6. SURGEN COMPLICACIONES
Hubo un intervalo más bien prolongado antes de que Jeeves regresara con los víveres. Me abalancé sobre ellos con cierto abandono.
—¡Ha tardado mucho!
—He seguido sus instrucciones, señor, y he escuchado junto a la ventana del comedor.
—¿Sí? ¿Y con qué resultado?
—No he podido oír nada que dé una indicación acerca de las intenciones de míster Stoker en lo referente a la compra de la casa, pero su talante parecía muy afable.
—Esto es prometedor. Lleno de vitalidad, ¿verdad?
—Sí, señor. Estaba invitando a todos los presentes a una fiesta en su yate.
—¿Se queda aquí, pues?
—Durante algún tiempo, por lo que he podido colegir, señor. Al parecer, algo se ha averiado en la hélice del buque.
—Probablemente, él le echaría una de aquellas miradas. ¿Y esa fiesta?
—Por lo que parece, mañana es el cumpleaños del señorito Dwight Stoker. He deducido que la fiesta tiene por objeto celebrar este acontecimiento.
—¿Y la sugerencia ha sido bien recibida?
—Extremadamente, señor. A pesar de que el señorito Seabury se ha mostrado algo acongojado ante la aserción del señorito Dwight, un tanto arrogante, en el sentido de que apostaba lo que fuese a que era la primera vez que el señorito Seabury olía siquiera un yate.
—¿Y qué ha dicho él?
—Ha replicado que había estado a bordo de millones de yates. De hecho, si no me equivoco, la palabra que ha empleado ha sido trillones.
—¿Y qué ha ocurrido entonces?
—A juzgar por un ruido peculiar que ha hecho con la boca, he deducido que el señorito Dwight se mostraba escéptico en lo tocante a esta aseveración. Pero en este momento míster Stoker ha apaciguado los ánimos, anunciando su intención de contratar una troupe de juglares negros para que actúen en la fiesta. Parece ser que su señoría había anunciado su presencia en Chuffnell Regis.
—¿Y esto ha sentado bien?
—En realidad, muy bien, señor. Excepto que el señorito Seabury ha dicho que apostaba a que el señorito Dwight nunca había oído tocar a unos juglares negros. Por una observación hecha poco después por la señora, he colegido que el señorito Dwight había arrojado seguidamente una patata al señorito Seabury, y durante un rato ha amenazado el ambiente cierta tensión desagradable.
Hice chasquear la lengua.
—Ojalá alguien les pusiera un bozal a esos críos y los encadenara. Acabarán por estropearlo todo.
—Por suerte, el embrollo no ha sido duradero, señor. He dejado a toda la compañía en lo que parecía ser las relaciones más amistosas. El señorito Dwight ha asegurado que su mano había resbalado, y esta excusa ha sido generosamente aceptada.
—Pues bien, vuelva enseguida allí y a ver si oye algo más.
—Muy bien, señor.
Terminé mis bocadillos y mi media botella, y encendí un cigarrillo, no sin desear haberle dicho a Jeeves que me trajera un poco de café. Pero no es necesario decirle a Jeeves cosas como ésta. A su debido tiempo hizo su aparición con una taza humeante.
—El almuerzo acaba de concluir, señor.
—¡Ah! ¿Ha visto a miss Stoker?
—Sí, señor. La he informado de que deseaba cambiar unas palabras con ella y no tardará en presentarse aquí.
—¿Y por qué no ahora?
—Su señoría ha trabado conversación con ella inmediatamente después de haberle dado yo su mensaje.
—¿Le ha dicho a él que venga también?
—Sí, señor.
—Malo, Jeeves. Veo un fallo. Llegarán los dos juntos.
—No, señor. Al observar a su señoría tomar esta dirección, fácilmente puedo detenerle unos momentos con cualquier excusa.
—¿Como por ejemplo…?
—Hace tiempo que deseo sondear las opiniones de su señoría acerca de la conveniencia de comprarse unos pares de calcetines nuevos.
—¡Hmmm! Ya sabe, Jeeves, cómo es usted cuando toca el tema de los calcetines. No se deje llevar y vaya a tenérmelo hablando durante una hora. Quiero terminar de una vez con este asunto.
—Lo comprendo perfectamente, señor.
—¿Cuándo ha visto a miss Stoker?
—Hace algo así como un cuarto de hora, señor.
—Es extraño que no aparezca. ¿De qué estarían hablando los dos?
