13. LA CARRERA DEL GRAN SERMÓN

Por lo general, observo que después de Goodwood me siento un poco intranquilo. No soy muy aficionado a los pájaros, los árboles y los grandes espacios abiertos, pero no cabe duda de que Londres no presenta su mejor aspecto en agosto y que más bien tiende a fastidiarme y a hacerme pensar en ir al campo hasta que las cosas hayan vuelto a animarse un poco. Londres, un par de semanas después del espectacular final del joven Bingo que acabo de contarles, estaba vacío y olía a asfalto en ebullición. Todos mis amigotes estaban fuera y la mayoría de los teatros se hallaban cerrados.

Hacía un calor infernal. Una noche, mientras estaba sentado en mi apartamento intentando acumular la energía suficiente para irme a acostar, comprendí que no podía aguantar más, y cuando Jeeves entró con líquidos vigorizadores en una bandeja, le expuse el asunto sin remilgos.

—Jeeves —dije, secándome la frente y boqueando como un pez dorado fuera del agua—, hace un calor bestial.

—El tiempo es opresivo, señor.

—Que no sea todo sifón, Jeeves.

—No, señor.

—Creo que estamos un poco hastiados de la metrópoli y necesitamos un cambio. Icemos velas, Jeeves, ¿qué le parece?

—Es una excelente idea. Y hay una carta sobre la chimenea.

—¡Por Dios, Jeeves, eso ha sido prácticamente poesía! Rimaba, ¿lo ha notado? —Me trajo la carta y la abrí—. Oiga, esto es extraordinario.

—¿Señor?

—¿Conoce usted Twing Hall?

—Sí, señor.

—Bueno, míster Little está allí.

—¿De veras, señor?

—En carne y hueso. Tuvo que aceptar otro de esos empleos de preceptor.

Después del espantoso embrollo de Goodwood, cuando el joven Bingo Little, un hombre acabado, me había pedido prestadas diez libras para desaparecer luego silenciosamente en lo desconocido, anduve por todas partes preguntando a nuestros amigos comunes si tenían noticias de él, pero nadie sabía nada. Y ahora resultaba que había estado en Twing Hall. Curioso. Y les diré por qué fue curioso. Twing Hall pertenece al viejo lord Wickhammersley, gran amigo de mi padre cuando éste vivía, y yo tengo una invitación permanente para ir allí cuando quiera. Generalmente lo hago durante el verano y me quedo durante una o dos semanas, y estaba precisamente pensando en ir allí antes de leer la carta.

—Y además, Jeeves, mi primo Claude y mi primo Eustace…, ¿los recuerda?

—Perfectamente, señor.

—Bueno, también están allí preparando no sé qué examen con el vicario. Yo mismo me preparaba antaño con él. Le conocen por todas partes como un entendedor muy capacitado para los que tienen un intelecto bastante débil. Bueno, cuando le digo que me hizo aprobar con Smalls, comprenderá usted que es un hacha. Eso es lo que yo llamo una cosa extraordinaria.

Volví a leer la carta. Era de Eustace. Claude y Eustace son gemelos y por lo general se les considera la maldición de la raza humana.

La vicaría,

Twing, Gloucestershire.

Querido Bertie:

¿Quieres ganar dinero? He oído decir que en Goodwood te fue mal, de modo que probablemente lo necesitarás. Bueno, ven para aquí enseguida y podrás tomar parte en el mayor acontecimiento deportivo de la temporada. Te lo explicaré en cuanto te vea, pero te aseguro que es una cosa formidable.

Claude y yo estamos repasando las asignaturas con el viejo Heppenstall. Somos nueve, sin contar a tu amigo Bingo Little, que es el preceptor del niño del Hall.

No te pierdas esta oportunidad única que puede no volver a presentarse. Ven a reunirte con nosotros. Tuyo,

EUSTACE

Le alargué la carta a Jeeves. La estudió meditabundo.

—¿Qué opina de esto? Una comunicación curiosa, ¿no?

—Míster Claude y míster Eustace son unos caballeros extraordinariamente osados, señor. Estoy dispuesto a imaginar que están tramando algo.

—Sí, pero ¿qué puede ser?

—Me resulta imposible decírselo, señor. ¿Ha observado usted que la carta continúa al dorso?

—¿Eh, qué?

Se la arranqué de las manos. Esto era lo que había al otro lado de la página:

CARRERA DEL SERMÓN

CONCURSANTES Y APUESTAS

PROBABLES PARTICIPANTES

Rev. Joseph Tucker (Badgwick), sin hándicap.

Rev. Leonard Starkie (Stapleton), sin hándicap.

Rev. Alexander Jones (Upper Bingley), recibe tres minutos.

Rev. W. Dix (Little Clickton-on-the-Wold), recibe cinco minutos.

Rev. Francis Heppenstall (Twing), recibe ocho minutos.

Rev. Cuthbert Dibble (Boustead Parva), recibe nueve minutos.

