3. LA TÍA AGATHA EXPRESA SU OPINIÓN
Supongo que en el caso de un muchacho de alma realmente superior, al derrumbamiento de los planes matrimoniales del joven Bingo hubiera seguido un estado de tristeza y ansiedad. Quiero decir que si mi naturaleza hubiera sido de las nobles, yo habría quedado hecho migas. Pero no puedo decir sinceramente que quedara muy afectado. El hecho de que antes de transcurrir una semana tras haber recibido la mala noticia, me encontrara a Bingo bailando en el Ciro como una gacela salvaje, me sirvió de consuelo.
Es un pájaro resistente ese Bingo. Puede tener decepciones, pero nunca se deja abatir. Mientras duran sus pequeños asuntos amorosos nadie puede mostrarse más sincero y ardiente; pero una vez se ha convertido todo en agua de borrajas y la muchacha le ha entregado el sombrero, le ha indicado la puerta y le ha pedido como favor especial que no se vean nunca más, vuelve a ser tan alegre y bullicioso como siempre. Esto lo he visto yo más de una docena de veces.
Por consiguiente, no me preocupaba por Bingo. Ni por ninguna otra cosa, realmente. Porque, a decir verdad, no recuerdo haber estado nunca de tan buen humor durante aquel período de mi carrera. Todo parecía salirme a pedir de boca. En tres ocasiones diferentes los caballos por los que había apostado una considerable cantidad de dinero vencieron por varias cabezas en lugar de sentarse a descansar en medio de la pista, como suelen hacer habitualmente los caballos cuando apuesto por ellos.
Además de esto, el tiempo continuaba espléndido; por doquier admitían que mis calcetines nuevos eran exactamente del tipo de los que confeccionaba mamá; y, para colmo, mi tía Agatha se había ido a Francia y no estaría a mano para fastidiarme por lo menos durante otras seis semanas. Y, si ustedes conocieran a mi tía Agatha, admitirían que esto solo ya basta para hacer feliz a cualquiera.
Una mañana, mientras me bañaba, se me ocurrió tan de repente y con tanta fuerza la idea de que no tenía ninguna preocupación en el mundo, que rompí a cantar como un ruiseñor mientras chapoteaba con la esponja. Me parecía que todo iba absolutamente a pedir de boca y que vivía en el mejor de los mundos posibles.
Pero ¿se han percatado ustedes de lo extraña que es la vida? Quiero decir que siempre sucede algo que le sienta a uno como un golpe en la nuca precisamente cuando más optimista se siente respecto a las cosas en general. Acababa de secarme, de vestirme y de entrar en la salita, cuando cayó el golpe. Sobre la repisa de la chimenea había una carta de mi tía Agatha.
—¡Maldita sea! —exclamé en cuanto la hube leído.
—¿Señor? —dijo Jeeves, que se hallaba atareado al fondo de la habitación.
—Es de mi tía Agatha, Jeeves. Ya sabe, mistress Gregson.
—¿Sí, señor?
—No hablaría con ese tono ligero y despreocupado si supiera lo que me escribe —dije con una risa hueca y triste—. La desgracia ha caído sobre nosotros, Jeeves. Quiere que vaya a reunirme con ella en…, ¿cuál es el nombre de ese maldito lugar?…, en Roville-sur-Mer. ¡Que el diablo me lleve!
—¿He de empezar a preparar las maletas, señor?
—Supongo que sí.
Encuentro extraordinariamente difícil explicar a la gente que no conoce a mi tía Agatha por qué razón ella siempre consigue sacarme de mis casillas. Quiero decir que yo no dependo de ella económicamente ni nada que se le parezca. He llegado a la conclusión de que se trata sencillamente de personalidad. Durante toda mi infancia y cuando estaba en el colegio, ¿saben?, ella siempre fue capaz de obligarme a hacer su voluntad con una sola mirada, y todavía no he podido librarme de esa influencia. Somos bastante altos en mi familia, y la tía Agatha mide su buen metro setenta y cinco, coronado por una nariz ganchuda, ojos de águila y una gran cantidad de cabello gris; el efecto general es realmente formidable. Sea como fuere, ni siquiera por un momento se me ocurrió la idea de darle esquinazo en esta ocasión. Si decía ella que yo debía ir a Roville, nada podía hacerse, salvo comprar los billetes.
—¿Qué le parece, Jeeves? Me pregunto qué querrá.
—No podría decírselo, señor.
Bueno, era inútil hablar de ello. El único consuelo, el único espacio claro entre las nubes, era el hecho de que en Roville podría finalmente usar el vistoso fajín que me había comprado seis meses antes y que nunca me había atrevido a llevar. Una de esas telas de seda, ¿saben?, que uno se pone alrededor de la cintura en lugar del chaleco, algo parecido a un cinturón, pero más sustancioso. Nunca había hecho acopio de valor suficiente para ponérmelo hasta aquel momento porque sabía que, de hacerlo, tendría disgustos con Jeeves, por ser de un hermoso y brillante color escarlata. Sin embargo, en un lugar como Roville, donde probablemente desbordaba la alegría y la joie de vivre de Francia, me parecía que se podía hacer algo.
