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No sé si se encuentra usted en el grupo que ha seguido la narración de mis anteriores aventuras con Gussie Fink-Nottle —es posible que sea de los que no han tenido tiempo para ello—, pero si es de los primeros recordará que el trabajo sucio en aquella ocasión comenzó con un mar de telegramas, y no le sorprenderá saber que me encontré mirando ese montón de sobres con recelo. Desde entonces siempre me ha parecido que los telegramas, en cualquier cantidad, presagian problemas.
A primera vista tuve la idea de que había unos veinte, pero un examen más de cerca reveló sólo tres. Todos habían sido enviados desde Totleigh-in-the-Wold, y todos llevaban la misma firma.
Decían así:
El primero:
Wooster,
Berkeley Mansions,
Berkeley Square,
Londres.
Ven inmediatamente. Grave desavenencia Madeline y yo. Contesta.
GUSSIE
El segundo:
Sorprendido no recibir respuesta a mi telegrama que decía Ven inmediatamente grave desavenencia Madeline y yo. Contesta.
GUSSIE
Y el tercero:
Pregunto: Bertie, ¿por qué no respondes a mis telegramas? He enviado dos hoy diciendo Ven inmediatamente grave desavenencia Madeline y yo. A menos que vengas lo antes posible preparado para prestar todos los esfuerzos para reconciliación, la boda se suspenderá. Contesta.
GUSSIE
He dicho que la permanencia en el baño turco había contribuido mucho a restablecer el mens sana in corpore nosequé. La lectura atenta de estas horribles comunicaciones produjo una recaída instantánea. Mis recelos, me di cuenta, estaban bien fundados. Algo me había susurrado, al ver aquellos puñeteros sobres, que ya estábamos otra vez; y ya estábamos.
El sonido de las familiares pisadas había hecho salir a Jeeves de la parte trasera. Una mirada fue suficiente para indicarle que no todo le iba bien a su patrón.
—¿Está enfermo, señor? —preguntó, solícito.
Me senté en una silla y me pasé una mano agitada por el pelo.
—Enfermo no, Jeeves, pero muy nervioso. Lea esto.
Paseó los ojos por los telegramas, y luego los pasó a los míos, y pude leer en ellos su respetuosa ansiedad por el bienestar del joven señor.
—Muy inquietante, señor.
Su voz era grave. Me di cuenta de que lo había entendido. El siniestro significado de aquellos telegramas era tan claro para él como lo era para mí.
No hablamos del asunto, por supuesto, pues hacerlo habría sido hablar a la ligera de una mujer, pero Jeeves posee el pleno conocimiento de los hechos referentes a la mezcla Bassett-Wooster y es conocedor del peligro que me amenaza desde aquel frente. No había necesidad de explicarle por qué encendí entonces un febril cigarrillo y levanté la mandíbula inferior con visible esfuerzo.
—¿Qué supone que ha sucedido, Jeeves?
—Es difícil aventurar una conjetura, señor.
—La boda puede suspenderse, dice. ¿Por qué? Es lo que me pregunto.
—Sí, señor.
—Y no me cabe duda de que es lo que usted se pregunta.
—Sí, señor.
—Graves dificultades.
—Muy graves, señor.
—Lo único que podemos decir con certeza es que de alguna manera (cómo, presumiblemente lo sabremos más adelante) Gussie ha vuelto a hacer el idiota.
Pensé un momento en Augustus Fink-Nottle, recordando cómo siempre había pertenecido a la clase de los tontos. Los mejores jueces lo habían dicho durante años. En nuestra escuela privada, donde le conocí, le denominaban «Cabezota», y en ello competía con tipos como Bingo Little, Freddie Widgeon y yo.
—¿Qué debo hacer, Jeeves?
—Creo que lo mejor sería trasladarse a Totleigh Towers, señor.
—¿Pero cómo voy a hacerlo? El viejo Bassett me echará de allí en cuanto llegue.
—Posiblemente, si telegrafiara a míster Fink-Nottle, señor, para explicarle su problema, él podría sugerir alguna solución.
Esto parecía sensato. Me apresuré a ir a correos, y telegrafié lo siguiente:
Fink-Nottle,
Totleigh Towers,
Totleigh-in-the-Wold.
