur… y una mujer que no ame a Arthur es una mujer sin corazón. De hecho, estoy bastante segura de que lady Margaret me detesta, aunque no sé por qué.

En fin, estoy convencida de que mi madre me echa de menos tanto como yo a ella. Seguro que muy pronto le escribirá al rey y le preguntará si puedo regresar a casa para una breve visita, antes de que aquí empiece a hacer más frío. Y eso que ya hace mucho frío y llueve mucho. Estoy segura de que no resistiré quedarme aquí durante el larguísimo invierno, porque me pondré enferma. Y estoy segura de que mi madre ansía mi regreso…

Catalina, sentada a una mesa ante la ventana para aprovechar la débil luz de una tarde gris de febrero, cogió la carta en la que le preguntaba a su madre si podía ir a visitarla a España, la rompió muy despacio por la mitad y luego otra vez. A continuación, arrojó los pedacitos a la chimenea de su alcoba. No era la primera carta que le escribía a su madre para preguntarle si podía regresar, pero jamás la enviaría… igual que había sucedido con las otras. No debía desobedecer las instrucciones de su madre, no debía salir huyendo de los cielos grises, de la lluvia fría, de un pueblo cuya lengua nadie entendería jamás y cuyas penas y alegrías eran un verdadero enigma.

Pero Catalina no podía saber que de haber enviado la carta al embajador español en Londres, el astuto diplomático la habría abierto, la habría leído, la habría destruido con sus propias manos y por último se lo habría contado todo al rey de Inglaterra. Rodrigo Gonsalvi de Puebla sabía, aunque Catalina aún no lo había entendido del todo, que el matrimonio de la princesa había forjado una alianza entre dos potencias emergentes, España e Inglaterra, para defenderse de otra potencia emergente, Francia. Y no podía permitir que una princesita que echaba de menos a su madre hiciera peligrar ese equilibrio.

—Contadme un cuento.

—Me tomáis por Sherezade, queréis que os cuente mil cuentos.

—¡Sí! —exclamó el príncipe—. Quiero que me contéis mil y un cuentos. ¿Cuántos me habéis contado ya?

—Os he contado uno todas las noches, desde que pasamos juntos aquella primera velada en Burford —respondió Catalina.

—Cuarenta y nueve días —dijo Arthur.

—Sólo cuarenta y nueve cuentos. Si yo fuera Sherezade, aún me quedarían novecientos cincuenta y dos cuentos por narrar.

Arthur esbozó una sonrisa.

—¿Sabéis, Catalina? Durante estos cuarenta y nueve días he sido más feliz que en toda mi vida.

Catalina le cogió la mano a su esposo y se la acercó a los labios.

—¡Y sus noches! —exclamó Arthur.

En los ojos de la princesa apareció una mirada de deseo.

—Sí —susurró—, y sus noches.

—Cuánto deseo esos novecientos cincuenta y dos que quedan —dijo Arthur—. Y luego, habrá mil más.

—¿Y mil más cuando se acaben?

—Y después mil más, y así sucesivamente hasta que a ambos nos llegue la muerte.

La princesa sonrió.

—Dios quiera que pasemos muchos años juntos —dijo con ternura.

—Bien, ¿y qué me vais a contar esta noche?

Catalina reflexionó.

—Os recitaré el poema que escribió un moro.

Arthur se recostó en las almohadas. Catalina se inclinó hacia adelante y fijó la vista en las cortinas azules de la cama, como si pudiera ver más allá.

—Nació en los desiertos de Arabia —le contó a su esposo— y cuando llegó a España echaba mucho de menos su hogar, así que escribió este poema.

Una palmera se yergue en Rusafa,

en el lejano Occidente, desterrada de su patria.

Le dije: Ambos estamos en una tierra extraña.

¡Cuánto hace que vivo apartado de los míos!

Creces en un país donde eres extranjera

y, como yo, en el más alejado rincón del mundo habitas.

Arthur guardó silencio y se fijó en la sencillez del poema.

—No es como nuestra poesía —dijo al fin.

—No —respondió Catalina en voz baja—. Son un pueblo que siente un gran amor hacia las palabras y adoran decir las verdades con sencillez.

El príncipe abrió los brazos para acoger a su esposa y ella se acurrucó a su lado. Permanecieron tumbados con los cuerpos tan juntos que se tocaban. Arthur le acarició la mejilla a Catalina y descubrió que estaba llorando.

—Oh, mi amor, ¿estáis llorando?

