15. LA NOTA METROPOLITANA

Nadie es más consciente que yo del hecho de que el joven Bingo Little es, en muchos sentidos, un gran muchacho. De distintas maneras y con diversos intervalos, me ha hecho la vida bastante interesante desde que íbamos juntos al colegio. Creo que le escogería a él antes que a cualquier otra persona como compañero para pasar una hora divertida. Por otra parte, he de decir que hay en él cosas que se pueden mejorar. Su costumbre de enamorarse de cada chica que ve es una de ellas; y otra es su modo de compartir con el mundo los secretos de su corazón. Si quieren un hombre lleno de reticencias, no acudan a Bingo, porque es tan franco como el anuncio de una marca de jabón.

Digo esto, porque…, bueno, aquí tienen el telegrama que recibí una tarde de noviembre, escasamente un mes después de haber regresado a Londres de mi visita a Twing Hall:

Oye, Bertie, finalmente estoy enamorado. Es la muchacha más maravillosa, Bertie. Esto es definitivo al fin, Bertie. Ven aquí enseguida y trae a Jeeves. Ah, ya conoces el estanco en Bond Street, lado izquierdo, subiendo. ¿Quieres comprarme cien cigarrillos especiales y mandármelos aquí? Estoy sin. Sé que cuando la veas dirás que es la muchacha más maravillosa. No olvides traer a Jeeves. No olvides cigarrillos.

BINGO

Había sido enviado desde la oficina de Correos de Twing. En otras palabras, había expuesto aquel horrible galimatías a los ojos saltones de una empleada de Correos del pueblo, que era probablemente la fuente principal de los comadreos locales y que propalaría las noticias en el pueblo antes de la caída de la noche. No habría conseguido un medio de divulgación más completo si hubiera alquilado un pregonero. Cuando yo era niño, solía leer historias de caballeros andantes y vikingos y esa clase de jóvenes que se levantaban sin sonrojarse en mitad de un ágape abarrotado de gente y soltaban a los cuatro vientos lo perfecta que consideraban a su amada. He tenido a menudo la sensación de que aquellos días hubiesen convenido al joven Bingo del modo más total y absoluto.

Jeeves había traído el telegrama con la bebida de la tarde, y se lo mostré.

—Era de suponer, desde luego —dije—. El joven Bingo no se ha enamorado desde hace al menos un par de meses. Me pregunto quién será esta vez.

—Miss Mary Burgess, señor —dijo Jeeves—, la sobrina del reverendo míster Heppenstall. Está pasando una temporada en la vicaría de Twing.

—¡Caramba! —Me constaba que Jeeves lo sabía casi todo en el mundo, pero eso parecía cosa de magia—. ¿Cómo lo sabe usted?

—Cuando estuvimos en Twing Hall, el pasado verano, señor, trabé amistad con el mayordomo de míster Heppenstall. Es lo bastante amable como para tenerme al corriente de las novedades locales. Según me comunica, señor, parece ser que la señorita es en extremo apreciable. Creo que tiene un temperamento bastante serio. Míster Little está muy épris de ella, señor. Brookfield, mi corresponsal, escribe que lo vio la semana pasada mirando a su ventana a una hora avanzada de la noche bajo la luz de la luna.

—¿La ventana de quién? ¿De Brookfield?

—Sí, señor. Probablemente bajo la impresión de que era la de la señorita.

—Pero ¿qué diablos está haciendo en Twing?

—Míster Little se vio obligado a volver a ocupar su antiguo puesto de preceptor del hijo de lord Wickhammersley en Twing Hall, señor, debido al fracaso de unas especulaciones en Hurst Park a fines de octubre.

—¡Dios me ampare, Jeeves! ¿Hay algo que usted no sepa?

—No podría decírselo, señor.

Cogí el telegrama.

—Supongo que querrá que vayamos y lo ayudemos un poco.

—Ésa parecería ser la razón por la que envió el mensaje, señor.

—Bueno, ¿qué hacemos? ¿Vamos?

—Se lo aconsejaría, señor. Si puedo decirlo así, creo que hay que dar ánimos a míster Little en este asunto.

—¿Piensa que ha acertado esta vez?

—No he oído más que informes excelentes a propósito de la señorita, señor. Creo que es indudable que ejercerá una admirable influencia en míster Little si el asunto llega a un feliz desenlace. Tal unión, me parece, contribuiría también a que míster Little recobrase la benevolencia de su tío, puesto que la señorita está muy bien relacionada y posee cierto capital. En una palabra, señor, creo que si hay algo que podamos hacer, debemos hacerlo.

—Bueno, si usted apoya el asunto —dije—, no veo que pueda dejar de tener éxito.

—Es usted muy amable, señor —dijo Jeeves—. Le agradezco extraordinariamente la confianza.

Bingo nos encontró en la estación de Twing al día siguiente e insistió en que yo enviara a Jeeves en el coche con las maletas, mientras él y yo íbamos a pie. Empezó a hablar de la chica en cuanto nos pusimos a andar.

—Es de lo más maravilloso, Bertie. No es una de esas muchachas modernas, ligeras de cascos y de espíritu mezquino. Es dulcemente grave y hermosamente seria. Me recuerda a…, ¿cuál es el nombre que busco?

—¿Marie Lloyd?

—Santa Cecilia —dijo el joven Bingo, fulminándome con la mirada—, me recuerda a Santa Cecilia. Me hace desear vivamente ser un hombre mejor, más noble, más profundo y más generoso.