Rev. Orlo Hough (Boustead Magna), recibe nueve minutos.

Rev. J. J. Roberts (Fale-by-the-Water), recibe diez minutos.

Rev. G. Hayward (Lower Bingley), recibe doce minutos.

Rev. James Bates (Gandle-by-the-Hill), recibe quince minutos.

(Los susodichos han llegado).

Apuestas: 5-2, Tucker, Starkie; 3-1, Jones; 9-2, Dix; 6-1, Heppenstall, Dibble, Hough; 100-8 todos los demás.

Eso me confundió.

—¿Lo comprende, Jeeves?

—No, señor.

—Bueno, creo que deberíamos ir a echar un vistazo de todos modos, ¿verdad?

—No cabe duda, señor.

—Muy bien, pues. Empaquete unas cuantas cosas y un cepillo de dientes con un pedazo de papel de embalar, envíe un telegrama a lord Wickhammersley para informarle de que llegamos, y compre un par de billetes para el tren de las cinco y diez que sale de Paddington mañana.

El tren de las cinco y diez llegó con retraso, como siempre, y todo el mundo estaba vistiéndose para la cena cuando llegamos al Hall. Poniéndome el traje de etiqueta en un tiempo récord y bajando la escalera hasta el comedor en un par de saltos conseguí llegar al mismo tiempo que la sopa. Me deslicé en un puesto vacante, y me percaté de que estaba sentado al lado de Cynthia, la hija menor del viejo Wickhammersley.

—¡Hola, trasto! —dije.

Siempre habíamos sido grandes amigos. A decir verdad, hubo un tiempo en que creí estar enamorado de Cynthia. Sin embargo, eso pasó. Conste que era una muchacha condenadamente bonita, inteligente y atractiva, pero estaba llena de ideales y de otras cosas por el estilo. Puede que sea injusto con ella, pero me parece que es el tipo de chica que quiere que un hombre se labre su carrera o algo semejante. La he oído hablar favorablemente de Napoleón. De modo que entre una cosa y otra, el viejo frenesí se agotó y ahora somos meramente amigos. Creo que es una muchacha extraordinaria y ella me considera algo chiflado, de modo que todo es encantador y delicioso.

—Bueno, Bertie, veo que has llegado.

—Oh, sí, he llegado. Aquí estoy. Oye, parece que he caído en medio de una tertulia de bebés. ¿Quiénes son todos estos tipos?

—Gente del vecindario. Ya conoces a la mayoría. Debes recordar al coronel Willis, y a los Spencer…

—Claro que sí. Y allí está el viejo Heppenstall. ¿Quién es el sacerdote que está al lado de mistress Spencer?

—Es míster Hayward, de Lower Bingley.

—¡Qué cantidad asombrosa de sacerdotes hay por aquí! Vaya, ahí hay otro, al lado de mistress Willis.

—Míster Bates, el sobrino de míster Heppenstall. Es auxiliar en Eton. Pasa aquí las vacaciones, actuando como locum tenens de míster Spettigue, el rector de Gandle-by-the-Hill.

—Ya me parecía conocer esa cara. Cursaba cuarto año en Oxford cuando yo hacía primero. Era un hacha. Tomó parte en las regatas universitarias, y todo lo demás. —Eché otro vistazo alrededor de la mesa y observé a Bingo—. Ah, ahí está —dije—. Ahí está ese cabezota.

—¿Ahí está quién?

—El joven Bingo Little. Un gran amigo mío. Es el preceptor de tu hermano, ¿sabes?

—¡Bondad divina! ¿Es amigo tuyo?

—¡Ya lo creo! Le conozco de toda la vida.

—Entonces, dime, Bertie, ¿está mal de la cabeza?

—¿Mal de la cabeza?

—No lo digo sencillamente porque sea amigo tuyo. Pero ¡tiene un modo de ser tan extraño!

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, ¡siempre me mira de manera tan rara!

—¿Rara? ¿Cómo? Trata de imitarlo.

—No puedo delante de toda esta gente.

—¡Claro que puedes hacerlo! Levantaré la servilleta.

—Muy bien, pues. Deprisa. ¡Mira!

Considerando que sólo disponía de un segundo y medio para hacerlo, he de decir que fue una exhibición excelente. Abrió mucho la boca y los ojos y desvió la barbilla a un lado, y consiguió parecerse tanto a una ternera dispéptica que al punto reconocí los síntomas.

—Oh, no te preocupes —dije—; no hay por qué alarmarse. Sencillamente, está enamorado de ti.

—¿Enamorado de mí? No seas absurdo.

—Oye, cariño, tú no conoces al joven Bingo. Él puede enamorarse de cualquiera.

—¡Gracias!

—Oh, no quise decir eso, ¿sabes? No me extraña que se haya prendado de ti. Mira, yo mismo estuve enamorado de ti una temporada.

