14. LA PUREZA DEL TURF

Después de estos acontecimientos, la vida en Twing fue bastante apacible durante algún tiempo. Twing no es uno de esos lugares en los que haya mucho que hacer, ni en los que se pueda esperar mucha excitación febril. En efecto, el único suceso de alguna importancia en el horizonte, por lo que pude averiguar, era la fiesta anual de la escuela del pueblo. Se pasaba el tiempo vagabundeando sencillamente por el parque, jugando un poco al tenis, y evitando al joven Bingo tanto como humanamente fuera posible.

Esto último era una medida sobremanera necesaria si uno quería llevar una vida feliz, porque el asunto de Cynthia había dejado hecho cisco al desgraciado memo, hasta tal punto que siempre estaba acechando a alguien y desahogando su alma angustiada. Y cuando una mañana irrumpió en mi habitación mientras yo jugueteaba con un ligero desayuno, decidí adoptar una actitud firme desde el principio. Podía soportar que se lamentara junto a mí después de la cena e incluso después del almuerzo, pero a la hora del desayuno, no. Nosotros, los Wooster, somos la mismísima amabilidad, pero todo tiene un límite.

—Ahora escucha, viejo amigo —dije—. Sé que tu corazón está destrozado y todo lo demás, y en un futuro estaré encantado de oírlo, pero…

—No he venido a hablarte de eso.

—¿No? ¡Parece increíble!

—El pasado —dijo el joven Bingo— ha muerto. No hablemos más de ello.

—De acuerdo.

—He sido herido hasta lo más profundo de mi alma, pero no se lo digas a nadie.

—No lo haré.

—Ignóralo. Olvídalo.

—Completamente.

No le había visto tan condenadamente razonable desde hacía muchos días.

—Vengo a verte esta mañana, Bertie —dijo, sacando del bolsillo una hoja de papel—, para saber si te gustaría tomar parte en otra pequeña especulación.

Si hay una cosa de la que nosotros, los Wooster, estamos llenos, es de sangre deportiva. Tragué de un golpe el resto de la salchicha, me senté y presté atención.

—Continúa —dije—. Me interesas extraordinariamente, viejo pájaro.

Bingo puso el papel sobre la cama.

—Es posible que no ignores que el lunes de la próxima semana —dijo— tendrá lugar la fiesta anual de la escuela del pueblo. Con este motivo, lord Wickhammersley presta los jardines del Hall. Habrá juegos y un prestidigitador y tiros al blanco y un té en un entoldado. Y también competiciones deportivas.

—Lo sé. Cynthia me lo dijo.

El joven Bingo se estremeció.

—¿Te molestaría no mencionar ese nombre? No soy de mármol.

—Lo siento.

—Bueno, como te iba diciendo, esta manifestación se verificará del lunes en ocho días. La cuestión es la siguiente: ¿participamos?

—¿Qué quieres decir con «participamos»?

—Me refiero a las competiciones deportivas. Steggles obtuvo tan buenos resultados en la Carrera del Sermón que ha decidido abrir las apuestas en las competiciones deportivas. Se puede apostar por anticipado o cuando comienzan, según se prefiera. Creo que deberíamos considerar el asunto —dijo Bingo.

Oprimí el timbre.

—Consultaré a Jeeves. No tomo en consideración ninguna propuesta deportiva sin su consejo. Jeeves —dije, cuando entró—, únase a nosotros.

—¿Señor?

—Escuche. Necesitamos sus consejos.

—Muy bien, señor.

—Expón tu caso, Bingo.

Bingo expuso su caso.

—¿Qué opina usted, Jeeves? —pregunté—. ¿Participamos?

Jeeves meditó un momento.

—Me inclino a ser favorable a la idea, señor.

Esto era suficiente para mí.

—Bien —dije—. Entonces formaremos un sindicato y haremos saltar la banca. Yo proporciono el dinero, usted el cerebro y Bingo…, ¿qué proporcionas tú, Bingo?

—Si me llevas contigo y me dejas arreglar cuentas más tarde —dijo Bingo— creo que podré proporcionarte la manera de ganar un dineral en la carrera de sacos de las madres.

—Está bien. Te pondremos en Información Interior. Ahora bien, ¿cuáles son las competiciones?

Bingo se inclinó para coger el papel y lo consultó.

—La carrera de cincuenta metros para chicas de menos de catorce años parece ser el primer número del programa.

—¿Tiene algo que decir a esto, Jeeves?

—No, señor; no poseo ninguna información.

—¿Qué sigue?

—Carrera mixta para muchachos de todas las edades, que lleva el título de «Competición entre patatas y animales».

Esto resultaba nuevo para mí. Nunca había oído hablar de tal carrera en ninguna fiesta.

—¿Qué es eso?

