15. EVOLUCIÓN DEL PROBLEMA DE LA MANTEQUILLA

En aquel momento pensé en un asombroso milagro, pero había, desde luego, una sencilla explicación.

—Abrigaba la esperanza de que no hubiera abandonado usted la propiedad, señor —dijo—. Llevo algún tiempo buscándole. Al enterarme de que la ayudante de la cocinera había sido víctima de un ataque de histeria a causa de haber abierto la puerta trasera y haber visto a un negro, llegué a la conclusión de que usted debió de llamar allí, sin duda con la intención de verme a mí. ¿Ha fallado alguna cosa, señor?

Me enjugué la frente.

—Jeeves —dije—, me siento como el niño perdido que acaba de encontrar a su madre.

—¿De veras, señor?

—Si no le importa que le compare con una madre.

—En absoluto, señor.

—Gracias, Jeeves.

—Entonces, ¿hay algo que no marcha debidamente, señor?

—¿Que no marcha debidamente? Usted lo ha dicho. ¿Cómo son esos apuros en los que a veces se encuentra la gente?

—Angustiosos, señor.

—Pues me encuentro en el más angustioso de los apuros, Jeeves. Para empezar, descubrí que el agua y el jabón no sirven para quitarse esta porquería de la cara.

—No, señor. Hubiera debido informarle de que la mantequilla es un sine qua non.

—Pues estaba a punto de echarle mano a la mantequilla cuando Brinkley (mi sirviente, como usted sabe) se presentó de repente y le pegó fuego a la casa.

—Muy lamentable, señor.

—La expresión «muy lamentable» resulta un tanto modesta, Jeeves. Me vi en una situación muy desagradable. Vine aquí y traté de ponerme en contacto con usted, pero aquella fregona frustró mi proyecto.

—Es una joven temperamental, señor. Y por una infortunada coincidencia, en el momento de su llegada ella y la cocinera se estaban entreteniendo con la tabla Ouija, según tengo entendido con unos resultados interesantes. Al parecer, ella vio en usted un espíritu materializado.

Me sentí un tanto amoscado.

—Si las cocineras se atuvieran solamente a sus asados y sus picadillos —dije con severidad—, y no perdieran el tiempo en investigaciones psíquicas, la vida sería una cosa muy diferente.

—Muy cierto, señor.

—Y después me encontré con Chuffy, pero se negó obstinadamente a prestarme mantequilla.

—¿De veras, señor?

—Estaba de un humor muy desagradable.

—En estos momentos, su señoría está sometido a una intensa tensión mental, señor.

—Pude comprobarlo. Me dejó, al parecer para emprender una especie de carrera de campo a través. ¡Y a aquellas horas de la noche!

—El ejercicio físico es un paliativo bien reconocido cuando duele el corazón, señor.

—Claro está que no debo mostrarme demasiado duro con Chuffy. Siempre recordaré que le ha asestado una buena serie de coces a Brinkley. Me hizo mucho bien vérselo hacer. Y ahora que usted ha aparecido, todo va bien. Un final feliz, ¿verdad?

—Exactamente, señor. Será para mí un placer procurarle mantequilla.

—Pero ¿puedo tomar todavía aquel tren de las diez y veintiuno?

—Me temo que no, señor. Sin embargo, he averiguado que hay otro tren que pasa a las once cincuenta.

—Entonces todo va sobre ruedas.

—Sí, señor.

Respiré profundamente. La sensación de alivio era considerable.

—Tal vez podría prepararme incluso unos cuantos bocadillos para el viaje.

—Ciertamente, señor.

—¿Y unas gotas de algo reconfortante?

—Indudablemente, señor.

—Y si por casualidad llevara usted encima algo parecido a un cigarrillo en este momento, todo sería más o menos perfecto.

—¿Turco o de Virginia, señor?

—Los dos.

No hay nada como un cigarrillo fumado con tranquilidad para calmar el sistema. Durante unos momentos, tragué humo ávidamente y mis nervios, que habían sobresalido de mi cuerpo un par de centímetros y con los extremos retorcidos, se situaron gradualmente de nuevo en su lugar. Me sentí restaurado y tonificado, y con ganas de entablar conversación.