—¿Una temporada? ¡Vaya! ¿Y lo único que queda ahora son esas frías cenizas? Ésta no es una de tus tardes más amables, Bertie.

—Bueno, preciosa, considerando que me diste calabazas y que casi te pusiste enferma de tanto reír cuando te pedí…

—Oh, no te lo reprocho. Sin duda los dos tuvimos la culpa. Es muy buen mozo, ¿verdad?

—¿Buen mozo? ¿Bingo? ¿Bingo, buen mozo? ¡No, oye, realmente, vamos!

—Quiero decir, comparado con algunas personas —dijo Cynthia.

Un poco más tarde, lady Wickhammersley dio la señal de salida a las mujeres de la reunión, y todas salieron con gran alboroto. No tuve la oportunidad de hablar con el joven Bingo cuando ellas se fueron, y luego no se presentó en el salón. Le encontré más tarde en su habitación, tumbado, con los pies sobre los de la cama, fumando un cigarrillo. Sobre la mesita de noche, a su lado, había un cuadernito.

—¡Hola, espantajo! —dije.

—Hola, Bertie —replicó, de un modo que me pareció algo malhumorado y distraído.

—Es curioso encontrarte aquí. Supongo que tu tío te cortó la renta después del escándalo de Goodwood y tuviste que aceptar este puesto de preceptor para alejar al lobo de tu puerta, ¿no es así?

—Exacto —dijo el joven Bingo elegantemente.

—Bueno, hubieras podido comunicar a tus amigos dónde estabas.

Bingo refunfuñó sombríamente.

—No quería que se supiera dónde estaba. Quería alejarme de todos y esconderme. He pasado muy malos ratos, Bertie, durante estas últimas semanas. El sol había dejado de brillar…

—Es curioso. Tuvimos un tiempo estupendo en Londres.

—Los pájaros dejaron de cantar…

—¿Qué pájaros?

—¿Qué diablos importa qué pájaros sean? —dijo el joven Bingo con cierta aspereza—. Todos los pájaros. Los pájaros de por aquí. No esperarás que los especifique por sus nombres, ¿verdad? Te digo, Bertie, que al principio fue un golpe duro, muy duro.

—¿Qué te golpeó? —Yo, la verdad, no comprendía a qué se refería.

—La calculada insensibilidad de Charlotte.

—¡Oh! —He visto al pobre Bingo metido en tantos desgraciados asuntos amorosos que casi olvidaba que una muchacha intervenía en el de Goodwood. ¡Naturalmente! Charlotte Corday Rowbotham. Y ella le había dado calabazas, lo recordé, y se había ido con el camarada Butt.

—He pasado por toda clase de torturas. Recientemente, sin embargo, yo…, hmm…, me he reanimado un poco. Dime, Bertie, ¿qué estás haciendo aquí? No sabía que conocieras a esta gente.

—¿Yo? Vaya, los conozco desde que era un niño.

El joven Bingo golpeó ruidosamente el suelo con los pies.

—¿Quieres decir que ya conocías a lady Cynthia?

—¡Ya lo creo! Aún no tenía siete años cuando la conocí.

—¡Dios mío! —dijo el joven Bingo. Me miró por primera vez en su vida con cierto respeto y se le atragantó una bocanada de humo—. ¡Yo amo a esa muchacha, Bertie! —continuó, cuando acabó de toser.

—Sí, es una chica encantadora, desde luego.

Me miró con odio bastante profundo.

—No hables de ella de ese modo tan horriblemente indiferente. Es un ángel. ¡Un ángel! ¿Te habló de mí durante la cena, Bertie?

—Oh, sí.

—¿Qué dijo?

—Sólo me acuerdo de una cosa. Dijo que te consideraba un buen mozo.

El joven Bingo cerró los ojos, sumido en una especie de éxtasis. Luego cogió el cuaderno de notas.

—Vete ahora, muchacho. Sé bueno —dijo con voz sorda y lejana—. He de escribir un poco.

—¿Escribir?

—Poesía, si quieres saberlo. Daría cualquier cosa —dijo el joven Bingo, no sin amargura— por que la hubieran bautizado con un nombre que no fuese Cynthia. No hay una condenada palabra en nuestro idioma que rime con él. ¡Grandes dioses, cómo habría podido lucirme si se llamara Jane!

A primera hora de la mañana siguiente, mientras yo estaba en la cama contemplando la luz del sol sobre la cómoda y preguntándome cuándo comparecería Jeeves con una taza de té, un gran peso me cayó sobre los dedos de los pies, y la voz del joven Bingo profanó el aire. El desgraciado se había levantado evidentemente con las alondras.

—Déjame en paz —dije—. Quiero estar solo. No puedo ver a nadie hasta después de tomar una taza de té.