—Bastante deportivo —dijo el joven Bingo—. Los competidores participan por parejas, asignándose a cada pareja un grito de animal y una patata. Por ejemplo: supongamos que tú y Jeeves participáis. Jeeves se quedaría en un punto determinado sosteniendo una patata. Tú tendrías la cabeza metida en un saco y habrías de ir buscando a Jeeves produciendo un rumor parecido al de un gato; Jeeves también produciría el mismo rumor. Otros competidores imitarían a las vacas, a los corderos, a los perros y al animal que quisieran. Y buscarían a las parejas respectivas que sostienen las patatas, las cuales también imitarían a las vacas, a los cerdos, a los perros, a cualquier animal que…

Paré al joven Bingo.

—Resulta alegre si a uno le agradan los animales —dije—, pero en conjunto…

—Precisamente, señor —dijo Jeeves—. Yo lo pasaría por alto.

—Es demasiado imprevisible, ¿verdad?

—Exactamente, señor. Creo que resulta muy difícil prever su desarrollo.

—Continúa, Bingo. ¿Qué hay luego?

—La carrera de sacos de las madres.

—Eso ya me parece mejor. Aquí es donde uno puede saber algo.

—Va a ser un juego de niños para mistress Penworthy, la esposa del estanquero —dijo Bingo confidencialmente—. Ayer mismo estuve en su tienda comprando cigarrillos, y ella me dijo que había ganado tres veces en las ferias de Worcestershire. Llegó a estos parajes recientemente, de modo que podríamos obtener buenas ganancias.

—¿Arriesgamos diez libras, Jeeves?

—Creo que sí, señor.

—Carrera femenina del huevo y la cuchara, para todas las edades —leyó Bingo.

—¿Qué hay con eso?

—Dudo que valga la pena arriesgar nada, señor —dijo Jeeves—. Me informaron de que es cosa hecha para la vencedora del año pasado, Sarah Mills, que indudablemente saldrá ya como favorita.

—Es buena, ¿verdad?

—Me dicen en el pueblo que sabe sostener un huevo estupendamente, señor.

—Luego sigue la carrera de obstáculos —dijo Bingo—. Opino que es bastante arriesgada. Sería como apostar en el Gran Nacional. Concurso de sombreros adornados para los padres… Otro acontecimiento en que especular. Eso es todo, salvo la carrera de los cien metros para los muchachos del coro, premiado con un jarro de peltre, obsequio del vicario. Pueden tomar parte todos los que no hayan mudado de voz antes del segundo domingo de Epifanía. Willie Chambers ganó el año pasado, saliendo con quince metros de ventaja. Esta vez probablemente quedará fuera de concurso. No sé qué aconsejar.

—Si me permite, haré una sugerencia, señor.

Miré a Jeeves con interés. Creo que nunca lo había visto tan al borde de la excitación.

—¿Tiene alguna idea?

—La tengo, señor.

—¿Al rojo vivo?

—Eso la describe exactamente, señor. Creo poder asegurar con certidumbre que tenemos al vencedor de la carrera para los muchachos del coro bajo este mismo techo, señor. Se trata de Harold, el botones.

—¿El botones? ¿Se refiere al muchacho regordete que ve uno aparecer por todas partes? Bueno, oiga, Jeeves, nadie respeta más que yo su clarividencia, pero que me cuelguen si puedo ver a Harold atrayendo la atención del jurado. Parece un tonel, y siempre que lo he visto estaba apoyado contra algo, medio adormilado.

—Recibe treinta metros, señor, y podría ganar sin hándicap. El muchacho vuela.

—¿Cómo lo sabe usted?

Jeeves tosió y sus ojos asumieron una expresión soñadora.

—Quedé tan asombrado como usted, señor, al darme cuenta por primera vez de las capacidades del chico. Resulta que le perseguía una mañana con la intención de darle un cachete…

—¡Dios me valga, Jeeves! ¡Usted!

—Sí, señor. El muchacho tiene tendencia a irse de la lengua e hizo una observación injuriosa sobre mi apariencia personal.

—¿Qué dijo sobre su apariencia personal?

—Lo he olvidado, señor —dijo Jeeves, un tanto austeramente—. Pero fue injurioso. Intenté darle su merecido, pero me dejó atrás y pudo escapar.

—¡Pero oiga, Jeeves, esto es sensacional! Y sin embargo… si es tan buen corredor, ¿cómo es que no se ha enterado nadie en el pueblo? Competirá con los demás muchachos, ¿verdad?

—No, señor. Como paje de su señoría, Harold no se mezcla con los muchachos del pueblo.

—Es un poco esnob, ¿verdad?

—Es un ser muy consciente de que existen las diferencias de clase, señor.

—¿Está usted completamente seguro de que es tal maravilla? —dijo Bingo—. Quiero decir que no convendría arriesgarnos a menos que no tenga usted una certidumbre absoluta.

