21. JEEVES ENCUENTRA LA SOLUCIÓN

—¡Jeeves! —rugió Chuffy.

—¡Jeeves! —chilló Pauline.

—¡Jeeves! —grité yo.

—¡Eh! —aulló Stoker.

La puerta se había cerrado y juraría que no se había abierto de nuevo. Sin embargo, allí estaba otra vez el hombre, en medio de nosotros y con una expresión de cortés interrogación en la faz.

—¡Jeeves! —bramó Chuffy.

—¿Milord?

—¡Jeeves! —ululó Pauline.

—¿Señorita?

—¡Jeeves! —vociferé yo.

—¿Señor?

—¡Oiga, usted! —ladró Stoker.

No me es posible decir si a Jeeves le agradó que se dirigieran a él con un «¡Oiga, usted!», pero en todo caso su bien moldeado rostro no expresó el menor resentimiento.

—¿Señor? —dijo.

—¿Qué significa eso de largarse así por las buenas?

—He tenido la impresión de que su señoría, ocupado en cuestiones más vitales, no disponía de tiempo para atender a la comunicación que yo deseaba hacer, señor. Pensaba volver algo más tarde, señor.

—Bueno, pues quédese quieto unos momentos, ¿quiere?

—Desde luego, señor. De haber sabido que usted deseaba hablar conmigo, señor, no habría abandonado la habitación. Ha sido tan sólo la aprensión de que pudiera entrometerme en un momento en que mi presencia no fuese deseable…

—¡Está bien, está bien! —Noté, y no por primera vez, que en las normas de conversación de Jeeves había algo que parecía exasperar a Stoker—. Eso no importa.

—Su presencia es lo esencial, Jeeves —dije.

—Gracias, señor.

Chuffy tomó la palabra, ya que Stoker estaba ocupado haciendo un ruido como el de un búfalo herido.

—Jeeves.

—¿Milord?

—¿Ha dicho usted que sir Roderick Glossop ha sido arrestado?

—Sí, milord. Sobre este punto, precisamente, deseaba hablar a su señoría. He venido para informar de que sir Roderick fue detenido por el agente Dobson anoche y se le instaló en el cobertizo para tiestos en el terreno del Hall, permaneciendo el agente de guardia ante la puerta. El cobertizo grande, milord, no el pequeño. El cobertizo para tiestos al que aludo es el que queda a la derecha al entrar en el jardín de la cocina. Tiene un tejado de tejas rojas, a diferencia del cobertizo para tiestos más pequeño, cuyo tejado fue construido con…

J. Washburn Stoker jamás me había inspirado lo que pudiéramos denominar una abrumadora simpatía, pero en aquel momento me pareció simplemente propio de buen vecino tratar de salvarle de la apoplejía.

—Jeeves —dije.

—¿Señor?

—No importa de qué cobertizo se trate.

—No, señor.

—No es esencial.

—Lo comprendo perfectamente, señor.

—Pues entonces prosiga, Jeeves.

Lanzó una mirada de respetuosa conmiseración al viejo Stoker, que al parecer estaba sufriendo graves apuros con sus tubos bronquiales.

—Parece ser, milord, que el agente Dobson arrestó a sir Roderick anoche a una hora muy avanzada. Se encontró entonces sumido en cierta perplejidad respecto a qué hacer con él. Debe tener en cuenta, milord, que en la conflagración que destruyó la casita de míster Wooster, la del sargento Voules, contigua a ella, quedó también arrasada por el fuego. Y como esta casita de campo del sargento Voules es también el cuartelillo de la policía local, no es extraño que el agente Dobson se encontrase algo desorientado en lo tocante a dónde instalar a su prisionero, tanto más cuanto que el sargento Voules no se encontraba allí para aconsejarle, puesto que, al luchar contra las llamas, tuvo el infortunio de sufrir una herida en la cabeza y fue trasladado a la casa de su tía. Me refiero a su tía Maud, la que reside en Chuffnell Regis, y no a…

Volví a intervenir con firmeza.

—No importa qué tía, Jeeves.

—No, señor.

—Apenas pertinente.

—Desde luego, señor.

—Entonces continúe, Jeeves.