Sí, todo está muy bien. Dices que vaya inmediatamente, pero ¿cómo demonios quieres que lo haga? No comprendes las relaciones entre papá Bassett y yo. Éstas no son como para que reciba bien una visita de Bertram. Inevitablemente me echará y me arrojará los perros. Inútil sugerir que me ponga falsos bigotes y finja que voy a inspeccionar los desagües, pues el viejo conoce bien mis facciones y descubriría al instante la impostura. ¿Qué he de hacer? ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué grave desavenencia? ¿Qué grave desavenencia? ¿Qué quieres decir con que se suspenderá la boda? ¿Por qué demonios? ¿Qué le has hecho a la muchacha? Contesta.
BERTIE
La respuesta llegó durante la cena:
Wooster,
Berkeley Mansions,
Berkeley Square,
Londres.
Entiendo dificultad, pero creo que puede funcionar. A pesar de las relaciones tensas, aún nos hablamos con Madeline. Le he dicho que he recibido carta urgente tuya rogando se te permita venir aquí. Espera invitación pronto.
GUSSIE
Y al día siguiente, después de una noche agitada, recibí tres.
El primero decía:
Ha funcionado. Enviada invitación. Cuando vengas, trae libro titulado Mis amigas las salamandras, de Loretta Peabody, publicado por Popgood y Grooly que puedes conseguir en cualquier librería.
GUSSIE
El segundo:
Bertie, viejo asno, me han dicho que vienes. Encantada, pues quiero que hagas algo muy importante para mí.
STIFFY
El tercero:
Por favor, ven si lo deseas, pero, oh, Bertie, ¿es prudente? ¿No te causará dolor innecesario verme? Es como meter el dedo en la llaga.
MADELINE
Jeeves entró con la taza de té de la mañana cuando leía estas misivas, y se las entregué en silencio. Él las leyó también del mismo modo. Fui capaz de beber cerca de media taza del líquido caliente y tonificante antes de que él hablara.
—Creo que deberíamos ponernos en marcha enseguida, señor.
—Eso supongo.
—Haré el equipaje inmediatamente. ¿Desea que llame a mistress Travers por teléfono?
—¿Por qué?
—Esta mañana ella ha llamado varias veces.
—¿Ah, sí? Entonces, quizá será mejor que le haga una llamada.
—Creo que no será necesario, señor. Imagino que ésta es la señora.
Un largo y sostenido timbrazo había sonado en la puerta delantera, como si una tía hubiera puesto el pulgar sobre el botón y lo hubiera dejado ahí. Jeeves se retiró, y un momento más tarde se hizo evidente que su intuición no le había engañado. Una voz resonante retumbó por todo el piso, la voz que en otra época, cuando anunciaba la llegada de un zorro a su proximidad, solía hacer que los miembros del Quorn y el Pytchley se sujetaran el sombrero y se ataran a su silla de montar.
—¿Todavía no está despierto ese joven sabueso, Jeeves?… Ah, ahí estás.
La tía Dahlia irrumpió en mi habitación.
En todo momento y en todas las ocasiones, debido a años de acoso a los zorros en toda clase de condiciones climatológicas, esta parienta tiene un rostro bastante purpúreo, pero en ese momento se observaba en ella un tono malva más profundo que de costumbre. Respiraba convulsivamente, y los ojos le relucían con un brillo extraño. Un hombre con menos penetración que Bertram Wooster habría podido adivinar que ante él se hallaba una tía que estaba de mal humor por algo.
Era evidente que la información que ansiaba destapar bullía dentro de ella, pero que aplazaba su revelación un momento para reprocharme el estar en la cama a semejante hora. Sumergido, como ella lo denominó con su franqueza de costumbre, en un sueño porcino.
—No sumergido en un sueño porcino —corregí—. Hace un rato que estoy despierto. En realidad, estaba a punto de tomar mi comida matinal. Comerás conmigo, supongo. Huevos con tocino puedes darlos por sentados, pero si lo pides, podemos prepararte un par de arenques ahumados.
Ella soltó un bufido con súbita violencia que veinticuatro horas antes me habría acobardado por completo. Incluso en el estado tolerablemente fuerte en que me encontraba, me afectó casi como una de esas explosiones de gas que matan a seis.
—¡Huevos! ¡Arenques ahumados! Lo que quiero es un coñac con soda. Dile a Jeeves que me lo prepare. Y si se olvida de poner la soda, no me importará. Bertie, ha sucedido una cosa horrible.
—Vamos al comedor, mi agitado viejo álamo —dije—. Allí no nos interrumpirán. Jeeves querrá entrar aquí para hacer el equipaje.
