3
Había descrito a Roderick Spode al mayordomo como un hombre con una mirada que podía abrir una ostra a sesenta pasos, y era una mirada de esta naturaleza la que me estaba dirigiendo en ese momento. Parecía un dictador a punto de iniciar una purga, y vi que me había confundido al suponer que medía dos metros diez. Dos cuarenta, por lo menos. También vi los músculos de la mandíbula moverse despacio.
Esperaba que no dijera «¡Ja!», pero lo hizo. Y como yo no había dominado todavía las cuerdas vocales lo suficiente para poder responder, eso concluyó el diálogo por el momento. Entonces, aún con los ojos pegados a mí, gritó:
—¡Sir Watkyn!
Se oyó un distante «Ah-sí-aquí-estoy-qué-pasa».
—Venga, por favor. Tengo que enseñarle algo.
El viejo Bassett apareció en la ventana, ajustándose los quevedos.
Había visto a este hombre sólo con el atuendo adecuado para la metrópoli, y confieso que incluso en la difícil situación en que me hallaba fui capaz de estremecerme ante el espectáculo que presentaba en el campo. Por supuesto, es un axioma, como he oído a Jeeves llamarlo, que cuanto más pequeño es el hombre, más llamativo es el traje a cuadros, y la indumentaria del viejo Bassett estaba en armonía con su falta de centímetros. Chillón es la única palabra para describir aquel horrible traje de tweed, y, cosa extraña, verlo me produjo el efecto de calmarme los nervios. Me dio la sensación de que nada importaba.
—¡Mire! —exclamó Spode—. ¿Habría creído posible cosa semejante?
El viejo Bassett me miraba con grandes ojos, con una especie de asombro pasmado.
—¡Santo Dios! ¡Si es el ladrón de bolsos!
—Sí. ¿No es increíble?
—Es inaudito. Maldita sea, esto es acoso. Este tipo me sigue a todas partes, como el corderito de María. No me deja un momento libre. ¿Cómo le ha atrapado?
—Ha dado la casualidad de que venía por el sendero, y he visto una figura que se introducía furtivamente por la puertaventana. Me he apresurado, y le he apuntado con mi arma. Justo a tiempo. Ya había comenzado a saquear el lugar.
—Bueno, le estoy muy agradecido, Roderick. Pero lo que no puedo comprender es la pertinacia de este tipo. Se habría dicho que cuando frustramos su intento en Brompton Street habría abandonado el asunto. Pero no. Al día siguiente viene aquí. Bueno, lamentará haber venido.
—Supongo que se trata de un caso demasiado grave para usted para tratarlo sumariamente.
—Puedo extender una orden de arresto. Llévelo a la biblioteca y lo haré ahora. Este caso tendrá que ir a los tribunales.
—¿Qué cree usted que le caerá?
—No es fácil decirlo. Pero sin duda no menos de…
—¡Eh! —exclamé.
Mi intención había sido hablar con voz tranquila y razonable, explicarles, después de haber llamado su atención, que me encontraba en aquel lugar como invitado, pero por alguna razón la palabra me salió como algo que la tía Dahlia habría podido decir a un miembro del Pytchley a ochocientos metros a través de un campo arado, y el viejo Bassett replicó como si le hubieran clavado un palo ardiendo en un ojo.
Spode comentó mis métodos de producción de voz.
—¡No grite así!
—Casi me ha roto el tímpano —gruñó el viejo Bassett.
—¡Pero escuchen! —grité—. ¡Escúchenme!
Siguió entonces cierta cantidad de discusión confusa, en la que intenté defender el caso y la oposición hablando sin cesar del jaleo que estaba armando. Y en medio de todo ello, justo cuando me mostraba particularmente con buena voz, se abrió la puerta y alguien exclamó:
—¡Dios mío!
Me volví. Aquellos labios separados…, aquellos ojos como platos…, aquella figura esbelta, ligeramente caída en los goznes…
Madeline Bassett se encontraba entre nosotros.
—¡Dios mío! —repitió.
Puedo imaginar que un observador casual, si le hubiera confiado mis dudas ante la idea de casarme con esta chica, habría alzado las cejas y no habría podido comprenderlo. «Bertie», probablemente habría dicho, «no sabes lo que es bueno para ti», y posiblemente añadiría que deseaba tener la mitad de aquello de lo que yo me quejaba. Porque Madeline Bassett poseía un exterior innegablemente atractivo; era delgada, svelte, si ésa es la palabra, y estaba generosamente provista de pelo dorado y de todos los accesorios.
Pero en lo que el observador casual metería la pata es en que pasaría por alto su blandenguería, ese aire sutil que tenía de estar a punto de hablar como una niña. Eso era lo que helaba la sangre. Era sin lugar a dudas una de esas chicas que tapan los ojos de su esposo con las manos cuando él se arrastra a desayunar con resaca y dicen: «¿Quién soy?».
Una vez me alojé en la residencia de un amigo mío recién casado, y su esposa había hecho grabar con grandes letras, sobre la chimenea de la sala de estar, donde era imposible no verlo, la leyenda: «Dos amantes construyeron este nido», y aún recuerdo la expresión de torpe angustia en los ojos de mi amigo cada vez que entraba y lo veía. Si Madeline Bassett, al ingresar en el estado matrimonial, llegaría a tal extremo espantoso, no podía yo decirlo, pero parecía lo más probable.
Ella nos miraba con los ojos como platos, asombrada.
—¿Qué es todo este ruido? —preguntó—. Bertie, ¿cuándo has llegado?
—Ah, hola. Acabo de llegar.
—¿Has tenido buen viaje?
—Sí, gracias. He venido en el dos plazas.
—Debes de estar agotado.
—Oh, no, gracias, no lo estoy.
—Bueno, el té estará listo enseguida. Veo que ya conoces a papá.
—Y a míster Spode.
—Y a míster Spode.
—No sé dónde está Augustus, pero seguro que vendrá para el té.
—Contaré los minutos.