—Cuando Cynthia sonríe —dijo el joven Bingo— el cielo es azulado; y el mundo tórnase de color rosa; en el jardín los pájaros cantan y trinan, y el gozo y la alegría todo lo dominan, cuando Cynthia sonríe. —Tosió, cambiando de tono—. Cuando Cynthia se irrita…

—¿De qué diablos estás hablando?

—Te estoy leyendo mi poema. Lo que escribí anoche para Cynthia. ¿Puedo continuar?

—¡No!

—¿No?

—No. Aún no he tomado el té.

En aquel momento entró Jeeves con la restauradora bebida, y yo me precipité sobre ella con un grito de alegría. Después de un par de sorbos las cosas me parecieron algo más luminosas. Ni siquiera el joven Bingo ofendía tanto la vista. Cuando terminé la primera taza fui un hombre nuevo, hasta tal punto que no sólo permití sino que animé también al pobre Bingo para que leyera el resto de su obra maestra, e incluso llegué a criticar la métrica del cuarto verso de la quinta estrofa. Aún estábamos discutiendo el asunto, cuando la puerta se abrió de par en par y entraron Claude y Eustace. Una de las cosas que me desaniman de la vida rural es la hora espantosamente temprana en que se producen los acontecimientos. He estado en lugares del campo donde me sacaron de la cama a las seis y media aproximadamente para ir a dar un alegre chapuzón en el lago. En Twing, gracias al cielo, me conocían y me dejaban desayunar en la cama.

Los gemelos parecían estar encantados de verme.

—¡Hola, viejo Bertie! —dijo Claude.

—¡Qué individuo tan valiente! —dijo Eustace—. El reverendo nos dijo que habías llegado. Ya sabía yo que mi carta te haría caer por aquí.

—Siempre se puede contar con Bertie —dijo Claude—. Es un deportista consumado. Bueno, ¿te habló Bingo a este propósito?

—Ni una palabra. Ha estado…

—Hemos estado charlando —dijo Bingo apresuradamente— de otras cosas.

Claude robó la última tostada con mantequilla, y Eustace se sirvió una taza de té.

—Se trata de lo siguiente, Bertie —dijo Eustace, instalándose cómodamente—. Como te expliqué en mi carta, somos nueve los que estamos abandonados en este lugar desierto, estudiando con el viejo Heppenstall. Bueno, desde luego, no hay nada más alegre que sudar sobre los textos clásicos con cien grados a la sombra; pero llega un momento en que uno comienza a sentir la necesidad de relajarse un poco, y Dios sabe que no hay absolutamente ninguna facilidad para relajarse en este lugar. Entonces Steggles tuvo esta idea. Steggles es uno de nuestra banda y, entre nosotros, te diré que es un poco gusano. Sin embargo, hay que reconocer su mérito por habérsele ocurrido esta idea.

—¿Qué idea?

—Bueno, ya sabes cuántos párrocos pululan por estos alrededores. Hay cerca de una docena de aldeas en un radio de diez kilómetros, y cada aldea tiene su iglesia, y cada iglesia tiene su párroco, y cada párroco lee un sermón cada domingo. De mañana en ocho, el domingo día veintitrés, celebraremos la Carrera del Gran Sermón. Steggles toma las apuestas. Cada párroco será cronometrado por un comisario digno de confianza, y el que lea el sermón más largo será el vencedor. ¿Estudiaste el programa que te envié?

—No logré comprender de qué se trataba.

—Pues, idiota, da los hándicaps y las apuestas corrientes sobre cada participante. Tengo otro aquí, por si has perdido el tuyo. Estúdialo cuidadosamente. Es un compendio del asunto. Jeeves, viejo amigo, ¿quiere hacer una especulación deportiva?

—¿Señor? —dijo Jeeves, que acababa de entrar con el desayuno.

Claude explicó el asunto. Fue asombrosa la rapidez con que Jeeves se hizo cargo de la situación. Pero se limitó a sonreír de un modo paternal.

—Gracias señor, creo que no.

—Bueno, tú estás con nosotros, Bertie, ¿verdad? —dijo Claude, robando un panecillo y un pedazo de beicon—. ¿Has estudiado ya ese programa? Bueno, dime, ¿se te ocurre alguna idea al verlo?

Desde luego que se me ocurrió. Se me ocurrió en el momento de verlo.

—Bueno, hay que dar por descontado que ganará el viejo Heppenstall —dije—. Para él esto será coser y cantar. No hay párroco en el país que pueda concederle ocho minutos. Vuestro amigo Steggles debe ser un asno si le da tamaña ventaja. Cuando estudiaba con él, el viejo Heppenstall nunca echaba un sermón que durara menos de media hora, y uno que trataba del amor fraternal duró cuarenta y cinco minutos, ni un segundo menos. ¿Es que últimamente ha perdido la inspiración?

—Nada de eso —dijo Eustace—. Cuéntale lo que ha ocurrido, Claude.