—Muy bien, señor. Por lo tanto, al final, actuando bajo su propia iniciativa, el agente llegó a la conclusión de que podía ser un lugar tan seguro como cualquier otro el cobertizo para tiestos, el cobertizo más espacioso…

—Comprendido, Jeeves. El del tejado de tejas rojas.

—Exactamente, señor. En consecuencia, instaló a sir Roderick en el cobertizo grande y permaneció de guardia allí durante el resto de la noche. Hace un rato, han llegado los jardineros y el agente de policía, llamando a uno de ellos, un joven cuyo nombre es…

—Está bien, Jeeves.

—Muy bien, señor. Llamando a ese joven, le ha enviado a la residencia temporal del sargento Voules, con la esperanza de que éste estuviera lo suficientemente restablecido como para poder interesarse personalmente por el caso. Y así ha sido, al parecer. Una noche de sueño, junto con una constitución de por sí robusta, han permitido al sargento Voules levantarse a su hora de costumbre y consumir un copioso desayuno.

—¡Desayuno! —no pude evitar murmurar, a pesar de mi férreo control, pues la palabra había tocado un nervio de Bertram al descubierto.

—Al recibir esta comunicación, el sargento Voules se ha apresurado a encaminarse hacia el Hall para hablar con su señoría.

—¿Por qué su señoría?

—Su señoría es juez de paz, señor.

—Sí, claro…

—Y como tal tiene poder para someter al prisionero a encarcelamiento en una prisión más reconocida como tal. Y ahora espera en la biblioteca, milord, que su señoría disponga de unos momentos para atenderles.

Si el vocablo «desayuno» era, como si dijéramos, la palabra clave que tenía el poder de estremecer a Bertram Wooster, al parecer «prisión» era la que más excitaba al viejo Stoker, ya que profirió un grito aterrador.

—Pero ¿cómo puede estar en la cárcel? ¿Qué tiene él que ver con prisiones? ¿Qué le hace pensar a ese polizonte estúpido que debería estar en la cárcel?

—Tengo entendido señor que se le acusa de robo.

—¿De robo?

—Sí, señor.

Stoker me dirigió una mirada tan dolorosa —por qué a mí no lo sé, pero así lo hizo— que a punto estuve de darle unas palmadas afectuosas en la cabeza. Y de hecho, bien hubiera podido hacerlo de no haber inmovilizado mi mano un súbito ruido detrás de mí, un ruido como el producido por una gallina asustada o un faisán que levantara el vuelo. La viuda lady Chuffnell acababa de irrumpir en la habitación.

—¡Marmaduke! —gritó, y no puedo dar mejor indicación de su emoción si no es diciendo que, mientras hablaba, sus ojos se posaron en mi cara y ello no le causó la menor impresión. A juzgar por el caso que le hizo, bien hubiera podido ser yo el Gran Jefe Blanco—. Marmaduke, me han dado una noticia terrible. Roderick…

—De acuerdo —dijo Chuffy, con lo que me pareció ser un toque de petulancia—. A nosotros también. Precisamente, Jeeves nos lo estaba contando.

—Pero ¿qué vamos a hacer?

—No lo sé.

—Y todo es culpa mía, ¡todo culpa mía!

—Vamos, no diga esto, tía Myrtle —rogó Chuffy, exasperado, pero siempre preux—. Usted no hubiera podido evitarlo.

—Sí, sí hubiera podido. Nunca me lo perdonaré. De no haber sido por mí, él jamás hubiera salido de la casa con aquel tizne negro en la cara.

Sentí auténtica pena por el pobre Stoker. Le caía una detrás de otra, como si dijéramos. Los ojos sobresalieron de su cabeza como si fueran los de un caracol.

—¿Tizne negro? —gorgoteó débilmente.

—Se había pintado la cara con corcho quemado para divertir a Seabury.

El viejo Stoker avanzó vacilante hacia una silla y se desplomó en ella. Parecía pensar que ésta era una de aquellas historias que uno escucha mejor si ha tomado asiento.

—Ese horrible tizne sólo puede quitarse con mantequilla…

—O con gasolina, según dicen los cognoscenti —no pude evitar añadir, pues me agrada puntualizar estas cosas—. ¿Me respalda usted, Jeeves? ¿La gasolina también sirve?