El viejo Bassett había escuchado estas frases de cortesía con expresión aturdida, tragando saliva de vez en cuando, como un pez que ha sido sacado de un estanque con anzuelo y no está seguro de hallarse a la altura de las circunstancias. Uno seguía los procesos mentales, por supuesto. Para él, Bertram era una criatura del submundo que robaba bolsos y paraguas y, lo que empeoraba las cosas, ni siquiera las robaba bien. A ningún padre le gusta ver a su oveja en términos amistosos con un individuo así.
—¿No me dirás que conoces a este hombre? —preguntó.
Madeline Basset rió con su risa argentina y cantarina, que era una de las cosas que la hacían tan desagradable para el mejor elemento.
—Papá, qué absurdo eres. Claro que le conozco. Bertie Wooster es un viejo, viejo, y muy querido amigo mío. Te dije que venía hoy.
El viejo Bassett no pareció enterarse. Spode tampoco.
—¿Éste no será tu amigo míster Wooster?
—Claro que sí.
—Pero si roba bolsos.
—Paraguas —apuntó Spode, como si fuera el Recordador del Rey o algo así.
—Y paraguas —afirmó el viejo Bassett—. Y efectúa incursiones a plena luz del día en tiendas de antigüedades.
Madeline no pareció enterarse. Y ya eran tres.
—¡Papá!
El viejo Bassett insistió con firmeza.
—Así es, te lo aseguro. Le he pillado haciéndolo.
—«Yo» le he pillado —dijo Spode.
—Los dos le hemos pillado —dijo el viejo Bassett—. En todo Londres. Vayas a donde vayas en Londres, encontrarás a este tipo robando bolsos y paraguas. Y ahora, en el corazón de Gloucestershire.
—¡Tonterías! —dijo Madeline.
Vi que era el momento de acabar con toda esa historia. Estaba harto de lo de robar bolsos. Naturalmente, uno no espera que un magistrado conozca al dedillo todos los detalles de sus clientes —ya es suficiente, supongo, recordar siquiera a su clientèle—, pero uno no puede dejar pasar una cosa así con tacto.
—Claro que es una tontería —rugí—. Todo el asunto es uno de esos ridículos malentendidos.
Debo decir que esperaba que mi explicación fuera mejor de lo que fue. Lo que yo había previsto era que tras unas palabras mías, perfilando la situación, se produjeran rugidos de alegría, seguidos de disculpas y palmadas en la espalda. Pero el viejo Bassett, igual que tantos jueces de instrucción, era un hombre difícil de convencer. La naturaleza de los magistrados pronto queda deformada. No dejó de interrumpirme y de hacer preguntas, y me miraba con atención cuando las hacía. Ya saben a qué me refiero; preguntas que empiezan con «Un momento…» y «Usted dice…» y «Entonces, pretende usted que creamos…». Ofensivo, muy ofensivo.
Sin embargo, después de una buena cantidad de aburrido trabajo preliminar, logré hacerle entender lo del paraguas, y confesó que tal vez me había juzgado injustamente en ese aspecto.
—Pero ¿y los bolsos?
—No había bolsos.
—No me cabe duda de que le sentencié por algo en Bosher Street. Lo recuerdo claramente.
—Birlé un casco de policía.
—Eso está tan mal como robar bolsos.
Roderick Spode intervino inesperadamente. Durante todo este…, bueno, este absoluto proceso de Mary Dugan, había permanecido en silencio, chupando pensativo la boca de su escopeta y escuchando mi declaración como si lo considerara todo más bien poco convincente; pero entonces una leve señal de sentimiento humano asomó a su cara de granito.
—No —dijo—. No creo que pueda ir tan lejos. Cuando estaba en Oxford, una vez yo también robé un casco de policía.
Me quedé pasmado. Nada en mis relaciones con ese hombre me habían dado la idea de que él también, por así decirlo, había vivido en Arcadia. Eso demostraba, como digo a menudo, que existe el bien en lo peor de nosotros.
El viejo Bassett quedó a todas luces desconcertado. Luego se repuso.
—Bueno, ¿y el asunto de la tienda de antigüedades? ¿Eh? ¿No le pillamos huyendo con mi vaca-jarrita? ¿Qué tiene que decir al respecto?
Spode pareció ver la fuerza de eso. Apartó el arma, que había vuelto a colocar entre sus labios, y asintió con la cabeza.
—El tipo de la tienda me la había dado para verla —dije con brevedad—. Me aconsejó que la llevara fuera, donde había mejor luz.
—Huía precipitadamente.
—Tropecé con el gato.
—¿Qué gato?
—Al parecer había un animal que sentía cariño por el personal del emporio.
—Mmm. No vi ningún gato. ¿Vio usted algún gato, Roderick?
—No, ningún gato.
—¡Ja! Bueno, dejaremos correr lo del gato…
—Pero yo no lo hice —dije, en uno de mis instantes inspirados.
—Dejaremos correr lo del gato —repitió el viejo Bassett, haciendo caso omiso de lo que yo había dicho— y pasemos a otro punto. ¿Qué hacía usted con esa vaca-jarrita? Dice que la miraba. Nos pide que creamos que simplemente la sometía a un inocente escrutinio. ¿Por qué? ¿Cuál era su motivo? ¿Qué interés podía tener para un hombre como usted?
—Exactamente —dijo Spode—. Es la pregunta que yo mismo iba a formular.
Este poquito de apoyo por parte de un compañero tuvo el peor efecto en el viejo Bassett. Le estimuló en tan grande medida que cedió completamente a la ilusión de que volvía a encontrarse en su puñetero tribunal de policía.
—Dice usted que el propietario de la tienda se la entregó. Yo sugiero que la robó y que huía con ella. Y ahora míster Spode le pilla aquí, con ese objeto en las manos. ¿Cómo lo explica? ¿Cómo responde a esto? ¿Eh?
—¡Pero papá! —exclamó Madeline.
