4. PERLAS QUIEREN DECIR LÁGRIMAS

Recuerdo —debió de ser cuando estaba en el colegio, porque hoy día no me entretengo mucho con esas cosas— haber leído un poema o algo semejante sobre no sé qué, en el cual había un verso que rezaba, si mal no recuerdo: «Las sombras de la cárcel comienzan a caer sobre el adolescente». Pues bien, lo que quiero demostrar es que durante las dos semanas que siguieron, eso fue exactamente lo que me sucedió a mí. Es decir, oía las campanas nupciales tañer débilmente en la lejanía y hacerse cada día más audibles, sin poder idear cómo diablos escaparía de aquella trampa. Jeeves, no cabe duda, habría podido idear una docena de planes ingeniosos en un par de minutos, pero permanecía frío y distante y yo no me atrevía a pedirle ayuda. Quiero decir que veía fácilmente que su joven amo estaba en apuros, y si esto no era suficiente para hacerle pasar por alto el hecho de que yo todavía lucía brillantemente la faja, significaba que el viejo espíritu feudal había muerto en su pecho y que ya no podría hacerse nada.

Fue realmente extraño cómo la familia Hemmingway se encariñó conmigo. Yo no habría dicho sin vacilación que en mí hubiera algo particularmente fascinador…, en realidad, mucha gente me considera un tanto idiota; pero era innegable el hecho de que yo, para esa muchacha y su hermano, era como una brisa fresca. No parecían felices si estaban lejos de mí. No podía dar un paso, ¡maldita sea!, sin que uno de ellos saliera de algún rincón y se me pegara como una lapa. Por consiguiente, adquirí la costumbre de retirarme a mi habitación cuando quería tener un momento de tranquilidad. Me las había arreglado para obtener una suite bastante decente en el tercer piso cuyas ventanas daban al paseo.

Una noche había entrado en mi suite y por primera vez aquel día pensaba que, después de todo, la vida no es tan mala. A partir del almuerzo había tenido que aguantar a la Hemmingway durante todo el día, puesto que la tía Agatha nos había hecho salir juntos inmediatamente después de dicho almuerzo. El resultado fue que, mientras contemplaba el paseo iluminado y veía a toda la gente que iba a cenar alegremente al Casino y a otros lugares de diversión, una sensación de tristeza se apoderó de mí. Pensaba con amargura en lo condenadamente feliz que habría podido ser en aquel lugar si la tía Agatha y los demás pelmazos hubieran estado en otra parte.

Exhalé un suspiro y en aquel momento sonó un golpe en la puerta.

—Alguien llama, Jeeves —dije.

—Sí, señor.

Abrió y quienes entraron fueron Aline Hemmingway y su hermano. Eran las últimas personas que hubiese esperado ver en aquel momento. Había creído realmente poder estar a solas unos minutos en mi propia habitación.

—¡Oh, hola! —dije.

—¡Oh, míster Wooster! —dijo la muchacha tartajeando—. No sé cómo empezar.

Entonces me percaté de que estaba considerablemente agitada, en tanto que su hermano parecía un cordero atenazado por un secreto pesar.

Esto me hizo enderezarme un poco y prestarles atención. Había supuesto que sólo se trataba de una visita de cumplido, pero evidentemente les sucedía algo grave. Con todo, no veía por qué razón venían a contármelo a mí.

—¿Ocurre algo? —pregunté.

—El pobre Sidney…, la culpa ha sido mía…, nunca hubiera tenido que dejarle ir allí solo —dijo la muchacha, extraordinariamente nerviosa.

En este punto, su hermano, que después de quitarse el abrigo y dejar el sombrero en una silla había permanecido silenciosamente apartado, emitió una tosecilla como una oveja sorprendida por la niebla en lo alto de una montaña.

—El hecho es, míster Wooster —dijo—, que ha sucedido una cosa en extremo triste y deplorable. Esta tarde, mientras escoltaba usted con tanta amabilidad a mi hermana, encontré que el tiempo se me hacía pesado, y tuve la tentación de… hmm… de ir a jugar al Casino.

