6. LA RECOMPENSA DEL HÉROE
No sé si ustedes lo habrán notado, pero lo extraño es que nada en este mundo parece nunca perfecto. El único inconveniente de aquella ingeniosa estratagema era, desde luego, el hecho de que Jeeves no estaría presente para verme actuar. Sin embargo, hecha esta salvedad, no había una sola grieta. La belleza del proyecto consistía en que nada podía fallar. Ustedes saben lo que sucede, por lo general, cuando se quiere que el tipo A esté en el lugar B exactamente en el mismo momento en que el tipo C está en el sitio D. Siempre existe la posibilidad de que surja algún contratiempo. Tomen el caso de un general, por ejemplo, que está planeando un gran movimiento de tropas. Ordena al regimiento que se apodere de la colina del molino en el momento preciso en que otro regimiento está tomando la cabeza de puente o algo semejante en el valle; y todo se va al traste. Y luego, cuando examinan la cosa en el cuartel general a la noche siguiente, el coronel del primer regimiento dice: «¡Lo siento! ¿Dijo usted la colina del molino? Pensé que había dicho la del rebaño de ovejas». ¡Ahí lo tienen ustedes! Pero en el caso presente nada semejante podía ocurrir, porque Oswald y Bingo estarían en el lugar debido, y la única cosa de que yo tendría que preocuparme sería de llevar a Honoria hasta allí en el momento oportuno. Y eso lo arreglé fácilmente porque tenía que decirle algo privado.
Llegó en coche, poco después del almuerzo, con la chica Braythwayt. Me la presentaron, era una muchacha bastante alta con ojos azules y el cabello rubio. Me agradó bastante —¡era tan diferente a Honoria!— y, de haber tenido tiempo, no me habría molestado charlar un rato con ella. Pero los negocios son los negocios… Había quedado con Bingo en que estaría detrás de los arbustos a las tres en punto; de modo que me encargué de Honoria y la guié a través del parque en la dirección del estanque.
—Está usted muy callado, míster Wooster —dijo ella.
Me sobresalté. En aquel momento estaba concentrándome con bastante intensidad. Acabábamos de llegar a la vista del lago y yo estaba echando una ojeada de inspección sobre el terreno para ver si todo estaba en orden. Todo parecía hallarse como habíamos convenido. Oswald estaba sentado en el puente; y, puesto que a Bingo no se le veía por ninguna parte, me figuré que se hallaba en su puesto. Mi reloj marcaba las tres y dos minutos.
—¿Eh? —dije—. Oh, sí. Estaba pensando solamente.
—Usted dijo que tenía algo interesante que comunicarme.
—Exactamente. —Había decidido empezar la ofensiva allanando el terreno al joven Bingo. Es decir que, sin mencionar su nombre, quería preparar la mente de la muchacha al hecho de que, por sorprendente que pudiera parecer, había alguien que la amaba en silencio desde hacía mucho tiempo y zarandajas—. Así es —dije—. Puede parecerle extraño, pero hay alguien que está terriblemente enamorado de usted…, un amigo mío.
—¡Oh!, ¿un amigo suyo?
—Sí.
Emitió una especie de risa.
—Bueno, ¿por qué no me lo dice?
—Porque, ¿sabe?, es un tipo así. Es un individuo apocado y tímido. No se atreve. ¡La ve a usted tan superior a él! La mira a usted como a una especie de diosa. Adora la tierra que usted pisa, pero le faltan ánimos para decírselo.
—Eso es muy interesante.
—Sí. No es un mal muchacho, ¿sabe?, a su manera. Quizá sea algo borrico, pero tiene buenas intenciones. Bien, ésta es la situación. Podría usted tenerla en cuenta, ¿verdad?
—¡Qué divertido es usted!
Echó la cabeza hacia atrás y rió con considerable alegría. Tenía una risa penetrante. Algo parecido al rumor de un tren que entra en un túnel. No fue muy musical para mis oídos y pareció molestar un poco también a Oswald. Nos lanzó una mirada que entrañaba un profundo desdén.
—Desearía que no hicierais tanto escándalo —dijo—. Asustáis a los peces.
Esto rompió un poco el encanto. Honoria cambió de tema.
—Me agradaría que Oswald no se sentara de ese modo en el puente —dijo—. Estoy convencida de que no está seguro. Podría caerse fácilmente.
—Voy a decírselo —contesté.