Quizá se han estado preguntando ustedes por su silencio durante todo el tira y afloja que se había producido. Tiene una fácil explicación. Lo que había ocurrido era que poco después de decir «¡Tonterías!» en la primera parte, había inhalado sin querer algún insecto, y desde entonces se había estado ahogando en silencio manteniéndose en un segundo plano. Y como la situación era demasiado tensa para que nosotros prestáramos atención a una chica que se asfixiaba, la habíamos dejado que continuara desahogándose sola mientras los hombres tachaban el tema de la orden del día.
Entonces se adelantó, con los ojos aún un poco llorosos.
—Pero, papá —dijo—, naturalmente que tu plata sería lo primero que Bertie querría ver. Por supuesto que le interesa. Bertie es sobrino de míster Travers.
—¿Qué?
—¿No lo sabías? Su tío tiene una colección maravillosa, ¿verdad, Bertie? Supongo que te ha hablado a menudo de la de papá.
Hubo una pausa. El viejo Bassett respiraba pesadamente. No me gustaba en absoluto el aspecto que tenía. Me miró a mí y después la vaca-jarrita, y después a mí otra vez, y de nuevo la vaca-jarrita, y habría sido necesario un observador mucho menos astuto que Bertram para no saber lo que cruzaba por su mente. Si alguna vez he visto a alguien tratando de atar cabos, ése era sir Watkyn Bassett.
—¡Oh! —exclamó.
Sólo eso. Nada más. Pero era suficiente.
—Eh… —dije yo—, ¿podría enviar un telegrama?
—Puedes telefonear desde la biblioteca —dijo Madeline—. Te acompañaré allí.
Me llevó hasta el aparato y me dejó, diciendo que me esperaría en el vestíbulo. Me agarré a él, establecí conexión con la oficina de correos y, tras una breve conversación con lo que parecía ser el tonto del pueblo, telefoneé lo siguiente:
Mistress Travers,
47, Charles Street,
Berkeley Square,
Londres.
Hice una pausa, para ordenar las ideas, y luego procedí:
Lamento profundamente imposible llevar a cabo encargo referente ya sabe qué. Atmósfera de la mayor suspicacia y cualquier clase de acción instantáneamente fatal. Debería haber visto la cara del viejo Bassett al enterarse de mi relación de sangre con el tío Tom. Como embajador descubriendo a mujer con velo en la cara husmeando en caja de caudales con tratado secreto. Lo siento y todo eso, pero no haré nada. Besos.
BERTIE
Bajé al vestíbulo a reunirme con Madeline Bassett.
Estaba de pie junto al barómetro, el cual, si hubiera tenido un gramo de sensatez en su cabeza, habría señalado «Tormentoso» en lugar de «Apacible»; y cuando me acercaba, se volvió y me echó una tierna mirada que me produjo un escalofrío de temor en la espalda. La idea de que allí estaba la persona que se encontraba en relaciones distantes con Gussie y que podría devolver el anillo y los regalos me provocaba un horror indecible.
Decidí que si unas palabras tranquilas de un hombre de mundo podían cerrar la brecha, debían ser pronunciadas.
—¡Oh, Bertie —dijo en voz baja como una cerveza goteando de una jarra—, no deberías estar aquí!
Mi reciente entrevista con el viejo Bassett y Roderick Spode me había hecho pensar eso mismo. Pero no tenía tiempo de explicarle que no se trataba de una visita social sin más, y que si Gussie no me hubiera enviado el SOS no habría ni soñado en acercarme a menos de ciento cincuenta kilómetros de aquel temible lugar. Ella prosiguió, mirándome como si yo fuera un conejo y ella esperara que pronto me convertiría en gnomo.
—¿Por qué has venido? Oh, sé lo que vas a decir. Te pareció que, por mucho que te costara, tenías que verme de nuevo, sólo una vez. No podías resistir la necesidad de llevarte un último recuerdo que pudieras acariciar en los años de soledad. Oh, Bertie, me recuerdas a Rudel.
Ese nombre era nuevo para mí.
—¿Rudel?
—El seigneur Geoffrey Rudel, príncipe de Blay-en-Saintonge.
Meneé la cabeza.
—No le conozco, me temo. ¿Amigo tuyo?
—Vivió en la Edad Media. Era un gran poeta. Y se enamoró de la esposa del señor de Trípoli.
Me removí, inquieto. Esperaba que no fuera a contar algo verde.
—Durante años la amó, y al fin no pudo resistir más. Tomó un barco hasta Trípoli, y sus criados le llevaron a tierra.
—¿No se encontraba bien? —dije, tanteando—. ¿Una mala travesía?
—Estaba muriendo. De amor.
—Oh, ah.
—Le llevaron a presencia de lady Melisande en litera, y él sólo tuvo fuerzas para alargar el brazo y tocarle la mano. Entonces murió.
Hizo una pausa y exhaló un suspiro que parecía salir directo de lo más profundo. Siguió un silencio.
—Terrible —dije, sintiendo que tenía que decir algo, aunque personalmente creía que la historia no era tan buena como la del vendedor ambulante y la hija del granjero. Diferente, desde luego, si se había conocido al tipo.
Madeline volvió a suspirar.
—Ya ves por qué he dicho que me recuerdas a Rudel. Igual que él, has venido a ver por última vez a la mujer que amas. Ha sido un bonito gesto, Bertie, y jamás lo olvidaré. Siempre permanecerá conmigo como un fragante recuerdo, como una flor prensada entre las hojas de un viejo álbum. Pero ¿ha sido prudente? ¿No deberías haber sido fuerte? ¿No habría sido mejor haberlo terminado limpiamente, aquel día en que nos dijimos adiós en Brinkley Court, y no haber reabierto la herida? Nos conocimos y me amaste, y tuve que decirte que mi corazón pertenecía a otro. Ésa debería haber sido nuestra despedida.
—Absolutamente —dije. Quiero decir, todo eso era perfectamente razonable, hasta entonces. Si su corazón de verdad pertenecía a otro, bien. Nadie más complacido que Bertram. El quid de la cuestión era…, ¿era así?—. Pero recibí una comunicación de Gussie en la que me indicaba más o menos que tú y él habíais roto.
