11

Miré fijamente a Gussie, apretándome la frente y balanceándome sobre mi base.

—¿Anulado?

—Sí.

—¿Tu boda?

—Sí.

—¿Se ha anulado?

—Sí.

—¿Cómo…, anulado?

—Sí.

No sé qué habría hecho la Mona Lisa en mi lugar. Probablemente lo mismo que hice yo.

—Jeeves —dije—, coñac.

—Muy bien, señor.

Se marchó en su misión de caridad, y yo me volví a Gussie, que paseaba aturdido por la habitación, como si llenara el tiempo antes de empezar a arrancarse los cabellos.

—¡No puedo soportarlo! —le oí murmurar—. La vida sin Madeline no merecerá la pena vivirla.

Era una actitud asombrosa, por supuesto, pero no se pueden discutir los gustos. Lo que para un hombre es miel para otro es veneno, y viceversa. Incluso mi tía Agatha, recordé, había encendido la chispa de la pasión en el difunto Spenser Gregson.

Sus paseos le habían llevado hasta la cama, y vi que miraba la sábana anudada que había encima.

—Supongo —dijo con una voz ausente, de soliloquio— que alguien podría colgarse con eso.

Decidí poner fin rápidamente a este hilo de pensamientos. Para entonces ya me había acostumbrado más o menos a que mi dormitorio fuera tratado como una especie de lugar de encuentro de las naciones, pero no iba a permitir que lo convirtieran en un lugar marcado con una X. Era un punto del que estaba muy seguro.

—No te colgarás aquí.

—En alguna parte tengo que hacerlo.

—Bueno, pues no te colgarás en mi habitación.

Alzó las cejas.

—¿Pones alguna objeción a que me siente en tu sofá?

—Adelante.

—Gracias.

Se sentó y se quedó mirando al frente con ojos vidriosos.

—Bueno, Gussie —dije—, empecemos por tu afirmación. ¿Qué es todo esto de que la boda se ha anulado?

—Se ha anulado.

—Pero ¿no le has enseñado el cuaderno?

—Sí. Le he enseñado el cuaderno.

—¿Ha leído su contenido?

—Sí.

—Bien, ¿no lo ha tout compris?

—Sí.

—¿Y tout perdonné?

—Sí.

—Entonces debes de tener los datos erróneos. La boda no puede estar anulada.

—Lo está, te lo aseguro. ¿Crees que no sé cuándo una boda está anulada y cuándo no lo está? Sir Watkyn lo ha prohibido.

Esto era un ángulo no previsto.

—¿Por qué? ¿Habéis peleado o algo?

—Sí. Por las salamandras. No le ha gustado que las pusiera en la bañera.

—¿Has puesto salamandras en la bañera?

—Sí.

Como un celoso consejero, me agarré a ese punto.

—¿Por qué?

Agitó la mano, como si fuera a arrancarse algún cabello.

—Se me ha roto el tanque. El tanque que tengo en mi dormitorio. El tanque de cristal en el que tengo las salamandras. Se me ha roto el tanque de cristal de mi dormitorio, y la bañera era el único lugar donde podía meter a las salamandras. El lavabo no era lo suficientemente grande. Las salamandras necesitan espacio. Así que las he puesto en la bañera. Porque se me ha roto el tanque. El tanque de cristal de mi dormitorio. El tanque de cristal en el que tengo…

Comprendí que si le dejaba proseguir en esa vena aquello podría prolongarse indefinidamente, así que le llamé al orden dando un fuerte golpe con un jarrón de porcelana sobre la repisa de la chimenea.

—Capto la idea —dije, y barrí con la mano los fragmentos para que cayeran en la chimenea—. Adelante. ¿Qué papel tiene papá Bassett?

—Ha ido a darse un baño. No se me había ocurrido que alguien quisiera darse un baño tan tarde. Y yo estaba en el salón cuando él ha entrado gritando: «¡Madeline, este maldito Fink-Nottle ha llenado mi bañera de renacuajos!». Y yo he perdido un poco la cabeza, me temo. He gritado a mi vez: «¡Oh, Dios mío, estúpido viejo asno, cuidado con lo que les hace a esas salamandras! ¡No las toque! ¡Estoy en mitad de un experimento muy importante!».

