11. LA SINIESTRA CONDUCTA DE UN PROPIETARIO DE YATE
Sólo después de haber dado buena cuenta de mi desayuno y cuando estaba tocando el banjo en el jardín frontal, algo pareció susurrar a mi oído, con tono de reproche, que no tenía derecho a sentirme tan campante en lo que era, esencialmente, tan sólo la mañana después. A lo largo de la noche, se había perpetrado tarea sucia. La tragedia había acechado la casa. Apenas diez horas antes, yo había sido testigo de una escena que, por ser yo el hombre de excelente fibra por el que me gustaba tenerme, hubiera tenido que eliminar de mi vida toda dicha posible. Dos corazones amantísimos, con uno de los cuales había ido a clase en Oxford, se habían enfrentado con dureza en mi presencia y, tras haberse hecho polvo mutuamente, se habían separado muy airados, para —de acuerdo con las últimas noticias— no volver a reunirse nunca más. Y allí estaba yo, despreocupado e insensible, tocando Levanto mi dedo y digo tuit-tuit con el banjo.
Un grave error. Cambié a Cuerpo y alma, y me invadió una sobria tristeza.
Algo debía hacerse, pensé. Era preciso tomar medidas y explorar caminos.
Sin embargo, no se me ocultaba que la situación era compleja. Generalmente, de acuerdo con mi experiencia, cuando uno de mis amigos ha roto las relaciones diplomáticas con una chica, o viceversa, se han alojado los dos en una casa de campo o al menos han vivido en Londres, no resulta tan difícil concertar un encuentro y unir de nuevo sus manos con una sonrisa benevolente. Pero, en este asunto de Chuffy y Pauline Stoker, consideremos los hechos. Ella se encontraba en el yate, prácticamente cargada de grilletes, y él en el Hall, cinco kilómetros tierra adentro. Y cualquiera que quisiera proceder a un apretón de manos había de ser una fuerza mucho más móvil que yo. Cierto que mi posición ante el viejo Stoker había mejorado algo la última noche, pero por su parte no había mostrado ninguna disposición a concederme la entrada en su yate. Todo parecía indicar que mis posibilidades para ponerme en contacto con Pauline y tratar de hacerla razonar eran las mismas que se hubieran ofrecido si ella no hubiese venido nunca de los Estados Unidos.
Me daba cuenta de que era todo un problema, y seguía meditando al respecto cuando oí el chasquido de la puerta de la cerca del jardín y vi a Jeeves avanzar por el sendero.
—Ah, Jeeves —dije.
Es probable que mi actitud le pareciera algo distante, y, efectivamente, tal era mi intención. Lo que Pauline me había dicho acerca de sus inexactas e inconsideradas observaciones referentes a mi mentalidad había herido considerablemente mi amor propio. No era la primera vez que había dicho semejante cosa, y uno tiene sus sentimientos.
Pero si captó mi altivez, fingió ignorarla y su porte mantuvo la placidez y tranquilidad de siempre.
—Buenos días, señor.
—¿Viene del yate?
—Sí, señor.
—¿Se encontraba allí miss Stoker?
—Sí, señor. Hizo su aparición en la mesa del desayuno. Me llevé cierta sorpresa al verla, pues había supuesto que era su intención quedarse en tierra y establecer comunicación con su señoría.
Lancé una breve risotada.
—¡Ya lo creo que establecieron comunicación!
—¿Señor?
Dejé a un lado el banjo y le miré severamente.
—¡Buen jaleo armó usted anoche! —exclamé.
—¿Señor?
—No arreglará las cosas diciendo «¿Señor?». ¿Por qué demonios no impidió anoche que miss Stoker viniera aquí a nado?
—Difícilmente podía tomarme la libertad, señor, de desilusionar a la joven dama en una empresa en la que de forma tan evidente había puesto todo su corazón.
—Ella dice que usted la animó con palabra y gesto.
—No, señor. Expresé meramente mi simpatía respecto a los objetivos por ella manifestados.
—Usted dijo que a mí me encantaría darle alojamiento por una noche.
—Ella ya había decidido buscar refugio en su casa, señor. Yo no hice más que aventurar la opinión de que usted haría cuanto estuviera en su mano para ayudarla.
—Pues bien, ¿sabe usted cuál fue el resultado…, el desenlace, si cabe utilizar este término? Me vi perseguido por la policía.
—¿De veras, señor?