Ella me miró como alguien que acaba de resolver el crucigrama con un astuto «Emú» en la esquina superior derecha.
—¡Así que por eso has venido! ¿Creías que aún podría haber alguna esperanza? Oh, Bertie, lo siento mucho…, muchísimo…, lo siento mucho. —Las lágrimas acudieron a sus ojos, que mantenía abiertos como platos—. No, Bertie, realmente no hay esperanzas, ninguna. No debes construir castillos en el aire. Eso sólo puede causarte dolor. Amo a Augustus. Él es mi hombre.
—¿Y no habéis terminado?
—Claro que no.
—Entonces, ¿qué significa lo que dijo de «Grave desavenencia Madeline y yo»?
—Ah, eso. —Se rió, otra vez con su risa argentina y cantarina—. No fue nada. Fue una perfecta tontería y una ridiculez. El más diminuto y minúsculo malentendido. Creí que le había encontrado coqueteando con mi prima Stephanie, y tuve celos. Pero él me lo ha explicado todo esta mañana. Sólo le sacaba una mosca del ojo.
Supongo que tenía derecho a irritarme al saber que había sido arrastrado hasta allí para nada, pero no fue así. Estaba asombrosamente firme. Como he indicado, aquel telegrama de Gussie me había sacudido hasta los cimientos al hacerme temer lo peor. Y ahora había sonado la señal de fuera de peligro, y yo había recibido información de muy buena tinta de que todo iba viento en popa entre ellos dos.
—Así que todo va bien, ¿no?
—Todo. Jamás había amado a Augustus más que ahora.
—¿No? ¡Caramba!
—Cada momento que estoy con él, su maravillosa naturaleza parece abrirse ante mí como una encantadora flor.
—¿Ah, sí?
—Cada día descubro alguna nueva faceta de su extraordinario carácter. Por ejemplo…, le has visto últimamente, ¿no?
—Oh, sí. Anteanoche le ofrecí una cena en Los Zánganos.
—Me pregunto si observaste algo diferente en él.
Mi mente retrocedió a la juerga en cuestión. Por lo que podía recordar, Gussie había sido el mismo chiflado con cara de pez que siempre había conocido.
—¿Diferente? No, no lo creo. Claro que en aquella cena no tuve oportunidad de observarle muy de cerca, de someter su carácter a un análisis final, si sabes a qué me refiero. Se sentó a mi lado, y hablamos de esto y aquello, pero ya sabes lo que pasa cuando uno es anfitrión, hay un sinfín de cosas que distraen la atención: vigilar a los camareros, intentar generar conversación general, evitar que Catsmeat Potter-Pirbright haga su imitación de Beatrice Lillie…, cien pequeñas obligaciones. Pero él me pareció el mismo de siempre. ¿Diferente en qué sentido?
—Mejor, si esto fuera posible. ¿No has pensado a veces, Bertie, que si Augustus tenía un defecto, éste era la tendencia a ser un poco tímido?
Entendí a qué se refería.
—Oh, ah, sí, claro, seguro. —Recordé algo que Jeeves había llamado a Gussie en una ocasión—. Una planta sensible, ¿no?
—Exactamente. Conoces a tu Shelley, Bertie.
—¿Oh, sí?
—Eso es lo que siempre he pensado de él, que es una planta sensible, apenas adecuada para la dureza de la vida. Pero recientemente, de hecho esta última semana, ha demostrado, junto con esa maravillosa dulzura suya, una fuerza de carácter que yo no sospechaba que él poseía. Parece haber perdido por completo su falta de confianza en sí mismo.
—Caramba, sí —dije, recordando—. Es cierto. ¿Sabes?, hizo un discurso en esa cena mía, un discurso admirable. Y lo que es más…
Me detuve. Había estado a punto de decir que, lo que era más, lo había hecho tomando zumo de naranja desde el principio hasta el fin, y no —como había sucedido en la entrega de premios de Market Snodsbury— con cerca de tres cuartos de estimulantes alcohólicos mezclados en su estómago, y comprendí que esa afirmación podría ser indiscreta. Esa exhibición por parte del objeto adorado era, no cabía duda, algo que ella intentaba olvidar.
—Si esta misma mañana —dijo— ha hablado a Roderick Spode bruscamente.
—¿Eso ha hecho?
—Sí. Discutían de algo, y Augustus le ha dicho que se fuera a freír espárragos.
—¡Vaya, vaya! —dije.
Naturalmente, no lo creí ni por un instante. ¡Vaya! Nada menos que Roderick Spode, un tipo que incluso en reposo haría que un luchador de lucha libre se tragara sus palabras. No era posible.
Comprendí lo que había ocurrido, por supuesto. Ella intentaba dar bombo a su novio y, como todas las chicas, se pasaba. He observado lo mismo en las esposas jóvenes, cuando intentan engañar a uno diciendo que Herbert o George o como se llame tiene profundidades ocultas que el observador soso e irreflexivo podría pasar por alto. Las mujeres nunca saben cuándo detenerse en estas ocasiones.
Recuerdo que una vez la señora de Bingo Little me dijo, poco después de casarse, que Bingo le decía cosas poéticas acerca de las puestas de sol, sabiendo perfectamente sus mejores amigos, por supuesto, que ese sinvergüenza jamás en su vida se ha fijado en una puesta de sol, y que si por chiripa alguna vez lo ha hecho, lo único que diría al respecto sería que le recordaba una tajada de rosbif en su punto.
Sin embargo, a una chica no se le puede llamar mentirosa; así pues, como digo, dije:
—¡Vaya, vaya!
—Era lo que necesitaba para ser perfecto. A veces, Bertie, me pregunto si merezco a un alma tan rara.
—Oh, en tu lugar yo no me preguntaría una tontería como ésa —dije animado—. Claro que lo mereces.
—Eres muy amable de decirlo.