—Si quieren ustedes comprobar la forma del muchacho mediante una inspección personal, señor, será fácil organizar una prueba secreta.

—Confieso que me sentiría más tranquilo —dije.

—Entonces, si puedo coger un chelín del dinero que hay sobre la cómoda…

—¿Para qué?

—Me propongo sobornar al muchacho para que hable con desprecio del estrabismo del segundo camarero, señor. Charles es muy sensible cuando se toca este punto y no cabe duda de que el muchacho no se quedará corto. Si ustedes se asoman dentro de media hora a la ventana del pasillo del primer piso que queda encima de la puerta trasera…

No recuerdo haberme vestido nunca con tanta prisa. Por lo general soy lo que se puede llamar un hombre lento y esmerado en el vestir: gusto de entretenerme con la corbata y ver que los pantalones caen bien; pero aquella mañana me encontraba en un estado febril. Me limité a ponerme la ropa de cualquier manera y me reuní con Bingo junto a la ventana, con un cuarto de hora de anticipación.

La ventana del pasillo daba a una especie de amplio patio pavimentado, que terminaba en una arcada formada en una pared alta, a unos veinte metros de donde nos hallábamos. Al otro lado de la arcada, se veía una parte de la avenida que describía una curva a lo largo de otros treinta metros hasta perderse detrás de un espeso bosquecillo. Me imaginé en la piel del muchacho y pensé qué medidas adoptaría con un segundo camarero persiguiéndome. Sólo una cosa se podía hacer: dirigirse hacia el bosquecillo y refugiarse allí; lo que significaba cubrir por lo menos cincuenta metros…, una prueba excelente. Si Harold lograba mantener a distancia suficiente al segundo camarero para alcanzar el bosquecillo, no había corista en Inglaterra que pudiera darle treinta metros sobre cien. Esperé, presa de gran agitación, durante lo que parecieron horas. Luego, de repente, se oyó un ruido confuso en el exterior, y algo redondo y azul lleno de botones salió como una bala por la puerta trasera y zumbó hacia la arcada como un potro salvaje. Unos dos segundos más tarde salió el segundo camarero a toda velocidad.

Pero no había nada que hacer. Absolutamente nada. El bando contrario no tenía ninguna posibilidad de éxito. Mucho antes de que el camarero hubiese llegado a medio camino, Harold estaba en el bosquecillo lanzando piedras. Me alejé de la ventana, estremecido hasta la médula, y cuando encontré a Jeeves en la escalera, estaba tan conmovido que casi le estreché la mano.

—¡Jeeves —dije—, nada de discusiones! Wooster se jugará la camisa por este muchacho.

—Muy bien, señor —dijo Jeeves.

Lo peor de estas reuniones rurales es que uno no puede apostar todo lo fuerte que desearía cuando se le presenta un buen asunto, porque alarma a los corredores de apuestas. Steggles, si bien tenía la cara llena de granos, no tenía, como he dicho, un pelo de tonto, y si yo hubiese invertido todo cuanto deseaba, él habría atado cabos. Con todo, logré hacer una buena y sólida apuesta para el sindicato, aunque esto le diera que pensar. Supe que durante los días siguientes estuvo efectuando meticulosas investigaciones en el pueblo con respecto a Harold; pero nadie pudo decirle nada y supongo que finalmente debió de llegar a la conclusión de que yo me arriesgaba basándome en el hándicap de treinta metros. La opinión pública vacilaba entre Jimmy Goode, que recibía diez metros con siete contra dos, y Alexander Bartlett, con un hándicap de seis metros a once contra cuatro. Willie Chambers era ofrecido al público a dos contra uno, pero no hubo interesados.

Nosotros no íbamos a correr ningún riesgo en el gran acontecimiento, y en cuanto hubimos colocado nuestro dinero a un hermoso cien contra doce, impusimos a Harold un severo entrenamiento. Era una cosa agotadora, y ahora comprendo por qué la mayoría de los grandes entrenadores son hombres ceñudos y silenciosos, que parecen haber sufrido mucho. El muchacho necesitaba una vigilancia constante. De nada servía hablarle del honor y la gloria y de lo orgullosa que estaría su madre cuando le escribiera diciéndole que había ganado una verdadera copa; en cuanto el condenado Harold descubrió que el entrenamiento requería dejar de comer pasteles, hacer ejercicio y no tocar un cigarrillo, se puso furioso y sólo gracias a una vigilancia incesante logramos mantenerlo en forma. El régimen alimenticio fue la piedra con la que tropezamos. Por lo que al ejercicio se refería, pudimos, por lo general, arreglar una carrera rápida cada mañana con la ayuda del segundo camarero. Eso costaba dinero, desde luego, pero no quedaba otro remedio. Sin embargo, cuando un muchacho no tiene más que esperar a que el mayordomo se vuelva de espaldas para tener mano libre en la despensa, y no necesita sino colarse en el fumador para hacerse con un puñado de los mejores cigarrillos turcos, el entrenamiento se convierte en labor abrumadora. Sólo podíamos esperar que el día de la carrera su natural vitalidad lo llevara al triunfo.