—Verás —dijo Claude—, el primer domingo de nuestra estancia aquí fuimos todos a la iglesia de Twing, y el viejo Heppenstall pronunció un sermón que duró mucho menos de veinte minutos. Eso es lo que ocurrió. Steggles no se dio cuenta y el reverendo tampoco, pero Eustace y yo vimos los dos que se le habían caído de la cartera por lo menos media docena de páginas mientras se dirigía al púlpito. Pareció titubear cuando llegó a la interpretación del manuscrito, pero continuó sin desfallecer, y Steggles se fue con la impresión de que veinte minutos, o poco menos, era su tiempo habitual. Al domingo siguiente oímos a Tucker y a Starkie, y ambos pasaron de los treinta y cinco minutos, de modo que Steggles arregló los hándicaps según puedes ver en el programa. Debes entrar en esto, Bertie. Lo malo es que estoy sin blanca, ¿sabes?, y Eustace también está sin blanca, y Bingo Little también está sin blanca, de modo que tendrás que sufragar al sindicato. ¡No esquives el bulto! No se trata más que de poner dinero en nuestros bolsillos. Bueno, ahora tenemos que marcharnos. Medítalo bien y telefonéame más tarde. Y si nos traicionas, Bertie, que la maldición de un primo, etcétera. Vámonos, Claude.

Cuanto más estudiaba el asunto, tanto más atractivo me parecía.

—¿Qué le parece, Jeeves? —pregunté.

Jeeves sonrió suavemente y se retiró.

—Jeeves no tiene sangre deportiva —dijo Bingo.

—Bueno, pues yo sí. Voy a tomar parte en esto. Claude tiene toda la razón. Es como si uno encontrase dinero en mitad de la carretera.

—¡Estupendo! —dijo Bingo—. Ahora empiezo a ver la luz del día. Supongamos que apueste diez libras por Heppenstall y que cobre; eso me proporcionará algo con que apostar por Pink Pill en la carrera de las dos, en Gatwick, dentro de dos semanas; cobro y lo apuesto todo por MuskRat, en la carrera de la una y media de Lewes, y aquí me tienes con una bonita suma que llevaré a Alexandra Park el día diez de septiembre, cuando haya conseguido una información directa de las caballerizas.

Esto parecía un fragmento del ¡Ayúdate! de Smiles.

—Y luego —dijo Bingo— estaré en condiciones de ver a mi tío y desafiarlo en su guarida. Se ha vuelto un poco esnob, ¿sabes?, y cuando se entere de que voy a casarme con la hija de un conde…

—Oye, chico —me vi obligado a decirle—, ¿no te parece que vas muy aprisa?

—Oh, no te preocupes. Es cierto que todavía no hay nada definitivo, pero el otro día prácticamente me dijo que yo le gustaba.

—¿Qué?

—Bueno, me dijo que el tipo de hombre que le agradaba es el que tiene confianza en sí mismo, el hombre varonil, fuerte, bien parecido, con carácter, ambición e iniciativa.

—¡Déjame, muchacho! —dije—. ¡Déjame con mi huevo frito!

En cuanto me hube levantado fui al teléfono, arranqué a Eustace de su labor matutina y le di instrucciones para apostar un billete de diez libras por el rayo de Twing para cada componente del sindicato; y después de almorzar, Eustace me llamó para decirme que había llevado a cabo la operación a base de siete contra uno, puesto que la diferencia aumentó debido al rumor en los círculos informados de que el reverendo padecía fiebre del heno y ponía en peligro sus posibilidades de pasearse cada mañana por el césped que había detrás de la vicaría. Y había sido una condenada suerte, pensé al día siguiente, haber logrado apostar el dinero a tiempo porque el domingo siguiente el viejo Heppenstall estaba desbocado y nos dio treinta y seis sólidos minutos sobre el tema «Ciertas supersticiones populares». Estaba sentado al lado de Steggles en el banco de la iglesia y lo vi palidecer visiblemente. Era un muchacho bajito, con cara de rata y ojos saltones y un carácter suspicaz. Lo primero que hizo cuando salimos fue anunciar formalmente que quienquiera que a partir de entonces quisiera apostar por el reverendo podía hacerlo a base de quince contra ocho, y añadió de un modo bastante desagradable que si hubiera podido hacer las cosas a su manera, habría llamado la atención del Jockey Club sobre el comportamiento del participante, pero que suponía que ya no podía hacerse nada. Este precio ruinoso frenó instantáneamente a los jugadores, y hubo poco movimiento de dinero. Y así quedó la cosa hasta después del almuerzo del martes. Mientras yo paseaba por delante de la casa fumando un cigarrillo, llegaron Claude y Eustace a la carrera montados en sendas bicicletas, con unas noticias fenomenales.

—Bertie —dijo Claude, extraordinariamente agitado—, a no ser que tomemos unas medidas inmediatas y nos pongamos a pensar activamente, estamos aviados.

—¿Qué pasa?

—Se trata de G. Hayward —dijo Eustace sombríamente—, el corredor de Lower Bingley.