—¿Te marchas a alguna parte?
—A Totleigh Towers. He recibido el más inquietante…
—¿Totleigh Towers? Bueno, que me aspen. Allí es adonde venía a decirte que tenías que ir inmediatamente.
—¿Eh?
—Cuestión de vida o muerte.
—¿Qué quieres decir?
—Pronto lo entenderás, cuando te lo haya explicado.
—Entonces, vamos al comedor y explícamelo enseguida.
»Ahora, mi querida y misteriosa insinuadora —dije, cuando Jeeves había llevado la comida y se había retirado—, cuéntamelo todo.
Por un instante, hubo un silencio, roto sólo por el musical sonido de una tía al beber coñac con soda y yo tomándome una taza de café. Después, dejó su vaso alto y tomó aliento.
—Bertie —dijo—, deseo empezar por decir unas palabras acerca de sir Watkyn Bassett, comendador de la Orden del Imperio Británico. Que el pulgón ataque sus rosas. Que su cocinero se emborrache la noche de una gran cena. Que todas sus gallinas cojan la modorra.
—¿Cría gallinas? —pregunté.
—Que su cisterna tenga una fuga, y que las hormigas blancas, si existen en Inglaterra, le corroan los cimientos de Totleigh Towers. Y cuando avance por el pasillo central de la iglesia con su hija Madeline, para entregarla a ese asno de Spink-Bottle, que le coja un ataque de estornudos y descubra que ha salido de casa sin pañuelo.
Se interrumpió, y me pareció que todo esto, aunque enérgico, no era inoportuno.
—Totalmente —dije—. Estoy de acuerdo contigo in toto. Pero ¿qué ha hecho?
—Te lo diré. ¿Recuerdas aquella vaca-jarrita?
Empecé a comer un huevo frito, temblando un poco.
—¿Si lo recuerdo? Jamás la olvidaré. No lo creerá, tía Dahlia, pero cuando fui a la tienda, ¿quién se hallaba allí por la más asombrosa casualidad si no el propio Bassett…?
—No fue casualidad. Había ido allí a echar una mirada a ese objeto, para ver si era como Tom le había dicho. Porque (¿puedes imaginar semejante locura, Bertie?) ese idiota tío tuyo le había hablado de ella. Habría podido imaginar que ese demonio de hombre urdiría algún plan diabólico para que no la consiguiera. Y lo hizo. Ayer Tom almorzó con sir Watkyn Bassett en el club de éste. En la carta había langosta fría, y este Maquiavelo se la hizo tomar.
La miré con incredulidad.
—No irás a decirme —dije, perplejo, pues conocía el mecanismo intensamente delicado y finamente equilibrado del vientre de mi tío— que el tío Tom comió langosta. Después de lo que sucedió la pasada Navidad…
—Instigado por este hombre, al parecer comió no sólo kilos de langosta, sino también bosques de pepino en rodajas. Según su historia, que esta mañana ha podido contarme (cuando ayer regresó a casa sólo podía gruñir), al principio se resistió. Se mantuvo firme y decidido. Pero luego, las circunstancias le vencieron. El club de Bassett, al parecer, es uno de esos clubs donde tienen los platos fríos sobre una mesa en el centro de la habitación, colocados de tal manera que, se siente uno donde se siente, no puede evitar verlos.
Asentí con la cabeza.
—En Los Zánganos también lo hacen. Catsmeat Potter-Pirbright una vez dio en la tarta de venado, desde la ventana que está más lejos, seis veces con seis panecillos consecutivos.
—Eso fue la perdición del pobre Tom. Él habría podido ser lo suficientemente fuerte para ignorar la jerga de vendedor de Bassett sobre la langosta, pero ver el plato fue demasiado. Cedió a la tentación, devoró como un esquimal muerto de hambre, y a las seis me llamó el portero para preguntarme si podía enviar el coche a recoger los restos, que habían sido descubiertos por un criado retorciéndose en un rincón de la biblioteca. Llegó media hora más tarde, pidiendo débilmente bicarbonato. ¿Bicarbonato? ¡Y un cuerno! —dijo la tía Dahlia, con una carcajada amarga—. Necesitó a dos médicos y un lavado de estómago.
—¿Y entretanto…? —dije, pues vi adónde iba a parar la historia.