—En absoluto. Los dos encajáis como el tocino y las alubias. Cualquiera podría ver que es una…, cómo se llama…, unión ideal. Conozco a Gussie desde que éramos niños, y ojalá tuviera un chelín por cada vez que he pensado para mis adentros que la chica adecuada para él es alguien como tú.
—¿De veras?
—Absolutamente. Y cuando te conocí, dije: «¡Ésta es la chica!». ¿Cuándo es la boda?
—El veintitrés.
—Yo lo haría antes.
—¿Tú crees?
—Claro. Hazlo de una vez, y ya no tendrás que pensar en ello. Nunca es demasiado pronto para casarse con un tipo como Gussie. Un gran tipo. Un tipo espléndido. Nunca he conocido a alguien a quien haya respetado más. No son frecuentes los tipos como Gussie. Es de los más jugosos.
Ella alargó el brazo, me cogió la mano y me la apretó. Desagradable, por supuesto, pero hay que estar a las duras y a las maduras.
—¡Ah, Bertie! ¡Siempre tan generoso!
—No, no. Sólo digo lo que pienso.
—Me hace tan feliz sentir que… todo esto… no ha interferido en tu afecto por Augustus…
—Claro que no.
—Muchos hombres en tu situación se habrían amargado.
—Son unos tontos.
—Pero tú eres demasiado bueno para eso. Todavía dices esas cosas maravillosas de él.
—Oh, claro.
—¡Querido Bertie!
Y con esta nota alegre nos separamos, ella para ir a ocuparse en alguna tarea doméstica, yo para encaminarme a la sala de estar a tomar el té. Ella, al parecer, no tomaba té, pues estaba a régimen.
Y había llegado a la sala de estar, y estaba a punto de abrir la puerta, que se encontraba entornada, cuando desde el otro lado me llegó una voz. Y lo que decía era:
—¡Haga el favor de no decir sandeces, Spode!
No había posibilidad de error en cuanto a quién pertenecía la voz. Desde sus primeros años, siempre ha habido algo distintivo e individual en el «timbre» de Gussie, que recuerda a quien lo oye en parte un escape en un tubo de gas y en parte una oveja llamando a sus crías en la época del parto.
Tampoco había la menor posibilidad de error en cuanto a lo que había dicho. Las palabras eran precisamente como las he reseñado, y decir que me sorprendió sería expresarlo con demasiada debilidad. Vi entonces que era perfectamente posible que hubiera algo, al fin y al cabo, en aquella extraña historia de Madeline Bassett. Quiero decir, un Augustus Fink-Nottle que le decía a Roderick Spode que no dijera sandeces era un Augustus Fink-Nottle que podía muy bien haberle dicho que se fuera a freír espárragos.
Entré en la habitación, maravillado.
Salvo por alguna especie de turbia hembra detrás de la tetera, que parecía que podía ser una prima por matrimonio o algo de ese orden, sólo sir Watkyn Bassett, Roderick Spode y Gussie se encontraban presentes. Gussie estaba con las piernas separadas, una a cada lado de la alfombrilla de la chimenea, calentándose ante el fuego que, se habría dicho, debería estar reservado para el asiento del dueño de la casa, y comprendí de inmediato a qué se refería Madeline Bassett al decir que Gussie había perdido su falta de confianza en sí mismo. Incluso desde el otro lado de la habitación se veía que, en cuanto a confianza en sí mismo, Mussolini podía haber aprendido por correspondencia con él.
Él me vio cuando entré, y me saludó con lo que me pareció una mano protectora. Parecido al rubicundo hacendado que recibe graciosamente a la delegación de los arrendatarios.
—Ah, Bertie. Ya has llegado.
—Sí.
—Pasa, pasa y come un pastelillo.
—Gracias.
—¿Has traído el libro que te pedí?
—Lo lamento muchísimo. Me olvidé.
—Bueno, de todos los asnos atontados que jamás he conocido, sin duda tú eres el peor. Otros nos soportan a nosotros, tú eres libre.
Y despidiéndome con un gesto cansado, pidió otro bocadillo de carne enlatada.
Nunca he podido rememorar mi primera comida en Totleigh Towers como uno de mis recuerdos más felices. La taza de té al llegar a una casa de campo es algo que, por regla general, me gusta particularmente. Me gustan el crepitar de la leña, las luces matizadas, el aroma de tostadas con mantequilla, la atmósfera general de comodidad pausada. Hay algo que parece hablar a lo más hondo de mí en la radiante sonrisa de mi anfitriona y el susurro furtivo de mi anfitrión, cuando me coge por el codo y dice «Salgamos de aquí y vayámonos a tomar un whisky con soda en la sala de las armas». En esas ocasiones es cuando, como se ha dicho a menudo, se pilla a Bertram Wooster en su apogeo.
Pero en ese momento, toda la sensación de bien-être quedaba destruida por la peculiar actitud de Gussie, esa extraña sensación que transmitía de haber comprado aquel lugar. Fue un alivio cuando el grupo se marchó por fin y nos quedamos solos. Había misterios que yo quería sondear.
Sin embargo, me pareció mejor empezar por pedir una segunda opinión de la situación de los asuntos entre él y Madeline. Ella me había dicho que ahora todo volvía a ir de perillas, pero era uno de esos asuntos en que uno no puede estar demasiado seguro.
—Acabo de ver a Madeline —dije—. Me ha dicho que todavía sois novios. ¿Correcto?
—Correcto. Hubo un poco de frialdad pasajera porque le quité una mosca del ojo a Stephanie Byng, y me asusté un poco y te telegrafié que vinieras. Pensé que tal vez pudieras interceder por mí. Sin embargo, ahora no es necesario. Me puse firme, y todo está arreglado. No obstante, quédate un par de días, ya que estás aquí.
—Gracias.
—Sin duda te alegrarás de ver a tu tía. Llega esta noche, tengo entendido.
No lo comprendí. Mi tía Agatha, lo sabía, estaba en una clínica con ictericia. Le había llevado flores un par de días atrás. Y, naturalmente, no podía ser la tía Dahlia, ya que no me había mencionado que tuviera planes para infestar Totleigh Towers.