Catalina no respondió.

—Sé que echáis de menos vuestro hogar —le dijo el príncipe en voz baja. Le tomó una mano y le besó las yemas de los dedos—, pero os acostumbraréis a la vida aquí, a los miles y miles de días que pasaréis aquí.

—Soy feliz con vos —se apresuró a decir Catalina—, pero es que… —Sus palabras se fueron apagando—. Mi madre —dijo, con voz apenas audible—. La echo tanto de menos. Y estoy preocupada por ella, porque… yo soy la pequeña de la familia, ¿sabéis? Y me retuvo a su lado todo el tiempo que pudo.

—Pero ella sabía que un día os tendríais que marchar.

—Ha soportado muchas… pruebas. Perdió a su hijo, mi hermano Juan, que era nuestro único heredero. Perder a un príncipe es algo terrible, no os podéis imaginar lo terrible que es perder a un príncipe. No es sólo la pérdida en sí misma, es que también se pierde lo que habría podido ser. Su vida se acaba, pero su reino y su futuro también se acaban. Su esposa ya no será reina y todo lo que el príncipe deseaba ya no se hará realidad. Y después murió el pequeño Miguel, que era el siguiente heredero, cuando sólo tenía dos años. Era todo lo que nos quedaba de mi hermana Isabel, su madre, pero Dios decidió llevárselo a él también. La pobre María murió muy lejos de nosotros, en Portugal. Se marchó para casarse y jamás volvimos a verla. No era tan extraño que mi madre me retuviera a su lado, en busca de consuelo. Yo fui la última en abandonar el hogar y ahora no sé si ella logrará salir adelante sin mí.

Arthur pasó un brazo por los hombros de su esposa y la atrajo hacia sí.

—Buscará consuelo en Dios.

—Pero se sentirá muy sola —dijo Catalina con un hilo de voz.

—Seguro que ella, precisamente ella, encuentra consuelo en Dios.

—No creo que lo encuentre siempre —respondió Catalina—. Su propia madre vivió atormentada por la tristeza, ¿sabéis? En nuestra familia hay muchas mujeres que enferman de pena. Sé que mi madre teme sucumbir a la tristeza, como le sucedió a la suya, una mujer que lo veía todo tan negro que más le hubiera valido ser ciega. Sé que mi madre teme no volver a ser dichosa jamás y sé que le gustaba tenerme a su lado porque yo la hacía feliz. Siempre me decía que yo era una niña nacida para la alegría, que estaba segura de que siempre sería feliz.

—¿Y vuestro padre no la consuela?

—Sí —dijo la princesa en tono vacilante—, pero mi padre no siempre puede estar a su lado. En fin, que me gustaría estar con ella. Pero vos seguro que entendéis lo que siento. ¿No echasteis de menos a vuestra madre la primera vez que os enviaron lejos de casa? ¿No echasteis de menos a vuestro padre, a vuestras hermanas y a vuestro hermano?

—Echo de menos a mis hermanas, pero no a mi hermano —dijo el príncipe con tanta vehemencia que Catalina no pudo evitar echarse a reír.

—¿Por qué no? Yo creía que os divertía.

—No es más que un fanfarrón —dijo Arthur, molesto—. Siempre tiene que destacar. ¿Recordáis nuestra boda? Tuvo que ser el centro de atención todo el rato. ¿Recordáis el banquete? Tuvo que ponerse a bailar para que todo el mundo lo mirara. Tuvo que sacar a Margaret a bailar y dar el espectáculo.

—¡Oh, no! Fue vuestro padre quien le dijo que bailara y él se entusiasmó. No es más que un niño.

—Quiere ser un hombre. Lo intenta y, cuando lo hace, nos deja en ridículo a todos. ¡Y nadie le pone freno! ¿Acaso no os fijasteis en cómo os miraba?

—Yo no vi nada —dijo la princesa con sinceridad—. Para mí, todo estaba borroso.

—Cree que está enamorado de vos y ese día se imaginó que os acompañaba al altar para casarse con vos.

Catalina se echó a reír.

—¡Oh, qué tontería!