Roville, adonde llegué a primera hora de la mañana después de una travesía fastidiosa y desagradable y de una ajetreada noche en tren, es un lugar bastante ameno donde un muchacho sin trabas en forma de tías puede pasar un par de semanas divertidas. Es como todos esos lugares franceses que están principalmente compuestos de arena, hoteles y casinos. El hotel que había tenido la mala suerte de dar albergue a la tía Agatha era el Splendide, y hasta el momento en que llegué no había ni un solo miembro del personal que no pareciese sentirlo profundamente. Simpaticé con ellos. Ya sabía por experiencias anteriores lo que significaba ir por los hoteles con la tía Agatha. Desde luego, la parte más dura del trabajo ya estaba hecha cuando yo llegué, pero vi por el modo en que todo el mundo se arrastraba ante su presencia que ella había empezado trasladándose de la primera habitación porque no estaba expuesta al sur, y de la siguiente porque tenía un armario que crujía, y que había manifestado su punto de vista respecto a la cocina a las doncellas y a todo lo demás con perfecta libertad y candor. Había logrado que todo el servicio estuviese pendiente a la sazón de sus órdenes. El gerente, un tipo con patillas y con el aspecto de un bandido, se echaba sencillamente a temblar cada vez que ella lo miraba.
Ese triunfo le había dado una especie de ceñuda cordialidad, y se mostró casi maternal cuando nos encontramos.
—Me alegro mucho de que hayas podido venir, Bertie —dijo—. Estos aires te sentarán la mar de bien. Esto es mucho mejor para ti que pasar el tiempo en los sofocantes clubs nocturnos de Londres.
—Sí, claro —contesté.
—Aquí también encontrarás gente agradable. Quiero presentarte a miss Hemmingway y a su hermano, que han trabado gran amistad conmigo. Estoy segura de que miss Hemmingway te agradará. Es una muchacha deliciosa y tranquila, muy diferente de las descocadas chicas que se encuentran actualmente en Londres. Su hermano es el pastor de Chipley-in-the-Glen, en Dorsetshire. Me han dicho que están emparentados con los Hemmingway de Kent. Una familia excelente. Ella es una muchacha encantadora.
Tuve el presentimiento de que se cernía sobre mí un destino horrible. Tal discurso no era propio de la tía Agatha, ya que normalmente es una de las más célebres demoledoras de la sociedad londinense. Me asaltó una tremenda sospecha. Y Dios sabe que tuve razón.
—Aline Hemmingway —continuó la tía Agatha— es precisamente la muchacha con quien me gustaría verte casado, Bertie. Debes pensar en casarte. El matrimonio puede hacerte un gran bien. Yo no podría desearte mejor esposa que la querida Aline. ¡Ejercería una influencia tan buena en tu vida!
—Oye, tía —la interrumpí en este punto, helado hasta la médula.
—¡Bertie! —dijo la tía Agatha, abandonando por un instante el tono maternal y dirigiéndome una fría mirada.
—Yo digo que…
—Son los jóvenes como tú, Bertie, los que hacen desesperar a las personas que se preocupan por el futuro de la raza. Poseéis demasiado dinero y malgastáis en un ocioso egoísmo unas vidas que habrían podido ser útiles y provechosas. No hacéis sino desperdiciar vuestro tiempo en frívolos placeres. No sois más que unos animales antisociales, unos zánganos. Bertie, es necesario que te cases.
—Pero ¡maldita sea!…
—¡Sí! Deberías tener hijos para…
—¡No, francamente, tía, por favor! —dije, sonrojándome intensamente. La tía Agatha pertenece a dos o tres clubs femeninos, y suele imaginar con frecuencia que está disertando en ellos.
—¡Bertie! —exclamó, y sin duda habría expuesto ampliamente sus ideas de no haber sido interrumpida—. ¡Oh, aquí están! —dijo—. ¡Querida Aline!
Divisé a una muchacha y a un individuo que se nos venían encima sonriendo amablemente.
—Quiero presentarles a mi sobrino, Bertie Wooster —dijo la tía Agatha—. Acaba de llegar. ¡Me ha dado una gran sorpresa! No tenía la menor idea de que pensara venir a Roville.
Saludé cautelosamente a la pareja, sintiéndome como un gato en medio de una jauría de sabuesos. Tuve la sensación de haber caído en la trampa, ya me entienden ustedes. Una voz interior me susurraba que Bertie estaba aviado.
El hermano era un tipo pequeño y rechoncho con cara de cordero. Llevaba quevedos, su expresión era benévola y usaba un cuello de esos que se abrochan por detrás.
—Bienvenido a Roville, míster Wooster —dijo.
—¡Fíjate, Sidney! —exclamó la muchacha—. ¿No te recuerda míster Wooster al canónigo Blenkinsop, el que vino a Chipley a predicar las pasadas Pascuas?
—¡Dios bendito! ¡El parecido es asombroso!