—Hay algún error —dije.
—Ninguno. Madeline me ha enseñado el telegrama que ha llegado esta mañana, en el que preguntaba si podía venir a pasar un par de días. Lo enviaban desde Londres, me he fijado, así que supongo que se ha marchado de Brinkley.
Le miré fijamente.
—¿No estarás hablando de mi tía Dahlia?
—Claro que estoy hablando de tu tía Dahlia.
—¿Quieres decir que la tía Dahlia viene aquí esta noche?
—Exactamente.
Era una noticia desagradable, y me encontré mordiéndome el labio inferior con preocupación no disimulada. Esa decisión repentina de seguirme a Totleigh Towers podía significar sólo una cosa: que la tía Dahlia había pensado mejor las cosas, desconfiaba de mi voluntad de ganar, y había considerado más conveniente ir a vigilarme para que no eludiera la tarea señalada. Y como yo estaba completamente decidido a eludirla, vi que se avecinaba una borrasca. Temí que su actitud hacia un sobrino recalcitrante se pareciera mucho a la que en los viejos tiempos de cacerías solía adoptar hacia un sabueso que se negara a rastrear.
—Dime —prosiguió Gussie—, ¿qué clase de voz tiene ella estos días? Lo pregunto porque si va a hacer esos ruidos de caza suyos durante su visita, me veré obligado a regañarla con dureza. Ya tuve bastante cuando me alojé en Brinkley.
Me habría gustado seguir meditando sobre la desagradable situación que había surgido, pero me pareció que me habían dado pie a iniciar mi sondeo.
—¿Qué te ha ocurrido, Gussie? —le pregunté.
—¿Eh?
—¿Desde cuándo eres así?
—No te entiendo.
—Bueno, por poner un ejemplo, decir que vas a regañar a la tía Dahlia. En Brinkley, te arrugabas ante ella como un calcetín mojado. Y, por poner otro ejemplo, decirle a Spode que no dijera sandeces. Por cierto, ¿qué sandeces decía?
—Lo he olvidado. Dice muchas.
—Yo no tendría nervio para decirle a Spode que no dijera sandeces —dije con franqueza. Mi candor recibió una respuesta inmediata.
—Bueno, a decir verdad, Bertie —dijo Gussie, sincerándose—, yo tampoco hace una semana.
—¿Qué sucedió hace una semana?
—Tuve un renacimiento espiritual. Gracias a Jeeves. ¡Es todo un tipo, Bertie!
—¡Ah!
—Somos como niños, asustados de la oscuridad, y Jeeves es la sensata niñera que nos lleva de la mano y…
—¿Enciende la luz?
—Exactamente. ¿Quieres oírlo?
Le aseguré que estaba ansioso. Me acomodé en mi butaca y, acercando una cerilla a un cigarrillo, esperé la historia.
Gussie permaneció en silencio un momento. Vi que estaba reuniendo los datos. Se quitó las gafas y las limpió.
—Hace una semana —comenzó—, mis asuntos habían llegado a una crisis. Me enfrentaba a una dura prueba, la simple idea de la cual oscurecía el horizonte. Descubrí que tendría que pronunciar un discurso en el banquete de bodas.
—Claro, naturalmente.
—Lo sé, pero por alguna razón no lo había previsto, y la noticia me cayó como una bomba. Y te diré por qué estaba tan abrumado de horror ante la idea de pronunciar un discurso en el banquete de bodas. Era porque Roderick Spode y sir Watkyn Bassett se encontrarían entre el público. ¿Conoces a sir Watkyn íntimamente?
—No mucho. Una vez me multó con cinco libras en su juzgado.
—Bueno, puedes creerme si te digo que es un hueso duro de roer, y se opone con dureza a tenerme por yerno. En primer lugar, le hubiera gustado que Madeline se casara con Spode, quien, puedo decirlo, la ha amado desde que era así de alta.
—¿Ah, sí? —dije, disimulando cortésmente mi asombro de que alguien, excepto un fantoche como él, pudiera amar a esa chica.
—Sí. Pero aparte el hecho de que ella quería casarse conmigo, él no quería casarse con ella. Él se considera un Hombre de Destino, y cree que el matrimonio interferiría en su misión. Desciende de Napoleón.
Me pareció que, antes de seguir, debía conocer los detalles de ese Spode. Yo no seguía todo el asunto de este Hombre de Destino.
—¿Qué quieres decir, su misión? ¿Es alguien especial?
—¿Nunca lees los periódicos? Roderick Spode es el fundador y jefe de los Salvadores de Bretaña, una organización fascista más conocida como los Pantalones Cortos Negros. Su idea general, si no le golpean en la cabeza con una botella en una de las frecuentes refriegas en que él y sus seguidores participan, es convertirse en dictador.
—¡Que me cuelguen!
Me quedé estupefacto ante mis dotes de percepción. En el instante en que puse los ojos en Spode, si lo recuerdan, me dije: «¡Caramba, un dictador!» y había demostrado ser un dictador. No podía haber hecho una conjetura mejor si hubiera sido uno de esos detectives que ven a un tipo caminando por la calle y deducen que es un fabricante retirado de válvulas de disco llamado Robinson que padece reumatismo en un brazo y vive en Clapham.
—¡Vaya, que me aspen! Pensé que era algo así. Esa barbilla… esos ojos… Y, ya que lo dices, ese bigote… Por cierto, al decir «pantalones cortos», te refieres a «camisas», claro.
—No. Cuando Spode formó su asociación, no quedaban camisas. Él y sus partidarios llevan pantalones cortos negros.
—¿Quieres decir pantalones de deporte?
—Sí.
—Qué asqueroso.
—Sí.
—¿Las rodillas al aire?
—Las rodillas al aire.
—¡Caramba!
—Sí.
Se me ocurrió una idea, tan repugnante que por poco se me cae el mechero.
—¿El viejo Bassett lleva pantalones cortos negros?
—No. Él no es miembro de los Salvadores de Bretaña.