Y así las cosas, una tarde volvió el joven Bingo de los campos de golf con un cuento un tanto fantástico. Había adquirido la costumbre de obligar a Harold a hacer un poco de ejercicio llevándoselo como caddie.

Al principio parecía encontrarlo divertido. ¡El pobre idiota! Mostraba una jovial alegría al empezar su historia.

—Oye, ocurrió algo divertido esta tarde —dijo—. ¡Si hubieses visto la cara de Steggles!

—¿La cara de Steggles? ¿Por qué?

—Cuando vio correr al joven Harold, quiero decir.

Me sobrecogió el terrible presentimiento de un desastre espantoso.

—¡Cielos! ¿No habrás dejado correr a Harold delante de Steggles?

La alegría de Bingo desapareció como por ensalmo.

—No se me había ocurrido —dijo tristemente—. La culpa no fue mía. Estaba jugando un partido con Steggles y al terminar fuimos al chalet del club para beber algo, dejando a Harold fuera con los palos. Salimos unos cinco minutos después y allí estaba el muchacho, en la terraza, practicando con el driver de Steggles y una piedra. Cuando nos vio llegar, el muchacho soltó el palo y desapareció en el horizonte con la rapidez de un relámpago. Steggles quedó estupefacto. Y he de decir que incluso para mí constituyó una revelación. El muchacho, por cierto, batió su propia marca. Claro que, en cierto modo, es un inconveniente; pero no veo, pensándolo bien —añadió Bingo, animándose—, qué importancia puede tener eso. Ya hemos hecho las apuestas. No perderemos nada si la buena forma del muchacho se llega a conocer. Supongo que se pondrá a la par, pero eso no nos afecta.

Miré a Jeeves. Jeeves me miró.

—Claro que nos afectará si el muchacho no participa en la carrera.

—Exactamente, señor.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Bingo.

—Ya que me lo preguntas —repliqué—, te diré que Steggles hará lo posible, antes de la carrera, para echarlo a perder.

—¡Dios mío! Es verdad. —Bingo palideció—. ¿Crees, realmente, que lo intentará?

—Creo que lo intentará seriamente. Steggles es un mal bicho. De ahora en adelante, Jeeves, tenemos que vigilar a Harold como halcones.

—No cabe duda, señor.

—Una vigilancia incesante, ¿eh?

—Exactamente, señor.

—¿No le gustaría dormir en la habitación del muchacho, Jeeves?

—No, señor; no me gustaría.

—No. Y a mí tampoco, si tuviéramos que llegar a eso. Pero ¡maldita sea! —dije—, nos dejamos dominar por el pánico. Estamos perdiendo los nervios. Eso no puede ser. ¿Cómo podría Steggles llegar hasta Harold, aunque quisiera?

No había manera de animar al joven Bingo. Es uno de esos pájaros que se agarran como lapas al aspecto lúgubre de las cosas si se les da la menor oportunidad de hacerlo.

—Hay muchos modos de echar a perder a un favorito —dijo con voz agonizante—. No hay más que leer una de esas novelas que tratan de carreras. En Vencida ante la meta, lord Jasper Maulevereras casi llegó a poner fuera de combate a Bonny Betsy sobornando al jefe de las cuadras para que introdujera una cobra en el establo la víspera del Derby.

—¿Qué posibilidades hay de que una cobra muerda a Harold, Jeeves?

—Escasas, me parece, señor. Y en caso de que esto sucediera, conociendo al muchacho tan íntimamente como yo, lo sentiría únicamente por la serpiente.

—Sin embargo, una vigilancia incesante es lo que se impone, Jeeves.

—Absolutísimamente cierto, señor.

Debo confesar que el joven Bingo me fastidió bastante durante los días siguientes. Está muy bien que un muchacho que tiene un gran corredor en sus caballerizas ejerza los cuidados convenientes, pero, a mi modo de ver, Bingo exageró la nota. La mente del desgraciado parecía enteramente saturada de literatura hípica, y en las historias de este tipo, por lo que yo podía entrever, nunca sucede que un caballo tome parte en una carrera sin que haya por lo menos una docena de intentos de ponerlo fuera de combate. Se pegó a Harold como un esparadrapo. Nunca perdía de vista al infortunado muchacho. Naturalmente, al pobre le importaba mucho poder cobrar en esta carrera, porque así conseguiría suficiente dinero para abandonar el empleo de tutor y volver a Londres; pero de todos modos no había necesidad de que me despertara dos veces seguidas poco antes del amanecer: una, para decirme que debíamos guisar la comida de Harold nosotros mismos para impedir que lo envenenasen; otra, para decirme que había oído rumores misteriosos en el bosquecillo. Pero sobrepasó los límites, creo yo, cuando insistió en que yo fuera al servicio vespertino el domingo, víspera de las competiciones deportivas.