—Sí, señor.

—Está bien, gasolina pues. Gasolina o mantequilla. Sea como sea, debió de entrar en aquella casa para conseguir algo con que quitarse el tizne. Y ahora…

Pauline se interrumpió a media frase, profundamente emocionada. No tanto, sin embargo, como Stoker, que daba la impresión aproximada de estar pasando por una prueba de las más penosas.

—Esto es el fin —dijo con una especie de voz pálida—. Aquí es donde yo pierdo cincuenta millones de dólares como el que no quiere la cosa. Valiente peso va a tener, en un caso de certificación de salud mental, el testimonio de un tipo al que han detenido errando por los campos con la cara pintada de negro. En todo los Estados Unidos no hay un solo juez que no le considerase chiflado a él y anulara todo lo que él diga.

Lady Chuffnell se estremeció.

—Pero es que lo hizo para complacer a mi hijo…

—El hombre capaz de hacer algo para complacer a un arrapiezo malcriado como ése no puede estar en sus cabales —sentenció Stoker. Lanzó un profundo suspiro y prosiguió—: Bien, yo soy la víctima de la broma, y de ello no cabe duda. Me lo juego todo basándome en el testimonio de ese Glossop. Confío en él para que salve mis cincuenta millones atestiguando que el pobre George no estaba loco. Y dos minutos después de ponerle yo en la tarima de los testigos, la otra parte me ataca demostrando que mi experto es el que está loco como una cabra, mucho más de lo que George hubiera podido estarlo, aunque lo hubiese intentado durante mil años. Bien pensado, no deja de ser cómico. Irónico. Recuerda aquello que contaba no sé quién acerca de no sé qué.

Jeeves tosió. Había, en sus ojos, aquel resplandor informativo.

—Abu ben Adhem, señor.

—¿Qué dice? —exclamó el viejo Stoker, perplejo.

—El poema al que usted alude se refiere a un tal Abu ben Adhem, el cual, según esa historia, despertó una noche de un sueño profundo y tranquilo para encontrar un ángel…

—¡Lárguese! —ordenó Stoker casi sin alzar la voz.

—¿Señor?

—Salga de esta habitación antes de que le asesine.

—Sí, señor.

—Y llévese sus ángeles consigo.

—Muy bien, señor.

La puerta se cerró y Stoker respiró entrecortadamente.

—¡Ángeles! —exclamó—. ¡En un momento como éste!

Creí justo romper una lanza en favor de Jeeves.

—Tenía toda la razón —dije—. Yo me había aprendido esta poesía de memoria en la escuela. Aquel fulano se encontró un ángel sentado junto a su cama, escribiendo algo en un libro, ¿sabe?, y el quid de todo el asunto fue… Oh, está bien, si no quiere oírlo…

Me retiré a un rincón de la habitación y empecé a hojear un álbum de fotografías. Un Wooster no impone su conversación a quienes no desean oírla.

Hubo a continuación, durante un rato y en abundancia, lo que podríamos llamar una charla entremezclada en la que yo, aún resentido, no tomé parte. Todos hablaban a la vez, y nadie decía nada que pudiera describirse como mínimamente constructivo, excepto el viejo Stoker, el cual demostró que yo tenía toda la razón al pensar que en otro tiempo debió de ser un pirata del Caribe o cualquier otro mar, al sugerir sin circunloquios la formación de una partida de rescate.

—¿Qué nos impide —quiso saber— ir allí, derribar la puerta, llevarnos al preso, ocultarlo en cualquier parte y dejar que esos malditos polizontes vayan de un lado a otro, buscándole?

—No podemos hacerlo —objetó Chuffy.

—¿Y por qué no?

—Ya ha oído a Jeeves. Dobson monta la guardia.

—Se le da un golpe en la cabeza con una pala.

A Chuffy no pareció agradarle mucho la idea. Supongo que si uno es juez de paz, ha de andarse con tiento en sus acciones. Si golpea con palas la cabeza de los policías, el condado no podrá menos que mirarle con suspicacia.

—Pues entonces se le soborna, maldita sea.

—A un policía inglés no se le puede sobornar.