—No sabría decírselo, señor.
—¡Ah!
Había percibido un destello entre los arbustos y, un momento después, apareció la joven. Estaba más hermosa que nunca y sus ojos, en particular, brillaban como estrellas gemelas. Sin embargo, no titubeé en mi postura: me alegraba de que fuera Chuffy el que, si todo transcurría bien, se casara con ella, y no yo. Es curioso, pero una chica puede ser un perfecto bombón y, sin embargo, cabe que uno siga pensando que estar casado con ella significaría para él un absoluto ocaso. Así es la vida, supongo.
—Hola, Bertie —dijo Pauline—. ¿Qué es esa historia de tu jaqueca? A pesar de ella, parece ser que te has alimentado debidamente.
—Pensé que me convenía comer un bocado. Será mejor que retire estos restos, Jeeves.
—Muy bien, señor.
—Y no olvide que, si su señoría desea verme, aquí estoy.
—No, señor.
Recogió plato, taza y botella y desapareció. Y yo no hubiera podido decir si lamentaba o no verle marcharse. Notaba una intensa excitación. Con los nervios tirantes, si entienden lo que quiero decir. De punta. Tenso. La mejor idea que puedo ofrecerles respecto a mis emociones en aquella coyuntura es decir que se asemejaban bastante a las que sentí al empezar a cantar Hijo mío en el espectáculo organizado por Beefy Bingham para los feligreses de una parroquia del East End.
Pauline se había aferrado a mi brazo y empezaba a establecer cierta comunicación.
—Bertie… —estaba diciendo.
Pero en este momento capté la visión de la cabeza de Chuffy por encima de un arbusto y juzgué llegado el momento de actuar. Era una de esas cosas que exigen ser hechas en el acto o no ser hechas. Rodeando a la joven con mis brazos, hice blanco en su ceja derecha. Admitiré que no fue uno de mis mejores besos, pero no dejó de serlo, y con todo el significado del acto, por lo que supuse que bien debía producir resultados.
Y sin duda así hubiera ocurrido de haber sido Chuffy el individuo que entró por la izquierda en este momento crítico. Pero no lo era. Por haber podido captar tan sólo una fugaz visión de un sombrero flexible a través del follaje, todo indicaba que había cometido una desdichada plancha. El fulano que en este momento se erguía ante nosotros era papá Stoker, y confieso que me sentí atenazado por un manifiesto embarazo.
Deben ustedes admitir que la situación no era poco violenta. Había allí un padre angustiado, que combinaba un intenso desagrado por Bertram Wooster con la noción de que su hija estaba locamente enamorada de él, y lo primero que veía al emprender un paseíllo después de comer era a los dos unidos por un fuerte abrazo. Bastaba para provocar el nerviosismo de cualquier padre, y no me sorprendió que su actitud fuera la del obstinado Cortés al contemplar el Pacífico. Un individuo con cincuenta millones en su faltriquera no necesita usar máscara. Si quiere obsequiar a determinado tipo con una mala mirada, le dirige una mala mirada. Me estaba dirigiendo una en ese momento. Era una mirada que contenía a la vez alarma e indignación, y comprendí que las explicaciones de Pauline acerca de las opiniones de su padre habían sido exactas.
Afortunadamente, la cosa no rebasó el terreno de las miradas. Dígase lo que se quiera contra la civilización, pero siempre es algo que se agradece en crisis como ésa. Puede que sea un código puramente artificial el que impide a un padre cocear al besador de su hija cuando hay otros huéspedes en la casa, pero en aquel momento pensé en la bondad de todos los códigos puramente artificiales que pudieran existir.
Sólo hubo un instante en que su pie vibró y pareció como si lo que podríamos llamar el J. Washburn Stoker primitivo estuviera a punto de expresarse libremente, pero enseguida prevaleció la civilización. Con otra de aquellas miradas se hizo seguir por Pauline, y en el siguiente momento me encontré solo y en libertad para meditar sobre los hechos recientes.
Y mientras lo estaba haciendo con la ayuda de un cigarrillo apaciguador, Chuffy irrumpió en mi pequeño claro selvático. También él parecía tener una idea fija, pues exhibía unos ojos notoriamente protuberantes.
—Oye, Bertie —comenzó sin que mediara ningún preámbulo—, ¿qué es eso que he oído?
—¿Qué has oído, amigo mío?