—Y entretanto, por supuesto, el demonio de Bassett había ido a comprar la vaca-jarrita. El hombre le había prometido a Tom que se la guardaría hasta las tres, pero, naturalmente, cuando llegaron las tres y él no había aparecido y había otro cliente pidiéndola, se la vendió. Así que ya sabes. Bassett tiene la vaca-jarrita, y anoche se la llevó a Totleigh.
Era una triste historia, desde luego, y confirmaba lo que yo tantas veces había pensado de papá Bassett, a saber, que un magistrado que podía multar a un tipo con cinco libras, cuando una simple reprimenda sería más que suficiente, era capaz de cualquier cosa, pero no alcanzaba a ver lo que ella creía que había que hacer al respecto. Toda la situación me parecía esencialmente una de esas en que uno se limita a apretar los puños y alzar la vista al cielo, sin decir palabra, y luego se empieza una nueva vida y se intenta olvidar. Eso dije mientras untaba con mermelada una tostada.
Ella me miró en silencio un momento.
—¿Ah? ¿Eso es lo que crees?
—Sí, así es.
—Admites, supongo, que según toda ley moral esa vaca-jarrita pertenece a Tom.
—Oh, enfáticamente.
—¿Pero te tomarías este horrible ultraje tan tranquilo? ¿Permitirías que este atracador consiga su botín? ¿Enfrentado al espectáculo de semejante sucia trampa, más clara que cualquier otra perpetrada en un país civilizado, te quedarías ahí sentado y dirías «Bien, bien», y no harías nada?
Lo sopesé.
—Posiblemente no diría «Bien, bien». Admito que la situación requiere un comentario más fuerte. Pero no haría nada.
—Bueno, yo sí voy a hacer algo. Voy a robar ese maldito objeto.
La miré fijamente, pasmado. No emití la menor reprimenda, pero había un claro «¡Vamos!» en mi mirada. Aunque la provocación era, lo admití, grave, no podía aprobar esos métodos de mano dura. Y estaba a punto de intentar despertar su conciencia dormida al preguntarle suavemente qué pensaría el Quorn de esas actividades —o, para el caso, el Pytchley—, cuando ella añadió:
—O, mejor dicho, tú lo harás.
Yo acababa de encender un cigarrillo cuando pronunció estas palabras, y así, de acuerdo con lo que dicen en los anuncios, tenía que haber permanecido impasible. Pero debía de tratarse del cigarrillo equivocado, pues salté de la silla como si alguien me hubiera clavado un punzón afilado a través del asiento.
—¿Quién, yo?
—Eso es. Verás como todo encaja. Pasarás unos días en Totleigh. Tendrás cientos de excelentes oportunidades para poner las garras sobre ese objeto…
—¡Pero porras!
—… y he de tenerlo, porque si no, jamás podré sacarle un cheque a Tom para esa novela por entregas de Pomona Grindle. Simplemente, no estará de humor. Y ayer firmé con esa chica un precio fabuloso, la mitad de la suma acordada hay que pagarla por adelantado dentro de una semana. Así que ponte a trabajar enseguida, muchacho. No veo por qué lo encuentras tan difícil. A mí no me parece que eso sea hacer mucho por una tía querida.
—A mí me parece que eso es hacer muchísimo por una tía querida, y de ningún modo voy a…
—Oh, sí que lo harás, porque ya sabes lo que ocurrirá si no lo haces. —Hizo una significativa pausa—. ¿Me sigues, Watson?
Me quedé callado. No era necesario que me dijera a qué se refería. No era la primera vez que ella mostraba la mano de terciopelo bajo el guante de hierro —o, mejor dicho, al revés— de aquella manera.
Pues esta cruel parienta tiene un arma poderosa que constantemente mantiene sobre mi cabeza como la espada de… ¿quién era? (Jeeves lo sabría), y mediante la cual siempre puede doblegarme a su voluntad, y que es la amenaza de que si no hago lo que ella dice, me prohibirá sentarme a su mesa y me quitará de la boca la cocina de Anatole. No olvido fácilmente la ocasión en que me sancionó durante un mes entero, en mitad de la temporada del faisán, cuando este superhombre está en su mejor forma.
Efectué un último intento de razonar con ella.
—Pero ¿por qué quiere el tío Tom esa espantosa vaca-jarrita? Es un objeto horrible. Estaría mucho mejor sin él.