—¿Lo dice de veras?

—Ni la menor posibilidad.

—¡Qué país, Dios mío! —exclamó el viejo Stoker, con una especie de gruñido sibilante, y era bien visible que Inglaterra nunca más volvería a ser la misma para él.

Mi resentimiento se derritió. Los Wooster somos humanos y el espectáculo de tanta angustia en una habitación de modestas dimensiones era excesivo para mí. Avancé hacia la chimenea y pulsé el timbre, con el resultado de que, precisamente cuando Stoker empezaba a decir lo que pensaba acerca de los policías ingleses, se abrió la puerta y compareció Jeeves.

El viejo Stoker le miró airadamente.

—¿Otra vez aquí?

—Sí, señor.

—¿Y bien?

—¿Señor?

—¿Qué quiere?

—Ha sonado el timbre, señor.

Chuffy hizo otra exhibición de movimientos de mano.

—No, no, Jeeves. No ha llamado nadie.

Di un paso al frente.

—Yo he llamado, Chuffy.

—¿Por qué?

—Para que venga Jeeves.

—No necesitamos a Jeeves.

—Chuffy, amigo mío —dije, y sin duda todos los presentes se sintieron intrigados por la tranquila gravedad de mi tono—, si ha habido un momento en que hayas necesitado a Jeeves más de lo que le necesitas ahora, yo… —Perdí el hilo de mis observaciones y tuve que comenzar de nuevo—. Chuffy, lo que quiero decir es que sólo hay un hombre capaz de sacarte de este atolladero. Se encuentra ante ti. Me refiero a Jeeves —añadí para que no quedara lugar a dudas—. Sabes tan bien como yo que, en estas ocasiones, Jeeves siempre encuentra la solución.

Chuffy quedó visiblemente impresionado. Vi que su memoria había comenzado a funcionar y que estaba recordando algunos de los triunfos de aquel hombre.

—Santo Dios, ya lo creo. Es cierto. La encuentra, ¿verdad?

—La encuentra, sin la menor duda.

Lancé una mirada represora al viejo Stoker, que había empezado a decir algo sobre los ángeles, y me volví hacia el recién llegado.

—Jeeves —dije—, requerimos su cooperación y su consejo.

—Muy bien, señor.

—Para empezar, déjeme que le exponga una breve sinopsis…, ¿digo bien, sinopsis?

—Sí, señor. Sinopsis es perfectamente correcto.

—… una breve sinopsis, pues, de la situación vigente. No me cabe duda de que recuerda usted al difunto señor George Stoker. El cable que usted acaba de traer indica que su testamento, bajo cuyas cláusulas míster Stoker aquí presente se ha beneficiado de modo tan considerable, ha sido impugnado sobre la base de que el testador estaba más loco que una cabra.

—Sí, señor.

—Para refutar esta afirmación, el señor Stoker había decidido presentar a sir Roderick Glossop como testigo, para que asegurase como experto que el pobre George tenía sobresaliente en el campo de la cordura. Ni sombra de chifladura en él, si entiende lo que quiero decir. Y, en circunstancias ordinarias, esta maniobra no podía haber fallado. Forzosamente había de cumplir su cometido.

—Sí, señor.

—Pero, y éste, Jeeves, es el meollo de la cuestión, sir Roderick se encuentra ahora en el cobertizo de los tiestos, el cobertizo grande, con la cara tiznada con un corcho quemado y con una dura sentencia por robo pendiendo sobre su cabeza. ¿Ve cómo lo debilita esto en cuanto a fuerza activa?

—Sí, señor.

—En este mundo, Jeeves, se puede hacer una de dos cosas. Uno puede erigirse como autoridad definitiva sobre si el prójimo está cuerdo o no lo está, o bien puede seguir ennegreciéndose la cara y viéndose encerrado en cobertizos para los tiestos. Lo que no es posible hacer es ambas cosas. Por consiguiente, ¿qué se ha de hacer, Jeeves?

—Yo sugeriría sacar a sir Roderick del cobertizo, señor.

Me volví hacia los allí reunidos.

—¡Ya está! ¿No dije yo que Jeeves encontraría la solución?

Hubo una voz que expresó disensión. La del viejo Stoker, que parecía inclinado a la pregunta intempestiva.