—Entonces, ¿qué líos se trae con Spode? Les encontré por Londres como un par de marineros de permiso.
—Sir Watkyn está comprometido para casarse con su tía, una tal mistress Wintergreen, viuda del difunto coronel H. H. Wintergreen, de Pont Street.
Reflexioné un momento, reviviendo mentalmente la escena en la tienda de antigüedades.
Cuando uno está en el banquillo de los acusados, con un magistrado mirándole por encima de sus quevedos y dirigiéndose a uno como «el prisionero Wooster», se tiene amplia oportunidad de observarle, y lo que me llamó la atención principalmente de sir Watkyn Bassett, aquel día en Bosher Street, fue su mal humor. En aquella tienda, por el contrario, había dado la impresión de un hombre que ha encontrado el pájaro azul. Había dado saltitos como un gato alegre sobre ladrillos calientes, exhibiendo la mercancía a Spode con pequeños gorjeos como «Creo que a su tía le gustaría esto» y «¿Qué le parece esto?» y cosas así. Y en ese momento le proporcionaban una pista para entender aquella efervescencia.
—¿Sabes, Gussie? —dije—, tengo la impresión de que ayer debió de tener suerte.
—Es muy posible. Sin embargo, eso no importa. Ésa no es la cuestión.
—No, ya lo sé. Pero es interesante.
—No, no lo es.
—Quizá tengas razón.
—No nos vayamos por las ramas —dijo Gussie, llamando al orden—. ¿Dónde estaba?
—No lo sé.
—Sí, te decía que a sir Watkyn le desagradaba la idea de tenerme por yerno. Spode también se oponía a la boda. No hacía el más mínimo intento de ocultar el hecho. Solía aparecer ante mí en las esquinas y murmurarme amenazas.
—No debía de gustarte.
—No.
—¿Por qué murmuraba amenazas?
—Porque no se casaría con Madeline, aunque ella le quisiera, pero se considera una especie de caballero que vela por ella. No deja de decirme que la felicidad de esa muchacha es algo muy querido para él, y que si alguna vez la dejo plantada, me romperá el cuello. Así son las amenazas que murmura, y ésa fue una de las razones por las que estaba un poco agitado cuando Madeline se volvió distante a su manera, al pillarme con Stephanie Byng.
—Dime, Gussie, ¿qué hacíais realmente tú y Stiffy?
—Le sacaba una mosca del ojo.
Asentí. Si ésa era su historia, no cabía duda de que lo sensato era atenerse a ella.
—Esto en lo que se refiere a Spode. Ahora llegamos a sir Watkyn Bassett. En nuestro primer encuentro, me di cuenta de que yo no era el hombre de sus sueños.
—Yo también.
—Me comprometí con Madeline, como sabes, en Brinkley Court. La noticia de nuestro compromiso, por lo tanto, le fue comunicada por carta, e imagino que la querida muchacha debió de ponerme tan por las nubes, que el hombre supuso que yo era una especie de cruce entre Robert Taylor y Einstein. Cuando fui presentado a él como el hombre que iba a casarse con su hija, se quedó mirándome un momento y dijo: «¿Qué?». Con incredulidad, ¿sabes?, como si esperara que fuera una broma pesada y el tipo auténtico fuera a saltar de pronto de detrás de la silla y a gritar: «¡Bu!». Cuando al fin comprendió que no había engaño, se retiró a un rincón y se quedó allí sentado un rato, sosteniéndose la cabeza con las manos. Después de eso le pillé varias veces mirándome por encima de sus quevedos. Eso me inquietaba.
No me sorprendía. Ya he aludido al efecto que la mirada por encima de los quevedos del viejo Bassett había ejercido en mí, y podía comprender que, dirigida a Gussie, pudiera haberle agitado.
—También sorbía por la nariz. Y cuando supo por Madeline que yo criaba salamandras en mi dormitorio, dijo algo muy despectivo; en voz baja, pero le oí.
—Entonces, ¿has traído a la compañía?
—Por supuesto. Estoy en medio de un experimento muy delicado. Un profesor estadounidense ha descubierto que la luna llena influye en la vida amorosa de varias criaturas submarinas, incluidas una especie de peces, dos grupos de estrellas de mar, ocho clases de gusanos y un alga marina que parece una cinta llamada Dictyota. La luna estará llena dentro de dos o tres días, y quiero averiguar si también afecta a la vida amorosa de las salamandras.
—Pero ¿qué es la vida amorosa de las salamandras, si me lo puedes explicar? ¿No me dijiste una vez que en la época del apareamiento sólo se mueven la cola unos a otros?
—Correcto.
Me encogí de hombros.
—Bueno, está bien, si les gusta. Pero no es mi idea de una gran pasión. Así que al viejo Bassett no le gustaron tus amiguitas mudas.
—No. No le gustó nada de mí. Puso las cosas muy difíciles y desagradables. Añádele Spode, y comprenderás por qué empezaba a estar nervioso. Y luego, de la nada, me sueltan que tendría que dar un discurso en el banquete de boda; a un público, como he dicho antes, del que Roderick Spode y sir Watkyn Bassett formarían parte.
Se detuvo, y tragó saliva convulsivamente, como un pequinés tomándose una píldora.
—Soy un hombre tímido, Bertie. La timidez es el precio que pago por tener una naturaleza hipersensible. Y sabes lo que opino de dar discursos en cualquier circunstancia. La simple idea me horroriza. Cuando me arrastrasteis a aquel asunto de la entrega de premios en Market Snodsbury, la idea de estar en una tarima, frente a una multitud de muchachos cubiertos de granos, me llenó de auténtico terror. Me acosaba en sueños. Puedes imaginar, pues, lo que era para mí tener que contemplar el banquete de boda. A la tarea de arengar a un montón de tías y primas me habría podido enfrentar. No digo que habría sido fácil, pero lo habría podido hacer. Pero ponerme de pie con Spode a un lado y sir Watkyn Bassett al otro…, no veía cómo iba a hacerlo. Y entonces, en la noche que me envolvía, negra como boca de lobo, brilló un pequeño rayo de esperanza. Pensé en Jeeves.