—Lo que me intriga —dije, siguiendo un pensamiento mío— es el principio en que te basas para escogerlas. Las muchachas de quienes te enamoras, quiero decir. ¿Cuál es tu sistema? Por lo que veo, no hay dos que se parezcan. Antes fue Mabel, la camarera, luego Honoria Glossop, después la espantosa Charlotte Corday Rowbotham…

Admito que Bingo tuvo la decencia de estremecerse. Cuando pienso en Charlotte, siempre me estremezco yo también.

—No pretenderás decir seriamente, Bertie, que intentas comparar el sentimiento que me inspira Mary Burgess, la santa devoción, la espiritual…

—¡Oh, bueno, ya está bien! —dije—. Oye, chico, ¿no estamos dando un rodeo bastante largo?

Considerando que se suponía que nos dirigíamos a Twing Hall, me parecía que estábamos empleando mucho tiempo en el trayecto. El Hall dista unos tres kilómetros de la estación por la carretera principal, y nosotros habíamos tomado un camino secundario, luego habíamos ido a campo traviesa durante un rato, habíamos saltado una empalizada o dos y estábamos atravesando ahora otro campo que acababa en otro camino.

—A veces ella lleva a pasear a su hermano menor por aquí —explicó Bingo—. Pensé que la encontraríamos y la saludaríamos, y que tú podrías verla, ¿sabes?, y luego podríamos continuar nuestro camino.

—Desde luego —dije—, la perspectiva es bastante excitante para cualquiera, y no cabe duda de que es una estupenda recompensa tras haber andado tres kilómetros inútiles con zapatos de ciudad a través de campos arados, pero ¿no vamos a hacer nada más? ¿No vamos a reunirnos con la muchacha y continuar juntos el camino?

—¡Bondad divina! —dijo Bingo, francamente sorprendido—. No supondrás que tengo el valor suficiente para hacer eso, ¿verdad? No hago más que mirarla de lejos y otras cosas por el estilo. ¡Pronto! ¡Aquí llega! ¡No, me he equivocado!

Era como en la canción de Harry Lauder, en que espera a la muchacha y dice: «Ésa es e-e-ella. No, es un conejo». El joven Bingo me hizo quedar allí durante diez minutos contra un fuerte viento del noreste, manteniéndome en suspenso con una serie de falsas alarmas. Ya estaba pensando en proponer que nos marcháramos y dejásemos correr el resto de los acontecimientos, cuando al doblar un recodo apareció un foxterrier, y Bingo se estremeció como un álamo temblón. Luego hizo su aparición un chiquillo y Bingo tembló como una gelatina. Finalmente, como una estrella cuya entrada hubiera sido preparada por el personnel del ensemble, apareció una muchacha, y fue penoso ver la emoción del desgraciado. Su cara se puso tan colorada que, con el cuello blanco y la nariz azulada por el viento, se parecía más a una bandera francesa que a cualquier otra cosa. Se irguió de la cintura para arriba, como si llevara corsé.

Estaba llevándose desgarbadamente los dedos al sombrero, cuando se percató de que la muchacha no iba sola. Un sujeto con traje sacerdotal también se hallaba entre los presentes, y el hecho de verlo no pareció hacerle mucha gracia a Bingo. Su faz se tornó aún más colorada y su nariz más azulada, y no acertó a cogerse el sombrero hasta que casi habían pasado.

La muchacha se inclinó, el cura dijo «¡Ah, Little! Un tiempo tormentoso», el perro ladró y luego ellos continuaron y el espectáculo se acabó.

El cura constituyó para mí un nuevo factor en la situación. Comuniqué sus movimientos a Jeeves cuando llegué al Hall. Desde luego, Jeeves ya estaba enterado de todo.

—Ése es el reverendo míster Wingham, el nuevo párroco de míster Heppenstall, señor. Según me ha comunicado Brookfield, debe de ser el rival de míster Little, y, de momento, la señorita parece preferirlo. Míster Wingham tiene la ventaja de residir en la vicaría. Él y la joven dama cantan dúos después de cenar, lo que obra como un lazo. En estas ocasiones, míster Little, según tengo entendido, vaga por la calle, visiblemente enojado.

—Eso me parece ser todo lo que el pobrecillo es capaz de hacer, ¡maldita sea! Puede enojarse, pero no pasa de ahí. Ha perdido el vigor. No tiene ninguna iniciativa. ¡Diantre!, cuando la encontramos hace un momento ni siquiera tuvo la valentía elemental de decirle «Buenas noches».

—Entiendo que el afecto profesado por míster Little no está desprovisto de respetuoso temor, señor.

—Bueno, ¿cómo vamos a ayudar a un hombre que es un conejo? ¿Puede usted sugerir algo? Le veré después de cenar y seguro que lo primero que hará será preguntarme qué aconseja usted.

—Según mi opinión, señor, lo más juicioso que puede hacer míster Little es dedicarse al jovencito.

—¿Al hermano menor? ¿Qué quiere decir?

—Trabar amistad con él, señor…, llevarlo de paseo y demás.

—No parece ser una de sus más brillantes ideas. He de decir que esperaba algo más sustancioso que eso.

—Sería un principio, señor, que podría conducir a buenos resultados.

—Bueno, se lo comunicaré. El aspecto de la chica me agradó, Jeeves.

—Es una señorita en extremo apreciable, señor.

Pasé a Bingo el informe aquella misma noche y me alegró observar que parecía animarse.

—Jeeves siempre tiene razón —dijo—. Yo mismo habría tenido que caer en la cuenta. Mañana mismo empezaré.