—¿Por qué no me dijiste que habías estado prometido con Pauline Stoker?
Enarqué una ceja. Me pareció que un toque de la mano de hierro no estaría fuera de lugar. Si uno ve que un fulano se dispone a mostrarse austero con él, no hay nada como adelantársele y ser austero con el otro en primer lugar.
—No acierto a comprenderte, Chuffnell —dije secamente—. ¿Acaso esperabas que te mandara una postal?
—Podrías habérmelo dicho esta mañana.
—No vi razón para hacerlo. ¿Y cómo te has enterado, vamos a ver?
—Lo ha mencionado sir Roderick Glossop.
—¿Ha sido él? Claro, es una autoridad en la materia. Él fue el pajarraco que rompió el noviazgo.
—¿Qué quieres decir?
—Él se encontraba entonces en Nueva York y fue cosa de un momento advertir a Stoker y aconsejarle que me diera el portante. Todo ello no requirió más de cuarenta y ocho horas, desde el saque inicial hasta el final del partido.
Chuffy me miró con los ojos entrecerrados.
—¿Lo juras?
—Desde luego.
—¿Sólo cuarenta y ocho horas?
—Menos.
—¿Y ahora no hay nada entre vosotros?
Su actitud no tenía nada de amistosa y empecé a percibir que, al disponer que Stoker y no él hubiera sido el testigo del reciente abrazo, el ángel guardián de los Wooster había actuado con singular perspicacia.
—Nada.
—¿Estás seguro?
—Absolutamente nada. De modo que adelante, Chuffy, amigo mío —dije, dándole unas palmadas fraternales en el hombro—. Sigue los dictados de tu corazón y no temas nada. La chica está chiflada por ti.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Ella.
—¿Ella misma?
—En persona.
—¿De veras me ama?
—Apasionadamente, por lo que he podido colegir.
Apareció una expresión de alivio en el rostro hasta entonces preocupado de mi pobre amigo. Se pasó una mano por la frente y mostró un relajamiento general.
—Bien, entonces todo va perfectamente. Siento haberme encolerizado un poco por unos momentos. Cuando uno acaba de prometerse con una chica, no deja de ser un jarro de agua fría descubrir que estuvo prometida con otro tan sólo dos meses antes.
Quedé estupefacto.
—¿Te has prometido? ¿Desde cuándo?
—Desde poco después del almuerzo.
—Pero… ¿y Wotwotleigh?
—¿Quién te ha hablado de Wotwotleigh?
—Jeeves. Dijo que la sombra de Wotwotleigh se cernía sobre ti como una nube.
—Jeeves habla demasiado. De hecho, Wotwotleigh no ha tenido nada que ver en el asunto. Inmediatamente antes de que yo arreglara las cosas con Pauline, el viejo Stoker me dijo que había decidido comprar la casa.
—¿De veras?
—Tal como lo oyes. Creo que fue el oporto lo que lo consiguió. Le había atiborrado con lo que quedaba del ochenta y cinco.
—No podías haber hecho nada mejor. ¿Idea tuya?
—No. De Jeeves.
No pude reprimir un suspiro melancólico.
—Jeeves es un portento.
—Una maravilla.
—¡Qué cerebro!
—Tamaño superior, diría yo.
—Come mucho pescado. ¡Lástima que no tenga oído para la música! —comenté con tristeza, pero enseguida sofoqué mi pesar y traté de pensar en el golpe de suerte de Chuffy y no en mi aflicción—. Pues bien, se trata de una gran noticia —afirmé cordialmente—. Espero que seáis muy, pero que muy felices. Puedo decir con toda sinceridad que siempre miraré a Pauline como una de las chicas más agradables con las que haya estado prometido.
—Desearía que dejases de pregonar ese compromiso.
—Desde luego.
—Estoy tratando de olvidar que estuviste prometido con ella.
—Claro, claro.
—Cuando pienso que en un momento dado estuviste en una posición que te permitía…
—Que no, hombre, que no. No pierdas nunca de vista el hecho de que el noviazgo sólo duró dos días, que pasé en cama con un fuerte resfriado.
—Pero cuando ella te aceptó, bien debiste…
—Que no. Entró un camarero en la sala, con una bandeja de bocadillos de carne, y el momento pasó.
—Entonces, ¿nunca has…?
—Absolutamente nunca.