—¿Qué era aquel griterío, Jeeves?

—¿Señor?

—Poco antes de encontrar a Chuffy, salieron unos gritos bestiales de algún lugar de la casa. Tuve la impresión de que era Seabury.

—Era el señorito Seabury, señor. Esta noche se muestra algo rebelde.

—¿Qué mosca le ha picado?

—Se siente profundamente disgustado, señor, por haberse perdido el espectáculo de los negros a bordo del yate.

—Pues fue totalmente por culpa suya, el muy estúpido. Si quería asistir a la fiesta de cumpleaños de Dwight, no debió buscarle pendencia.

—Tiene toda la razón, señor.

—Intentar dar un sablazo de un chelín y medio a su anfitrión en concepto de protección y en vísperas de una fiesta de cumpleaños es algo que sólo se le puede ocurrir a un imbécil.

—Muy cierto, señor.

—¿Qué hicieron al respecto? Parece que ha dejado de chillar. ¿Acaso le han dado cloroformo?

—No, señor. Tengo entendido que se están tomando medidas para facilitarle al jovencito una especie de espectáculo alternativo.

—¿Qué quiere decir, Jeeves? ¿Acaso traerán los negros aquí?

—No, señor. El dispendio que ello significaría elimina ese proyecto del ámbito de toda política práctica. Sin embargo, tengo entendido que la señora ha persuadido a sir Roderick Glossop para que ofrezca sus servicios.

No me fue posible seguirle.

—¿El viejo Glossop?

—Sí, señor.

—Pero ¿qué puede hacer él?

—Al parecer, señor, tiene una agradable voz de barítono y en su juventud, en sus tiempos de estudiante de medicina, solía interpretar canciones en conciertos familiares y otras reuniones similares.

—¡El viejo Glossop!

—Sí, señor. Casualmente, oí cómo se lo decía a la señora.

—Pues yo jamás lo hubiera imaginado.

—Estoy de acuerdo en que difícilmente se sospecharía semejante cosa teniendo en cuenta su porte actual, señor. Tempora mutantur, nos et mutamur in illis.

—¿Quiere decir, entonces, que se dispone a amansar al pequeño Seabury con sus canciones?

—Sí, señor. Acompañado al piano por la señora.

Advertí el punto flaco de la cuestión.

—No funcionará, Jeeves. Dedúzcalo usted mismo.

—¡Señor!

—Mire, tenemos un crío que está ansiando ver actuar a una troupe de juglares negros. ¿Cree que aceptará, como sustituto adecuado, a un médico de chiflados, de cara blanca, acompañado al piano por su madre?

—De cara blanca no, señor.

—¿Qué?

—No, señor. Esta cuestión fue debatida y, en opinión de la señora, se consideró indispensable algo que se asemejara a una representación negroide. Cuando se halla en su actual estado de ánimo, el joven caballero se muestra siempre extremadamente exigente.

Debido a mi emoción, se me coló un poco de humo por el conducto indebido.

—¿No me dirá que el viejo Glossop va a pintarse de negro?

—Sí, señor.

—Jeeves, recapacite, por favor. Esto no puede ser. ¿Va a ennegrecerse la cara?

—Sí, señor.

—No es posible.

—Sir Roderick se muestra de momento muy dócil, debe usted recordarlo, señor, ante cualquier sugerencia que emane de la señora.

—¿Quiere decir que está enamorado?

—Sí, señor.

—¿Y el Amor lo conquista todo?

—Sí, señor.

—Pero aun así… Si usted estuviera enamorado, Jeeves, ¿se pintaría de negro la cara para divertir al hijo del objeto de su adoración?

—No, señor, pero no todos estamos constituidos por igual.

—Es verdad.

—Sir Roderick intentó protestar, pero la señora invalidó sus objeciones. Y en resumidas cuentas, señor, creo que de hecho es bueno que así lo hiciera. El amable gesto de sir Roderick servirá para cerrar la brecha existente entre él y el señorito Seabury. Sé casualmente que el señorito había fracasado en sus intentos encaminados a conseguir de sir Roderick dinero en concepto de protección, y que este hecho le tenía muy disgustado.