—Entiendo. Y entonces…

—He seguido diciéndole que quería averiguar si la luna llena afectaba a la vida amorosa de las salamandras. Y una extraña expresión ha asomado a su rostro, y ha temblado un poco, y después me ha dicho que había sacado el tapón y todas mis salamandras se habían ido por el desagüe.

Creo que él habría preferido, en este punto, arrojarse sobre la cama y volver la cara a la pared, pero no se lo permití. Estaba decidido a atenerme al resultado.

—¿Ante lo cual tú qué has hecho?

—Le he echado una bronca como es debido. Le he llamado todos los nombres que se me han ocurrido. Parecían salir a borbotones de mi subconsciente. Al principio me lo ha impedido un poco el hecho de que Madeline estaba allí, pero al cabo de poco rato le ha dicho que se fuera a la cama, y entonces he podido expresarme realmente. Y cuando por fin me he detenido para tomar aliento, él ha prohibido las amonestaciones y se ha largado. Y yo he llamado a Butterfield para que me trajera un vaso de zumo de naranja.

Me sobresalté.

—¿Zumo de naranja?

—Quería reponerme.

—Pero ¿zumo de naranja? ¿A estas horas?

—Era lo que necesitaba.

Me encogí de hombros.

—Ah, bueno —dije.

Otra prueba, desde luego, de lo que digo a menudo: que hay de todo en este mundo.

—En realidad, ahora me iría muy bien un buen trago largo.

—El enjuague bucal está junto a tu codo.

—Gracias… ¡Ah! ¡Esto está bien!

—Tómate otro.

—No, gracias. Sé cuándo parar. Bien, ésta es la situación, Bertie. No permitirá que Madeline se case conmigo, y me pregunto si existe alguna manera de convencerle. Me temo que no. Verás, no es sólo que le he llamado cosas…

—¿Como qué?

—Bueno, miserable, recuerdo que ha sido una de ellas. Y canalla, creo. Sí, estoy seguro de que le he llamado canalla estrábico. Pero eso tal vez me lo perdonara. El problema auténtico es que me he burlado de esa vaca-jarrita suya.

—¡La vaca-jarrita!

Lo dije con aspereza. Él había iniciado un hilo de pensamientos. Una idea había empezado a florecer. Durante un rato yo había estado apelando a todos los recursos del intelecto Wooster para ayudarme a resolver ese problema, y no suelo hacerlo a menudo sin que algo se desate. Ante la mención de la vaca-jarrita, el cerebro de pronto pareció darse él mismo un empujón y salir corriendo campo a través con la nariz pegada al suelo.

—Sí. Como sabía cuánto le gustaba y la admiraba, y como buscaba palabras punzantes que le hirieran, le he dicho que era de estilo holandés moderno. Anoche deduje por sus comentarios a la hora de cenar que era lo último que debería ser. «¡Usted y su vaca-jarrita del siglo XVIII!», he dicho. «¡Bah, holandés moderno!», u otras palabras similares. Eso ha sido la estocada definitiva. Se ha vuelto de color púrpura y ha anulado la boda.

—Escucha, Gussie —dije—, creo que ya lo tengo.

Se le iluminó la cara. Vi que el optimismo se había agitado y sacudía una pierna. Este Fink-Nottle siempre ha sido de naturaleza optimista. Los que recuerdan su alocución a los chicos del instituto de Market Snodsbury recordarán que fue en gran medida un llamamiento a los pequeños sujetos a no mirar el lado oscuro.

—Sí, creo que veo la manera. Lo que tienes que hacer, Gussie, es robar esa vaca-jarrita.

Separó los labios, y creí que de ellos saldría un «¿Eh, qué?», pero no fue así. Sólo silencio y un par de burbujas.

—Éste es el primer paso, el esencial. Pones a buen recaudo la vacajarrita, y le comunicas que está en tu poder, y le dices: «Bueno, ¿qué le parece?». Estoy convencido de que para recuperar esa maldita vaca aceptaría todos los términos que quisieras mencionar. Ya sabes cómo son los coleccionistas. Prácticamente chiflados, todos ellos. Vaya, mi tío Tom desea tanto tener ese objeto que de hecho está dispuesto a cambiar a su supremo cocinero, Anatole, por él.

—No será el tipo que cocinaba en Brinkley cuando yo estuve allí, ¿verdad?

—Ése es.

—¿El tipo que preparó aquellas nonettes de poulet Agnes Sorel?