Fue asombrosa la animación del muchacho. Mucho antes de regresar yo a la ciudad, hablar con la muchacha era ya para él una cosa corriente. Quiero decir que no se quedaba como un palo cuando se encontraban. El hermano constituía un lazo que resultaba condenadamente más fuerte que los dúos del cura. Ella y Bingo solían llevarle de paseo juntos. Le pregunté a Bingo de qué hablaban en tales ocasiones, y él me dijo que del porvenir de Wilfred. La muchacha esperaba que Wilfred se hiciera cura algún día, pero Bingo había dicho que no, que había algo en los curas que no acababa de convencerlo.

El día que nos fuimos, Bingo vino a despedirse de nosotros, con Wilfred brincando a su alrededor como un viejo compañero de escuela. Lo último que vi fue a Bingo regalándole chocolates de la máquina expendedora. Una escena de paz y de alegre buena voluntad. Verdaderamente prometedora, pensé.

Lo cual hizo que el golpe fuera más fuerte, unas dos semanas más tarde, cuando llegó su telegrama. Rezaba así:

Bertie, chico, oye, Bertie, ¿sería posible que vinieras aquí cuanto antes? Todo ha ido mal. Que me emplumen. Maldita sea. Bertie, tienes que venir. Estoy en un estado de absoluta desesperación, con el corazón desgarrado. Te ruego mandes otros cien cigarrillos. Trae a Jeeves cuando vengas, Bertie. No dejes de venir, Bertie. Cuento contigo. No te olvides de traer a Jeeves.

BINGO

Considerando que está perpetuamente sin blanca, he de reconocer que el joven Bingo es el cliente de Telégrafos más derrochador que jamás se haya encontrado sobre la faz de la tierra. No tiene noción ninguna de la condensación. El infeliz vierte sencillamente su alma herida al precio de dos peniques por palabra, o lo que sea, sin darle la menor importancia.

—¿Qué hay con eso, Jeeves? —dije—. Estoy un poco harto. No puedo abandonar todos mis compromisos una semana sí y otra también a fin de dar un salto hasta Twing para reunirme con el joven Bingo. Envíele un telegrama comunicándole que se suicide en el estanque del pueblo.

—Si el señor puede prescindir de mí esta noche, me consideraré encantado de hacer una escapada y echar un vistazo por allí.

—¡Oh, maldita sea! Bueno, supongo que no se puede hacer otra cosa. Después de todo, es usted el hombre a quien solicita. Está bien, adelante, pues.

Jeeves volvió al día siguiente.

—¿Y bien? —pregunté.

Jeeves parecía turbado. Arqueó la ceja izquierda de una manera impresionante.

—He hecho todo lo posible, señor —dijo—, pero me temo que las posibilidades de míster Little no sean muy prometedoras. Desde nuestra última visita, señor, ha ocurrido algo decididamente siniestro e inquietante.

—¿Qué fue?

—Puede que usted recuerde a míster Steggles, señor…, el joven que estaba preparándose para los exámenes con míster Heppenstall en la vicaría.

—¿Qué tiene que ver Steggles con esto? —pregunté.

—Según me comunicó Brookfield, señor, que oyó casualmente una conversación, parece que míster Steggles se interesa por el asunto.

—¡Por Dios! ¿Que acepta apuestas?

—Entiendo que acepta apuestas de los que pertenecen a su círculo inmediato, señor. Contra míster Little, cuyas posibilidades no parece favorecer.

—No me gusta eso, Jeeves.

—No, señor; es siniestro.

—Por lo que sé de Steggles, habrá trabajo sucio.

—Ya lo ha habido, señor.

—¿Ya?

—Sí, señor. Parece ser que, siguiendo la política que tan amablemente me permitió que yo le sugiriera, míster Little escoltó al señorito Burgess al bazar de la iglesia y allí encontró a míster Steggles, quien se hallaba acompañado del joven señorito Heppenstall, el segundo hijo del reverendo míster Heppenstall, que acababa de regresar de Rubgy, después de reponerse de un reciente ataque de paperas. El encuentro tuvo lugar en la cantina, donde en aquel momento míster Steggles estaba obsequiando al señorito Heppenstall. Para decirlo en pocas palabras, señor, los dos caballeros se interesaron extraordinariamente por la vigorosa manera de fortalecerse de los muchachos; míster Steggles propuso respaldar a su candidato en un concurso gastronómico, teniendo en cuenta las respectivas edades y pesos, contra el señorito Burgess, siendo la apuesta de una libra por cabeza. Míster Little me confesó haber experimentado ciertas dudas respecto a las posibles consecuencias en el caso de que miss Burgess llegara a enterarse del asunto, pero su sangre deportiva era demasiado fuerte y participó en el concurso. Éste tuvo efectivamente lugar y ambos muchachos demostraron muy buena voluntad y entusiasmo; finalmente el señorito Burgess justificó la confianza de míster Little ganando, pero sólo al cabo de una dura lucha. Al día siguiente ambos concursantes estaban considerablemente enfermos; se hicieron pesquisas y se obtuvieron confesiones, y míster Little (lo he sabido por Brookfield, que por casualidad se hallaba cerca de la puerta del salón en aquel momento) tuvo una conversación en extremo desagradable con la señorita, la cual acabó expresando su deseo de que él no volviese a dirigirle la palabra.

No se puede negar el hecho de que si alguna vez hubo un hombre que necesitara ser vigilado, ése era Steggles. Maquiavelo habría podido aprender de él lecciones por correspondencia.

—Fue un montaje, Jeeves —dije—. Quiero decir que Steggles lo ideó todo. Es su viejo sistema de actuar.

—No cabe duda, señor.

—Bueno, parece que triunfó en toda la línea.

—Ésta es la opinión que prevalece, señor. Brookfield me dice que en el pueblo, en La Vaca y los Caballos, se ofrecen libremente siete contra uso por míster Wingham y no hay quien apueste.