Miré al hombre con más simpatía de la que hasta entonces me fuera posible sentir por él. Confieso que esta demostración de que tenía sangre deportiva en las venas lo hacía parecer más humano. Si hubiera sabido antes que se entregaba a tales diversiones, estoy convencido de que juntos lo habríamos pasado mejor.

—¡Vaya! —exclamé—. ¿Ha dado un buen golpe?

Suspiró profundamente.

—Si lo que quiere decir usted es si tuve éxito, debo contestarle con una negativa. Persistí con temeridad convencido de que el rojo, habiendo salido siete veces consecutivas, pronto debía dejar inevitablemente lugar al negro. Estaba en un error. Perdí lo que poseía, míster Wooster.

—Mala suerte —dije.

—Abandoné el Casino —continuó— y regresé al hotel. Allí encontré a uno de mis feligreses, el coronel Musgrave, que por suerte veranea en este lugar. Yo… hmm… le convencí para que me cambiara un cheque de cien libras de mi pequeña cuenta de mi banco de Londres.

—¡Vaya! No está mal, ¿verdad? —dije, esperando que el pobrecillo viera las cosas por el lado optimista—. Quiero decir que tuvo usted suerte encontrando a alguien que lo sacara del apuro.

—Al contrario, míster Wooster, esto sólo empeoró la cosa. Ardo de vergüenza al confesarlo, pero inmediatamente volví al Casino y perdí la suma entera…, esta vez bajo la equivocada suposición de que el negro estaba, creo que ésa es la expresión, destinado a llevar ventaja.

—¡Vaya! —dije—. ¡Está usted de malas!

—Y el lado más lamentable del asunto —concluyó— es que no tengo fondos en el banco para abonar el cheque cuando el coronel lo presente.

Puedo confesar que, si bien me di cuenta al instante de que todo esto acabaría en el inevitable sablazo, mi corazón se compadeció del pobre angelito. Nunca me había encontrado con un clérigo que fuera tan desaprensivo. Aunque se pareciera poco a los muchachos que rondaban por aquel pueblo, no cabía duda de que parecía ser un frescales, y yo hubiera deseado que me manifestara antes este aspecto de su carácter.

—El coronel Musgrave —continuó con esfuerzo— no es de los que pasan por alto un asunto así. Es un hombre inflexible. Expondrá la cuestión a mi vicario. Mi vicario también es inflexible. En fin, míster Wooster, si el coronel Musgrave presenta ese cheque, estoy perdido. Y él se marcha a Inglaterra esta misma noche.

La muchacha, que había permanecido a un lado mordisqueando el pañuelo y balbuciendo a intervalos mientras su hermano vaciaba su pecho, empezó de nuevo a hablar atropelladamente:

—¡Míster Wooster! —gritó—. ¿No querrá usted ayudarnos? ¡Diga usted que lo hará! Necesitamos el dinero para recuperar el cheque del coronel Musgrave antes de las nueve…, él sale en el tren de las nueve y veinte. Estaba desesperada no sabiendo qué hacer, cuando me acordé de lo amable que usted ha sido siempre. Míster Wooster, ¿quiere usted prestar el dinero a Sidney y aceptar esto como garantía? —Y antes de que yo me diera cuenta de lo que hacía, abrió su bolso y sacó un estuche—. Mis perlas —dijo—. No sé lo que valen…, son un recuerdo de mi pobre padre…

—¡Que en paz descanse! —musitó el hermano.

—Pero sé que deben valer muchísimo más que la suma que necesitamos.

Era una cosa francamente embarazosa. Experimentaba la sensación de ser un prestamista. Aquel asunto tenía algo de la pignoración de un reloj.

—No, oigan —protesté—. No hace falta que me den garantía ninguna. Me considero muy satisfecho pudiendo prestarles el dinero. Precisamente lo tengo. Esta mañana he recibido un giro.

Y lo saqué y se lo alargué. El hermano sacudió la cabeza.

—Míster Wooster —dijo—, apreciamos su generosidad, su noble confianza en nosotros, pero no podemos permitir eso.