—¿Por qué diablos he de ir? —pregunté, no siendo muy aficionado a tales servicios.

—Es que yo no puedo ir. No estaré aquí. He de ir a Londres con el joven Egbert (Egbert era el hijo de lord Wickhammersley, del que Bingo era el preceptor). Va de visita a Kent y yo he de acompañarlo hasta el tren, en Charing Cross. Es un grave contratiempo. No volveré hasta el lunes por la tarde. Supongo que me perderé la mayoría de las competiciones. De modo que todo depende de ti, Bertie.

—Pero ¿por qué uno de los dos ha de ir al servicio vespertino?

—¡Asno! Harold canta en el coro, ¿verdad?

—¿Y qué tiene de particular? No puedo impedirle que se disloque el cuello con una nota alta, si es eso lo que temes.

—¡Tonto! También Steggles canta en el coro. Puede hacerle alguna trastada después del servicio.

—¡Qué sandez más mayúscula!

—Que te crees tú eso —dijo el joven Bingo—. Bueno, permitirás que te diga que en Jenny, la chica jockey, el villano secuestra, la víspera de la carrera, al muchacho que ha de montar al favorito, y que es el único que conoce y puede dominar al caballo, y si la heroína no se hubiese puesto la ropa del jockey…

—¡Oh, está bien! Pero si hay peligro, me parece que lo más sencillo sería que Harold no compareciera en la iglesia el domingo por la tarde.

—Ha de comparecer. Por lo visto crees que el condenado muchacho es un dechado de rectitud, amado por todo el mundo. Tiene la reputación más dudosa de todos los chicos del pueblo. Su nombre casi es arrastrado en el fango. Ha hecho tantos novillos en el coro, que el vicario le dijo que si esto ocurría una vez más lo expulsaría. ¡Estaríamos arreglados si lo borraran de la lista la víspera de la carrera!

Naturalmente, si las cosas estaban así, no había más remedio que ir a la iglesia.

Hay algo en el servicio vespertino de una iglesia rural que le hace a uno sentirse soñoliento y tranquilo. Una especie de sensación de final de día perfecto. El viejo Heppenstall estaba en el púlpito, y peroraba con una especie de retórica monótona y quejumbrosa que ayudaba a la divagación. Habían dejado abierta la puerta y el aire estaba lleno de un aroma mixto de árboles, madreselva, moho y prendas domingueras de aldeanos. Hasta donde alcanzaba la vista, se veía a los granjeros sentados en actitud de reposo, respirando profundamente; y los niños de la congregación, que no habían parado de moverse durante la primera parte del servicio, estaban sumidos a la sazón en una dulce quietud. Los últimos rayos del sol poniente brillaban a través de los cristales policromados de las ventanas, los pájaros piaban en los árboles y los trajes de las mujeres crujían agradablemente en la quietud. Un paraíso. Ésa es la palabra justa. Me sentía lleno de paz. Todo el mundo se sentía lleno de paz. Y éste fue el motivo por el que la explosión, cuando se produjo, pareció el fin del mundo.

Lo llamo explosión porque eso fue lo que pareció al estallar. Un momento antes reinaba una tranquilidad soñadora en todo el lugar, interrumpida tan sólo por el viejo Heppenstall, que nos estaba hablando de nuestros deberes para con el prójimo; y luego, de repente, se oyó un penetrante chillido que le perforaba a uno directamente en medio de los ojos, le recorría la espina dorsal y le salía por la planta de los pies.

—¡Aaaaay! ¡Uuuuuy!

Parecía el aullido de seiscientos cerdos a los que retorcieran simultáneamente el rabo, pero no se trataba más que del pequeño Harold, al que parecía darle una especie de ataque. Estaba pegando brincos y dándose golpes en la nuca. Y cada dos segundos aspiraba profundamente y lanzaba otro de sus chillidos.

La verdad es que uno no puede hacer este tipo de cosas en medio del sermón del servicio vespertino sin llamar la atención. La congregación salió de su marasmo con un sobresalto y se encaramó sobre los bancos para ver mejor. El viejo Heppenstall se paró en mitad de una frase y volvió la cabeza, y un par de pertigueros, con gran presencia de ánimo, subieron por la nave como leopardos. Cogieron a Harold, que seguía chillando, y lo sacaron. Desaparecieron en la sacristía y yo cogí mi sombrero y me precipité hacia la puerta de la misma lleno de aprensión. No lograba imaginar qué diablos podía haber ocurrido. Pero tenía la vaga impresión de que detrás de todo esto se escondía la mano de Steggles.