—¡Gran Dios! ¿También abajo, en el pueblo, se están haciendo apuestas?

—Sí, señor. Y también en los pueblos colindantes. El asunto ha provocado amplio interés por los alrededores. Me dicen que existe cierta reacción deportiva hasta en un lugar tan lejano como Lower Bingley.

—Bueno, yo no veo qué se puede hacer. Si Bingo es tan idiota…

—Me temo, señor, que estamos tomando parte en una batalla perdida de antemano, pero me permití indicar a míster Little una línea de conducta que puede resultar ventajosa. Le aconsejé que se ocupara en obras de caridad.

—¿Obras de caridad?

—En el pueblo, señor. Leer a los enfermos, charlar con los que están postrados en cama y cosas por el estilo, señor. Sólo podemos esperar que esto dé buenos resultados.

—Sí, así lo espero —dije poco convencido—. Pero, ¡Dios santo!, si yo estuviese enfermo, me molestaría extraordinariamente que un chiflado como Bingo viniera a farfullar a mi cabecera.

—También hay que considerar este aspecto del asunto, señor —dijo Jeeves.

No volví a saber de Bingo durante un par de semanas, y supuse entonces que había encontrado la tarea demasiado dura y se había dado por vencido. Pues bien, una noche, poco antes de Navidad, volvía a mi piso bastante tarde después de haber estado en el Embassy. Me encontraba un tanto fatigado por haber bailado prácticamente sin parar desde poco después de la cena hasta las dos de la madrugada, y la cama se me aparecía como el lugar ideal. Juzguen mi desesperación y todo lo demás, por tanto, cuando al llegar a mi habitación y encender la luz vi las feas facciones del joven Bingo sobre la almohada. El sujeto había surgido de la nada y estaba en mi cama durmiendo cual tierna criatura con una especie de feliz y soñadora sonrisa sobre la faz.

¡Una broma pesada, lo confieso! Nosotros, los Wooster, practicamos siempre la calurosa hospitalidad medieval, pero cuando se trata de encontrar unos tipos usurpando nuestra cama, ya es otro cantar. Le arrojé un zapato y Bingo se incorporó refunfuñando.

—¿Qué pasa? —dijo el joven Bingo—. ¿Qué pasa?

—¿Qué diablos estás haciendo en mi cama?

—¡Ah, hola, Bertie! ¡De modo que ya estás aquí!

—Sí, aquí estoy. ¿Qué estás haciendo en mi cama?

—Vine a pasar la noche en la ciudad por unos asuntos.

—Sí, pero ¿qué estás haciendo en mi cama?

—¡Maldita sea, Bertie! —dijo el joven Bingo, ofendido—. No porfíes tanto sobre tu asquerosa cama. Hay otra preparada en la habitación de los huéspedes. Vi con mis propios ojos que Jeeves la hacía. Creo que me la destinaba a mí, pero sé que eres un perfecto anfitrión, y por lo tanto me acosté aquí. Oye, Bertie, amigo —dijo Bingo, aparentemente harto de la discusión sobre los dormitorios—, veo la luz del día.

—Bueno, son casi las tres de la madrugada.

—Estaba hablando metafóricamente, tonto. Quería decir que la esperanza ha empezado a renacer. A propósito de Mary Burgess, ¿sabes? Siéntate y te lo explicaré todo.

—No me sentaré. Me voy a dormir.

—Para empezar —dijo el joven Bingo, colocándose cómodamente sobre las almohadas y cogiendo un cigarrillo de mi caja especial y privada— he de pagar nuevamente un tributo notable al viejo Jeeves. Es un moderno Salomón. Me encontraba en muy malas condiciones cuando vine a pedirle consejo. Pero él me dio una idea que me ha puesto (empleo el término prudentemente y con espíritu conservador) en una posición altamente satisfactoria. Puede que te haya dicho que me recomendó recobrar el terreno perdido ocupándome en obras de caridad. Bertie, chico —dijo Bingo seriamente—, durante las dos últimas semanas he consolado a los enfermos hasta tal punto que si yo tuviese un hermano y tú me lo trajeras sobre una camilla en este momento, Dios sabe que le tiraría un ladrillo a la cabeza. Con todo, si bien esto me costó un esfuerzo endiablado, la idea dio espléndidos resultados. Ella se ablandó visiblemente antes que pasara una semana y empezó a saludarme cuando nos encontrábamos por la calle y otras cosas por el estilo. Hace un par de días me sonrió abiertamente (de un modo suave y angelical, ¿sabes?) al tropezarme con ella delante de la vicaría. Y ayer…, oye, ¿te acuerdas de aquel cura, Wingham?, el individuo de la nariz larga.

—Claro que lo recuerdo. Tu rival.

—¿Mi rival? —Bingo arqueó las cejas—. Oh, bueno, supongo que así se le podía llamar en aquel tiempo. Aunque parece un poco exagerado.

—¿Lo crees así? —dije, molesto por la nauseabunda complacencia de sus modales—. Bueno, déjame decirte que lo último que oí fue que en La Vaca y los Caballos, en el pueblo de Twing y en toda la comarca, incluso en Lower Bingley, estaban ofreciendo siete a uno a favor del cura sin encontrar apostadores.

Bingo se sobresaltó y me llenó la cama de ceniza.