—Sí. Naturalmente, no me era posible dormir en la casa, con todos los rincones y rendijas llenos de chicas frustradas, y por tanto me retiré al garaje. Apenas llevaba allí diez minutos, llegó el sargento Voules.
—No conozco al sargento Voules, señor.
—Le acompañaba el agente Dobson.
—Al agente Dobson sí le conozco. Un joven muy simpático. Tiene relaciones con Mary, la camarera del Hall. Una joven pelirroja, señor.
—Resista el impulso de hablar sobre el color de los cabellos de las camareras, Jeeves —dije fríamente—. No tiene relación con la cuestión que aquí se debate. Cíñase al tema, el cual consiste en que he pasado una noche en vela, perseguido implacablemente por la gendarmería.
—Lo lamento muchísimo, señor.
—Y finalmente llegó Chuffy. Estableciendo un diagnóstico totalmente erróneo del caso, insistió en ayudarme a subir a mi cuarto, me quitó las botas y me metió en la cama. Y en ello se ocupaba cuando apareció miss Stoker, ataviada con mi pijama color heliotropo.
—Una situación inquietante, señor.
—Lo fue. Los dos tuvieron un altercado de órdago, Jeeves.
—¿Sí, señor?
—Centellearon los ojos y se alzaron las voces. Finalmente, Chuffy bajó rodando la escalera y, muy enfadado, desapareció en la noche. Y el tema es…, el meollo de la cuestión es… ¿qué hacer al respecto?
—Es una situación que requerirá un cuidadoso estudio, señor.
—¿Quiere decir con esto que todavía no ha tenido ninguna idea?
—Tan sólo acabo de oír lo que sucedió, señor.
—Cierto. Lo olvidaba. ¿Ha hablado con miss Stoker esta mañana?
—No, señor.
—Pues bien, no creo que sirva de mucho que vaya usted al Hall y aborde a Chuffy. He estado pensando a fondo en esta cuestión, Jeeves, y es evidente que miss Stoker es la que requerirá la frase persuasiva, el argumento hábilmente razonado…, en otras palabras, el aceite lubricante. Esta noche, Chuffy ha herido sus más profundos sentimientos, y se necesitará un buen trabajo de zapa para volver a ponerla a flote. En comparación, el problema de Chuffy es sencillo. No me sorprendería que ya estuviera maldiciéndose cordialmente por haberse comportado como un perfecto majadero. Un día de apacible meditación, al aire libre, debería bastar para convencerle de que ha agraviado a la chica. Intentar razonar ahora con Chuffy es, sencillamente, una pérdida de tiempo. Déjele solo, y la naturaleza se ocupará de la curación. Lo mejor sería que regresara al yate y viera qué puede usted hacer con la otra parte.
—No he desembarcado con la intención de entrevistarme con su señoría, señor. Una vez más debo reiterar que, hasta que usted me ha informado recientemente, yo ignoraba que se hubiera producido esta división de pareceres. El motivo de mi visita era entregarle a usted una nota de míster Stoker.
Me sentí perplejo.
—¿Una nota?
—Aquí está, señor.
La abrí, todavía confuso, y leí el contenido. Una vez hecho esto, no puedo decir que me sintiera mucho más orientado.
—Muy extraño, Jeeves.
—¿Señor?
—Es una carta de invitación.
—¿Sí, señor?
—Sin la menor duda. Me invita a la fiesta. «Querido míster Wooster», escribe papá Stoker, «me dará un buen alegrón si viene a echar un trago y tomar un bocado a bordo esta noche. Nada de vestirse de etiqueta». Ésta es la sustancia de la carta. Muy peculiar, Jeeves.
—Sin duda imprevisible, señor.
—Olvidé decirle que, entre mis visitantes de esta noche, se contó este mismo Stoker. Irrumpió en la casa vociferando que su hija se encontraba en ella, y lo registró todo.
—¿Sí, señor?
—Desde luego, no encontró ninguna hija, porque ella ya iba de regreso al yate, y entonces fue como si se diera cuenta de que se había estado comportando como un asno. Su actitud, al marcharse, no podía ser más humilde. Incluso habló educadamente conmigo…, cosa que yo hubiera apostado a razón de once contra cuatro que no sabía hacer. Sin embargo, ¿explica eso tan repentino arrebato de hospitalidad? No lo creo. Anoche se deshacía en excusas, pero no se mostraba amistoso. No había ninguna señal de que deseara iniciar una de aquellas grandes amistades.