Mientras llegaba allí y me las arreglaba para que alguien me abriera la puerta, que estaba cerrada, el servicio parecía haber acabado. El viejo Heppenstall se hallaba en medio de un grupo de muchachos del coro y de bedeles, sacristanes y otras gentes, zurrando al desgraciado Harold con no poca energía. Yo había entrado al final de lo que debía ser una lección bastante fructuosa.

—¡Desdichado muchacho! ¿Cómo te atreves…?

—¡Tengo una piel sensible!

—No es el momento de hablar de tu piel…

—Alguien me puso un escarabajo en el cogote…

—¡Es absurdo!

—Noté que se movía…

—¡Estupideces!

—Todo esto parece muy poco convincente, ¿verdad? —dijo alguien, a mi lado.

Era el bribón de Steggles. Ataviado con un sobrepelliz blanco, o sotana, o como se llame, y simulando una grave preocupación, el condenado tuvo la cínica y fría osadía de mirarme al blanco de los ojos sin parpadear.

—¿Fuiste tú quien le puso el escarabajo en el cogote? —grité.

—¡Yo! —dijo Steggles—. ¡Yo!

El viejo Heppenstall se estaba poniendo el sombrero.

—¡No creo una palabra de tu historia, desgraciado! Ya te había prevenido, y ahora ha llegado el momento de actuar. A partir de hoy dejas de ser miembro del coro. ¡Vete, miserable criatura!

Steggles me cogió de la manga.

—En este caso —dijo—, aquellas apuestas, ¿sabes?… Temo que perderás tu dinero, mi querido amigo. Es una pena que no lo hayas colocado en la S. P. Siempre he creído que la S. P. es el único sistema seguro.

Le lancé una mirada. Desde luego, no sirvió de nada.

—¡Y hablan de la pureza del Turf! —dije. ¡Y Dios sabe que hubiera deseado que la frase fuera de lo más mordaz!

Jeeves acogió la noticia con valentía, pero creo que, en el fondo, el hombre quedó bastante abrumado.

—Un joven ingenioso, míster Steggles, señor —dijo.

—Un descarado estafador, querrá decir.

—Puede que sea una descripción más exacta. Sin embargo, estas cosas suelen ocurrir en las carreras, y es inútil quejarse.

—Desearía tener su naturaleza optimista, Jeeves.

Jeeves se inclinó.

—Entonces, señor, parece que ahora hemos de contar casi enteramente con mistress Penworthy. Si ella justifica el encomio de míster Little y manifiesta verdadera clase en la carrera de sacos de las madres, nuestras ganancias equilibrarán exactamente nuestras pérdidas.

—Sí, pero no es mucho consuelo cuando uno esperaba una gran ganancia.

—Aún es posible que nos encontremos con ventaja, señor. Antes de que míster Little se fuera, he podido persuadirle para que invierta una pequeña suma para el sindicato del que usted tuvo la amabilidad de nombrarme socio, señor, en la carrera del huevo y la cuchara para chicas.

—¿Por Sarah Mills?

—No, señor. Por una desconocida que no figura entre las favoritas. La pequeña Prudence Baxter, señor, la hija del jardinero jefe de su señoría. Su padre me asegura que tiene una mano muy firme. Está acostumbrada a llevarle su jarra de cerveza desde la casa, cada tarde, y me dice que nunca ha derramado una gota.

Bueno, eso indicaba que los reflejos de la joven Prudence eran buenos. Pero ¿y su velocidad? Con corredores experimentados como Sarah Mills, la cosa se trocaba prácticamente en una carrera clásica, y en estos casos la velocidad era indispensable.

—Me doy cuenta de que esto es lo que se llama un tiro a larga distancia, señor. Sin embargo, lo juzgué oportuno.

—Supongo que habrá apostado también por Prudence colocada, ¿no?

—Sí, señor. Ganadora y colocada.

—Bueno, supongo que está bien así. Hasta ahora nunca le he visto cometer una equivocación.

—Muchísimas gracias, señor.

He de decir que, por regla general, si deseara pasar una tarde divertida procuraría mantenerme lo más alejado posible de una fiesta de escuela rural. Es un verdadero tostón. Pero con unas perspectivas tan graves por delante, como ustedes comprenderán, deseché mis prejuicios en esta ocasión e hice acto de presencia. Encontré que todo era tan fastidioso como cabía esperar. Hacía un día caluroso y los terrenos del Hall eran una masa densa y prácticamente líquida de aldeanos. Los niños corrían de un lado para otro. Uno de ellos, una chiquilla desconocida, me agarró de la mano y se colgó de ella mientras me abría paso a través de la muchedumbre hasta el lugar en que terminaba la carrera de sacos de las madres. No nos habían presentado. Pero ella parecía creer que yo resultaba tan indicado como cualquier otra persona para poder hablar de la muñeca de trapo que había ganado en la pesca de la suerte. Charló largamente sobre el tema.