—¿Apostando? —musitó—. ¿Apostando? ¿No querrás decir que están apostando sobre esta santa y sagrada…? ¡Oh, maldita sea! ¿Es que la gente no tiene sentido de la decencia y la devoción? ¿No se salva nada de su bestial y sórdida mezquindad? Me pregunto —dijo el joven Bingo, meditabundo— si hay alguna posibilidad de que yo pueda sacar algún provecho de este siete a uno. ¡Siete a uno! ¡Qué momio! ¿Sabes quién lo ofrece? ¡Oh! Bueno, supongo que eso no se puede hacer. No, supongo que no sería justo.

—Pareces condenadamente seguro de ti mismo —dije—. Siempre había pensado que Wingham…

—Oh, él no me preocupa —dijo Bingo—. Estaba a punto de decírtelo. Wingham sufre un ataque de paperas, y no se moverá de la cama por espacio de varias semanas. Y aunque esto ya constituya una noticia agradable, aún hay más. Estaba preparando las fiestas navideñas de la escuela del pueblo, ¿sabes?, y ahora yo lo sustituyo en la tarea. Anoche fui a ver al viejo Heppenstall y conseguí el puesto. ¿Comprendes lo que significa? Quiere decir que seré el centro absoluto de la vida material y espiritual del pueblo durante tres sólidas semanas, con un formidable triunfo final para coronarlo todo. Todo el mundo confiará en mí y me halagará, ¿comprendes?, y otras cosas por el estilo. Esto ha de producir un efecto poderoso en el espíritu de Mary. Le demostrará que soy capaz de un esfuerzo serio; que hay en mí un valor sólido y fundamental; y que, en vez de la mariposa que en un tiempo pudo creer que yo era, en realidad soy…

—¡Oh, ya está bien!

—Es una gran cosa, ¿sabes?, este espectáculo navideño. El viejo Heppenstall se dedica a él por entero. Vendrán los prohombres de toda la comarca. También estarán presentes el terrateniente del lugar y su familia. Es una gran ocasión para mí, Bertie, hijo mío, y tengo la intención de sacarle el máximo provecho. Naturalmente estoy un poco en desventaja por no haber tomado parte en el asunto desde el principio. ¿Querrás creer que aquel poco inspirado conato de cura quiso ofrecer al público un asqueroso cuento de hadas sacado de un libro para niños publicado hace cincuenta años, sin una sola escena cómica ni un asomo de chiste en él? Es demasiado tarde para cambiarlo todo por entero, pero al menos puedo ponerle un poco de pimienta. Voy a escribir algo vigoroso para alegrar un poco el asunto.

—No sabes escribir.

—Bueno, cuando digo escribir quiero decir plagiar. Por eso bajé a la ciudad. Fui a ver esa revista, ¡Acaríciame!, en el Palladium. Está llena de cosas buenas. Claro que es bastante difícil lograr algo parecido a un efecto espectacular en la sala de fiestas del pueblo de Twing, sin escenarios apropiados y con un coro de niños casi imbéciles que oscilan entre los nueve y los catorce años, pero creo que conseguiré mi propósito. ¿Has visto ¡Acaríciame!?

—Sí, dos veces.

—Pues bien, hay algo bueno en el primer acto y puedo aprovechar prácticamente todos los números. Luego está el espectáculo del Palace. Puedo ver la función de la tarde, mañana antes de marcharme. Seguramente también allí encontraré algo decente. No te preocupes pensando en que yo sea capaz de escribir algo acertado. Déjame a mí, muchacho, déjame a mí. Y ahora, amigo de mi infancia —terminó el joven Bingo, repantigándose en la cama—, no debes hacerme hablar toda la noche. Eso está muy bien para vosotros, los que no tenéis nada que hacer, pero yo soy un hombre muy ocupado. Buenas noches, amigo. Cierra la puerta gravemente y apaga la luz. Supongo que mañana el desayuno será a las diez, ¿verdad? Muy bien. Buenas noches.

Durante las tres semanas que siguieron no vi a Bingo. Se convirtió en una especie de voz en la distancia, adquiriendo el hábito de llamarme por teléfono y de consultarme sobre los diversos problemas que se presentaban en los ensayos, hasta el día en que me sacó de la cama a las ocho de la mañana para preguntarme si pensaba que «Felices Pascuas» era un título acertado. Le dije que esta molestia tenía que acabar de una vez, después de lo cual me dejó en paz, y desapareció de mi vida hasta que una tarde, al llegar a casa para cambiarme para la cena, encontré a Jeeves inspeccionando un enorme cartel que había desenrollado sobre el respaldo de un sillón.

—¡Dios me ampare, Jeeves! —dije. Me sentía algo débil aquel día y la cosa me hizo estremecer—. ¿Qué diablos es eso?

—Míster Little me lo envió, señor, para que se lo enseñara.

—¡Bueno, ya lo ha hecho usted, Jeeves!

Eché otro vistazo al objeto. No cabía duda de que llamaba la atención. Tenía un metro y medio de longitud, y la mayoría de las letras estaban impresas en la tinta roja más viva que jamás he visto.

Rezaba así:

SALA DE FIESTAS DE TWING

Viernes, 23 de diciembre

RICHARD LITTLE

presenta

una nueva y original revista

titulada

¡HOLA TWING!

Libreto de

RICHARD LITTLE

Canciones de

RICHARD LITTLE

Música de

RICHARD LITTLE

Con toda la Compañía

y los Coros Juveniles de Twing.

Efectos escénicos de

RICHARD LITTLE

Producida por

RICHARD LITTLE

—Bueno, ¿qué piensa usted de todo esto, Jeeves? —pregunté.

—Confieso que albergo algunas dudas, señor. Creo que míster Little le hubiera ido mejor siguiendo mi consejo de limitarse a las obras de caridad en el pueblo.

—¿Cree usted que la cosa fracasará?