—¿Trató de pegarle un sablazo al viejo?

—Sí, señor. De diez chelines. He obtenido la información del propio señorito.

—Todos confían en usted, Jeeves.

—Sí, señor.

—¿Y el viejo Glossop se negó a soltar la pasta?

—Sí, señor. Lo que hizo, en cambio, fue dedicar al señorito una especie de sermón. Lo que el señorito describió como «un rollo». Y me consta que, como consecuencia de ello, existía resentimiento por parte de este último. Hasta el punto de que obtuve la impresión de que había estado planeando algo a modo de represalia.

—¿Tendría jeta como para jugarle una mala pasada a un futuro padrastro?

—Estos señoritos suelen ser obstinados, señor.

—Cierto. Basta con recordar el caso del joven Thos, el hijo de mi tía Agatha, y el ministro.

—Sí, señor.

—Movido por su animadversión, le dejó abandonado en una isla en el lago, en compañía de un cisne.

—Sí, señor.

—¿Qué tal andan de cisnes en estos parajes? Confieso que me gustaría ver al viejo Glossop encaramándose a cualquier lugar, con un pajarraco encolerizado tras él.

—Tengo la impresión de que los pensamientos del señorito Seabury se orientaban más bien hacia algo así como una trampa, señor.

—No me extraña. Ese crío no tiene imaginación. Ni visión. Lo he advertido más de una vez. Su fantasía es…, ¿cuál es la palabra?

—¿Pedestre, señor?

—Exactamente. Con todas las ilimitadas oportunidades de una gran casa de campo a su disposición, se contenta con poner hollín y agua en lo alto de una puerta, cosa que cualquiera podría hacer en una villa suburbana. Nunca he tenido un concepto muy elevado de Seabury, y esto confirma mi baja opinión.

—Nada de hollín y agua, señor. Creo que lo que el señorito tenía decidido era la clásica pista resbaladiza a base de mantequilla, señor. Ayer me preguntó dónde se guarda la mantequilla y se refirió discretamente a un filme humorístico que vio no hace mucho tiempo en Bristol y en el que ocurría algo de esta índole.

Me sentí disgustado. Dios sabe que todo ultraje perpetrado en la persona de un fulano como sir Roderick Glossop pulsa de inmediato una cuerda en el pecho de Bertram Wooster, pero una pista untada con mantequilla… cae ya en lo más bajo, podríamos decir. El más ínfimo abecé en el arte de preparar trampas. No hay en el Club Los Zánganos un solo miembro que se rebajara a semejantes extremos.

Inicié una risotada despectiva, pero la interrumpí. La palabra me había recordado que la vida seguía, implacable, y que el tiempo pasaba.

—¡Mantequilla, Jeeves! Aquí estamos los dos, charlando ociosamente acerca de la mantequilla, cuando ya hubiera tenido usted que correr hasta la despensa para conseguirme un poco.

—Iré inmediatamente, señor.

—¿Sabe usted con certeza dónde la guardan?

—Sí, señor.

—¿Y está seguro de que cumplirá su cometido?

—Totalmente seguro, señor.

—Entonces, adelante, Jeeves. Y no se entretenga.

Me senté en un tiesto colocado boca abajo y reanudé mi vigilia. Mis sentimientos diferían entonces considerablemente de lo que habían sido algo antes, cuando había empezado a merodear por aquella codiciable propiedad. Entonces yo era un indeseable indigente, como si dijéramos, prácticamente sin futuro ante mí, pero en este momento ya me era posible atisbar la luz del día. Jeeves no tardaría en regresar con lo necesario y poco después yo sería una vez más el viejo elegantón de sonrosadas mejillas. Y, a su debido tiempo, me encontraría sano y salvo en el tren de las once cincuenta, camino de Londres y de la seguridad.

Me sentía más que animado y bebí el aire nocturno con un corazón henchido de alegría. Y precisamente mientras lo estaba bebiendo, se oyó un repentino alboroto procedente de la casa.