—Lo que Sidney quiere decir —explicó la muchacha— es que, bien pensado, usted nada sabe de nosotros. No debe usted arriesgarse a prestar todo ese dinero sin ninguna garantía a dos personas que, después de todo, le son casi extrañas. Si yo no hubiera pensado que usted lo consideraría una operación comercial, nunca me habría atrevido a pedírselo.

—La idea de… hmm… empeñar las perlas nos resultaba, como usted fácilmente podrá comprender, repulsiva —dijo el hermano.

—Si quiere darnos usted un recibo, como simple formalidad…

—¡Está bien!

Extendí el recibo y se lo entregué, sintiéndome algo confuso.

—Aquí está —dije.

La muchacha cogió el pedazo de papel, lo metió en su bolso, agarró el dinero y lo pasó a su hermano. Luego, antes de que yo me diera cuenta de lo que pasaba, se precipitó sobre mí, me besó y salió de la habitación.

He de admitir que la cosa me dejó aturdido. Tan repentina e inesperada fue. Quiero decir, en una muchacha como ésta. Siempre había sido tranquila y discreta y todo lo que se quiera…, en modo alguno el tipo de mujer que uno espera encontrar por el mundo besando a los hombres. A través de una especie de niebla vi que Jeeves había surgido del fondo de la habitación y estaba ayudando al hermano a ponerse el abrigo, y recuerdo que me pregunté distraídamente cómo diablos un hombre podía llevar un abrigo semejante, que más parecía un saco que otra cosa. Luego el hermano vino hacia mí y me estrechó la mano.

—No sé cómo expresarle lo agradecido que le quedo, míster Wooster.

—¡Oh, no tiene importancia!

—Usted ha salvado mi buen nombre. La reputación de un hombre y una mujer, mi querido amigo —dijo, frotándose las manos fervorosamente—, es la joya más preciosa de sus almas. Quien roba mi cartera roba una bagatela. Fue mía, es suya, y ha sido esclava de miles de personas. Pero el que me roba mi buen nombre, me roba algo que no le enriquece y me hace realmente pobre. Le estoy agradecido desde lo más profundo del alma. Buenas noches, míster Wooster.

—Buenas noches, amigo.

Lancé una mirada a Jeeves en cuanto la puerta se hubo cerrado.

—Un asunto bastante triste, Jeeves —dije.

—Sí, señor.

—Afortunadamente podía disponer de ese dinero.

—Bueno, sí, señor.

—Habla usted como si el asunto no le agradara mucho.

—No soy el más indicado para criticar sus actos, señor, pero me aventuraría a decir que su proceder fue un tanto imprudente.

—¿Se refiere usted al dinero que he prestado?

—Sí, señor. Es notorio que estos elegantes balnearios franceses están infestados de personas malintencionadas.

Eso era un poco fuerte.

—Escúcheme bien, Jeeves —dije—. Puedo aguantar muchas cosas, pero el que usted se atreva a insinuar que un hombre que ha recibido las Sagradas Órdenes…

—Puede que yo sea demasiado suspicaz, señor. Pero he frecuentado una gran cantidad de estos balnearios. Cuando estaba empleado con lord Frederick Ranelagh, poco tiempo antes de entrar a su servicio, su señoría fue limpiamente timado por un criminal conocido, si mal no recuerdo, bajo el apodo de Sid el Zalamero, que entró en relación con nosotros en Montecarlo mediante la ayuda de un cómplice femenino. Nunca olvidaré aquellas circunstancias.

—No quiero entrometerme en sus recuerdos, Jeeves —dije fríamente—, pero está usted hablando por hablar. ¿Qué puede haber de sospechoso en este asunto? Me han dejado sus perlas, ¿no es así? De modo que, antes de hablar, piense lo que dice. Ahora será mejor que baje usted y haga guardar estas cosas en la caja fuerte del hotel. —Cogí el estuche y lo abrí—. ¡Oh, Dios santo!

¡El maldito trasto estaba vacío!

—¡Oh, Dios mío! —exclamé estremeciéndome—. ¡No me diga usted que verdaderamente me han hecho una faena!