—Creo posible que una conversación que he sostenido esta mañana con ese caballero, señor…
—¡Ah! ¿Entonces ha sido usted el causante de este sentimiento pro Bertram?
—Inmediatamente después del desayuno, señor, míster Stoker me llamó para preguntarme si yo había estado antes al servicio de usted. Dijo que le parecía haberme visto en su apartamento de Nueva York. Al contestar yo afirmativamente, procedió a interrogarme con respecto a ciertos incidentes acaecidos en el pasado.
—¿Los gatos en el dormitorio?
—Y el episodio de la bolsa de agua caliente.
—¿El sombrero robado?
—Y también la cuestión de su descenso por los canalones de desagüe, señor.
—¿Y usted dijo…?
—Expliqué que sir Roderick Glossop había asumido una visión muy partidista de estos sucesos, señor, y procedí a relatar su historia completa.
—¿Y él…?
—… pareció complacido, señor. Daba la impresión de pensar que le había juzgado erróneamente. Dijo que hubiera debido abstenerse de dar crédito a una información procedente de sir Roderick…, al que aludió llamándole hijo calvo de algo que de momento ha escapado de mi memoria. Imagino que poco después debió de escribir esta carta para invitarle a cenar, señor.
Me sentí complacido con el buen hombre. Cuando Bertram Wooster ve florecer el antiguo espíritu feudal, lo mira con aprobación y traduce esta aprobación en palabras.
—Gracias, Jeeves.
—De nada, señor.
—Ha hecho usted un buen trabajo. Contemplando el asunto desde un punto de vista, claro está que es indiferente que papá Stoker crea o no que soy un botarate. Quiero decir que un fulano unido por vínculos sanguíneos a un hombre que solía caminar sobre sus manos difícilmente se encuentra en la posición adecuada, en lo que se refiere a la cuestión de la cordura, para alzar la voz y erigirse en…
—¿Arbiter elegantiae, señor?
—Esto es. Por consiguiente, poco me importa, desde cierto aspecto de la cuestión, lo que el viejo Stoker piense acerca de mi azotea. Puedo encogerme de hombros. Pero, dejando esto de lado, admito que este cambio de talante es placentero. Se ha producido en un buen momento. Acepto su invitación. La considero…
—¿La amende honorable, señor?
—Iba a decir la rama de olivo.
—O rama de olivo. Ambos términos son prácticamente sinónimos. Dadas las circunstancias, me inclinaría a considerar que la locución francesa es tal vez la más exacta, al llevar consigo la implicación de remordimiento, de un deseo de efectuar restitución. Pero si usted prefiere la expresión «rama de olivo», no deje de emplearla, señor.
—Gracias, Jeeves.
—De nada, señor.
—Supongo que sabe que me ha hecho olvidar por completo lo que estaba diciendo.
—Le ruego que me perdone, señor. No debí haberle interrumpido. Si mal no recuerdo, estaba haciendo la observación de que se disponía a aceptar la invitación de míster Stoker…
—Ah, sí… Muy bien, pues. Aceptaré su invitación. Sea como rama de olivo o como amende honorable es algo que carece totalmente de importancia y me tiene absolutamente sin cuidado, Jeeves…
—Sí, señor.
—¿Y quiere que le diga por qué aceptaré esta invitación? Porque me permitirá ver a miss Stoker y defender la causa de Chuffy.
—Lo comprendo, señor.
—Cosa que nada tendrá de fácil. Apenas sé qué línea seguir…
—Si me permite hacer una sugerencia, señor, yo diría que la joven dama respondería del modo más satisfactorio a la noticia según la cual su señoría padecía un quebranto de su salud.
—Le consta que está más sano que una manzana.
—Un quebranto de la salud inducido, desde que ella riñó con él, por un estado de angustia mental.
—¡Ah, ya le entiendo! ¿Confusión mental?
—Exactamente, señor.
—¿Pensando en la autodestrucción?
—Exactamente, señor.
—¿Cree que el tierno corazón de ella se verá afectado?
—Es perfectamente concebible, señor.
—Entonces éste es el camino que seguiré. Veo que esta invitación anuncia la cena para las siete. Un poquitín temprano, ¿no?
—Presumo que todo se ha planificado de modo conveniente para el señorito Dwight, señor. Ésta será la fiesta de cumpleaños de la que le informé ayer.
—Sí, claro. Con una atracción de juglares negros a continuación. Porque tengo entendido que van, ¿verdad?