—Nunca se nos ocurrió darle importancia —dijo Claude—. Por una u otra razón lo hemos despreciado. Siempre sucede lo mismo. Steggles lo despreció. Todos lo hemos despreciado. Pero Eustace y yo, por una rara casualidad, pasamos por Lower Bingley esta mañana y nos encontramos con que se celebraba una boda en la iglesia, y de repente pensamos que no vendría mal enterarnos de cuáles eran las condiciones de G. Hayward, por si resultaba ser el caballo sorpresa.

—Y fue una suerte que lo hiciéramos —dijo Eustace—. Echó un sermón de veintiséis minutos según el cronómetro de Claude. ¡Fíjate, en una boda de pueblo! ¿Qué hará cuando hable en serio?

—Sólo hay una solución, Bertie —dijo Claude—. Tienes que anticipar más fondos para que podamos apostar por Hayward y salvarnos.

—Pero…

—Bueno, es la única salida posible.

—Pero escuchad; detesto la idea de tirar por la ventana todo el dinero que apostamos en Heppenstall.

—¿Qué sugieres, entonces? No te figurarás que el reverendo pueda ganar dando a esa auténtica maravilla un hándicap, ¿verdad?

—¡Ya lo tengo! —dije.

—¿Qué?

—Veo la posibilidad de salvar a nuestro candidato. Iré a verle esta tarde y le pediré como favor personal que el domingo nos lea su sermón sobre el amor fraternal.

Claude y Eustace se miraron como los muchachos del poema, haciendo fantásticas conjeturas.

—Es una idea —dijo Claude.

—Es una idea muy inteligente —dijo Eustace—. No imaginaba que pudieras llegar a tanto, Bertie.

—Pero incluso así —dijo Claude—, por largo que sea este sermón, ¿lo será lo suficiente para enfrentarse con un hándicap de cuatro minutos?

—¡Ya lo creo que sí! —repliqué—. Cuando os dije que duraba cuarenta y cinco minutos, probablemente me quedé corto. Diría, por lo que recuerdo, que se acerca a los cincuenta.

—Entonces, adelante —dijo Claude.

Por la tarde me llegué hasta la vicaría y arreglé el asunto. El viejo Heppenstall fue de lo más decente en esta cuestión. Parecía contento y conmovido de que yo hubiese recordado el sermón durante tanto años y me dijo que había pensado una o dos veces en volver a leerlo, sólo que le pareció, después de meditarlo, que tal vez era demasiado extenso para una congregación rural.

—Y en esta época de inquietudes, mi querido Wooster —dijo—, temo que la brevedad en el púlpito sea cada vez más deseable incluso para el feligrés bucólico, a quien uno hubiera supuesto menos afligido por el espíritu de la prisa y de la impaciencia que su hermano metropolitano. Tuve muchas discusiones a este respecto con mi sobrino, el joven Bates, que va a ocupar el lugar de mi viejo amigo Spettigue, en Gandle-by-theHill. Su punto de vista es que hoy día un sermón debe ser una lectura fresca, viva y directa que nunca ha de durar más de diez o doce minutos.

—¿Tan poco? —dije—. ¡Vaya, Dios santo! Usted no dirá que es largo su sermón sobre el amor fraternal, ¿verdad?

—Su lectura precisa unos buenos cincuenta minutos.

—¿Está usted seguro?

—Su incredulidad, mi querido Wooster, es extraordinariamente halagüeña, mucho más halagüeña, desde luego, de lo que merezco. Sin embargo, los hechos son como le he dicho. ¿Está usted seguro de que no debería hacer algunos cortes y supresiones? ¿No cree usted que sería conveniente borrar algo o aligerarlo un poco? ¿Podría, por ejemplo, omitir la digresión un tanto agotadora sobre la vida familiar de los primitivos asirios?

—No toque ni una palabra o lo echará todo a perder —dije ansiosamente.

—Me encanta oírle, y leeré el sermón el próximo domingo por la mañana, sin falta.

Lo que siempre he dicho, y lo que siempre diré, es que estas apuestas anticipadas son una equivocación, un error, un juego de idiotas. Nunca se puede decir lo que ocurrirá. Si los hombres no se apartasen de la recomendable S. P.,[3] no irían tantos jóvenes por el mal camino. Acababa de terminar mi desayuno el sábado por la mañana, cuando Jeeves se acercó a la cabecera de mi cama para decirme que Eustace me llamaba por teléfono.

—¡Dios mío, Jeeves!, ¿qué cree usted que sucede?

He de decir que comencé a ponerme un tanto nervioso.

—Míster Eustace no me hizo ninguna confidencia, señor.

—¿Estaba alterado?

—Me parece que sí, señor, a juzgar por su voz.

—¿Sabe usted lo que pienso, Jeeves? Debe de haberle ocurrido algo malo al favorito.

—¿Quién es el favorito, señor?

