5
Me puse la camisa y los calzoncillos hasta la rodilla.
—Bueno, Jeeves —dije—, ¿qué opina de ello?
Durante el paseo hasta la casa le había puesto al corriente de los últimos acontecimientos, y le había dejado que les diera vueltas en la cabeza con vistas a encontrar una fórmula, mientras yo iba a darme un rápido baño. Entonces le miraba lleno de esperanzas, como una foca esperando un pedazo de pescado.
—¿Ha pensado en algo, Jeeves?
—Todavía no, señor, lamento decirlo.
—¿Qué? ¿Ningún resultado?
—Ninguno, señor, me temo.
Me quejé en voz baja y me puse los pantalones. Me había acostumbrado tanto a que este hombre dotado interviniera con las ideas más perfectas enseguida, que la posibilidad de que en esa ocasión no consiguiera hacerlo no se me había ocurrido. Fue un duro golpe, y con mano temblorosa me puse los calcetines. Una extraña sensación helada se había apoderado de mí, lo que hacía inferiores a lo normal los procesos físicos y mentales. Era como si miembros y coco hubieran sido colocados en un frigorífico y se hubieran olvidado allí durante varios días.
—Puede ser, Jeeves —dije, al ocurrírseme una idea—, que no tenga toda la escena clara en su mente. Sólo he podido darle cuatro detalles antes de ir a bañarme. Creo que sería útil que hiciéramos lo que hacen en las novelas de misterio. ¿Alguna vez lee novelas de misterio?
—No con frecuencia, señor.
—Bueno, siempre hay una parte en que el detective, para aclarar sus ideas, escribe una lista de sospechosos, motivos, horas, coartadas, pistas y nosequé. Probemos este plan. Coja papel y lápiz, Jeeves, y reuniremos los hechos. Titúlelo «Wooster, B. - posición de». ¿Está listo?
—Sí, señor.
—Bien. Ahora, punto número uno: la tía Dahlia dice que si no birlo esa vaca-jarrita y se la entrego a ella me prohibirá sentarme a su mesa, y se acabaron las comidas de Anatole.
—Sí, señor.
—Llegamos ahora al punto número dos: a saber, si birlo la vaca-jarrita y se la entrego a ella, Spode me hará papilla.
—Sí, señor.
—Además, punto número tres: si la birlo y se la doy a ella en lugar de birlarla y dársela a Harold Pinker, no sólo experimentaré el proceso de convertirme en papilla mencionado antes, sino que Stiffy entregará ese cuaderno de Gussie a sir Watkyn Bassett. Y usted sabe y lo sé yo cuál sería el resultado de ello. Bien, éste es el escenario. ¿Lo entiende?
—Sí, señor. Sin duda las cosas están en una situación algo desafortunada.
Le lancé una de mis miradas.
—Jeeves —dije—, no me ponga demasiado a prueba. No en un momento así. Algo desafortunada dice, ¡caramba! ¿De quién me hablaba usted el otro día, a cuya cabeza habían ido a parar todos los pesares del mundo?
—La Mona Lisa, señor.
—Bien, si me encontrara con la Mona Lisa en este momento, le estrecharía la mano y le aseguraría que sabía cómo se sentía. Tiene ante usted, Jeeves, a un sapo bajo el rastrillo.
—Sí, señor. Los pantalones quizá medio centímetro más altos, señor. Se pretende que caigan con elegancia sobre el empeine. Es cuestión de un ajuste más fino.
—¿Así?
—Admirable, señor.
Suspiré.
—Hay momentos, Jeeves, en que uno se pregunta: «¿Importan los pantalones?».
—Ese humor pasará, señor.
—No veo por qué deba hacerlo. Si no se le ocurre una manera de salir de este lío, me parece que esto es el fin. Por supuesto —proseguí con un tono un poco más animado—, realmente no ha tenido tiempo todavía de hincarle el diente al problema. Mientras estoy cenando, examínelo una vez más desde todos los ángulos. Es posible que le venga la inspiración. La inspiración existe, ¿no? Viene como un relámpago, en realidad.