Me miraron durante un rato como si yo fuese algo raro metido en una urna de cristal, en tanto que yo sonreía y echaba una buena mirada a la muchacha. No cabía duda de que era muy diferente de lo que la tía Agatha había llamado las descocadas muchachas que se encuentran actualmente en Londres. ¡Nada de pelo corto ni de cigarrillos! No sé cuándo he encontrado a nadie que pareciese tan… respetable, ésta es la única palabra. Llevaba una especie de traje sencillo, y su cabello era liso, y su rostro tenía una expresión dulce y santurrona. No pretendo ser un Sherlock Holmes ni nada semejante, pero al mirarla me dije: «¡Esta chica toca el órgano en una iglesia de pueblo!».
Bueno, nos miramos mutuamente un poco, charlamos un ratito y luego logré coger el portante. Pero antes de que me fuera, me comprometí para llevar de paseo a los hermanos aquella tarde. Y este pensamiento me deprimió hasta tal punto que comprendí que sólo me quedaba una cosa que hacer. Volví directamente a mi habitación, saqué el fajín y envolví mi estómago en él. Di media vuelta y Jeeves respingó como un potro salvaje asustado.
—Le pido perdón, señor —dijo con voz sorda—. No se propondrá usted comparecer en público con eso puesto, ¿verdad?
—¿El fajín? —dije de un modo despreocupado y bonachón, como dando poca importancia al asunto—. ¡Claro que sí!
—No se lo aconsejaría, señor, realmente no se lo aconsejaría.
—¿Por qué no?
—El efecto, señor, es de lo más chillón.
Ataqué al hombre de frente. Nadie sabe mejor que yo que Jeeves es un cerebro excepcional y todo lo demás, pero, ¡diantre!, un individuo no puede hacer siempre lo que le dicen los demás. Uno no puede ser el esclavo de su ayuda de cámara. Además, me sentí bastante desanimado y el fajín era lo único que podía animarme.
—Lo que tiene usted de malo, Jeeves —dije—, es que es demasiado…, ¿cuál es la palabra adecuada?, demasiado insular. No se da cuenta de que ya no está en Piccadilly. En un lugar como éste lo que esperan de uno es un poco de color y un ápice de poesía. Mire, acabo de ver abajo a un tipo que llevaba un traje de mañana de terciopelo amarillo.
—No obstante, señor…
—Jeeves —dije con firmeza—, mi decisión está tomada. Me siento algo abatido y necesito animarme. Además, ¿qué tiene de malo? Este fajín me parece muy apropiado. Considero que produce un efecto bastante español. Da un tono de hidalgo. De personaje de Vicente Blasco no sé cuántos. El alegre hidalgo que se va a los toros.
—Está muy bien, señor —dijo Jeeves, fríamente.
Son condenadamente molestas esas cosas. Si hay algo que me pone de mal humor es tener disgustos en casa, y yo veía claramente que las relaciones iban a estar bastante tensas durante cierto tiempo. Y, después de la bomba de la tía Agatha respecto a la chica Hemmingway, no me avergüenza confesar que me sentía más o menos como si nadie me quisiera.
El paseo de aquella tarde resultó todo lo fastidioso que yo esperaba. El pastor habló de esto y de lo de más allá, la muchacha admiró el paisaje, y yo tuve un dolor de cabeza, desde el primer instante, que empezó en la planta de los pies y empeoró a medida que iba subiendo. Llegué tambaleándome hasta mi habitación para vestirme para la cena, sintiéndome como un sapo bajo el rastrillo. De no haber mediado el asunto del fajín a primera hora de la tarde, habría podido llorar sobre el pecho de Jeeves y confiarle todos mis disgustos. Incluso estando así las cosas, no podía guardármelo todo para mí solo.
—Oiga, Jeeves —dije.
—¿Señor?
—Prepáreme un coñac con soda, que sea fuerte.
—Sí, señor.
—Fuerte, Jeeves. No eche demasiada soda, pero no escatime el coñac.
—Perfectamente, señor.
Después de haber bebido, me sentí bastante mejor.
—Jeeves —dije.
—¿Señor?
—Creo que estoy metido en un buen embrollo, Jeeves.
—¿De veras, señor?
Miré atentamente. Sus modales eran condenadamente distantes. Aún duraba lo del fajín.
—Sí, hasta el cuello —dije, abandonando el orgullo de los Wooster e intentando inducirle a ser más cordial—. ¿Ha visto por aquí a una muchacha que tiene un hermano párroco?
—¿Miss Hemmingway, señor? Sí, señor.
—La tía Agatha quiere que me case con ella.
—¿De veras, señor?
—¿Qué opina usted?
—¿Señor?
—Quiero decir, ¿no tiene nada que sugerirme?
—No, señor.
Los modales de Jeeves fueron tan fríos y poco amistosos que me mordí la lengua e intenté mostrarme superficial.
—¡Oh, bueno, tra-la-la! —canturreé.
—Exactamente, señor —dijo Jeeves.
Y eso fue todo.