—¿Conque sacarle del cobertizo, verdad? —dijo, con una voz excesivamente desagradable—. ¿Y cómo? ¿Con un equipo de ángeles?

Inició de nuevo sus imitaciones del búfalo y tuve que reducirle al silencio empleando la firmeza.

—¿Puede usted sacar a sir Roderick del cobertizo, Jeeves?

—Sí, señor.

—¿Está convencido de ello?

—Sí, señor.

—¿Ha trazado ya un plan o esquema?

—Sí, señor.

—Retiro todo lo dicho —declaró Stoker reverentemente—. Olvide que lo he dicho. Sáqueme de este atolladero y puede venir a despertarme en plena noche y hablarme de ángeles, si quiere.

—Gracias, señor. Al sacar a sir Roderick antes de que llegue a comparecer ante su señoría, señor —prosiguió Jeeves—, creo que obviaremos la parte más desagradable. Su identidad todavía no es conocida por el agente Dobson ni por el sargento Voules. El agente jamás le había visto antes de su encuentro de esta noche, y supone que es un miembro de la troupe de músicos negros que actuó en el yate de míster Stoker. Por consiguiente, basta con poner a sir Roderick en libertad antes de que el asunto vaya más allá y todo irá debidamente.

Yo seguía su razonamiento.

—Le sigo, Jeeves —dije.

—Si me lo permite, señor, a continuación esbozaré el método que yo recomendaría para cumplimentar este fin.

—Sí —dijo Stoker—, ¿cuál es ese método? Explíquelo.

Alcé una mano. Acababa de acometerme un pensamiento.

—Espere, Jeeves —pedí—. Sólo un momento.

Miré al viejo Stoker con ojos conminativos.

—Antes de continuar, hay dos cosas que deben quedar zanjadas. ¿Da usted su palabra de honor de comprarle Chuffnell Hall al amigo Chuffy, aquí presente, a un precio que deberán convenir las dos partes contratantes?

—Sí, sí, sí. Prosigamos.

—¿Y su consentimiento para la unión de su hija Paulina con Chuffy, abandonando esa tontería de casarla conmigo?

—¡Claro, claro!

—Jeeves —dije—, puede usted hablar.

Retrocedí y le cedí la tribuna, observando al hacerlo que en sus ojos brillaba la luz de la inteligencia pura. Como de costumbre, había una protuberancia en la parte posterior de su cabeza.

—Tras haber otorgado a este asunto una profunda consideración, señor, he llegado a la conclusión de que la principal dificultad a la que nos enfrentamos en la consecución de nuestro objetivo radica en la presencia del agente Dobson frente al cobertizo de los tiestos.

—Muy cierto, Jeeves.

—Él representa la crux, si me permite decirlo.

—Claro que se le permite decirlo, Jeeves. Otra manera de expresarlo sería «el obstáculo».

—Exactamente, señor. Por consiguiente, nuestro primer movimiento debe ser la eliminación del agente Dobson.

—Es lo que decía yo —intervino el viejo Stoker en tono de queja—, y nadie ha querido escucharme.

De nuevo le impuse silencio.

—Usted quería golpearle en la cabeza con una pala o no sé qué. Un error. Lo que se necesita aquí es…, ¿cuál es la palabra, Jeeves?

Finesse, señor.

—Exactamente. Continúe, Jeeves.

—Esto, en mi opinión, puede realizarse fácilmente enviándole el recado de que Mary, la camarera, desea verle en los frambuesos.

Quedé estupefacto ante la sagacidad de aquel hombre, pero no tanto como para no poder volverme hacia los demás y añadir una nota al pie explicativa.

—Esta Mary, camarera de la casa —dije—, es la novia del agente Dobson y, aunque sólo la he visto de lejos, puedo atestiguar que es, exactamente, el tipo de chica por la que cualquier policía de sangre caliente iría hasta los frambuesos dando saltos para encontrarse con ella. Llena de encanto, ¿verdad, Jeeves?

—Una joven extraordinariamente atractiva, señor. Y creo que todavía podríamos asegurar un poco más las cosas incluyendo en el mensaje una indicación de que ella le espera con una taza de café y un bocadillo de jamón. Me consta que el agente todavía no ha desayunado.