—Sí, señor. Se dice que el matemático Arquímedes descubrió el principio del desplazamiento de un modo súbito una mañana, mientras se encontraba en la bañera.
—Bien, eso es. Y no creo que él fuera mejor que usted.
—Un hombre dotado, creo, señor. Se ha lamentado en general que fuera muerto por un soldado raso.
—Qué pena. Con todo, la carne es como la hierba, ¿no?
—Muy cierto, señor.
Encendí un cigarrillo, pensativo, y, tras despedir a Arquímedes por el momento, dejé que mi mente se ocupara una vez más del espantoso lío al que había sido arrojado por la conducta desconsiderada de Stiffy.
—¿Sabe, Jeeves? —dije—, cuando uno empieza realmente a estudiarlo, es asombroso cómo el sexo opuesto parece salirse de su camino para meterme en líos. ¿Recuerda a miss Wickham y la bolsa de agua caliente?
—Sí, señor.
—¿Y a Gwladys nosequé, que dejó a su novio con la pierna rota en cama en mi casa?
—Sí, señor.
—¿Y a Pauline Stoker, que invadió mi casa de campo en plena noche en traje de baño?
—Sí, señor.
—¡Qué sexo! ¡Qué sexo, Jeeves! Pero nadie de ese sexo, aunque más mortal que el masculino, puede igualarse a esta Stiffy. ¿Quién era el tipo cuyo nombre conducía a todo el resto…, el tipo con el ángel?
—Abu ben Adhem, señor.
—Ésa es Stiffy. Es el colmo. ¿Sí, Jeeves?
—Iba a preguntarle simplemente, señor, si miss Byng, cuando ha pronunciado su amenaza de entregar el cuaderno de míster Fink-Nottle a sir Watkyn, ¿por casualidad ha hablado con un destello en los ojos?
—¿Un destello travieso, quiere decir, indicando que sólo me tomaba el pelo? Ni una sospecha de ello. No, Jeeves, he visto antes ojos sin brillo, muchos, pero nunca un par totalmente desprovisto de él como los suyos. No bromeaba. Hablaba en serio. Era completamente consciente de que hacía algo que, incluso según los criterios femeninos, era injusto, pero no le importaba. La cuestión es que toda esta moderna emancipación de las mujeres ha dado como resultado que se les haya subido a la cabeza y les importe un bledo lo que hacen. No es como en la época de la reina Victoria. El príncipe consorte habría tenido algo que decir respecto de una chica como Stiffy, ¿no?
—Puedo imaginar que Su Alteza Real posiblemente no habría aprobado la conducta de miss Byng.
—La habría puesto sobre sus rodillas, y le habría pegado con una zapatilla antes de que ella supiera quién era. Y no me extrañaría que hubiera tratado a la tía Dahlia de una manera similar. Hablando de ello, supongo que debería ir a ver a mi anciana parienta.
—Parecía muy deseosa de conferenciar con usted, señor.
—Deseo que no comparto, Jeeves. Le confesaré francamente que no tengo ganas de asistir a la séance.
—¿No, señor?
—No. Le he enviado un telegrama justo antes del té, en el que le decía que no iba a robar esa vaca-jarrita, y ella debe de haber salido de Londres mucho antes de que el telegrama llegara. En otras palabras, ha venido con la esperanza de encontrar a un sobrino impaciente por cumplir su mandato, y tendré que darle la noticia de que he roto el trato. No le gustará eso, Jeeves, y no me importa decirle que cuanto más contemplo la inminente charla, más miedo tengo.
—Si me permite una sugerencia, señor (por supuesto, no es más que un paliativo), se ha visto con frecuencia, en momentos de abatimiento, que la adopción de un traje formal ejerce un efecto estimulante en la moral.