—Ese mismo artista.

—¿De veras quieres decir que a tu tío no le importaría perder a Anatole a cambio de esta vaca-jarrita?

—Lo sé por los propios labios de la tía Dahlia.

Aspiró hondo.

—Entonces tienes razón. Este plan tuyo lo resolvería todo, sin duda. Suponiendo, claro está, que sir Watkyn considere igualmente valioso ese objeto.

—Así es. ¿Verdad, Jeeves? —dije, cuando entró con el coñac—. Sir Watkyn Bassett ha prohibido la boda de Gussie —expliqué—, y le he dicho que lo único que tiene que hacer para que cambie de opinión es apoderarse de esa vaca-jarrita y negarse a entregársela hasta que les dé la bendición de padre. ¿Está de acuerdo?

—Indudablemente, señor. Si míster Fink-Nottle está en posesión del objet d’art en cuestión, estará en situación de imponerse. Un plan muy astuto, señor.

—Gracias, Jeeves. Sí, no está mal, considerando que he tenido que improvisar y dar forma a mi estrategia en un momento. Yo de ti, Gussie, pondría las cosas en marcha inmediatamente.

—Disculpe, señor.

—¿Ha dicho algo, Jeeves?

—Sí, señor. Iba a decir que antes de que míster Fink-Nottle pueda iniciar los preparativos hay que vencer un obstáculo.

—¿Cuál?

—Para proteger sus intereses, sir Watkyn ha apostado al agente Oates de guardia en la sala de la colección.

—¿Qué?

—Sí, señor.

El sol se apagó en el rostro de Gussie, y emitió un sonido chirriante como un disco de gramófono al acabarse.

—Sin embargo, creo que con una pequeña sutileza será perfectamente posible eliminar este factor. Me pregunto si recuerda, señor, aquella ocasión en Chuffnell Hall, cuando sir Roderick Glossop quedó encerrado en el invernadero y sus esfuerzos por soltarle parecía que se frustrarían por el hecho de que el agente de policía Dobson había sido apostado ante la puerta.

—Lo recuerdo muy bien, Jeeves.

—Me aventuré a sugerir que era posible inducirle a dejar su puesto si se le hacía llegar el rumor de que la camarera Mary, con quien estaba comprometido, deseaba hablar con él en los frambuesos. El plan se llevó a cabo y resultó satisfactorio.

—Cierto, Jeeves. Pero —dije dubitativo— no veo que aquí pueda hacerse algo parecido. El agente Dobson, recordará, era joven, ardiente, romántico, de esos tipos que automáticamente se precipitarían a los frambuesos si le dijeran que allí había chicas. Eustace Oates no posee la pasión de Dobson. Tiene bastantes más años y da la impresión de ser un hombre casado bien aposentado que preferiría tomar una taza de té.

—Sí, señor, el agente Oates es, como dice, de un temperamento más sobrio. Pero es simplemente el principio del asunto lo que yo abogaría por realizar en la presente emergencia. Sería necesario proporcionar un señuelo adecuado a la psicología del individuo. Lo que yo sugeriría es que míster Fink-Nottle informara al agente de que usted tiene su casco.

—¡Porras, Jeeves!

—Sí, señor.

—Entiendo la idea. Sí, muy aguda. Sí, eso serviría.

Los ojos vidriosos de Gussie indicaban que no registraba todo esto, y se lo expliqué.

—Esta tarde, Gussie, una mano oculta ha birlado la tapadera de este gendarme, lo que le ha herido en lo vivo. Lo que dice Jeeves es que una palabra tuya referente a que lo has visto en mi habitación le hará venir aquí como una tigresa tras su cachorro perdido, con lo que te dejará campo libre para actuar. Ésa es, en esencia, su idea, ¿no, Jeeves?

—Exactamente, señor.

Gussie se animó visiblemente.

—Entiendo. Es una treta.

—Así es. Una de las tretas, y no la peor de ellas. Buen trabajo, Jeeves.

—Gracias, señor.

—Eso servirá, Gussie. Dile que tengo su casco, espera mientras él sale corriendo, ve a la vitrina y coge la vaca. Un plan sencillo, hasta un niño podría llevarlo a cabo. Lo único que siento, Jeeves, es que esto parece eliminar toda posibilidad de que la tía Dahlia pueda obtener ese objeto. Es una lástima que haya tanta demanda de él.