—Precisamente, señor. De esta misma manera estafaron a lord Frederick en la ocasión aludida. Mientras su cómplice femenino besaba, agradecida, a su señoría, Sid el Zalamero sustituyó con un segundo estuche el que contenía las perlas y se largó con las alhajas, el dinero y el recibo. Basándose en el recibo, pidió más tarde a su señoría la devolución de las perlas, y su señoría, no pudiendo hacerlo, se vio obligado a pagar una fuerte suma a título de compensación. Fue un truco sencillo pero eficaz.

Me pareció que se hacía la luz en mi cerebro.

—¿Sid el Zalamero? ¡Sid! ¡Sidney! ¡El hermano Sidney! ¡Atiza, Jeeves!, ¿cree usted que ese cura es Sid el Zalamero?

—Sí, señor.

—Pero me parece increíble. Un tipo que se abrocha el cuello por detrás…, habría engañado a un obispo. ¿De verdad cree que es Sid el Zalamero?

—Sí, señor. Lo reconocí en cuanto entró en la habitación.

Le miré fijamente.

—¿Usted le reconoció?

—Sí, señor.

—Entonces, ¡maldita sea! —dije profundamente agitado—, creo que hubiera podido usted decírmelo.

—Pensé que evitaría problemas y molestias si, al ayudarle a ponerse el abrigo, le sustraía el estuche del bolsillo. Aquí lo tiene el señor.

Puso otro estuche sobre la mesa, al lado del que estaba vacío, y Dios sabe que no se hubiera podido distinguir el uno del otro. Lo abrí y allí estaban las perlas, sonriéndome alegres y brillantes. Miré desfalleciente a Jeeves. Me sentía un tanto deprimido.

—Jeeves —dije—. ¡Es usted un genio de pies a cabeza!

—Sí, señor.

Poco a poco fui sintiéndome más tranquilo. Gracias a Jeeves no podrían obligarme a desembolsar varios miles de libras.

—Me parece que ha salvado usted mi viejo hogar. Quiero decir que ni siquiera un pájaro de la categoría del viejo Sid tendría la osadía de volver a reclamar estas pequeñas preciosidades.

—Es de suponer que no, señor.

—Bueno, entonces… Oiga, ¿cree usted que no son más que pasta o algo parecido?

—No, señor. Son perlas auténticas y sumamente valiosas.

—Bueno, entonces, ¡diantre!, estoy de suerte. ¡Una suerte inaudita! Puedo haber perdido cien libras, pero en cambio tengo un hermoso collar de perlas. ¿Tengo razón o no?

—Es difícil decirlo, señor. Creo que debería usted devolver las perlas.

—¡Qué! ¿A Sid? ¡No, en tanto esté en mis manos!

—No, señor. A su legítimo propietario.

—¿Y quién es su legítimo propietario?

—Mistress Gregson, señor.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Corrió la voz por el hotel, hace una hora, de que las perlas de mistress Gregson habían sido robadas. Yo estaba hablando con la doncella de mistress Gregson poco antes de que llegara usted, y ella me informó de que el gerente del hotel se halla ahora en las habitaciones de mistress Gregson.

—¿Y estará pasando un mal rato, seguramente?

—Es lo que me inclino a suponer, señor.

La situación comenzaba a mostrarse clara ante mis ojos.

—Iré a devolvérselas, ¿eh? Esto me dará cierto prestigio, ¿verdad?

—Exactamente, señor. Y si puedo permitirme una sugerencia, señor, creo que sería acertado subrayar el hecho de que fueron robadas por…

—¡Voto al diablo! ¡Por la condenada muchacha con la que la tía Agatha quería obligarme a contraer matrimonio, Dios santo!

—Exactamente, señor.

—Jeeves —dije—, ésta va a ser la mayor derrota infligida a mi anciana parienta que jamás se haya registrado en la historia del mundo.

—Es probable, señor.

—Esto la calmará un poco, ¿verdad? Creo que dejará de perseguirme durante algún tiempo, ¿no le parece?