Levantó la mano, y creo que su intención era descubrirse la cabeza con gesto reverente. Sin embargo, el objetivo fue nulo e inútil por el hecho de que no llevaba sombrero.
—Pensé en Jeeves —repitió—, y tomé el tren de Londres y le planteé mi problema. Tuve suerte de encontrarle a tiempo.
—¿Qué quieres decir con a tiempo?
—Antes de que se marchara de Inglaterra.
—Él no se va de Inglaterra.
—Me dijo que tú y él partíais casi inmediatamente a efectuar uno de esos cruceros alrededor del mundo.
—Oh, no, eso está cancelado. No me gustó el plan.
—¿Jeeves dice que está cancelado?
—No, pero yo sí.
—¡Ah!
Me miró de un modo extraño, y creí que iba a decir algo más al respecto. Pero sólo dejó escapar una especie de rara carcajada breve y reanudó su relato.
—Bueno, como digo, acudí a Jeeves, y le expuse los hechos. Le rogué que intentara encontrar la manera de sacarme de esta terrible situación en la que estaba inmerso, y le aseguré que no le culparía si no lo hacía, porque me parecía, después de algunos días de repasar el asunto, que no existía ayuda humana para mí. Y no lo creerás, Bertie, no me había tomado más de medio vaso del zumo de naranja que él me había servido, cuando resolvió el asunto. No lo habría creído posible. Me pregunto cuánto debe de pesar su cerebro.
—Bastante, imagino. Come mucho pescado. Así que era buena, su idea, ¿no?
—Magnífica. Abordó el tema desde el ángulo psicológico. En el análisis final, dijo, la aversión a hablar en público se debe al miedo al público.
—Bueno, eso te lo habría podido decir yo.
—Sí, pero él indicó cómo podría curarlo. No tememos, dijo, a los que despreciamos. Lo que hay que hacer, por lo tanto, es cultivar un elevado desprecio por los que nos escucharán.
—¿Cómo?
—Muy sencillo. Llenas tu mente de pensamientos desdeñosos hacia ellos. Te dices: «Piensa en ese grano que tiene Smith en la nariz», «Ten en cuenta las orejas grandes de Jones», «Recuerda cuando Robinson fue llevado ante un tribunal por viajar en primera con billete de tercera», «No olvides que una vez viste al niño Brown vomitando en una fiesta infantil», y así sucesivamente. De modo que cuando tienes que dirigirte a Smith, Jones, Robinson y Brown, les has perdido el miedo. Les dominas.
Reflexioné sobre esto.
—Entiendo. Bueno, sí, suena bien, Gussie. Pero ¿funciona, en la práctica?
—Mi querido amigo, funciona como un ensalmo. Lo he probado. ¿Recuerdas mi discurso en tu cena?
Me sobresalté.
—No nos despreciabas, ¿verdad?
—Claro que sí. Totalmente.
—¿A mí?
—A ti, a Freddie Widgeon, a Bingo Little, a Catsmeat Potter-Pirbright, a Barmy Fotheringay-Phipps y al resto de los presentes. «¡Gusanos!», me dije para mis adentros. «¡Qué grupo!», me dije. «¡El viejo Bertie!», me dije. «¡Un tonto!», me dije, «¡qué sé de él!». Con el resultado de que fui hurgando en vosotros y logré un triunfo notable.
Debo decir que yo era consciente de cierta desazón. Es injusto, quiero decir, ser despreciado por un bobo como Gussie, y más cuando se ha puesto las botas con la carne y el zumo de naranja de uno.
Pero prevalecieron algunas emociones más generosas. Al fin y al cabo, me dije, lo grande —lo fundamental a lo que deben ceder todas las otras consideraciones— era que este Fink-Nottle llegara a salvo a su luna de miel. Y de no ser por ese consejo de Jeeves, las amenazas murmuradas por Roderick Spode y la combinación de sorber por la nariz y mirar por encima de los quevedos de sir Watkyn Bassett podrían muy bien haber bastado para destruir por completo su moral y hacerle anular los preparativos de la boda y marcharse a África a buscar salamandras.
—Bien, sí —dije—, entiendo lo que quieres decir. Pero caramba, Gussie, acepto el hecho de que pudieras despreciar a Barmy FotheringayPhipps y a Catsmeat Potter-Pirbright y, estirando un poco las posibilidades, a mí, pero no podrías despreciar a Spode.
—¿Que no podría? —Se rió con su risa ligera—. Lo hice. Y también con sir Watkyn Bassett. Te lo digo, Bertie, me aproximo a este banquete de bodas sin un solo temblor. Estoy alegre, confiado, gallardo. No habrá el sonrojo ni los balbuceos ni el juguetear con los dedos ni los tirones de mantel que se ven en la mayoría de los novios en estas ocasiones. Yo miraré a los ojos a estos hombres y les haré languidecer. En cuanto a las tías y primas, las haré rodar por los pasillos. En cuanto Jeeves pronunció estas palabras, empecé a pensar en todas las cosas de Roderick Spode y sir Watkyn Bassett que les exponen al justo desprecio de los demás hombres. Te podría decir cincuenta cosas sólo de sir Watkyn que te maravillarían de cómo semejante mancha moral y física en la escena inglesa ha podido ser tolerada todos estos años. Las anoté en un cuaderno.
—¿Las escribiste en un cuaderno?
—Una libreta pequeña, forrada de piel. La compré en el pueblo.
Confieso que me hallaba un poco agitado. Aunque supuestamente lo guardara bajo llave, la mera existencia de semejante cuaderno inquietaría a cualquiera. Uno no quería ni pensar en lo que sucedería si caía en las manos indebidas. Un cuaderno como aquél sería dinamita.
—¿Dónde lo guardas?
—En el bolsillo del pecho. Aquí está. Oh, no, no está. Es curioso —dijo Gussie—. Debe de habérseme caído en algún sitio.