—Sí, señor. Pero, posiblemente, mistress Travers, al comprender que míster Fink-Nottle lo necesita más que ella, aceptará la decepción con filosofía.

—Es posible. Por otra parte, también es posible que no. Con todo, la posibilidad existe. En estas ocasiones en que los intereses individuales chocan, alguien tiene que quedarse con la pajita más corta.

—Muy cierto, señor.

—No se puede esperar que se produzcan finales felices en todas partes; uno por persona, quiero decir.

—No, señor.

—Lo importante es que Gussie solucione lo suyo. Así que vete, Gussie, y que el cielo te ayude.

Encendí un cigarrillo.

—Una idea muy buena, Jeeves. ¿Cómo se le ha ocurrido?

—Ha sido el propio agente quien me la ha inspirado, señor, cuando he hablado con él no hace mucho. He deducido por lo que ha dicho que realmente sospecha que usted es el individuo que le ha robado el casco.

—¿Yo? ¿Por qué? Maldita sea, si apenas conozco a ese hombre. Creía que sospechaba de Stiffy.

—Al principio, sí, señor. Y sigue opinando que miss Byng es la fuerza motivadora que hay detrás del ladrón. Pero ahora cree que la joven dama debe de haber tenido un cómplice masculino, quien hizo el trabajo sucio. Sir Watkyn, tengo entendido, le apoya en su teoría.

De pronto recordé los pasajes iniciales de mi entrevista con papá Bassett en la biblioteca, y al fin comprendí a lo que se había referido. Aquellas observaciones suyas que me habían parecido simples comentarios triviales, entonces me daba cuenta, tenían un siniestro significado oculto. Yo había supuesto que sólo éramos dos muchachos intercambiando las últimas noticias frescas, y en cambio se trataba de un sondeo o interrogatorio.

—Pero ¿qué es lo que les hace pensar que yo he sido el cómplice masculino?

—Deduzco que al agente le sorprendió la cordialidad que vio que existía entre miss Byng y usted, cuando ha tropezado con usted esta tarde en la carretera, y sus sospechas se han visto reforzadas cuando ha encontrado el guante de la joven en la escena del delito.

—No le entiendo, Jeeves.

—Él supone que usted está enamorado de miss Byng, señor, y cree que usted llevaba el guante junto a su corazón.

—Si lo hubiera llevado junto a mi corazón, ¿cómo se me habría caído?

—Su opinión es que lo sacó para llevárselo a los labios, señor.

—Vamos, vamos, Jeeves. ¿Iba a llevarme un guante a los labios en el momento en que me disponía a robar el casco de un policía?

—Al parecer, míster Pinker lo ha hecho, señor.

Iba a explicarle que lo que el viejo Stinker haría en cualquier situación dada y lo que haría la persona corriente, normal, con cincuenta gramos más de cerebro que un reloj de cuco eran dos cosas completamente diferentes, cuando fui interrumpido por la segunda entrada de Gussie. Me di cuenta, por el optimismo de su conducta, de que las cosas se habían desarrollado bien.

—Jeeves tenía razón, Bertie —dijo—. Ha leído a Eustace Oates como un libro.

—¿La información le ha agitado?

—No creo haber visto alguna vez a un policía más animado. Su primer impulso ha sido dejarlo todo y precipitarse aquí enseguida.

—¿Por qué no lo ha hecho?

—No podía decidirse a hacerlo, dado que sir Watkyn le ha ordenado que permanezca allí.

Seguí la psicología. Era lo mismo que lo del chico que permanecía en la cubierta en llamas mientras todos los demás huían.

—Entonces, el procedimiento, supongo, será que enviará recado a papá Bassett, para notificarle los hechos y pedirle permiso para seguir adelante.

—Sí. Supongo que le tendrás aquí dentro de unos minutos.

—En ese caso no deberías estar aquí. Deberías esconderte en el vestíbulo.

—Voy allí enseguida. Sólo he venido a informar.

—Estate preparado para deslizarte dentro en el momento en que salga.

—Lo haré. Confía en mí. No habrá el menor problema. Ha sido una idea maravillosa, Jeeves.

—Gracias, señor.

—Puedes imaginar el alivio que siento al saber que dentro de cinco minutos todo estará solucionado. Lo único que lamento un poco ahora —dijo Gussie pensativo— es haberle dado el cuaderno al viejo.