—Tendría que producir ese efecto, señor.

—¡Colosal! —dije, dando un brinco hacia la puerta.

Mucho antes de llegar al cubil de la tía Agatha vi que la caza había terminado. Algunos tipos con el uniforme del hotel y no pocas camareras de toda índole estaban reunidos en el pasillo, y a través de los tabiques oí un variado surtido de voces, con la de la tía Agatha dominándolas a todas. Llamé, pero nadie me prestó atención, de modo que me deslicé adentro. Entre los presentes divisé a una camarera presa de un ataque de nervios, a la tía Agatha con los cabellos de punta, y al individuo patilludo con aspecto de bandido, el gerente del hotel.

—¡Hola! —dije—. ¿Qué tal?

La tía Agatha se volvió hacia mí. En sus labios no había ninguna sonrisa de bienvenida para Bertram.

—No me molestes ahora, Bertie —dijo mirándome como si yo fuera algún mueble inútil de la habitación.

—¿Pasa algo?

—¡Sí, sí, sí! He perdido mis perlas.

—¿Perlas? ¿Perlas? ¿Perlas? —dije—. ¡No! ¿De veras? ¡Qué mala pata! ¿Dónde las viste por última vez?

—¿Qué importa dónde las viera por última vez? Han sido robadas.

En este punto Wilfred el Rey de las Patillas, quien parecía haberse tomado un descanso entre dos asaltos, saltó nuevamente al ring y empezó a hablar rápidamente en francés. Parecía estar profundamente afectado. La camarera aulló desde su ángulo.

—¿Estás segura de haber buscado por todas partes, tía?

—Claro que he mirado por todas partes.

—Es que muchas veces yo he perdido el botón del cuello y…

—¡No me saques de mis casillas, Bertie! ¡Estoy demasiado apurada para tener que soportar tus imbecilidades! ¡Déjame en paz! —estalló con el mismo tono de voz empleado por los sargentos mayores o por los que arrean al ganado que vuelve a la granja a través de los arenales del Dee. Y fue tal el magnetismo de su personalidad que Wilfred se desplomó como si hubiera chocado contra una pared. La camarera continuó gritando.

—Oye —dije—, creo que a esta muchacha le pasa algo. ¿No está llorando o algo parecido? Puede que no te hayas dado cuenta, pero soy bastante listo para ver las cosas.

—¡Ella robó mis perlas! ¡Estoy convencida de ello!

Esto volvió a poner en marcha al tío patilludo y un par de minutos más tarde la tía Agatha había adoptado el aire glacial de una gran dama y azotaba al último de los bandidos con una voz que habitualmente reserva para reprender a los camareros en los restaurantes.

—Le digo, buen hombre, por centésima vez…

—Oye —dije—, no quisiera interrumpirte ni nada de eso, pero ¿no serán por casualidad estas simpáticas bolitas…?

Saqué las perlas de mi bolsillo y las agité en el aire.

—Parecen perlas, ¿verdad?

No recuerdo haber pasado un momento más divertido. Fue una de aquellas ocasiones de las que hablaré a mis nietos… si es que llego a tener alguno, cosa para la que, en el momento de ir este original a la imprenta, me parece que existe más o menos una posibilidad contra cien. La tía Agatha se desinfló ante mis ojos. Me recordó una ocasión en que vi a unos muchachos deshinchar un globo.

—¿Dónde… dónde… dónde? —balbució.

—Me las dio tu amiga, miss Hemmingway.

La tía Agatha continuaba sin comprender.

—Miss Hemmingway. ¡Miss Hemmingway! Pero… ¿cómo llegaron a su poder?

—¿Cómo? —dije—. Porque te las robó alegremente. ¡Las birló! ¡Las escamoteó! Porque así es como se gana la vida: trabando amistad en los hoteles con gente poco recelosa y robándoles las joyas. No conozco su alias, pero su honorable hermano, el fulano que lleva el cuello abrochado por detrás, es conocido en el ambiente del hampa por el nombre de Sid el Zalamero.

La tía Agatha parpadeó.