—Voy a llamarla Gertrude —dijo—, y la desnudaré cada noche y la acostaré, y la despertaré todas las mañanas, y la vestiré y la acostaré por la noche y la despertaré a la mañana siguiente, y la vestiré…

—Oye, encanto —dije—, no quiero que te des prisa en tu narración, pero podrías condensar un poco, ¿verdad? Estoy bastante ansioso por ver el final de esta carrera. La suerte de Wooster depende más o menos de ella.

—Yo también voy a tomar parte en una carrera —dijo, olvidando por el momento la muñeca.

—¿Sí? —pregunté. Distraídamente, como es natural, e intentando ver a través de los huecos de la muchedumbre—. ¿En qué carrera?

—En la del huevo y la cuchara.

—No. ¿De veras? ¿Eres Sarah Mills?

—¡Nooo! —contestó despectivamente—. Soy Prudence Baxter.

Naturalmente esto situó nuestras relaciones en otro plano. La miré con considerable interés. Pertenecía a nuestras caballerizas. Confieso que no aparentaba ser una flecha. Era baja y redonda. Con muy pocas condiciones, pensé.

—Oye —dije—, si es así, no deberías corretear bajo el sol y correr el riesgo de ponerte mala. Has de conservar las energías, amiguita. Siéntate aquí, a la sombra.

—No quiero sentarme.

—Bueno, tómalo con calma, de todos modos.

La chiquilla voló a otro tópico, como una mariposa que pasa de una flor a otra.

—Soy una niña buena —dijo.

—Apuesto a que lo eres. Espero que seas también una buena corredora del huevo y la cuchara.

—Harold es un niño malo. Harold chilló en la iglesia y no le dejaron venir a la fiesta. Me alegro —continuó esta joya de su sexo, frunciendo virtuosamente la nariz—, porque es un niño malo. El viernes pasado me tiró del pelo. ¡Harold no viene a la fiesta! ¡Harold no viene a la fiesta! ¡Harold no viene a la fiesta! —canturreó, haciendo de ello una verdadera canción.

—No continúes, mi querida vástaga del jardinero —rogué—. Tú no lo sabes, pero has tocado un tema bastante penoso.

—¡Ah, Wooster, querido! ¿De modo que ha trabado amistad con esta damita?

Era el viejo Heppenstall, irradiando bondad pródigamente. Era el alma de la reunión.

—Estoy encantado, mi querido Wooster —continuó—, absolutamente encantado de ver cómo vosotros, los jóvenes, os habéis compenetrado con el espíritu de nuestra pequeña fiesta.

—¿Ah, sí? —dije.

—¡Oh, sí! Incluso Rupert Steggles. He de confesar que mi opinión acerca de Rupert Steggles ha cambiado totalmente esta tarde.

La mía, no. Pero no lo dije.

—Siempre he considerado a Rupert Steggles, dicho sea entre nosotros, un joven bastante egocéntrico, y en ningún caso entre los que se prodigarían para fomentar el regocijo de sus semejantes, y, sin embargo, lo he visto dos veces, durante la última media hora, escoltando a mistress Penworthy, la esposa de nuestro digno estanquero, al puesto de los refrescos.

Lo dejé plantado allí mismo. Me desasí de la solícita mano de la pequeña Baxter y me dirigí precipitadamente al lugar en que la carrera de sacos de las madres acababa de terminar. Tenía el horrible presentimiento de que se habían perpetrado algunas trastadas más. La primera persona con quien me topé fue el joven Bingo. Le cogí del brazo.

—¿Quién ha ganado?

—No lo sé. No lo he visto. —Había amargura en la voz del muchacho—. No ha sido mistress Penworthy, ¡maldita sea! Bertie, ese perro de Steggles no es más que una verdadera serpiente. No sé cómo se ha enterado de que mistress Penworthy es peligrosa. ¿Sabes qué hizo? Atrajo a la miserable mujer al puesto de los refrescos cinco minutos antes de la carrera y la sacó de allí tan atiborrada de pasteles y té que estalló en los primeros veinte metros. Se tumbó y allí se quedó. Nada más. Bueno, ¡gracias a Dios que aún tenemos a Harold!

Miré al pobre idiota.

—¡Harold! ¿No te has enterado?

—¿Enterado? —Bingo se puso verde pálido—. ¿Enterado de qué? No he oído nada. He llegado hace sólo cinco minutos. He venido directamente desde la estación. ¿Qué ha sucedido? ¡Dímelo!

Le pasé la información; me miró durante un rato de un modo espantoso, luego se alejó, emitiendo un gemido hueco, y se perdió entre la muchedumbre. Un golpe duro, pobre muchacho. No le reproché que estuviese tan fuera de sí.