—Pues ella debió de pasárselo en grande durante ese compromiso contigo. La cosa no podía ser más excitante. Y me pregunto qué diablos pudo moverla a aceptarte…
Esto también me había intrigado a mí, y no poco. Sólo me cabe suponer que en mí hay algo que pulsa una cuerda en el pecho de estas féminas vigorosas. Lo he experimentado anteriormente, en aquella ocasión en que estuve prometido a Honoria Glossop.
—Una vez consulté con un amigo ducho en estos asuntos —dije—, y su teoría consistía en que la visión de mi persona, rondando por ahí como una oveja solitaria, despertaba el instinto maternal en la Mujer. Cabe que en ello haya algo de cierto.
—Posiblemente —admitió Chuffy—. Bien, tengo que marcharme. Supongo que Stoker querrá hablarme de la casa. ¿Vienes?
—No, gracias. Lo cierto es, amigo mío, que no tengo muchas ganas de mezclarme con tu pequeña troupe. Podría soportar a tu tía Myrtle. Incluso podría soportar al pequeño Seabury, pero añádeles un Stoker y un Glossop y el conjunto resulta demasiado fuerte para Bertram. Daré un paseo por la finca.
La morada o sede de Chuffy era un lugar de lo más indicado para dar un paseo y yo creía que debía de causarle cierto pesar el pensamiento de que se le iba a escapar de las manos para convertirse en una clínica mental privada. Pero supongo que, cuando uno se ha visto encerrado en una casa durante años con una tía Myrtle y un primo Seabury como vecinos inmediatos, llega a perderle todo apego. Pasé dos horas agradables dando vueltas hasta que, bien entrada la tarde, la necesidad imperiosa de una taza de té me envió de nuevo a mi punto de partida, donde preveía encontrar a Jeeves.
Una especie de pinche de cocina me condujo a sus habitaciones y me senté con la confortable certeza de que no tardarían en hacer su aparición la humeante tetera y las tostadas untadas con mantequilla. El final feliz del que recientemente me había puesto al corriente Chuffy había inducido la satisfacción y pensé que una buena taza de té caliente y una tostada acabarían de rematar la cosa.
—De hecho, Jeeves —dije—, ni siquiera unos bollos estarían fuera de lugar en una ocasión como ésta. Juzgo muy gratificante pensar que el alma de Chuffy, tan azotada por las tormentas, ha recalado por fin en puerto seguro. ¿Sabe que Stoker ha prometido comprar la casa?
—Sí, señor.
—¿Y lo del noviazgo?
—Sí, señor.
—Supongo que el bueno de Chuffy rebosará alegría.
—No del todo, señor.
—¿Eh?
—No, señor. Lamento decir que se ha producido cierta dificultad.
—¿Cómo? ¡No es posible que ya se hayan peleado!
—No, señor. Las relaciones de su señoría con miss Stoker siguen siendo uniformemente cordiales. Es con míster Stoker con quien se encuentra en términos más bien distantes.
—¡Dios mío!
—Sí, señor.
—¿Qué ha ocurrido?
—El origen del conflicto ha sido una pugna física entre el señorito Dwight Stoker y el señorito Seabury, señor. Tal vez recuerde mi mención de que, en el transcurso del almuerzo, parecía haber una carencia de auténtica simpatía entre los dos jóvenes caballeros.
—Pero usted dijo…
—Sí, señor. La situación se calmó en cierto momento, pero volvieron a enfrentarse unos cuarenta minutos después de concluido el almuerzo. Los jóvenes caballeros se habían encaminado juntos hacia la salita de mañanas y allí, según parece, el señorito Seabury procedió a reclamar al señorito Dwight la suma de un chelín y seis peniques a cambio de lo que él denominó protección.
—¡Cielos!
—Sí, señor. El señorito Dwight, he podido deducir, rehusó con una actitud más bien enérgica aflojar la pasta, creo que ésta es la expresión, y una palabra condujo a otra, con el resultado de que alrededor de las tres y media se oyeron, procedentes de la sala de mañanas, sonidos indicativos de una pelea encarnizada, y los miembros adultos de la reunión, al desplazarse hasta allí, descubrieron a los jóvenes caballeros en el suelo, rodeados por los restos de una vitrina de porcelana que habían volcado en sus forcejeos. En el momento de su llegada, el señorito Dwight daba la impresión de haber salido más bien airoso de la lid, pues estaba sentado en el pecho del señorito Seabury y golpeaba la cabeza de éste contra la alfombra.