—Míster Heppenstall. Todo está a su favor, actualmente. Albergaba la intención de leer un sermón sobre el amor fraternal que había de llevarle a la meta con amplia ventaja. Me pregunto si le habrá pasado algo.

—Podría usted averiguarlo, señor, hablando con míster Eustace por teléfono. Aún está al aparato.

—¡Por favor, sí!

Me envolví en una bata y volé escaleras abajo como un fuerte y raudo viento. En cuanto oí la voz de Eustace ya supe que estábamos perdidos. Había un agonizante croar en ella.

—¿Bertie?

—Aquí estoy.

—¡Caramba, cuánto tiempo has necesitado! Bertie, estamos hundidos. El favorito ha caído.

—¡No!

—¡Sí! Ha estado tosiendo en el establo toda la noche pasada.

—¿Qué?

—Lo que oyes. Tiene la fiebre del heno.

—¡Dios santo!

—El doctor está con él ahora y es sólo cuestión de minutos que lo borren oficialmente de la lista. Eso quiere decir que el vicario se presentará en su lugar, y el pobre no vale nada. Lo ofrecen a cien contra seis, pero no hay interesados. ¿Qué vamos a hacer?

Tuve que afrontar el problema en silencio durante un momento.

—Eustace.

—¿Sí?

—¿Qué puedes obtener sobre G. Hayward?

—Sólo cuatro contra uno. Creo que alguien ha ido con el soplo y que Steggles sabe algo. Las probabilidades disminuyeron anoche de un modo significativo.

—Bueno, cuatro contra uno no está mal. Apuesta otras cinco libras por G. Hayward para el sindicato. Eso nos salvará.

—Si gana.

—¿Qué quieres decir? Pensé que lo considerabas el más seguro, exceptuando a Heppenstall.

—Empiezo a preguntarme —dijo Eustace tristemente— si existe algo parecido a una certidumbre en este mundo. Me dicen que el reverendo Joseph Tucker hizo ayer una galopada de prueba extraordinariamente buena en una reunión de madres en Badgwick. Sin embargo, ésta parece ser nuestra única posibilidad. Hasta pronto.

No siendo comisario oficial, podía escoger la iglesia al día siguiente y, naturalmente, no vacilé. El único inconveniente de ir a Lower Bingley era que se encontraba a diecisiete kilómetros de distancia. Esto significaba tenerse que levantar temprano, pero uno de los criados me prestó una bicicleta y allí me fui con ella. Sólo tenía la afirmación de Eustace de que G. Hayward era un corredor de tanta valía y era posible que únicamente hubiese ostentado un estilo excepcional en la boda donde los gemelos le vieran predicar; pero cualquier duda que yo hubiese podido tener desapareció en cuanto subió al púlpito. Eustace tenía razón. Resultó una cosa seria. Era un individuo alto, imponente, de aspecto ordenado, y desde el comienzo se lanzó a una verborrea fácil y atractiva, deteniéndose y carraspeando al final de cada frase. No habían transcurrido cinco minutos y ya me había dado cuenta de que aquél era el ganador. Su modo de pararse y mirar a intervalos alrededor de la iglesia nos valía minutos, y en la última parte ganamos no poca ventaja debido a que dejó caer sus quevedos y tuvo que buscarlos. A los veinte minutos sólo había iniciado el tema. A los veinticinco minutos le vieron adelantar vigorosamente. Y cuando finalmente acabó con un buen esfuerzo, el reloj señalaba treinta y cinco minutos, catorce segundos. El hándicap que le habían dado parecía haberle facilitado las cosas y fue con excelente disposición de ánimo como salté sobre la bicicleta y emprendí el regreso a Hall para el almuerzo.

Bingo estaba hablando por teléfono cuando llegué.

—¡Estupendo! ¡Magnífico! ¡Colosal! —estaba diciendo—. ¿Eh? ¡Oh, no tenemos que preocuparnos por él! Muy bien, se lo diré a Bertie. —Colgó el auricular y me vio—. ¡Hola, Bertie! Acabo de hablar con Eustace. Todo marcha a pedir de boca, viejo. El informe de Lower Bingley acaba de llegar. G. Hayward no tiene competidor.

—Ya lo sabía. Acabo de verlo.

—¿Ah, estuviste allí? Yo fui a Badgwick. Tucker corrió estupendamente, pero el hándicap era demasiado grande para él. Starkie tenía ronquera y no llegó a ninguna parte. Roberts, de Fale-by-the-Water llegó tercero. ¡Viva G. Hayward! —dijo Bingo afectuosamente, y salimos a la terraza.

—¿Han llegado ya todos los informes? —pregunté.

—Todos, salvo el de Gandle-by-the-Hill. Pero no tenemos que preocuparnos por Bates. Nunca tuvo la menor posibilidad. A propósito, el viejo Jeeves pierde sus diez libras. ¡Qué zopenco!