—No voy a aventurarme a hacer una profecía, señor. Pero la experiencia me ha enseñado que lo que gusta al público londinense no agrada siempre a las mentalidades rurales. El estilo de la metrópoli resulta a veces demasiado exótico.

—Supongo que tendré que ir a ver la condenada representación, ¿verdad?

—Creo que míster Little se ofendería si usted no estuviese presente, señor.

La sala de fiestas del pueblo de Twing es un edificio pequeño que huele a manzanas. Estaba llena cuando llegué la tarde del día veintitrés, porque me las había arreglado para llegar muy poco antes de comenzar la función. Conocía por experiencia ese tipo de representaciones por haber presenciado una o dos de ellas, y no quería correr el riesgo de llegar con demasiada antelación y verme colocado en un asiento de las primeras filas, de donde no hubiera podido emprender una discreta retirada a la mitad del espectáculo si la ocasión lo requería. Me aseguré una bonita posición estratégica cerca de la puerta, en el fondo de la sala.

Desde el lugar en que me hallaba, dominaba perfectamente el auditorio. Como siempre en tales acontecimientos, las primeras filas estaban ocupadas por los prohombres del lugar: el terrateniente más acaudalado, un anciano deportista de faz bastante colorada y patillas blancas, su familia, un pelotón de párrocos locales y quizá un par de docenas de los feligreses más notables. Luego venía una densa masa de lo que se puede llamar la clase inferior. Y detrás, donde yo me hallaba, bajábamos de golpe la escala social, puesto que ese extremo de la sala se había cedido casi por entero a una colección de tipos francamente forzudos que habían acudido más que por amor al arte teatral, por el té gratuito que tendría lugar después del espectáculo. Era, en todos los sentidos, una asamblea representativa de la vida y del pensamiento de Twing. Los prohombres cuchicheaban entre ellos de un modo satisfecho, la clase media inferior se sentaba muy tiesa, como si hubiera sido almidonada, y los forzudos pasaban el tiempo cascando nueces y contándose chistes picantes. La muchacha, Mary Burgess, estaba sentada al piano tocando un vals. A su lado se hallaba el párroco Wingham, aparentemente repuesto de su enfermedad. La temperatura, creo, era de unos ciento veintisiete grados.

Alguien me dio un codazo en las regiones inferiores del costado y vi a Steggles.

—¡Hola! —dijo—. No sabía que vendrías.

No me agradaba el sujeto, pero nosotros los Wooster sabemos llevar la máscara. Sonreí ligeramente.

—¡Oh, sí! —dije—. Bingo quiso que viniera a ver su espectáculo.

—Parece que va a darnos algo bastante ambicioso —dijo Steggles—. Grandes efectos y otras cosas por el estilo.

—Eso creo.

—Naturalmente, a él le importa mucho, ¿verdad? Te habló de la muchacha, ¿no es así?

—Sí. Y me dicen que estás apostando siete a uno contra él —dije mirando al bribón con ligera austeridad.

—Sólo se trata de una pequeña especulación para aliviar la monotonía de la vida campestre —dijo sin la menor turbación—. Pero no es exacta la información que posees. Es abajo en el pueblo donde dan siete a uno. Yo puedo ofrecer algo mejor, si estás de humor especulativo. ¿Qué tal un billete de diez libras a cien contra ocho?

—¡Dios me valga! ¿Ofreces eso?

—Sí. La verdad —dijo Steggles con expresión meditativa— es que tengo una especie de sensación, una especie de presentimiento de que esta noche algo marchará mal. Ya conoces a Little. Un chapucero donde los haya. Algo me dice que este espectáculo suyo va a resultar un fracaso. Y si fracasa predispondrá a la muchacha en contra de él.

—¿Intentas echar a perder el espectáculo? —inquirí severamente.

—¿Yo? —dijo Steggles—. Vaya, ¿qué podría hacer? Espera medio minuto, he de ir a hablar con un señor.

Se alejó, dejándome francamente preocupado. Veía en sus ojos que estaba meditando alguna de sus tretas habituales, y pensé que era necesario advertir a Bingo. Pero no había tiempo para eso y yo no podía llegar hasta él. Casi inmediatamente después de haberse marchado Steggles se levantó el telón.

Excepto como apuntador, Bingo no se puso mucho en evidencia durante la primera parte de la representación. Al principio la cosa fue meramente una de aquellas extrañas obritas que se encuentran en los libros publicados en Navidad, titulados Doce comedias cortas para niños o algo semejante. Los muchachos canturreaban como de costumbre y la retumbante voz de Bingo vibraba de vez en cuando entre los bastidores cuando los más tontos olvidaban la letra. El público se estaba sumiendo en el torpor usual en tales ocasiones, cuando tuvo lugar el primero de los números intercalados por Bingo. Era el número que canta no sé quién en la revista del Palace. Podrían reconocer la tonada si yo la tarareara, pero nunca he podido cogerla bien. En el Palace siempre la hacían repetir tres veces y en Twing también resultaba, incluso cantada por aquella voz infantil y chillona que cambiaba de tono como un gamo de los Alpes salta de un peñasco a otro. Hasta a los forzudos les gustó. Y al final del segundo estribillo, la sala entera pedía la repetición y la muchacha de la voz de pizarrín cobró aliento y empezó a soltarlo de nuevo.

Entonces se apagaron las luces.

Creo que nunca me habrá ocurrido nada tan repentino y devastador. No vacilaron. Sencillamente, se apagaron. La sala quedó sumergida en una completa oscuridad.