Parpadeé.

—Pase por alto este pormenor, Jeeves. No soy de piedra.

—Le ruego que me perdone, señor. Lo había olvidado.

—No importa, Jeeves. ¿Tendrá que sobornar a Mary, claro?

—No, señor. He estado sondeando sus opiniones y he constatado que desea vivamente suministrar un refrigerio al agente de policía. Yo sugeriría hacerle llegar un mensaje, ostensiblemente procedente de este último, indicando que ella le espera en el lugar indicado.

Tuve que interrumpirle.

—Un obstáculo, Jeeves. Una crux, de hecho. Si él quisiera comer algo, ¿por qué no venir directamente a la casa?

—Le inquietaría la posibilidad de ser observado por el sargento Voules, señor. Ha recibido de su superior órdenes tajantes de permanecer en su puesto.

—En este caso, ¿lo abandonará? —preguntó Chuffy.

—Mi querido amigo —dije—, ten en cuenta que todavía no ha desayunado, y esa chica estará allí cargada de café y de bocadillos de jamón. No rompas el ritmo del diálogo con preguntas necias. ¿Sí, Jeeves?

—En su ausencia, señor, sería tarea más que sencilla retirar de allí a sir Roderick y conducirle a algún lugar donde esconderle. Se me ocurre sugerir el dormitorio de su señoría.

—Y Dobson no tendría valor para confesar que había abandonado su puesto de centinela. ¿Verdad que ésa es la conclusión a la que está usted llegando?

—Exactamente, señor. Sus labios quedarían sellados.

De nuevo hizo uso de la palabra el viejo Stoker.

—No vale —dijo—. No funcionaría. No digo que no pudiéramos llevarnos a Glossop, pero los polis verían que había pasado algo muy raro. Su hombre de guardia se habría marchado, y comprenderían que alguien le había inducido a ello. Sumarían dos y dos y pronto comprenderían que todo era obra nuestra. Anoche, por ejemplo, en mi yate…

Se interrumpió y supongo que lo hizo porque no deseaba desenterrar un pasado ya muerto, pero vi lo que quería decir. Después de fugarme yo de su yate, no había necesitado mucho tiempo para comprender que Jeeves tenía que haber estado mezclado en el asunto.

—Esto tiene su peso, Jeeves —me vi forzado a reconocer—. La policía tal vez no pudiera hacer nada definitivo, pero se hablaría de ello y, antes de que nos cantara el gallo, correría la historia de que sir Roderick había estado corriendo por esos mundos con la cara pintada de negro. El periódico local se apoderaría de la noticia. Uno de esos cronistas de sociedad que se encuentran en Los Zánganos, siempre con el oído atento a cualquier rumor sobre los famosos, se enteraría del hecho, y entonces nos veríamos en tan mala situación como si al pobre hombre le invitaran a pasar unos años en Dartmoor o cualquier otra prisión.

—No, señor. Los policías encontrarían un prisionero en el cobertizo. Yo abogaría por sustituir a sir Roderick por usted.

Le miré fijamente.

—¿Yo?

—Es vital, si se me permite indicarlo, señor, que se encuentre en el cobertizo un cautivo de cara negra cuando llegue el momento de conducir al acusado ante su señoría.

—Pero yo no me parezco a Glossop. Tenemos un tipo muy diferente. Yo…, esbelto y juncal, y él…, bien, no quiero hacer ningún comentario despectivo concerniente a alguien que está unido a la tía de un viejo amigo por vínculos más cálidos que los de…, bueno, lo que yo quiero decir es que ni con los mayores esfuerzos de la imaginación se le podría llamar esbelto y juncal.

—Olvida usted, señor, que en realidad sólo el agente Dobson ha visto al prisionero, y sus labios, como he dicho, estarán sellados.

Era verdad. Lo había olvidado.

—Sí, pero maldita sea, Jeeves, por más ganas que tenga yo de aportar ayuda y consuelo a este hogar entristecido, no tengo el menor deseo de cumplir cinco años de chirona por robo.

—No hay el menor peligro en este sentido, señor. El edificio en el que sir Roderick estaba haciendo irrupción en el momento de su arresto era el garaje de usted.