—¿Jeeves? ¿Qué quieres decir?

—Vino a verme esta mañana después que tú hubieras salido y me rogó que apostara diez libras por Bates para él. Le dije que no hiciera tonterías, y le aconsejé que no tirara el dinero por la ventana, pero se puso terco.

—Discúlpeme, señor. Esta carta llegó para usted minutos después de que saliera de casa esta mañana.

Jeeves se había materializado en el vacío, y estaba a mi lado.

—¿Eh? ¿Qué? ¿Una carta?

—El mayordomo del reverendo Heppenstall la trajo de la vicaría, señor. Llegó demasiado tarde para entregársela a usted.

El joven Bingo estaba hablando con Jeeves paternalmente a propósito de las apuestas contrarias al buen sentido. El grito que lancé le hizo morderse la lengua en medio de una frase.

—¿Qué demonios sucede? —preguntó, no sin enojo.

—¡Estamos perdidos! ¡Escucha esto!

Le leí la carta:

La vicaría,

Twing, Gloucestershire.

Mi querido Wooster:

Como tal vez sepa usted, ciertas circunstancias que no están en mi mano evitar me impedirán pronunciar el sermón sobre el amor fraternal que tuvo usted la amabilidad de solicitarme. Sin embargo, no quiero causarle una decepción, y si usted asiste hoy al servicio divino de Gandle-by-the-Hill, oirá usted mi sermón predicado por el joven Bates, mi sobrino. Le he prestado el manuscrito por habérmelo pedido él urgentemente, pues entre nosotros mi sobrino es uno de los candidatos a la dirección de un conocido colegio, y la elección se ha reducido a él y a otro rival.

Anoche, a última hora, James recibió la información privada de que el presidente de la junta de directores del colegio se proponía acudir al servicio de este domingo para juzgar sus dotes de orador, lo cual ha de influir grandemente en la decisión de la junta. Accedí a su demanda de prestarle mi sermón sobre el amor fraternal del que, al igual que usted, conserva al parecer un vivo recuerdo. Era demasiado tarde para que le fuera posible redactar un sermón de extensión adecuada con que sustituir a la corta plática que —erróneamente, según mi opinión— se había propuesto leer a su rebaño rural, y quise ayudar al muchacho.

Esperando que la prédica de mi sobrino le proporcione a usted unos recuerdos no menos agradables que los que dice usted tener de la mía, le saluda su afectísimo.

F. HEPPENSTALL

P. S. La fiebre del heno me ha debilitado desagradablemente los ojos, de modo que dicto esta carta a mi mayordomo, Brookfield, el cual se la entregará.

No sé cuándo he percibido un silencio más abrumador que el que siguió a la lectura de esta alegre epístola. El joven Bingo tragó saliva una o dos veces, y casi todas las emociones conocidas comparecieron y desaparecieron de su rostro. Jeeves emitió una tosecita suave, queda y dulce, como una oveja que se ha atragantado con una brizna de hierba. Luego se quedó mirando serenamente el paisaje. Finalmente el joven Bingo habló.

—¡Dios me ampare! —murmuró roncamente—. Una faena de la S. P.

—Creo que ése es el término técnico, señor —observó Jeeves.

—¿De manera que recibió usted una información confidencial? ¡Maldita sea! —dijo Bingo.

—Sí, señor —dijo Jeeves—. Casualmente Brookfield mencionó el contenido de la carta cuando la trajo. Somos viejos amigos.

Bingo manifestó dolor, angustia, rabia, desesperación y resentimiento.

—Bueno, todo lo que puedo decir —gritó— es que esto es un poco fuerte. ¡Predicar la plática de otro! ¿A eso se le llama honradez? ¿A eso se le llama juego limpio?

—Bueno, muchacho —dije—, sé justo. Está dentro de las reglas. Los sacerdotes lo hacen continuamente. No se puede esperar de ellos que siempre redacten los sermones que leen.

Jeeves volvió a toser y miró con ojos inexpresivos antes de hacer nuevamente uso de la palabra.

—Y en el caso presente, señor, si se me permite la libertad de hacer esta observación, creo que debemos ser comprensivos. Hemos de recordar que el obtener la dirección del colegio lo significa todo para la joven pareja.

—¡Joven pareja! ¿Qué joven pareja?

—El reverendo James Bates, señor, y lady Cynthia. La doncella de su señoría me informó de que se han comprometido hace unas semanas, provisionalmente, claro está; y su señoría, el padre de lady Cynthia, prometió dar su consentimiento a condición de que míster Bates se asegure una posición realmente importante y remunerativa.

El joven Bingo se volvió verde pálido.

—¡Comprometidos!

—Sí, señor.

Hubo un silencio.

—Creo que voy a dar un paseo —dijo Bingo.

—Pero muchacho —dije—, es la hora del almuerzo. El gong sonará de un momento a otro.

—¡Al diablo el almuerzo! —exclamó Bingo.