Desde luego, eso rompió el encanto del número. Algunos empezaron a dar instrucciones a gritos y los forzudos patalearon y se dispusieron a pasar un rato divertido. Y, desde luego, el joven Bingo no pudo hacer más que el ridículo. Su voz se disparó repentinamente sobre nosotros desde las tinieblas.

—Señoras y caballeros, algo ha sucedido con las luces…

Los forzudos sintieron cosquillas al oír esta información directa. La acogieron con una especie de aullido de guerra. Luego, transcurridos unos cinco minutos, las luces se volvieron a encender y el espectáculo continuó.

Fueron necesarios diez minutos para que el auditorio volviese a tranquilizarse, pero finalmente se restableció el silencio y todo marchó a pedir de boca hasta que un chiquillo con cara de rodaballo salió ante el telón, que había sido bajado después de una escena bastante penosa a propósito de una sortija milagrosa o la maldición de un hada o algo semejante, y empezó a cantar aquella canción de George Thingummy de la revista ¡Acaríciame! Ya saben a cuál me refiero. ¡Escuchad siempre a mamá, muchachas! se llama, y George incita al auditorio a unirse con él para cantar el estribillo. Es una balada bastante picante, que yo mismo he cantado frecuentemente en el baño, con no poco vigor; pero bajo ningún aspecto —como cualquiera que no fuese un perfecto zoquete como el joven Bingo hubiera comprendido—, bajo ningún aspecto es adecuada para una fiesta navideña infantil celebrada en la vieja sala de un pueblo. En cuanto se oyeron las palabras del primer estribillo, la mayoría de los presentes comenzaron a enderezarse en sus asientos. Miss Burgess acompañaba al piano de una manera aturdida y mecánica mientras el párroco, a su lado, desviaba la mirada con expresión dolorosa. Sin embargo, los forzudos estaban entusiasmados.

Al final del segundo estribillo el muchacho se detuvo y comenzó a retroceder hacia los bastidores. A consecuencia de lo cual tuvo lugar el breve diálogo siguiente:

EL JOVEN BINGO (voz oída de lejos, resonando contra las vigas). ¡Continúa!

EL CHIQUILLO (tímidamente). No quiero.

EL JOVEN BINGO (más fuerte). ¡Continúa, miserable, o te mato!

Supongo que el chiquillo lo meditó rápidamente y se dio cuenta de que, puesto que Bingo estaba en posición de poder alcanzarlo, valía más reconciliarse con él, cualesquiera que fuesen las consecuencias. Se deslizó hasta las candilejas y, cerrando los ojos y riendo histéricamente, dijo:

—Señoras y caballeros, ahora ruego al terrateniente Tressidder nos haga el favor de cantar el estribillo.

La verdad es que aun albergando los más caritativos sentimientos hacia él, hay momentos en que uno piensa forzosamente que el joven Bingo debería ser encerrado en algún centro. Supongo, pobrecillo, que se había imaginado que ésta sería la gran atracción de la velada. Se había imaginado, me figuro, que el terrateniente del pueblo se pondría jovialmente de pie, empezaría a cantar y todo sería alegría y regocijo. Bueno, lo que ocurrió fue sencillamente que el viejo Tressidder —y adviertan que no se lo reprocho— se quedó sentado donde estaba, inflándose y tornándose más colorado a cada segundo que pasaba. La clase media inferior quedó sumida en un helado silencio, esperando que el techo se le cayera encima. La única sección del auditorio a quien la idea parecía realmente gustarle fue la de los forzudos, que chillaban con entusiasmo. Aquello fue confitura para ellos.

Y luego las luces se apagaron nuevamente.

Cuando se encendieron, unos minutos más tarde, revelaron al digno Tressidder saliendo rígidamente a la cabeza de su familia, harto hasta la coronilla; a miss Burgess, sentada al piano, con una mirada pálida y fija, y al párroco mirándola con algo en su expresión que parecía sugerir que, aunque todo eso era sin duda deplorable, había un hueco azul entre las nubes.

Prosiguió de nuevo el espectáculo. Se recitaron trozos de diálogo de las comedias infantiles; luego la pianista comenzó el preludio de aquel número de la chica de las naranjas, que es el gran éxito de la revista del Palace. Supuse que eso sería el grandioso final de Bingo para la primera parte. La compañía en pleno se hallaba en escena, y una mano contraída había aparecido al borde del telón, dispuesto a maniobrarlo en el momento oportuno. Sí, parecía ser el final de la primera parte. No tardé mucho en darme cuenta de que era algo más. Era el final del espectáculo.

Supongo que conocen el número de las naranjas del Palace. Dice así:

Oye, rico, quieres una naranjita,

dulce y madurita,

dulce y madurita,

o tal vez quieras algo más

que no sé, no sé, si voy a dar.

Oye, rico…

o algo por el estilo. Es una canción condenadamente inteligente, y la melodía también es buena; pero lo que le da gracia al número es aquel momento en que las muchachas sacan naranjas de sus cestas, ¿saben?, y las tiran grácilmente al público. No sé si lo han notado, pero parece que el público se vuelve loco cuando les echan cosas desde el escenario. Cada vez que he ido al Palace los clientes se han vuelto sencillamente tarumbas con este número.

Pero en el Palace, desde luego, las naranjas están hechas de algodón amarillo y las muchachas no las lanzan, sino que las dejan caer ligeramente en la primera y segunda fila. Empecé a percatarme de que el asunto sería tratado de un modo bastante distinto en Twing al ver que una condenada y húmeda masa de pepitas pasaba rozándome la oreja y estallaba contra la pared, a mi espalda. Otra masa aterrizó ruidosamente sobre el cuello de uno de los prohombres de la tercera fila. Y luego una tercera me dio en la punta de la nariz, y yo perdí momentáneamente el interés por los acontecimientos.