—Siempre ha sido así —prosiguió Arthur, resentido—. Y se cree que porque es el preferido de todo el mundo, puede hacer y decir lo que le plazca. Yo tengo que aprender leyes e idiomas, tengo que vivir aquí y prepararme para el trono, pero Harry vive en Greenwich o en Whitehall, en el centro de la corte, como si fuera un embajador, no un heredero al que hay que educar. Si yo tengo un caballo, él también tiene que tenerlo… aunque yo he tenido que montar durante años un tranquilo palafrén. Cuando yo tuve mi primer halcón, él también tuvo que tener uno… pero nadie lo obliga a adiestrar un cernícalo y luego un azor, año tras año. Y luego también ha querido tener mi preceptor. Trata de eclipsarme a la más mínima ocasión y siempre llama la atención.

Catalina se dio cuenta de que su esposo estaba molesto de verdad.

—Pero sólo es el segundón —comentó.

—Es el preferido de todo el mundo —dijo Arthur, con tono triste—. Tiene todo lo que quiere y se lo dan todo hecho.

—No es el príncipe de Gales —señaló la princesa—. Puede que la gente le tenga cariño, pero no es importante. Vive en la corte porque no es lo bastante importante para que lo manden aquí. Y tampoco tiene su propio principado. Seguro que vuestro padre ya tiene planes para él. Se casará y lo enviarán lejos. A un segundón se le da la misma importancia que a una hija.

—Hará la carrera eclesiástica —afirmó Arthur—. Será sacerdote, ¿quién queréis que se case con él? Es decir, que se quedará siempre en Inglaterra. Me atrevería a decir que hasta tendré que soportar que sea mi arzobispo, eso si es que no consigue llegar a papa.

Catalina se echó a reír al imaginar de papa al rubicundo y risueño muchacho.

—Qué importantes seremos cuando nos hagamos mayores —dijo—. Vos y yo seremos los reyes de Inglaterra, mientras que Harry será arzobispo, tal vez incluso cardenal.

—Harry no se hará mayor nunca —insistió Arthur—. Siempre será un crío egoísta. Y puesto que tanto mi abuela como mi padre le han dado siempre todo lo que ha querido, será un muchacho difícil y codicioso.

—Tal vez cambie —dijo Catalina—. Cuando mi hermana mayor, la pobre Isabel, se marchó a Portugal, era la niña más vanidosa y mundana que se pueda imaginar. Pero cuando su esposo murió y ella volvió a casa, lo único que deseaba era encerrarse en un convento. Tenía el corazón roto.

—A Harry no se le puede romper el corazón —dijo Arthur de Gales—, no tiene.

—Lo mismo podía decirse de Isabel —alegó Catalina—, pero se enamoró de su esposo el día de su boda y dijo que jamás volvería a amar a nadie. Tuvo que casarse una segunda vez, desde luego, pero se casó a regañadientes.

—¿Y vos? —preguntó el príncipe, cuya expresión había cambiado de golpe.

—¿Yo qué? ¿Si me casé a regañadientes?

—¡No! Si os enamorasteis de vuestro marido el día de vuestra boda.

—El día de mi boda, no, desde luego —afirmó Catalina—. ¿Y vos decís que vuestro hermano es un fanfarrón? ¡No es nada comparado con vos! Os oí decir al día siguiente que estar casado era muy entretenido.

Arthur tuvo la gentileza de parecer avergonzado.

—Tal vez hice alguna broma.

—¿Como por ejemplo que habíais pasado la noche en España?

—Oh, Catalina, perdonadme. No sabía nada. Tenéis razón, me comporté como un crío, pero ahora soy un hombre, soy vuestro esposo. Y vos os enamorasteis de vuestro esposo, no lo neguéis.

—Sí, pero me llevó días y días —dijo la princesa, abatida—. Desde luego, no fue amor a primera vista.

—Sé cuándo ocurrió, así que no podéis engañarme. Fue aquella noche en Burford: vos habíais estado llorando, yo os besé debidamente por primera vez y os sequé las lágrimas con la manga. Y esa noche fui a vuestros aposentos. Había tanto silencio en la casa que era como si vos y yo fuésemos las dos únicas personas vivas de este mundo.

Catalina se acurrucó entre los brazos de su esposo.

—Y yo os conté mi primer cuento —dijo—. ¿Recordáis cuál era?

—Era la historia del incendio de Santa Fe —respondió él—, cuando la suerte le dio la espalda a los españoles… por una vez.

Catalina asintió.

—Normalmente, éramos nosotros los que entrábamos a sangre y fuego. Mi padre tiene fama de ser despiadado.

—¿Vuestro padre fue despiadado aunque era él quien pretendía conquistar unas tierras? ¿Cómo esperaba que el pueblo acatara su voluntad?