—Él no lo cree así. Bueno, hazme este pequeño y sencillo encargo, o los invitados a mi mesa pronto dirán: «¿Cómo es que ya nunca vemos a Bertie Wooster por aquí?». Dios bendito, ¡qué almuerzo tan asombroso nos hizo ayer Anatole! «Soberbio» es la única palabra. No me extraña que te guste su cocina. Como a veces dices, se funde en la boca.
La miré con seriedad.
—¡Tía Dahlia, esto es chantaje!
—Sí, ¿verdad? —dijo ella, y se marchó.
Volví a sentarme y, enojado, comí una loncha de tocino frío. Jeeves entró.
—Las maletas están hechas, señor.
—Muy bien, Jeeves —dije—. Pongámonos en marcha.
—Desde niño —dije, rompiendo un pensativo silencio que había durado unos ciento cuarenta kilómetros—, he estado en algunas situaciones difíciles, pero ésta se lleva la palma.
Avanzábamos rápidamente en el viejo dos plazas camino de Totleigh Towers, yo al volante, Jeeves a mi lado, los efectos personales en el maletero. Habíamos salido hacia las once y media, y la agradable tarde se encontraba en ese momento en su apogeo. Era uno de esos vigorizantes días soleados con un agradable sabor fuerte en el aire, y de haber sido las circunstancias diferentes de las que eran, sin duda me habría sentido en plena forma, charlando alegremente, saludando con la mano a los campesinos que pasaban, posiblemente incluso cantando alguna tonada ligera.
Lamentablemente, sin embargo, las circunstancias no eran diferentes de como eran, y no había ni asomo de una canción en los labios. Cuanto más pensaba en lo que me esperaba en esas puñeteras Towers, más encogido tenía el corazón.
—La palma —repetí.
—¿Señor?
Fruncí el ceño. El hombre se mostraba discreto, y no era momento para la discreción.
—No finja que no lo sabe todo, Jeeves —dije fríamente—. Se encontraba en la habitación de al lado durante mi entrevista con la tía Dahlia, y sus comentarios deben de haberse oído hasta en Piccadilly.
Él dejó de fingir.
—Bueno, sí, señor, debo confesar que he captado la sustancia de la conversación.
—Muy bien, pues. Estará de acuerdo conmigo en que la situación es complicada.
—Sin duda parece que se ha precipitado una crisis algo repentina en sus asuntos, señor.
Seguí conduciendo, reflexionando.
—Si tuviera que volver a vivir, Jeeves, comenzaría como huérfano sin tías. ¿En Turquía no ponen a las tías en sacos y las arrojan al Bósforo?
—A las odaliscas, señor, tengo entendido. No a las tías.
—Bien, ¿por qué no a las tías? Mire los problemas que causan en el mundo. Se lo digo, Jeeves, y puede citarme como autor de la frase: detrás de cada pobre e inocente sujeto que se mete en apuros por primera vez, se encontrará, si se mira con atención suficiente, a la tía que le ha metido en ellos.
—Hay gran parte de verdad en lo que dice, señor.
—Es inútil decirme que hay tías malas y tías buenas. En el fondo, todas son iguales. Tarde o temprano, sale la pata hendida. Piense en la tía Dahlia, Jeeves. Siempre la he considerado una buena sinvergüenza, como un perro raposero persiguiendo a un conejo. Y va y me hace un encargo como éste. A Wooster, el que birla cascos de policía, le conocemos. Estamos familiarizados con Wooster, el supuesto ladrón de bolsos. Pero tenía que ser ella quien presentara al mundo a un Wooster que va a la casa de un magistrado retirado y, mientras come su pan y su sal, le guinda su vaca-jarrita. ¡Fu! —dije, pues estaba nerviosísimo.
—Muy preocupante, señor.
—Me pregunto cómo me recibirá el viejo Bassett, Jeeves.
—Me interesará observar sus reacciones, señor.
—No puede echarme, supongo, ya que miss Bassett me ha invitado.
—No, señor.
—Por otra parte, puede (y creo que lo hará) mirarme por encima de sus quevedos y hacer ruidos extraños con la nariz. La perspectiva no es agradable.
—No, señor.
—Quiero decir, aunque no hubiera surgido este asunto de la vacajarrita, las condiciones serían difíciles.
—Sí, señor. ¿Puedo atreverme a preguntar si tiene intención de procurar llevar a cabo los deseos de mistress Travers?
No se pueden levantar las manos en un gesto apasionado cuando se conduce un coche a ochenta kilómetros por hora. De lo contrario, lo habría hecho.