—¡Miss Hemmingway una ladrona! Yo… yo… —Se interrumpió y me miró desfallecida—. Pero ¿cómo conseguiste recobrar las perlas, Bertie, querido?

—Eso no tiene importancia —dije en tono displicente—. Tengo mis métodos.

Saqué a relucir todas mis reservas de valentía varonil, farfullé una breve plegaria y le espeté mi discurso.

—He de decirte, tía Agatha —dije severamente—, que creo que has sido escandalosamente descuidada. Hay un cartel impreso en cada habitación de este hotel en el que se advierte que tienen una caja de caudales en el despacho del gerente, donde se deben guardar las joyas y los objetos de valor, y tú no hiciste el menor caso. ¿Y cuál ha sido el resultado? El primer ladrón que se presentó no tuvo más que entrar en tu habitación y birlarte las perlas. Y en vez de admitir que todo era culpa tuya, empezaste a acosar a este pobre hombre. Has sido muy injusta con este pobre hombre.

—Sí, sí —gimoteó el pobre hombre.

—Y esta infortunada muchacha, ¿qué has hecho con ella? La acusaste de haber robado las joyas sin tener absolutamente ninguna prueba. Creo que tendría todos los motivos para ponerte un pleito por… por lo que fuera y reclamar una jugosa indemnización.

Mais oui, mais oui, c’est trop fort! —estalló el supuesto jefe de los bandidos, poniéndose de mi parte.

La camarera levantó los ojos con expresión inquisitiva, como si el sol hubiera asomado entre las nubes.

—Ya la recompensaré —dijo la tía Agatha débilmente.

—Si aceptas mi consejo, lo harás en el acto o muy rápidamente. Tiene la sartén por el mango y yo, de ella, no aceptaría un penique menos de veinte libras. Pero lo que mayormente me irrita es el modo injusto de abusar de este pobre hombre y el intento de dar a su hotel una mala fama…

—¡Sí, maldición! ¡Es demasiado! —ladró el patilludo—. ¡Vieja descuidada! Usted quiere desacreditar mi hotel, ¿es o no es cierto? ¡Mañana mismo se marchará usted!

Y le fue diciendo otras cosas por el estilo. Y luego, habiendo dicho cuanto tenía que decir, se retiró llevándose consigo a la camarera, que estrechaba en la mano, como una tenaza, un billete nuevo de diez libras. Supongo que ella y el bandido, una vez fuera, se lo repartieron. Un gerente de hotel francés no sería capaz de dejar escapar dinero auténtico sin contarse a sí mismo en el reparto.

Me volví hacia la tía Agatha, cuyo talante, a la sazón, era como el de quien, buscando margaritas entre los raíles del ferrocarril, se da cuenta de que tiene un expreso a pocos milímetros de la espalda.

—No quiero insistir, tía Agatha —dije fríamente—, pero me gustaría dejar sentado, antes de irme, que la muchacha que robó tus perlas es la muchacha con quien insistías en que me casara desde que estoy aquí. ¡Santo cielo! ¿Te das cuenta de que, si hubieras logrado tu propósito, yo tendría probablemente unos hijos que me robarían el reloj mientras jugaran sobre mis rodillas? No soy de los que se quejan, pero he de decirte que espero que otra vez seas más prudente al elegir la mujer con quien me quieras obligar a casarme.

Le lancé una mirada, di media vuelta y salí de la habitación.

—Las diez en punto, una noche serena y todo marcha bien, Jeeves —dije al volver a mis habitaciones.

—Me encanta oírlo, señor.

—Si veinte libras le pueden resultar de alguna utilidad, ya sabe usted, Jeeves…

—Le quedo muy agradecido, señor.

Hubo un silencio. Y luego…, bueno, fue un arranque, pero lo hice. Me quité el fajín y se lo tendí.

—¿Quiere que lo planche, señor?

Eché a la tela una postrera mirada de cariño. ¡Era una prenda tan querida!

—No —dije—, llévesela; désela a cualquier pobre que la necesite… No la usaré nunca más.

—Muchísimas gracias, señor —dijo Jeeves.