Al parecer, Seabury era el que contribuía a la mayor parte del mismo, pues berreaba como un poseso. De vez en cuando se captaba la nota, más débil pero con todo penetrante, de lady Chuffnell, que parecía dirigir reproches o recriminaciones a alguien. Mezclada con todo ello, cabía discernir una voz más profunda, el inconfundible vozarrón de barítono de sir Roderick Glossop. El conjunto daba la impresión de proceder del salón y, excepto una ocasión en que paseaba por Hyde Park y de pronto me vi mezclado con una Asamblea de Cantos Comunitarios, jamás había oído nada semejante.

No mucho más tarde, se abrió repentinamente la puerta principal y alguien salió de la casa. La puerta se cerró de golpe, y seguidamente el personaje saliente echó a andar rápidamente por el camino, en dirección a la verja.

Hubo un solo momento en que la luz procedente del vestíbulo iluminó a aquel individuo, pero me bastó para identificarle.

Y el hombre que tan repentinamente abandonaba la casa y que avanzaba en la oscuridad, con todos los síntomas exteriores de estar más que exasperado, era nada menos que sir Roderick Glossop. Y pude observar que su cara era tan negra como el as de picas.

Momentos después, cuando yo todavía me estaba preguntando qué ocurría y en general dándole vueltas al asunto en mi cabeza, observé que Jeeves se me aproximaba por el flanco derecho.

Me alegró verle. Deseaba un poco de iluminación.

—¿Qué ha sido todo eso, Jeeves?

—¿El tumulto, señor?

—Parecía como si estuvieran asesinando al pequeño Seabury. No tendremos tanta suerte, ¿verdad?

—El señorito fue víctima de una agresión personal, señor. A cargo de sir Roderick Glossop. No presencié personalmente el episodio, pero he obtenido mi información de Mary, la camarera, que estuvo presente.

—¿Presente?

—Miraba por el ojo de la cerradura, señor. Al parecer, la apariencia de sir Roderick, cuando ella se encontró casualmente con él en la escalera, afectó considerablemente a la joven, y según me ha dicho se dedicó a seguirle desde aquel momento, con el deseo de ver qué haría a continuación. Deduzco de ello que su aspecto la fascinó. Tiende a ser algo frívola en su actitud mental, como muchas de estas jovencitas, señor.

—¿Y qué ocurrió?

—Podríamos decir que el asunto tuvo su comienzo, señor, cuando al atravesar sir Roderick el vestíbulo, pisó la pista enmantecada que había preparado el señorito.

—¡Ah! De modo que llevó a cabo su proyecto, ¿eh?

—Sí, señor.

—¿Y sir Roderick fue víctima de la trampa?

—Creo que se cayó con cierta pesadez, señor. La joven Mary habló de ello con una notable animación. Comparó su descenso con el suministro de una tonelada de carbón, y confieso que esta imagen me sorprendió un tanto, pues no es una muchacha muy imaginativa.

Sonreí complacido y pensé que la velada tal vez hubiese comenzado con tintes sombríos, pero sin duda terminaba bien.

—Vivamente enojado, parece ser que sir Roderick se apresuró a dirigirse hacia el salón, donde inmediatamente sometió al señorito Seabury a un severo castigo. En vano la señora trató de inducirle a desistir, ya que él se mostró firme en su negativa. El desenlace del asunto ha sido un desacuerdo definitivo entre la señora y sir Roderick, ya que la primera manifestó que no quería volver a verle nunca más, en tanto que el segundo aseveró que, si conseguía alguna vez abandonar sano y salvo esa casa pestilente, jamás volvería a cruzar sus puertas.

—Un auténtico embrollo.

—Sí, señor.

—¿Y se ha roto el compromiso matrimonial?

—Sí, señor. El afecto que la señora sentía por sir Roderick ha sido barrido instantáneamente por el oleaje impetuoso de un amor maternal herido.

—Muy bien expresado, Jeeves.

—Gracias, señor.

—¿Entonces sir Roderick se ha largado para siempre?

—Aparentemente, sí, señor.

—Está habiendo mucho jaleo en Chuffnell Hall últimamente. Casi parece como si pesara una maldición sobre el lugar.