Dará una idea de la grave preocupación que esta narración me estaba causando el hecho de que mi emoción no fuera un éxtasis al enterarme de que, después de largos años, alguien había estado tratando la cabeza del pequeño Seabury tal como se merecía, sino un mareante desánimo. Ya estaba viendo yo adónde llevaba todo aquello.
—¡Diablos, Jeeves!
—Sí, señor.
—¿Y después?
—La acción se generalizó entonces, como si dijéramos, señor.
—¿La vieja brigada echó una mano?
—Sí, señor, al tomar la iniciativa lady Chuffnell.
Lancé un gemido.
—Era de esperar, Jeeves. Chuffy me ha contado a menudo que su actitud respecto a Seabury recuerda la de una tigresa con su cachorro. En defensa de Seabury, siempre ha estado dispuesta a pisar a cualquiera y abrir camino donde sea. He oído temblar la voz de Chuffy al describir cómo, antes de que él consiguiera enviarlos a la Dower House y cuando vivían todavía en el Hall, ella siempre se apoderaba del mejor huevo en el desayuno y lo pasaba a su retoño. Pero prosiga.
—Al presenciar la situación, la señora profirió un grito agudo y, con una fuerza considerable, golpeó al señorito Dwight en la oreja derecha.
—Ante lo cual, desde luego…
—Exactamente, señor. Míster Stoker, abrazando la causa de su hijo, asestó una poderosa patada al señorito Seabury.
—¿Y le acertó, Jeeves? ¡Dígame que le acertó!
—Sí, señor. En aquel momento el señorito Seabury se estaba levantando, y su postura se adaptaba excepcionalmente bien a la recepción de semejante ataque. Un momento después, se inició un acalorado altercado entre lady Chuffnell y míster Stoker. La señora llamó a sir Roderick en su ayuda, y él (aunque no de muy buena gana, según me pareció) procedió a afearle su agresión a míster Stoker. Se cruzaron palabras de cierto calibre y el clímax sobrevino cuando el señor Stoker informó, con no poca energía, a sir Roderick de que si éste suponía que él, el señor Stoker, estaba dispuesto a adquirir Chuffnell Hall después de lo ocurrido, sir Roderick incurría en un grave error.
Oculté la cara entre mis manos.
—Ante lo cual…
—Sí, prosiga, Jeeves. Ya imagino lo que va a decir.
—Sí, señor. Estoy de acuerdo con usted en que todo este asunto tiene algo de la oscura inevitabilidad de una tragedia griega. Ante lo cual, su señoría, que hasta el momento había sido un nervioso oyente, soltó una exclamación angustiada y pidió a míster Stoker que retirase aquellas palabras. En opinión de su señoría, tras haber prometido comprar Chuffnell Hall, míster Stoker no podía, a fuer de hombre de honor, desprenderse de esta obligación. Y al replicar míster Stoker que no le importaba lo que hubiera prometido o dejado de prometer, y al seguir aseverando que no gastaría ni un solo penique de su bolsillo en la dirección indicada, siento decir que su señoría se mostró un tanto descuidado en su forma de hablar.
Lancé uno o dos gemidos más. Sabía de lo que era capaz el bueno de Chuffy cuando su generosa naturaleza se sublevaba. Le había oído entrenar a su equipo de remo en Oxford.
—¿Le cantó las cuarenta a Stoker?
—Con un vigor considerable, señor. Manifestando con extrema franqueza su opinión sobre el carácter y la probidad comercial de este último e incluso sobre su aspecto.
—Esto debió de ser la gota final.
—Pareció crear cierta frialdad, señor.
—¿Y qué más?
—Con esto terminó la penosa escena, señor. Míster Stoker regresó al yate con miss Stoker y el señorito Dwight. Sir Roderick se ha buscado acomodo para él en la fonda del pueblo, y lady Chuffnell está aplicando árnica al señorito Seabury en el dormitorio de éste. Y creo que su señoría se ha llevado al perro a dar un paseo por el parque oeste.
Reflexioné un momento.
—Cuando ha ocurrido todo esto, ¿le había dicho Chuffy a Stoker que quería casarse con miss Stoker?
—No, señor.
—Pues no sé cómo va a poder hacerlo ahora.
—Tengo la impresión de que el anuncio no sería cordialmente recibido, señor.
—Tendrán que verse a hurtadillas.