—Éste es el problema que me tortura, Jeeves. No puedo decidirme. ¿Recuerda a ese tipo que alguna vez me ha mencionado, que dejó que algo sustituyera a algo? Ya sabe a quién me refiero, el tipo del gato.
—Macbeth, señor, un personaje de una obra de ese nombre escrita por el difunto William Shakespeare. Se decía de él que dejaba sustituir «Haría» por «No me atrevo», como el pobre gato del refrán.
—Bueno, así estoy yo ahora. Dudo, vacilo…, ¿es ésa la palabra?
—Perfectamente correcta, señor.
—Pienso en que se me prohíben los menús de Anatole y me digo a mí mismo que me dará algo. Luego reflexiono que mi nombre en Totleigh Towers ya es como el fango y que el viejo Bassett está firmemente convencido de que soy una especie de ladrón que roba todo lo que encuentro si no está clavado…
—¿Señor?
—¿No se lo conté? Tuve otro encuentro con él ayer, el peor hasta la fecha. Ahora me considera la escoria del mundo criminal; si no el enemigo público número uno, sin duda el número dos o tres.
Le informé brevemente de lo que había sucedido, e imaginen mi emoción cuando vi que al parecer él encontraba algo gracioso en la narración. Jeeves no sonríe a menudo, pero en ese momento una clara sonrisa había empezado a curvar sus labios.
—Un divertido malentendido, señor.
—¿Divertido, Jeeves?
Vio que su risa no era oportuna. Recompuso el semblante, haciendo desaparecer su sonrisa.
—Le ruego me perdone, señor. Debería haber dicho «inquietante».
—Bastante.
—Debió de ser muy duro, encontrarse con sir Watkyn en semejantes circunstancias.
—Sí, y será mucho más duro si me pilla birlándole su vaca-jarrita. No ceso de verle haciéndolo.
—Lo entiendo, señor. Y así, el matiz natural de la resolución se ve debilitado por la pálida sombra del pensamiento, y empresas de gran importancia en este aspecto se tuercen y pierden el nombre de la acción.
—Exactamente. Me ha quitado las palabras de la boca.
Seguí conduciendo, meditando más que nunca.
—Y hay otro punto que se presenta, Jeeves. Aunque quiera robar vacas-jarrita, ¿cómo voy a encontrar el momento de hacerlo? No es algo que se pueda coger de paso. Hay que planear, conspirar y hacer esquemas. Y necesitaré toda la concentración posible de Gussie para este asunto.
—Exactamente, señor. Se aprecia la dificultad.
—Y, por si esto no fuera suficiente, está el telegrama de Stiffy. ¿Recuerda el tercer telegrama que ha llegado esta mañana? Era de miss Stephanie Byng, la prima de miss Bassett, que reside en Totleigh Towers. Ya la conoce. Vino a casa a almorzar hace una o dos semanas. Una chica más bien menuda, del tonelaje aproximado de Jessie Matthews.
—Ah, sí, señor. Recuerdo a miss Byng. Una joven encantadora.
—Sí. Pero ¿qué quiere que haga por ella? Ésa es la cuestión. Quizá algo completamente inadecuado para el consumo humano. O sea que también tengo eso para preocuparme. ¡Qué vida!
—Sí, señor.
—Aun así, he de conservar la calma, supongo, ¿no, Jeeves?
—Exactamente, señor.
Durante estos intercambios, habíamos avanzado a marcha regular, y no había dejado de observar que en un letrero que acabábamos de pasar estaban escritas las palabras «Totleigh-in-the-Wold: 13 kilómetros». Entonces apareció ante nosotros, a través de los árboles, una imponente casa de campo.
Frené el coche.
—¿Final del viaje, Jeeves?
—Eso tendería a suponer, señor.
Y así demostró ser. Después de cruzar la verja y detenernos ante la puerta principal, el mayordomo nos informó de que aquélla era, realmente, la morada de sir Watkyn Bassett.
—Childe Roland a la oscura torre ha venido, señor —dijo Jeeves, cuando nos apeamos, aunque no tenía ni idea de lo que significaba. Respondiendo con un breve «Ah, oh», desvié mi atención al mayordomo, que se esforzaba por comunicarme algo.
Lo que me decía, deduje, era que si deseaba mezclarme inmediatamente con los ocupantes de la casa, había elegido un mal momento para llegar. Sir Watkyn, explicó, había salido de repente a descansar un momento.