Soltó esta asombrosa afirmación con tanta naturalidad que tardé unos segundos en captar su significado. Cuando lo hice, una fuerte conmoción penetró en mi organismo. Fue como si hubiera estado apoyado en la silla eléctrica y las autoridades hubieran conectado la corriente.

—¿Le has entregado el cuaderno?

—Sí. Cuando se iba. He pensado que podría contener algunos nombres que había olvidado llamarle.

Me sujeté con mano temblorosa en la repisa de la chimenea.

—¡Jeeves!

—¿Señor?

—¡Más coñac!

—Sí, señor.

—Y deje de servirlo en esos vasos pequeños, como si fuera radio. Traiga el barril.

Gussie me miraba con un toque de sorpresa.

—¿Pasa algo, Bertie?

—¿Que si pasa algo? —Solté una carcajada sin alegría—. ¡Ja! Bueno, esto lo estropea todo.

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué?

—¿No ves lo que has hecho, pobre imbécil? Ahora de nada sirve robar esa vaca-jarrita. Si el viejo Bassett ha leído el contenido de ese cuaderno, nada le hará cambiar de opinión.

—¿Por qué no?

—Bueno, ya sabes cómo ha afectado a Spode. No creo que a papá Bassett le guste leer verdades caseras acerca de él más de lo que le ha gustado a Spode.

—Pero ya sabía las verdades caseras. Ya te he dicho cómo le he insultado.

—Sí, pero eso podía haberlo perdonado. Repásalo, por favor…, dicho en caliente…, extrañamente me he salido de mis casillas…, con todo esto. Las opiniones razonadas fríamente, escritas con cuidado día a día en un cuaderno, son algo muy distinto.

Vi que por fin lo había comprendido. Su cara volvió a adoptar un tono verduzco. Abrió la boca y la cerró como un pez de colores que ve a otro pez de colores entrar y llevarse el huevo de hormiga que se había reservado para él.

—¡Oh, Dios mío!

—Sí.

—¿Qué puedo hacer?

—No lo sé.

—¡Piensa, Bertie, piensa!

Eso hice, tenso, y fui recompensado con una idea.

—Dime —dije—, ¿qué ha ocurrido exactamente al finalizar la vulgar pendencia? Le has entregado el cuaderno. ¿Lo ha hojeado allí mismo?

—No. Se lo ha metido en el bolsillo.

—¿Y suponías que iba a darse un baño?

—Sí.

—Entonces respóndeme esto: ¿en qué bolsillo? Quiero decir, ¿el bolsillo de qué prenda? ¿Qué vestía?

—Una bata.

—¿Encima…, piénsalo bien, Fink-Nottle, pues todo depende de esto…, encima de la camisa y los pantalones y todo eso?

—Sí, llevaba puestos los pantalones. Recuerdo que me he fijado.

—Entonces todavía queda alguna esperanza. Después de dejarte, habrá ido a su habitación a despojarse de la vestimenta. ¿Dices que estaba muy exaltado?

—Sí, muchísimo.

—Bien. Mi conocimiento de la naturaleza humana, Gussie, me dice que un hombre muy exaltado no se entretiene palpando los bolsillos para ver si hay algún cuaderno y empapándose de su contenido. Se quita la ropa y se va a la salle de bain. El cuaderno debe de estar todavía en el bolsillo de su bata, que sin duda ha dejado sobre la cama o encima de una silla, y lo único que tienes que hacer es entrar en su habitación y cogerlo.

Yo había anticipado que este claro pensamiento produciría un grito gozoso y un estallido sincero de agradecimiento. En cambio, él se limitó a arrastrar los pies, dubitativo.

—¿Entrar en su habitación?

—Sí.

—¡Pero maldita sea!

—¿Qué pasa?

—¿Estás seguro de que no hay otra manera?

—Claro que no la hay.

—Entiendo… ¿Tú no lo harías por mí, Bertie?

—No, no lo haría.

—Muchos tipos lo harían, ayudar a un viejo amigo de la escuela.

—Muchos tipos son bobos.

—¿Has olvidado aquellos días en la vieja y querida escuela?

—Sí.

—¿No recuerdas aquel día que compartí contigo mi última barrita de chocolate con leche?

—No.