—Incluso esto será un tanto difícil, señor. Debería haber mencionado que por pura casualidad oí una conversación entre el señor y miss Stoker, por la sustancia de la cual deduje que la intención de este caballero era la de tener a miss Stoker en virtual cautividad a bordo del yate, sin permitirle ir a tierra durante el resto de su forzosa estancia en el puerto.
—Pero usted ha dicho que él no sabía nada acerca del noviazgo.
—El motivo de míster Stoker al recluir a miss Stoker a bordo del navío no es impedir su encuentro con su señoría, sino evitar toda posibilidad de que ella se encuentre con usted, señor. El hecho de que usted abrazara a la joven dama le ha convencido de que el afecto de ella por usted ha persistido desde que se separaron en Nueva York.
—¿Está seguro de haber oído en realidad todo esto?
—Sí, señor.
—¿Y cómo pudo oírlo?
—Estaba conversando con su señoría, en aquel momento, a un lado de una cortina de arbustos, cuando se inició al otro lado la conversación que he descrito. No hubo más alternativa que escuchar las observaciones de míster Stoker.
Experimenté un visible sobresalto.
—¿Ha dicho que estaba usted hablando con Chuffy?
—Sí, señor.
—¿Y él también oyó todo esto?
—Sí, señor.
—¿Lo de que besé a miss Stoker?
—Sí, señor.
—¿Le pareció que estaba alterado?
—Sí, señor.
—¿Qué dijo?
—Mencionó algo acerca de arrancarle las entrañas, señor.
Me sequé la frente con el pañuelo.
—Jeeves —dije—, esto requiere una cuidadosa reflexión.
—Sí, señor.
—Aconséjeme, Jeeves.
—Pues bien, señor, pienso que tal vez sería juicioso intentar persuadir a su señoría de que el espíritu con el que usted abrazó a miss Stoker era puramente fraternal.
—¿Fraternal? ¿Y cree que podré zafarme con esto?
—Yo diría que sí, señor. Después de todo, es usted un antiguo amigo de la joven dama. Sería totalmente comprensible que le diera un beso afectuoso y desapasionado al enterarse de su compromiso con un amigo tan íntimo como su señoría.
Me levanté.
—Puede que esto funcione, Jeeves. Al menos, vale la pena intentarlo. Y ahora me iré, a fin de prepararme para la prueba que me espera con una silenciosa meditación.
—Su té estará enseguida, señor.
—No, Jeeves. No es momento para el té. Debo concentrarme. He de tener esa historia bien preparada antes de que él llegue. Y tengo la impresión de que no tardaré en recibir su visita.
—No me sorprendería, señor, que ahora mismo encontrara a su señoría esperándole en su casita de campo.
Acertaba de pleno. Apenas había cruzado el umbral cuando algo salió disparado de la butaca y Chuffy me miró con expresión aviesa.
—¡Ah! —dijo, pronunciando esta exclamación entre unos dientes apretados y en general comportándose del modo más desagradable e inquietante—. ¡Por fin estás aquí!
Le dediqué una simpática sonrisa.
—Aquí estoy, sí. Y lo he oído todo. Jeeves me lo ha dicho. Lo siento, lo siento. Poco pensaba yo, viejo amigo, al darle un beso fraternal a Pauline Stoker para felicitarla por vuestro noviazgo, que poco después se produciría todo este jaleo.
Seguía mirándome torcidamente.
—¿Fraternal?
—Esencialmente fraternal.
—El viejo Stoker no parecía creerlo así.
—Pero nosotros sabemos qué clase de mentalidad tiene el viejo Stoker, ¿no es así?
—¿Fraternal? ¡Hmmm!
Expresé un viril remordimiento.
—Supongo que no debí hacerlo…
—Fue una suerte para ti que yo no estuviera allí cuando lo hiciste.
—… pero ya sabes lo que ocurre cuando un tipo con el que has estado en la escuela, en Eton y en Oxford se promete con una chica a la que uno considera casi una hermana. Uno se deja llevar…
Era evidente que se libraba una pugna en el pecho de mi amigo. Frunció un tanto el ceño y paseó un poco por la habitación y, al tropezar con un taburete, lo coceó un poco. Después se mostró más calmado. Era posible ver a la razón volviendo a su trono.
—Bueno, está bien —dijo—. Pero de ahora en adelante menos demostraciones fraternales.
—Desde luego.
—Suprímelas. Resiste el impulso.