Creo que en aquella ocasión, la distancia que me separaba del chiquillo eran unos cinco metros, pero tuve la impresión de que eran casi cien. Y al empezar a atravesar el espacio que mediaba entre los dos, experimenté la extraña sensación de haber hecho lo mismo anteriormente. Entonces me acordé. Hace años, en una fiesta celebrada en una casa de campo, me habían convencido para que hiciera el papel de mayordomo en una representación teatral de aficionados en favor de alguna estúpida obra benéfica, y yo tenía que iniciar el espectáculo atravesando el escenario vacío desde la entrada izquierda, para dejar una bandeja en el lado derecho. En los ensayos había insistido en que no tenía que cubrir el trayecto con paso rápido, como alguien que acabase con buen estilo una carrera pedestre; y el resultado fue que me frené hasta el punto que me pareció que nunca alcanzaría la condenada mesa. El escenario parecía extenderse ante mis ojos como un desierto sin sendas, y reinaba un silencio desolador como si la naturaleza se hubiese detenido para dedicarme toda su atención. Bueno, en aquel momento experimenté la misma sensación. Tenía una especie de nudo en la garganta, y cuanto más caminaba, más me parecía que el pequeño estaba lejos de mí, hasta que, de repente, me encontré a su espalda sin saber cómo había llegado hasta allí.
—¡Hola! —dije con una risita que no produjo ningún efecto en el chiquillo, que ni siquiera se molestó en volverse y mirarme. Se limitó a mover la oreja izquierda, con harta impertinencia. No creo haber conocido nunca a nadie en cuya vida yo pareciera contar tan poco—. ¡Hola! —dije—. ¿Pescando?
Puse una mano sobre su hombro como hubiera podido hacerlo un hermano mayor.
—¡Oiga, cuidado! —dijo el chiquillo, balanceándose sobre sus posaderas.
Era una de aquellas cosas que hay que hacerlas rápidamente o no hacerlas. Cerré los ojos y empujé. Algo pareció ceder. Se oyó un rumor de lucha, una especie de gruñido, un grito en la distancia y el ruido de un cuerpo al caer al agua. Y así fue consumado el sacrificio.
Abrí los ojos. El chiquillo emergía precisamente a la superficie.
—¡Socorro! —grité, lanzando una mirada al arbusto, tras el que había de surgir el joven Bingo.
No sucedió nada. El joven Bingo no surgió en absoluto.
—¡Auxilio! ¡Socorro! —volví a gritar.
No quiero molestarles con los recuerdos de mi carrera teatral, pero tengo que referirme una vez más a mi actuación como mayordomo. La escena, en aquella ocasión, consistía en que después de poner yo la bandeja sobre la mesa tenía que comparecer la protagonista y pronunciar unas palabras para despedirme. Bueno, aquella noche, la joven de marras olvidó presentarse puntualmente y transcurrió un minuto entero antes de que la brigada de captura la encontrara y la lanzara al escenario. Y, entretanto, tuve que quedarme allí, esperando. Una sensación en extremo penosa, créanme, y esto fue lo mismo, sólo que peor. Comprendí lo que quieren decir los escritores cuando describen que el tiempo se ha parado.
Mientras tanto, el pequeño Oswald estaba, indudablemente, sucumbiendo en la flor de la vida, y yo comencé a pensar que se imponía tomar alguna decisión a este respecto. Lo que había visto del mocito no me hizo tomarle un cariño particular, pero no cabía duda que dejar que se ahogase era demasiado fuerte. No recuerdo haber contemplado nunca nada más lúgubre y desagradable que el lago visto desde el puente; pero aparentemente había que actuar. Me quité la americana y salté.
Parece extraño que el agua sea más mojada cuando uno entra en ella vestido que cuando se entra desnudo, pero les aseguro que es así. Sólo permanecí sumergido unos tres segundos, supongo, pero volví a la superficie sintiéndome como los cuerpos de los que, según se lee en los periódicos, «evidentemente habían estado en el agua durante varios días». Me sentía viscoso e hinchado.