—Una persona supersticiosa ciertamente podría creerlo así, señor.

—Pues bien, si antes no pesaba sobre él una maldición, puede apostar a que ahora carga con cincuenta y siete. He oído al viejo Glossop lanzarlas mientras se marchaba.

—Se sentiría muy arrebatado, ¿verdad, señor?

—Pero mucho, Jeeves.

—Lo imagino, señor. De lo contrario, difícilmente habría abandonado la casa en tales condiciones.

—¿Qué quiere decir?

—Pues bien, señor, tenga en cuenta que apenas le resultaría factible volver a su hotel en las circunstancias existentes. Su aparición suscitaría habladurías. Y tampoco puede volver al Hall después de lo ocurrido.

Vi hacia dónde apuntaba.

—¡Cielos, Jeeves! Está usted abriendo una nueva línea de pensamiento. Déjeme revisar todo esto. No puede volver a su hotel…, no, eso está bien claro, y tampoco puede arrastrarse hasta la viuda lady Chuffnell y suplicar asilo…, no, esto tampoco. Es un callejón sin salida. No me es posible imaginar qué demonios puede hacer.

—Es todo un problema, señor.

Guardé silencio por unos momentos, pensativo. Y, curiosamente, puesto que cualquiera hubiese creído que mi talante había de ser el de una sobria alegría, el corazón más bien sangraba un poquitín.

—Sepa, Jeeves, que por vilmente que me haya tratado ese hombre en el pasado, no puedo evitar sentirme apenado por él. Absolutamente. ¡Se encuentra en un trance tan doloroso! Ya era bastante malo que yo fuese un fugitivo de negro semblante, pero yo no tenía como él una posición tan eminente que defender. Quiero decir que el mundo, al observarme en semejante condición, fácilmente hubiera podido encogerse de hombros y murmurar: «¡Cosas de la juventud!» o algo por el estilo. ¿No es así?

—Sí, señor.

—Pero no ocurre lo mismo con un fulano de la categoría de él.

—Cierto, señor.

—¡Bien, bien, bien! ¡Vaya, vaya, vaya! Si llegamos al fondo de la cuestión, supongo que esto es la venganza del cielo.

—Cabe en lo posible, señor.

No es frecuente que yo busque moralejas, pero en ese momento no pude evitarlo.

—Esto nos enseña que siempre deberíamos ser amables, incluso con los más humildes, Jeeves. Durante años, ese Glossop me ha estado pisoteando la cara con botas de clavos, y vea lo que ahora ha sido de él. ¿Qué habría ocurrido si hubiéramos mantenido últimamente unas relaciones amistosas? La suerte le habría sonreído. Al verle marcharse precipitadamente hace un rato, yo lo habría detenido y le habría dicho: «¡Un momento, sir Roderick! No transite por ahí con este maquillaje. Espere un ratito aquí y pronto llegará Jeeves con la mantequilla necesaria y todo se normalizará». ¿Verdad que hubiera dicho esto, Jeeves?

—Algo por el estilo, sí, señor.

—Y él se habría zafado de esa terrible situación, de ese trance angustioso en el que ahora se encuentra. Tengo toda la impresión de que el pobre hombre no podrá conseguir mantequilla hasta bien entrada la mañana. Y ni siquiera entonces, si no lleva dinero encima. Y todo ello porque en el pasado no quiso tratarme decentemente. ¿No cree, Jeeves, que esto hace pensar un poco?

—Sí, señor.

—Pero, claro, de nada sirve hablar ahora de ello. Lo que está hecho, hecho está.

—Muy cierto, señor. El dedo en movimiento escribe y, una vez ha escrito, sigue avanzando y toda nuestra compasión y nuestro juicio no pueden inducirle a suprimir media línea, ni todas nuestras lágrimas borrarán una sola palabra.

—Exactamente. Y ahora, Jeeves, la mantequilla. Tengo que ir a lo mío.

Suspiró con un tono más que respetuoso.

—Lamento muchísimo verme obligado a informarle, señor, de que, debido a haberla utilizado toda el señorito Seabury para su pista resbaladiza, no hay mantequilla en la casa.