—Ciertamente.
—Si quieres hermanas, búscalas en otra parte.
—Así lo haré.
—No quiero tener la sensación, cuando esté casado, de que en cualquier momento puedo entrar en la habitación y encontrarme con una escena entre hermano y hermana.
—Te entiendo perfectamente, amigo mío. ¿O sea que todavía pretendes casarte con Pauline?
—¿Que si pretendo casarme con ella? ¡Claro que lo pretendo! Sería un perfecto asno si no me casara con una chica como ésta, ¿no?
—Pero ¿y los antiguos escrúpulos de Chuffnell?
—¿De qué estás hablando?
—Es que si Stoker no compra el Hall, ¿no te encontrarás otra vez en la misma situación de antes, cuando no querías confesar tu amor y dejabas que el recuerdo de Wotwotleigh se alimentara en tu mejilla de damasco como un gusano en un capullo?
Experimentó un ligero escalofrío.
—Bertie —me dijo—, no me recuerdes un tiempo en que debía de estar absolutamente chiflado. No puedo imaginar cómo pude pensar de aquel modo. Puedes estar seguro de que mis opiniones han cambiado. Ahora no me importa en absoluto que yo no tenga ni cinco y ella posea un buen paquete. Si puedo conseguir las siete libras y media que cuesta la licencia y un par de libras más para el hombre situado detrás del libro de plegarias, esta boda se celebrará.
—Estupendo.
—¿Qué importa el dinero?
—Bastante.
—Quiero decir que el amor es el amor.
—Nunca has hecho afirmación más veraz, muchacho. Si yo estuviera en tu lugar, escribiría a la chica una carta que abarcara estos puntos de vista. Es que, con tus finanzas tambaleándose de nuevo, ella bien puede creer que querrás darte a la fuga.
—La escribiré. Y… ¡por Dios!
—¿Qué?
—Jeeves se la entregará, eliminando con ello toda posibilidad de que Stoker la intercepte.
—¿Crees que podría hacerlo?
—¡Mi querido amigo! ¡Pero si es un interceptor de cartas innato! Puedes verlo en sus ojos.
—No, quiero decir si Jeeves podrá entregarla. No veo cómo.
—Hubiera debido contarte que Stoker quería que Jeeves me dejara y entrara a su servicio. En aquel momento pensé que jamás había visto cara tan dura en toda mi vida, pero ahora estoy a favor de ello. Jeeves ha de irse con él.
Capté la astucia del plan.
—Sé lo que quieres decir. Al operar bajo la bandera de Stoker, gozará de libertad para ir y venir.
—Exactamente.
—Puede llevarle una carta tuya a ella y después traerte a ti una suya y después llevarle una carta tuya a ella y después traerte una de ella a ti y después llevarle una tuya a ella y…
—Sí, sí, veo que has captado la idea. Y en el curso de esta correspondencia podremos acordar algún plan para vernos. ¿Tienes alguna idea de cuánto tiempo se necesita para disponerlo todo para una boda?
—No estoy seguro, pero creo que si consigues una licencia especial, puedes hacerlo con la rapidez del rayo.
—Conseguiré una licencia especial. O dos. O tres. Ésta sí que ha sido una buena noticia. Me siento como nuevo. Se lo diré enseguida a Jeeves. Esta noche puede encontrarse en el yate.
Llegado a este punto, se interrumpió súbitamente. Su frente volvió a oscurecerse y me soltó otra de aquellas miradas inquisitivas.
—Supongo que ella me ama de veras.
—Vamos, hombre, ¿no te lo dijo ella?
—Lo dijo ella, sí. Sí, ella lo dijo. Pero ¿puedes dar crédito a lo que diga una chica?
—¡Mi querido amigo!
—Es que son grandes bromistas. Puede que me haya estado tomando el pelo.
—Esto ya es morboso, muchacho.
Cejijunto, reflexionó unos instantes.
—Parece tan extraño que te permitiera besarla.
—La pillé por sorpresa.
—Hubiera podido soltarte un trompazo en la oreja.
—¿Y por qué? Como es natural, adivinó que el abrazo era puramente fraternal.
—Fraternal, ¿eh?
—Totalmente fraternal.
—Bueno, puede que sea verdad —rezongó Chuffy, con aire de duda—. ¿Tienes alguna hermana, Bertie?
—No.
—Pero si las tuvieras, ¿las besarías?
—Repetidamente.