Al llegar a este punto, la escena tomó otro aspecto. Me había figurado que al llegar a la superficie cogería al niño y lo llevaría valientemente a la orilla. Pero él no había esperado a que lo llevaran. Cuando acabé de quitarme el agua de los ojos y hube tenido tiempo de mirar a mi alrededor, lo vi a unos diez metros de distancia, zumbando fuerte y usando, creo, el crol australiano. El espectáculo me descorazonó. Quiero decir que toda la esencia de un salvamento, si me comprenden ustedes, consiste en que quien ejecuta el segundo papel se quede bastante quieto y en un sitio. Si empieza a nadar por su cuenta y puede concederle a uno cuarenta metros de ventaja en un recorrido de cien, ¿adónde vamos a parar? El asunto fracasa. No me pareció que quedara mucho por hacer, salvo volver a la orilla, y volví a la orilla. Cuando toqué tierra, el niño estaba a medio camino de la casa. Mírenlo desde el ángulo que más les agrade, pero el asunto fue un desastre.
Fui interrumpido en mis meditaciones por un ruido semejante al del expreso de Escocia pasando debajo de un puente. Era Honoria Glossop que reía. Estaba a mi lado, mirándome de un modo extraño.
—¡Oh, Bertie, qué divertido es usted! —dijo. E incluso en ese momento me pareció oír una nota siniestra en aquellas palabras. Hasta entonces no me había llamado más que «míster Wooster»—. ¡Qué mojado está usted!
—Sí, estoy mojado.
—Debería usted correr a casa y cambiarse.
—Sí.
Yo había sacado ya un galón o dos de agua de mi ropa, retorciéndola.
—¡Es usted muy divertido! —dijo de nuevo—. Primero declarándose de aquella extraordinaria manera llena de rodeos, luego empujando al pobre Oswald al lago para causarme impresión salvándolo.
Me las arreglé para sacar de mi garganta el agua suficiente y corregir esta espantosa interpretación.
—¡No, no!
—Dijo que usted le empujó, y yo le vi hacerlo. No estoy enojada, Bertie. Pienso que fue muy ingenioso por su parte. Pero estoy completamente segura de que ya es hora de que me encargue de usted. Ciertamente necesita alguien que lo cuide. Ha visto demasiadas películas. Supongo que la próxima cosa que se le ocurriría es incendiar la casa para poder salvarme. —Me miró con aires de propietaria—. Yo creo —añadió— que seré capaz de sacar algo de usted, Bertie. Es cierto que ha despilfarrado su vida, pero aún es joven y hay muchas cosas buenas en su interior.
—No, realmente no las hay.
—¡Oh, sí las hay! Pero hay que sacarlas a la superficie. Ahora corra directamente a casa y cámbiese la ropa mojada; de otro modo atrapará un resfriado.
Y lo peor del caso es que había un acento maternal en su voz que parecía decirme, aún más que sus anteriores palabras, que yo estaba aviado.
Al bajar la escalera después de haberme mudado la ropa, abordé al joven Bingo, que parecía estar muy alegre.
—¡Bertie! —dijo—. Eres precisamente el hombre que quería ver. Bertie, ha ocurrido una cosa maravillosa.
—¡Gusano! —grité—. ¿Qué te ha pasado? ¿Sabes que…?
—Oh, ¿te refieres al asunto de los arbustos? No tuve tiempo de decírtelo. Eso terminó.
—¿Qué terminó?
—Bertie, me disponía realmente a esconderme detrás de aquellos arbustos cuando sucedió una cosa extraordinaria. Paseando por el césped vi a la muchacha más radiante y hermosa del mundo. No hay ninguna como ella, ninguna, Bertie. ¿Crees en el amor a primera vista? ¿Verdad que crees en los flechazos, Bertie? En cuanto la vi, pareció atraerme como un imán. Me pareció que me olvidaba de todo. Los dos estábamos solos en un mundo de música y de rayos de sol. Me acerqué a ella. Entablamos conversación. Es una tal miss Braythwayt, Bertie: Daphne Braythwayt. Apenas se encontraron nuestros ojos me percaté de que lo que había imaginado amor hacia Honoria Glossop no era más que capricho pasajero. Bertie, tú crees en el amor a primera vista, ¿verdad? Es tan maravillosa, tan simpática. Como una tierna diosa…
En este punto lo dejé.
Dos días más tarde recibí una carta de Jeeves.
«El tiempo», decía al final, «continúa siendo espléndido. He tomado un baño en extremo agradable».
Emití una de aquellas risas melancólicas y huecas, y bajé para reunirme con Honoria. Estaba citado con ella en la salita de estar. Iba a leerme unas páginas de Ruskin.