—Pero, Jeeves, reflexione. Piénselo. Examine la situación. ¿Cabe suponer que yo dejé que me detuvieran por irrumpir en mi propio garaje y me encerraran toda la noche en un cobertizo sin decir palabra? Esto no es…, ¿cómo se dice?…, no es posible.

—Sólo se necesita persuadir al sargento Voules de que crea en ello, señor. Lo que el agente pueda pensar carece de importancia, debido al hecho de que sus labios están sellados.

—Pero Voules no lo creería ni por un momento.

—Ya lo creo que sí, señor. Sé que se halla bajo la impresión de que para usted es práctica frecuente la de dormir en cobertizos.

Chuffy lanzó un grito de alegría.

—¡Pues claro! Dará por supuesto que has estado empinando el codo una vez más.

Mi actitud era glacial.

—¿Sí? —dije, y mi voz sólo podía ser descrita como cáustica—. ¿O sea que tengo que entrar en la historia de Chuffnell Regis como uno de nuestros más destacados dipsómanos?

—Puede que sólo le considere majara —sugirió Pauline.

—Es verdad —dijo Chuffy, y se volvió hacia mí con una expresión suplicante—. Bertie, no irás a decirme a estas alturas que tienes alguna objeción respecto a ser considerado…

—… mentalmente insignificante —completó Pauline.

—Exactamente —aprobó Chuffy—. Claro que lo harás. ¿Qué, Bertie Wooster? ¿Sacrificarse y pasar una pequeña inconveniencia temporal para salvar a sus amigos? ¡Pero sí se lanza sobre esa clase de tareas!

—Se abalanza sobre ellas —dijo Pauline.

—Salta sobre ellas —añadió Chuffy.

—Yo siempre le he tenido por un joven muy agradable —comentó el viejo Stoker—. Recuerdo haberlo pensado el mismo día que le conocí.

—Y yo también —aseguró lady Chuffnell—. ¡Tan diferente de la mayoría de estos jóvenes modernos!

—Me gustó su cara.

—A mí siempre me ha gustado su cara.

Mi cabeza daba alguna que otra vuelta. No es frecuente que obtenga tan buena prensa, y la adulación comenzaba a desarmarme. Traté débilmente de atajar las alabanzas.

—Sí, pero oigan…

—Yo fui a la escuela con Bertie Wooster —dijo Chuffy—. Me agrada pensar en ello. A la escuela privada y también estuvimos juntos en Eton y después en Oxford. Todos le querían.

—¿A causa de su carácter altruista y maravilloso? —preguntó Pauline.

—Has dado en el clavo. A causa de su carácter altruista y maravilloso. Porque cuando se trataba de ayudar a un amigo, no escatimaba medios para hacerlo. Ojalá tuviera yo una libra por cada vez que le vi cargar sobre sus anchas espaldas los trabajos sucios de otros.

—¡Qué espléndido! —exclamó Pauline.

—Exactamente lo que yo hubiera esperado de él —dijo el viejo Stoker.

—Exacto —añadió lady Chuffnell—. El niño es ya el espejo del hombre.

—Había que verle enfrentándose a un enfurecido director de estudios con una especie de mirada indómita en esos ojazos azules…

Levanté una mano.

—Ya basta, Chuffy —dije—. Es suficiente. Pasaré por esa terrible prueba. Pero quiero decir una cosa. Cuando salga, ¿podré desayunar?

—Tendrás el mejor desayuno que pueda ofrecer Chuffnell Hall.

Le miré inquisitivamente.

—¿Arenques?

—Bancos enteros de arenques.

—¿Tostadas?

—Montones de tostadas.

—¿Y café?

—Cafeteras.

Incliné la cabeza.

—Está bien, lo haré —dije—. Vamos Jeeves, estoy dispuesto a acompañarle.

—Muy bien, señor. Y si me permitiera hacer una observación…

—¿Sí, Jeeves?

—Lo que va usted a hacer es algo mejor, mucho mejor que cualquier cosa que haya hecho nunca.

—Gracias, Jeeves.

Como he dicho antes, no hay nadie que diga estas cosas mejor que él.