—Bien… Sí, claro… Bueno, tal vez tengas razón.
—Puedes creer en la palabra de un Wooster, ¿verdad?
—No estoy tan seguro. Te recuerdo en la mañana después de las regatas en nuestro segundo curso en Oxford, contando a los magistrados que tu nombre era Eustace H. Plimsoll y que vivías en The Laburnums, Alleyn Road, West Dulwich.
—Se trataba de un caso especial, que exigía medidas también especiales.
—Sí, claro… Sí… Bien… Bueno, supongo que todo está en regla. ¿De veras juras que ahora no hay absolutamente nada entre tú y Pauline?
—Nada. A menudo nos hemos reído de buena gana al pensar en aquel momento de chifladura en Nueva York.
—Nunca os he oído hacerlo.
—Bueno, pues lo hemos hecho… frecuentemente.
—¿Sí? En este caso… Bueno, supongo que sí… Está bien, escribiré esa carta.
Después de marcharse él, permanecí algún tiempo con los pies alzados ante la chimenea, relajándome. Bien mirado, había sido una jornada de lo más agotadora y no dejaba de sentir un poco los efectos de la tensión. El reciente intercambio de pensamientos con Chuffy, por sí solo, había castigado considerablemente mi sistema nervioso. Y cuando entró Brinkley y quiso saber cuándo cenaría, la idea de sentarme en casa ante un bistec solitario con patatas fritas no me atraía. Me sentía inquieto y con los nervios de punta.
—Cenaré fuera de casa, Brinkley —dije.
Este sucesor de Jeeves me había sido enviado por una agencia de Londres, y debo decir que no era el individuo que hubiera escogido yo en el caso de haber hecho personalmente la elección. No era, ni mucho menos, el sirviente ideal. De expresión melancólica, con un semblante alargado y flaco lleno de granos, y unos ojos hundidos y pensativos, desde el principio se había mostrado adverso a aquella agradable charla entre amo y criado a la que me había acostumbrado la compañía de Jeeves. Desde que llegó, yo había estado tratando de establecer unas relaciones cordiales, pero sin el menor éxito. Exteriormente, era todo él respeto, pero interiormente cabía ver que se trataba de un hombre que soñaba con la Revolución Social y que miraba a Bertram como un tirano y un opresor.
—Sí, Brinkley, cenaré fuera.
No dijo nada y se limitó a mirarme como si me estuviera midiendo con vistas a colgarme de una farola.
—He tenido un día muy ajetreado y necesito luces y vino. Imagino que ambas cosas las encontraré en Bristol. Y también deberían dar allí alguna revista divertida, ¿no cree? Es una de las principales ciudades turísticas.
Suspiró discretamente. Mi charla acerca de ir a ver revistas le estaba desagradando. Lo que él quería realmente era verme correr por Park Lane, seguido por una muchedumbre armada con cuchillos goteantes.
—Iré allí en coche. Tiene usted la tarde libre.
—Muy bien, señor —gimió.
Me di por vencido. Aquel hombre me exasperaba. No tenía yo la menor objeción a que pasara el tiempo planeando matanzas contra la burguesía, pero no acertaba a comprender por qué no podía hacerlo con una sonrisa radiante y animosa. Despidiéndole con un gesto, me dirigí hacia el garaje y saqué el coche.
La distancia hasta Bristol era tan sólo de unos cincuenta kilómetros y llegué allí con tiempo para tomar un confortable refrigerio antes de ir al teatro. El espectáculo era una comedia musical que yo había visto varias veces durante su paso por Londres, pero admitía muy bien una nueva visualización, y en conjunto me sentí descansado y renovado al emprender el regreso a casa.
Creo que era más o menos la medianoche cuando llegué a mi retiro rural y, dispuesto ya a irme a dormir, sin perder tiempo encendí una vela y subí por la escalera. Al abrir la puerta de mi cuarto, recuerdo que estaba pensando en lo bien que me sentaría un buen sueño reparador, y buscaba la cama con una cancioncilla en los labios, como si dijéramos, cuando algo se sentó de repente en ella.
Un momento después, había dejado caer la vela y la habitación había quedado sumida en la oscuridad. Pero no antes de que yo hubiera visto lo suficiente como para que se me pusieran los pelos de punta.
Leyendo de izquierda a derecha, el contenido de la cama consistía en Pauline Stoker con mi pijama de color heliotropo y rayas de oro viejo.