Cuando me hube limpiado la cara y mis ojos dejaron de lagrimear, vi que la representación había empezado a semejarse a una de las alegres noches de Belfast. El aire estaba lleno de chillidos y frutas. Los muchachos del coro, con Bingo corriendo desesperadamente entre ellos de un lado para otro, estaban pasando el mejor rato de su vida. Supongo que se daban cuenta de que eso no podía continuar para siempre y se aprovechaban todo lo posible de la ocasión. Los forzudos habían empezado a coger todas las naranjas que no estallaban y las devolvían lanzándolas con fuerza, de modo que el auditorio recibía a la ida y a la vuelta. En términos generales, el espectáculo presentaba cierta confusión, y precisamente cuando las cosas empezaban a calentarse, las luces volvieron a apagarse.

Me parecía que había llegado el momento de marcharse, y me dirigí hacia la puerta. Acababa de salir cuando el auditorio empezó a afluir a la calle. Surgían a mi alrededor en grupos de dos o tres, y nunca vi una masa de público tan condenadamente de acuerdo. Hasta el último hombre —y mujer— estaban maldiciendo al pobre Bingo; y surgió rápidamente una amplia y creciente escuela de pensamiento sosteniendo que lo mejor que se podía hacer era acechar su salida y sumergirlo unas cuantas veces en el estanque del pueblo.

Había tal cantidad de entusiastas y parecían tan decididos, que pensé que lo único que podía hacer en nombre de la amistad era volverme atrás y advertir al joven Bingo que se levantara el cuello del abrigo y huyera clandestinamente por una salida lateral. Deshice lo andado y lo encontré sentado sobre una caja entre bastidores, sudando abundantemente y pareciéndose bastante al lugar marcado con una cruz donde ocurrió el accidente. Tenía los cabellos de punta, le colgaban las orejas y una palabra dura sin duda le hubiera hecho estallar en lágrimas.

—Bertie —dijo sombríamente al verme—, fue aquel maldito Steggles. Atrapé a uno de los muchachos antes de que pudiera escabullirse y se lo saqué todo. Steggles había sustituido con verdaderas naranjas las bolas de lana que había preparado especialmente con infinito sudor y al precio de casi una libra. Bueno, ahora iré a destrozarle cada uno de sus miembros. Esto, por lo menos, podré hacerlo.

Me dolía destruir sus ensueños pero tuve que hacerlo.

—¡Santo cielo, hombre! —dije—. No tienes tiempo para frívolas diversiones ahora. Has de largarte, y pronto.

—Bertie —dijo Bingo con voz apagada—. Ella estaba aquí hace un instante. Dijo que yo había tenido la culpa de todo y que nunca volvería a dirigirme la palabra. Me dijo que siempre sospechó que era un bromista sin corazón y que ahora estaba segura de ello. Dijo… ¡Oh, bueno, me dejó hecho polvo!

—Éste es el menor de tus males —dije. Parecía imposible hacer comprender al pobre diablo la situación en que se hallaba—. ¿Te das cuenta de que cerca de doscientos de los más fuertes habitantes de Twing te están esperando fuera para sumergirte en el estanque?

—¡No!

—¡No lo dudes!

Durante un rato el pobre muchacho pareció anonadado. Pero sólo un rato. Siempre ha habido algo de la vieja raza de los bulldog ingleses en Bingo. Una extraña y dulce sonrisa asomó a su rostro por un instante.

—Está bien —dijo—, puedo deslizarme a través de los sótanos y saltar por el muro trasero. ¡A no pueden intimidarme!

No había pasado una semana cuando Jeeves, después de haberme traído el té, desvió suavemente mi mirada de la página deportiva del Morning Post y atrajo mi atención sobre un anuncio en la columna de los esponsales y bodas.

Era un breve anuncio de que había sido concertada la boda, que tendría lugar próximamente, entre el honorable y reverendo Hubert Wingham, tercer hijo del muy honorable conde de Sturridge, y Mary, única hija del fenecido Matthew Burgess, de Weatherly Court, Hants.

—Desde luego —dije, después de haberlo examinado de este a oeste—. Lo esperaba, Jeeves.

—Sí, señor.

—Ella nunca le hubiera perdonado lo que ocurrió aquella noche.

—No, señor.

—Bueno —dije, mientras sorbía la fragante e hirviente bebida—, supongo que Bingo no necesitará mucho tiempo para olvidarlo. Es aproximadamente la ciento undécima vez que le sucede algo parecido. A usted es a quien compadezco.

—¿A mí, señor?

—¡Caramba! No puede haber olvidado la cantidad de molestias que se tomó para arreglarle las cosas a Bingo. Es una verdadera lástima que todo su trabajo haya resultado inútil.

—No del todo inútil, señor.

—¿Eh?

—Es cierto que mis esfuerzos para conseguir la boda entre míster Little y la joven dama no tuvieron éxito, pero, con todo, contemplo el asunto con cierta satisfacción.

—¿Porque consagró a él sus mejores esfuerzos?

—No del todo, señor, aunque desde luego este pensamiento me causa también cierto placer. En concreto, aludía al hecho de que encontré el asunto financieramente remunerativo.

—¿Financieramente remunerativo?

—Cuando me enteré de que míster Steggles se había interesado en la competición, señor, participé con mi amigo Brookfield en una apuesta que había sido hecha sobre el resultado por el dueño de La Vaca y los Caballos. Resultó una inversión altamente provechosa. Su desayuno estará listo casi inmediatamente, señor. Riñones con tostadas y setas. Se lo traeré cuando usted llame.