Otoño de 1511
Edward Howard llevó a sus prisioneros, los corsarios escoceses, a Londres, y fue recibido como un héroe nacional. Su popularidad provocó la envidia de Henry, que siempre estaba muy pendiente de los elogios del pueblo. El rey empezó a hablar cada vez con más insistencia de declarar la guerra a los escoceses: sus consejeros privados no se atrevían a negar que Escocia era una amenaza permanente para la paz y la seguridad de Inglaterra, aunque por otro lado temían el coste de la guerra y dudaban —en privado— de las aptitudes militares de Henry.
Fue la reina quien distrajo a su esposo para que dejara de envidiar a Edward Howard y fue también ella quien le recordó una y otra vez que su primer contacto con la guerra debía producirse en los gloriosos campos de batalla de Europa y no en unas colinas perdidas en la frontera. Cuando el rey de Inglaterra partiera, debía ser para luchar contra el rey francés junto a los otros dos grandes reyes de la Cristiandad. Y Henry, imbuido ya desde la infancia de los relatos sobre las batallas de Crécy y Agincourt, se dejaba seducir fácilmente y pensaba en alcanzar la gloria luchando contra Francia.