—Bueno, lo hice, y entonces me dijiste que si alguna vez tenías oportunidad de hacer algo por mí… Sin embargo, si estas obligaciones (sagradas, las considerarían algunos) nada significan para ti, supongo que no hay más que decir.

Se entretuvo un rato; luego, sacó del bolsillo del pecho una fotografía de Madeline Bassett y la miró atentamente. Al parecer era el estímulo que necesitaba. Sus ojos se iluminaron. Su rostro perdió la expresión como de pez. Salió en dos zancadas, inmediatamente regresó y cerró la puerta tras de sí.

—Esto…, Bertie, ¡Spode está ahí fuera!

—¿Y qué?

—Ha intentado cogerme.

—¿Que ha intentado cogerte?

Fruncí el ceño. Soy un hombre paciente, pero tengo un límite. Parecía increíble, después de lo que le había dicho, que Roderick Spode siguiera con lo mismo. Me acerqué a la puerta y la abrí de golpe. Era como Gussie había dicho. Aquel hombre estaba al acecho.

Cedió un poco, cuando me vio. Me dirigí a él con fría severidad.

—¿Puedo hacer algo por usted, Spode?

—No. No, nada, gracias.

—Pasa, Gussie —dije, y me quedé observándole con ojo protector mientras él pasaba con cautela junto al gorila humano y desaparecía por el pasillo. Entonces me volví hacia Spode.

—Spode —dije con voz ecuánime—, ¿no le he dicho que deje en paz a Gussie?

Él me miró con aire suplicante.

—¿No habría manera de que me dejara hacerle algo a Gussie, Wooster? Aunque sólo fuera darle una patada.

—Claro que no.

—Bueno, como usted diga, desde luego. —Se rascó la mejilla, descontento—. ¿Ha leído ese cuaderno, Wooster?

—No.

—Dice que mi bigote es como la mancha decolorada que deja una cucaracha aplastada en un costado de un fregadero de cocina.

—Siempre ha sido un tipo poético.

—Y que mi manera de comer espárragos altera el concepto que uno tiene del Hombre como última palabra de la naturaleza.

—Sí, me lo dijo, ahora que me acuerdo. También tiene razón en eso. Lo he observado en la cena. Lo que tiene que hacer, Spode, en el futuro, es descender el vegetal suavemente hacia el abismo. Tómeselo con calma. No lo ataque. Trate de recordar que es usted un ser humano y no un tiburón.

—¡Ja, ja! Un ser humano y no un tiburón. Muy listo, Wooster. Muy divertido.

Todavía se reía, aunque no terriblemente de corazón, me pareció, cuando Jeeves llegó con una botella en una bandeja.

—El coñac, señor.

—Ya era hora, Jeeves.

—Sí, señor. Debo pedirle disculpas una vez más por mi retraso. Me ha detenido el agente Oates.

—¿Ah, sí? ¿Otra vez charlando con él?

—No tanto charlando, señor, como deteniendo el flujo de sangre.

—¿Sangre?

—Sí, señor. El agente había sufrido un accidente.

Mi resentimiento momentáneo se desvaneció, y en su lugar apareció una alegría austera. La vida en Totleigh Towers me había endurecido, embotando los sentimientos más amables, y no saqué más que gratificación de la noticia de que el agente Oates había sufrido un accidente. Sólo una cosa, en verdad, me habría podido complacer más: si me hubieran informado de que sir Watkyn Bassett había pisado la pastilla de jabón y se había caído en la bañera.

—¿Cómo ha ocurrido?

—Ha sido atacado mientras trataba de recuperar la vaca-jarrita de sir Watkyn que había cogido un intruso a medianoche, señor.

Spode dejó escapar un grito.

—¿No habrán robado la vaca-jarrita?

—Sí, señor.

Era evidente que Roderick Spode estaba profundamente afectado por la noticia. Su actitud hacia la vaca-jarrita, si recuerdan, había sido paternal desde el principio. Sin entretenerse a oír más, se fue a toda prisa, y yo acompañé a Jeeves a la habitación, ansioso por conocer detalles.

—¿Qué ha ocurrido, Jeeves?

—Bien, señor, ha sido un poco difícil extraer una narración coherente por parte del agente, pero supongo que se encontraba inquieto y nervioso.

—No cabe duda, debido a su incapacidad de ponerse en contacto con papá Bassett, quien, como sabemos, está en el baño, y recibir permiso para abandonar su puesto y venir aquí por su casco.