—Sí, señor. Los negros estarán presentes.
—No sé si habrá alguna posibilidad de cambiar unas palabras con el que toque el banjo. Hay en su ejecución algunos detalles sobre los cuales me agradaría consultarle.
—Sin duda, esto podrá arreglarse, señor.
Parecía hablar con cierta reserva, y vi que, en su opinión, la conversación había tomado un rumbo embarazoso. Quiero decir que era como hurgar en una vieja herida.
Pues bien, siempre he constatado que lo mejor que cabe hacer en tales ocasiones es mostrarse abierto y directo.
—Estoy haciendo grandes progresos con el banjo, Jeeves.
—¿Sí, señor?
—Si quiere le interpreto ¿Qué es esta cosa llamada amor?
—Sin rencor, señor.
—¿Sus opiniones sobre el instrumento se mantienen inalterables?
—Sí, señor.
—¡Está bien! Es una lástima que no podamos tener la misma opinión en esta cuestión.
—Sí, señor.
—Sin embargo, nada puede hacerse al respecto. Sin rencor, ¿verdad?
—Sin rencor, señor.
—Pero es una lástima.
—Una verdadera lástima, señor.
—Bien, dígale a Stoker que estaré allí a las siete en punto y debidamente peinado.
—Sí, señor.
—¿O debería escribir una nota, breve pero cortés?
—No, señor. He recibido instrucciones en el sentido de volver con una respuesta verbal.
—Adelante, pues.
—Muy bien, señor.
A las siete en punto, por consiguiente, subí a bordo del yate y entregué el sombrero y un gabán ligero a un marinero que pasaba por allí. No obstante, lo hice no sin una mezcla de sentimientos, puesto que en mi pecho pugnaban varias emociones conflictivas. Por una parte, el vigoroso ozono de Chuffnell Regis me había abierto un buen apetito, y por recuerdos de su hospitalidad en Nueva York yo sabía que J. Washburn Stoker trataba bien a sus invitados. Por otra parte, yo nunca me había sentido lo que podría decirse tranquilo en su compañía, y en ese momento no la ansiaba particularmente. Si lo desearan, podrían plantearse la cosa del modo siguiente: el Wooster corpóreo, o sea el de carne y hueso, pensaba con agrado en la inminente francachela, pero su parte espiritual más bien se encogía un poco.
En mi experiencia, hay dos clases de estadounidenses de edad provecta. Uno, el corpulento y dotado de gafas con montura de concha, es la camaradería en persona. Le saluda a uno como si fuera un hijo predilecto, empieza a agitar la coctelera antes de que uno sepa dónde está, hace circular un par de copas acompañadas con carcajadas de satisfacción, da palmadas en la espalda, cuenta en dialecto un chiste protagonizado por dos irlandeses llamados Pat y Mike, y, en una palabra, hace que la vida se asemeje a una grandiosa y dulce canción.
El otro, que propende y no poco a la mirada fría y gris, y a la mandíbula cuadrada, parece contemplar con preocupación al primo inglés. No se le ve risueño. Está enfurruñado. Habla muy poco. Contiene el aliento con una expresión dolorosa. Y cada vez que uno capta su mirada, es como si chocara con una ostra cruda.
De esta última clase o especie, J. Washburn Stoker había sido siempre el vicepresidente perpetuo.
Por tanto, representó para mí un alivio considerable descubrir que esa noche había aflojado un tanto las amarras. Aunque no exactamente amable, daba la clara impresión de mostrarse tan amable como le era posible.
—¿Verdad que no se opone a una tranquila cena en familia, míster Wooster? —me preguntó, después de haberme estrechado la mano.
—De ninguna manera. Muy gentil por su parte haberme invitado —repliqué, dispuesto a no dejarme aventajar en cortesías.
—Sólo usted, Dwight y yo. Mi hija ha tenido que echarse. Padece una jaqueca.
Esto fue una especie de jarra de agua fría. De hecho, me pareció arrebatar lo que cabría describir como todo el significado de la expedición.
—Oh —dije.
—Mucho me temo que sus esfuerzos de anoche resultaron algo excesivos para ella —explicó papá Stoker, con algo de la antigua expresión de pez en la mirada, y leyendo entre líneas deduje que Pauline había sido enviada a la cama sin cenar y caído en desgracia. El veterano Stoker no era uno de esos padres modernos, dotados de miras amplias. Había en él, como había tenido ocasión de advertir anteriormente, una clara pincelada del severo y pétreo padre peregrino. Un hombre, en resumidas cuentas, que en sus tratos con la familia creía en el empleo de la mano firme.