A la sazón se estaba preparando la carrera del huevo y la cuchara, y pensé que podía quedarme donde estaba y ver cómo terminaba. No es que albergase muchas esperanzas. La joven Prudence era una buena conversadora, pero no parecía tener pasta de vencedora.

Por lo que veía a través de la muchedumbre, empezaron bien. Una niñita pelirroja iba en cabeza, con una rubia pecosa pisándole los talones, y Sarah Mills las seguía en tercer lugar con facilidad. Nuestra candidata correteaba con las demás, muy rezagadas de las primeras. No resultaba difícil, si bien era aún prematuro, determinar quién sería la vencedora. Había una gracia, una precisión experimentada en la manera en que Sarah Mills sostenía la cuchara, que narraba su propia historia. Iba corriendo a buen paso, pero el huevo ni siquiera se le tambaleaba. Una corredora nata del huevo y la cuchara, si es que había una.

La categoría se confirmará. A treinta metros de la meta, la chica pelirroja resbaló y su huevo cayó en el césped. La rubia pecosa luchó valientemente, pero ya estaba agotada desde la primera mitad del recorrido, y Sarah Mills la alcanzó y llegó la primera con cierta ventaja; fue una vencedora del agrado general. La rubia llegó la segunda. Una chica jadeante en traje de algodón azul batió a una muchacha con cara de tarta vestida de color rosa, y Prudence Baxter, el tiro a larga distancia de Jeeves, llegó quinta o sexta, no lo sé exactamente.

Y luego me empujó la muchedumbre hacia el lugar en que el viejo Heppenstall iba a repartir los premios. Me encontré al lado de Steggles.

—¡Hola, chico! —dijo, muy vivaracho y alegre—. Me temo que has tenido un mal día.

Le miré con silencioso desprecio. Inútilmente, desde luego.

—No ha sido una reunión provechosa para ninguno de los grandes apostadores —continuó—. El pobre Bingo Little no acertó en la carrera del huevo y la cuchara.

No había albergado la intención de charlar con el infame, pero me inquietó el tono de su voz.

—¿Qué quieres decir con que «no acertó»? —pregunté—. Nosotros…, él sólo hizo una pequeña apuesta.

—No sé a qué llamas pequeña. Apostó treinta libras por la chica Baxter.

El paisaje se oscureció delante de mis ojos.

—¿Qué?

—Treinta libras a diez contra uno. Pensé que debía de haber oído algo, pero, evidentemente, no fue así. La carrera se desarrolló según lo previsto.

Intenté hacer cálculos mentales. Estaba calculando las pérdidas del sindicato, cuando la voz del viejo Heppenstall me llegó débilmente desde la lejanía. Se había mostrado paternal y bondadoso al dar los premios de las demás competiciones, pero súbitamente la voz se le volvió apesadumbrada y doliente. Miró tristemente a la multitud.

—Por lo que atañe a la carrera del huevo y la cuchara para chicas, que acaba de terminar —dijo—, he de cumplir con un penoso deber. Se han producido unas circunstancias que no es posible ignorar. No exageraré diciendo que me he quedado asombrado.

Concedió al publico cinco segundos para preguntarse por qué estaba asombrado, y luego continuó:

—Hace tres años, como todos saben, me vi obligado a borrar de la lista de los concursos de esta fiesta anual la carrera de cuatrocientos metros para padres, puesto que llegó a mis oídos el informe de que se habían cruzado apuestas sobre su resultado en la posada del pueblo, y había sospechas de que, por lo menos en una ocasión, se había sobornado al corredor más rápido. Aquel desgraciado suceso mermó mi fe en la naturaleza humana, lo admito…, pero, con todo, confiaba en que por lo menos una prueba no quedaría corrompida por las miasmas del profesionalismo. Aludo a la carrera del huevo y la cuchara para chicas. Parece, ¡ay!, que fui demasiado optimista.

Se detuvo nuevamente, y luchó con sus sentimientos.

—No os fatigaré con pormenores desagradables. Me limitaré a deciros que antes de empezar la carrera un forastero en este lugar, criado de uno de los huéspedes del Hall… (no especificaré más detalles), se aproximó a algunas competidoras y obsequió a cada una de ellas con cinco chelines a condición de que, ejem…, llegasen a la meta. Un tardío remordimiento lo impulsó a confesarme lo que había hecho, pero ya era demasiado tarde. El mal está hecho y el castigo debe seguir su curso. No es el momento de adoptar actitudes débiles. He de ser firme. Decido que Sarah Mills, Jane Parker, Bessie Clay y Rosie Jukes, las cuatro primeras que llegaron a la meta, han perdido su condición de aficionadas y quedan descalificadas. Esta hermosa bolsa de labores, obsequio de lord Wickhammersley, es otorgada, por consiguiente, a Prudence Baxter. ¡Acércate, Prudence!