—Sin duda, señor. Y como estaba inquieto, ha experimentado un fuerte deseo de fumar una pipa. Reacio, sin embargo, a correr el riesgo de que se descubriera que había fumado estando de servicio, como habría podido ser el caso de haberlo hecho en una habitación cerrada donde el humo habría permanecido, ha salido al jardín.

—Rápido pensador, este Oates.

—Al salir ha dejado abierta la puertaventana. Y un rato después, un ruido repentino procedente del interior le ha llamado la atención.

—¿Qué clase de ruido?

—El ruido de pasos sigilosos, señor.

—¿Alguien caminaba con sigilo?

—Exacto, señor. Y a continuación, ruido de cristales rotos. Inmediatamente se ha apresurado a regresar a la habitación, la cual se encontraba, por supuesto, a oscuras.

—¿Por qué?

—Porque él había apagado la luz, señor.

Asentí con la cabeza. Seguía la idea.

—Las instrucciones de sir Watkyn habían sido de mantener su vigilancia a oscuras, para dar al intruso la impresión de que la habitación se hallaba desocupada.

Volví a asentir. Era un truco sucio, pero que acudiría de manera natural a la mente de un ex magistrado.

—Se ha apresurado a acercarse a la vitrina en la que estaba depositada la vaca-jarrita, y ha encendido una cerilla. Casi enseguida se ha apagado, pero no antes de haber visto que el objet d’art había desaparecido. Y se encontraba todavía en el proceso de adaptarse al descubrimiento, cuando ha oído un movimiento, y al volverse, ha percibido una figura confusa que salía por la puertaventana. La ha perseguido hasta el jardín, y estaba llegando a ella y en breve habría podido arrestarla, cuando una figura confusa ha salido de la oscuridad…

—¿La misma figura confusa?

—No, señor. Otra.

—¡Una gran noche para las figuras confusas!

—Sí, señor.

—Será mejor que las llamemos Pat y Mike, o nos confundiremos.

—¿A y B, quizá, señor?

—Si lo prefiere, Jeeves. Estaba llegando a la figura confusa A, decía, cuando la figura confusa B ha salido de la oscuridad…

—… y le ha golpeado en la nariz.

Proferí una exclamación. El asunto ya no era un misterio.

—¡Stinker!

—Sí, señor. Sin duda miss Byng ha olvidado advertirle de que se había producido un cambio en los planes de esta noche.

—Y él acechaba allí, esperándome a mí.

—Eso me inclinaría a imaginar, señor.

Aspiré profundamente, mis pensamientos jugueteaban con la nariz herida del policía. Pensé, por los motivos que sean, que ahí entraba Bertram Wooster, como dijo aquél.

—Este ataque ha distraído la atención del agente y el objeto de su persecución ha podido escapar.

—¿Qué ha sido de Stinker?

—Oh, al darse cuenta de la identidad del policía se ha disculpado, señor. Después se ha retirado.

—No se lo reprocho. Buena idea, de hecho. Bien, no sé qué pensar de esto, Jeeves. Esta figura confusa. Me refiero a la figura confusa A. ¿Quién podía ser? ¿Ha podido ver Oates al sujeto?

—Lo ha visto muy bien, señor. Está convencido de que era usted.

Le miré fijamente.

—¿Yo? ¿Por qué diantres todo lo que ocurre en esta horrible casa tengo que haberlo hecho yo?

—Y es su intención, en cuanto pueda conseguir la cooperación de sir Watkyn, venir aquí y registrar su habitación.

—De todos modos iba a hacerlo, por el casco.

—Sí, señor.

No pude evitar sonreír. El asunto me divertía.

—Esto será bastante divertido, Jeeves. Será entretenido observar a estos dos sujetos revolviéndolo todo, sintiéndose cada vez más como asnos con cada momento que pase y no encuentren nada.

—Muy divertido, señor.

—Y cuando el registro haya terminado y estén ahí de pie, confusos, balbuceando débiles disculpas, me desquitaré. Me cruzaré de brazos y me erguiré todo lo que pueda…

Se oyeron, procedentes de fuera, los cascos de una parienta que venía al galope, y la tía Dahlia entró zumbando.

—Toma, esconde esto en algún sitio, Bertie —dijo entre jadeos, muy alterada.

Y diciendo esto, me arrojó a las manos la vaca-jarrita.