—Por miedo —se limitó a decir Catalina—. De todas formas, tampoco se trataba de su voluntad. Era la voluntad de Dios y, a veces, Dios también es despiadado. No era una guerra normal, era una cruzada. Y las cruzadas son crueles.

Arthur asintió.

—Los moros escribieron una canción sobre la campaña de mi padre.

Catalina dejó caer la cabeza hacia atrás y, con voz queda y sensual, cantó la letra en francés:

Ya por la puerta de Elvira entran jinetes en la Alhambra.

Desdichadas nuevas le llevan al rey.

El mismísimo Fernando conduce un ejército, la flor de España,

por la vera del Genil; con él llega Isabel,

la reina que tiene corazón de hombre.

Arthur estaba fascinado.

—¡Cantadla otra vez!

Catalina se echó a reír y cantó de nuevo la canción.

—¿De verdad la llamaban así, «la reina que tiene corazón de hombre»?

—Mi padre dice que cuando ella estaba en el campamento, era mucho más hábil a la hora de animar a nuestras tropas y atemorizar a los moros que dos batallones enteros de hombres. Jamás salió derrotada de ninguna de las batallas en las que luchó. Nuestro ejército jamás perdió una batalla cuando ella estaba presente.

—¡Qué maravilla ser un rey así y que el pueblo le dedique canciones a uno!

—Sí —dijo Catalina—, ¡y tener por madre a una auténtica leyenda! No es de extrañar que la eche de menos. En aquellos tiempos, mi madre no le temía a nada. Cuando el fuego estuvo a punto de acabar con nosotros, ella no tuvo miedo, ni de las llamas en plena noche ni de la derrota. Cuando mi padre y todos los consejeros acordaron que lo mejor era regresar a Toledo, rearmarnos e intentarlo de nuevo al año siguiente, mi madre dijo que no.

—¿Vuestra madre discute en público con vuestro padre? —preguntó Arthur, perplejo ante la idea de una esposa que no era un mero objeto.

—No es que discuta con él —reflexionó Catalina—. Mi madre jamás le llevaría la contraria a mi padre, ni le faltaría el respeto… pero mi padre sabe muy bien cuándo ella no está de acuerdo con él. Y, por lo general, mi madre se sale con la suya.

Arthur meneó la cabeza.

—Ya sé lo que estáis pensando —prosiguió Catalina—, que una esposa debe obedecer. Y ella también lo piensa, pero el problema es que mi madre siempre tiene razón —afirmó la hija de Isabel de Castilla—. Siempre la ha tenido, por lo que yo recuerdo: ya sea cuando ha habido que decidir si el ejército debía seguir adelante o si algo debía hacerse o no… Es como si Dios la aconsejara, de verdad. Siempre sabe lo que hay que hacer. Hasta mi padre admite que ella lo sabe todo.

—Debe de ser una mujer extraordinaria.

—Es reina —se limitó a decir Catalina—, reina por derecho propio: no es reina por su matrimonio, ni tampoco es una plebeya que ha llegado al trono. Mi madre nació princesa de España, como yo. Nació para ser reina. Dios la salvó de los peligros más espantosos para que pudiera ser reina de España. ¿Qué otra cosa va a hacer si no es gobernar su reino?

Ésta noche sueño que soy un pájaro, un apus, un vencejo, que sobrevuela sin miedo el reino de la nueva Castilla, al sur de Toledo. Sobrevuelo Córdoba y me dirijo hacia el sur, hacia el reino de Granada. Debajo de mí, el mundo se extiende como una alfombra del color del ámbar oscuro, tejida con la lana dorada de las ovejas bereberes; acantilados de color bronce perforan un terreno de tonos cobrizos y las colinas son tan altas que ni siquiera los olivos pueden echar raíces en sus escarpadas faldas. Sigo volando. Mi corazoncito de pájaro late con fuerza hasta que veo los muros rosados del Alcázar, la espléndida fortaleza que rodea el palacio de la Alhambra. Vuelo bajo y de prisa, esquivo la adusta forma cuadrada de la torre de vigilancia, donde en otros tiempos ondeaba la bandera de la media luna, y me lanzo en picado hacia el Patio de los Arrayanes. Trazo círculos y más círculos en el aire cálido, entre los límites que marcan los elegantes edificios de estuco y mosaico, contemplo el espejo de agua y por fin encuentro a quien busco: a mi madre, la reina Isabel de Castilla, que pasea en un caluroso atardecer mientras piensa en su hija, allá en la lejana Inglaterra.