—Imagino que está en algún lugar de la finca con míster Roderick Spode.
Me sobresalté. Después de aquel asunto en la tienda de antigüedades, el nombre de Roderick estaba, como bien pueden imaginar, grabado profundamente en mi corazón.
—¿Roderick Spode? ¿Un tipo corpulento con un bigote pequeño y una mirada de esas que pueden abrir una ostra a sesenta pasos?
—Sí, señor. Llegó ayer con sir Watkyn procedente de Londres. Han salido poco después del almuerzo. Miss Madeline está en casa, creo, pero puede llevar un buen rato localizarla.
—¿Y míster Fink-Nottle?
—Creo que ha ido a dar un paseo, señor.
—Ah. Bien. Entonces, me entretendré un poco por ahí.
Me alegré de tener oportunidad de permanecer solo un rato, pues deseaba meditar. Paseé por la terraza, haciéndolo.
La noticia de que Roderick Spode se encontraba en la finca me había dejado inquieto. Suponía que no era más que un simple conocido del club del viejo Bassett, que limitaba sus actividades exclusivamente a la metrópoli, y su presencia en Totleigh Towers hacía la perspectiva de intentar acobardar a los más valientes el doble de intimidante de lo que había sido antes, cuando suponía que tendría que estar bajo la vigilancia personal de sir Watkyn solamente.
Bueno, eso lo pueden ver ustedes mismos. Quiero decir, imaginen cuán desgraciado se sentiría el Maestro Criminal, al cometer un asesinato en la vieja granja, si descubriera que no sólo Sherlock Holmes pasaba allí el fin de semana, sino también Hercule Poirot.
Cuanto más pensaba en la idea de robar la vaca-jarrita, menos me gustaba. Me parecía que tenía que haber otro camino, y que lo que yo debía hacer era explorar todas las vías con la esperanza de encontrar alguna fórmula. Con este fin, paseé por la terraza con la cabeza gacha, reflexionando.
El viejo Bassett, observé, había invertido muy bien su dinero. Soy bastante experto en casas de campo, y vi que ésta era de gran calidad. Bonita fachada, amplios terrenos, céspedes bien recortados, y una atmósfera general de lo que se conoce como paz del Viejo Mundo. A lo lejos mugían las vacas, las ovejas balaban y los pájaros cantaban, y de algún lugar cercano llegó el sonido de un disparo, que indicaba que alguien se las tenía con los conejos de la zona. Totleigh Towers podía ser un lugar donde el Hombre era vil, pero no cabe duda de que todas las perspectivas eran agradables.
Y me paseaba arriba y abajo, intentando calcular cuánto habría tardado el viejo granuja, multando, por ejemplo, a veinte personas al día con cinco libras cada una, en recoger suficiente dinero para pagar todo aquello, cuando mi atención se detuvo en el interior de una habitación de la planta baja, visible a través de una puertaventana abierta.
Era una especie de sala de estar secundaria, si saben a lo que me refiero, y daba la impresión de estar amueblada en exceso. Ello se debía al hecho de que se hallaba repleta a rebosar de vitrinas, y éstas a su vez estaban repletas a rebosar de objetos de plata. Era evidente que contemplaba la colección de Bassett.
Me detuve. Algo parecía atraerme a través de la puertaventana. Y al instante siguiente allí estaba yo, vis-à-vis, como se dice, con mi vieja amiga la vaca de plata. Ésta se encontraba en una vitrina pequeña junto a la puerta, y atisbé en ella, respirando pesadamente sobre el cristal.
Con considerable emoción percibí que la vitrina no estaba cerrada con llave.
Di la vuelta al pomo. Metí la mano dentro y la saqué.
Bueno, si mi intención era simplemente inspeccionar y examinar, o si me proponía quedarme con el objeto, no lo sé. Lo más que puedo recordar es que realmente no tenía plan alguno. Mi estado de ánimo era más o menos el del gato del refrán.
Sin embargo, no tuve tiempo libre para revisar mis emociones en lo que Jeeves llamaría el análisis final, pues en ese punto una voz detrás de mí dijo:
—¡Manos arriba!
Y, al volverme, observé a Roderick Spode en la ventana. Llevaba una escopeta en la mano, y apuntaba con ella de un modo negligente hacia el tercer botón de mi chaleco. Deduje de ello que era uno de esos tipos a quienes les agrada disparar desde la cadera.