Al observar aquella mirada, me resultó algo difícil articular mis amables preguntas.
—Entonces, ¿usted, ejem…, ella…, ejem?
—Sí. Usted tenía razón, míster Wooster. Había estado nadando.
Y una vez más, mientras hablaba, capté un destello de pez. Vi que las acciones de Pauline distaban de cotizarse altas aquella noche, y me hubiera gustado pronunciar unas palabras en favor de la pobre y alocada jovencita. Sin embargo, aparte de la idea de decir que las chicas siempre son chicas, idea que deseché, no me fue posible pensar en nada.
En aquel momento, por suerte, una especie de camarero anunció la cena y entramos en el comedor.
Debo decir que durante aquella cena hubo momentos en que lamenté que sucesos que no era posible pasar por alto hubieran dado como resultado la ausencia a bordo de la gente del Hall. Sin duda, el lector cuestionará esta afirmación, inclinado como está a abrigar la opinión de que todo lo que una cena necesita para ser un éxito es la ausencia de sir Roderick Glossop, la viuda lady Chuffnell y el hijo de ésta, Seabury, y ello no obstante mantengo mi aseveración. Había en la atmósfera cierto no sé qué inquietante que más o menos convertía los alimentos en cenizas en mi boca. De no ser porque aquel hombre, Stoker, había insistido en invitarme, yo hubiera dicho que le estaba ocasionando una molestia notoria. Durante casi toda la cena se limitó a masticar sumido en un profundo silencio, como el hombre que barrunta algo en su cabeza. Y cuando hablaba, lo hacía con una acusada desgana; no lo hacía exactamente desde una comisura de la boca, pero no andaba muy lejos de ello.
Hice cuanto pude para promover una conversación fluida, pero hasta que el joven Dwight abandonó la mesa y nos dispusimos a encender los cigarros, no acerté con un tema que interesara, elevara y divirtiera.
—Buen barco este, míster Stoker —dije.
Por primera vez, apareció en su cara algo semejante a la animación.
—No hay muchos que sean mejores.
—Yo no he navegado mucho. Y, excepto un año en Cowes, nunca había estado a bordo de un yate de este tamaño.
Dio unas chupadas a su cigarro y un ojo se orientó en mi dirección, pero enseguida volvió a desviarse.
—Poseer un yate tiene ciertas ventajas.
—Claro.
—Espacio abundante donde instalar a los amigos.
—Montones de ellos.
—Y cuando los tienes aquí, no pueden escabullirse fácilmente para volver a tierra.
Parecía una manera algo extraña de enfocar las cosas, pero supuse que un hombre como Stoker tendría naturalmente ciertas dificultades para retener a sus huéspedes. Era muy probable que en este sentido hubiera tenido experiencias penosas en el pasado. Y nada, desde luego, hace que un anfitrión se sienta más ridículo que tener en su casa de campo a alguien llegado para una larga estancia y descubrir, el segundo día a la hora del almuerzo, que el invitado se ha largado disimuladamente en busca de la estación del ferrocarril.
—¿Le gustaría echar un vistazo al barco? —preguntó.
—Buena idea —dije.
—Me gustaría enseñárselo. Ahora nos encontramos en el salón principal.
—Ah —dije.
—Le enseñaré los camarotes.
Se levantó y recorrimos unos pasillos. Llegamos ante una puerta. La abrió y encendió la luz.
—Ésta es una de nuestras más espaciosas habitaciones de huéspedes.
—Y muy bonita por cierto.
—Entre y échele un vistazo.
En realidad, poco había que ver que yo no pudiera enfocar desde el umbral, pero uno tiene que mostrar cortesía en estas ocasiones. Avancé y hurgué un poco la cama.
Y, mientras lo hacía, la puerta se cerró de golpe, y cuando me volví el vejete había desaparecido.
Muy extraño, fue mi veredicto. De hecho, manifiestamente extraño. Crucé el camarote y forcejeé con la manija.
La maldita puerta estaba cerrada con llave.
—¡Eh! —grité.
No hubo respuesta.
—¡Oiga! —llamé—. ¡Míster Stoker!
Sólo silencio, y en gran cantidad.
Me senté en la cama. La situación parecía exigirme cierta reflexión.