—¿Cree que debería ponerme corbata blanca? Spode me ha dicho negra.
—Considero que la emergencia justifica la desviación, señor.
—Tal vez tenga razón.
Y, por supuesto, la tenía. En estos delicados asuntos de psicología nunca yerra. Puse manos a la obra, e inmediatamente fui consciente de una notable mejora. No tenía tanto miedo, un destello regresó a los ojos apagados, y el alma pareció expandirse como si alguien hubiera empezado a utilizar en ella una bomba de bicicleta. Y estaba yo examinando el efecto en el espejo, poniéndome la corbata con dedos delicados y repasando mentalmente algunas cosas que me proponía decirle a la tía Dahlia si se ponía dura, cuando se abrió la puerta y entró Gussie.
Al ver a ese tipo con gafas, una punzada de compasión me atravesó, pues una mirada fue suficiente para indicarme que no estaba al corriente de los acontecimientos de última hora. Era visible en su conducta que no era un hombre a quien Stiffy hubiera confiado sus planes. Su actitud era optimista, e intercambié una mirada rápida y significativa con Jeeves. La mía decía «¡Poco sabe!», y la suya también.
—¡Eh! —dijo Gussie—. ¡Hola, Jeeves!
—Buenas noches, señor.
—Bien, Bertie, ¿cuál es la noticia? ¿La has visto?
La punzada de compasión se hizo más aguda. Exhalé un silencioso suspiro. Iba a ser tarea mía administrar a este viejo amigo un considerable tortazo en la mandíbula, y no me atrevía.
Con todo, estas cosas hay que afrontarlas. El cuchillo del cirujano, quiero decir.
—Sí —dije—. La he visto. Jeeves, ¿tenemos coñac?
—No, señor.
—¿Podría conseguir una copa?
—Seguro, señor.
—Traiga la botella.
—Muy bien, señor.
Se retiró, y Gussie me miró con franco asombro.
—¿Qué es todo esto? No puedes empezar a beber coñac justo antes de cenar.
—No tengo esa intención. Lo he pedido para ti, mi sufrido viejo mártir.
—Yo no bebo coñac.
—Apuesto a que beberás éste, sí, y pedirás más. Siéntate, Gussie, y charlemos un rato.
Y tras dejar que se sentara en el sillón, inicié la conversación hablando del tiempo y las cosechas. No quise darle la noticia hasta que el reconstituyente estuviera a mano. Parloteé, esforzándome por infundir a mi conducta una especie de tacto que le preparara para lo peor, y no pasó mucho rato hasta que noté que me miraba de un modo extraño.
—Bertie, creo que estás borracho.
—En absoluto.
—Entonces, ¿por qué parloteas así?
—Sólo hago tiempo hasta que Jeeves vuelva con el líquido. Ah, gracias, Jeeves.
Cogí de su mano la copa llena y suavemente coloqué los dedos de Gussie alrededor del pie.
—Será mejor que vaya a informar a la tía Dahlia de que no podré acudir a nuestra cita, Jeeves. Esto llevará algún tiempo.
—Muy bien, señor.
Me volví hacia Gussie, que en ese momento parecía perplejo.
—Gussie —dije—, bébete esto y escucha. Me temo que tengo malas noticias para ti. Respecto del cuaderno.
—¿Respecto del cuaderno?
—Sí.
—No me digas que ella no lo tiene.
—Eso es precisamente el quid de la cuestión. Lo tiene y va a entregárselo a papá Bassett.
Esperaba que reaccionara, y lo hizo. Sus ojos, como estrellas, se salieron de sus esferas, saltó de la silla y derramó el contenido de la copa, lo que hizo que la habitación oliera como el bar de un pub un sábado por la noche.
—¿Qué?
—Ésta es la situación, me temo.
—¡Pero cielos!
—Sí.
—No lo dices en serio.
—Sí.
—Pero ¿por qué?
—Tiene sus razones.
—¿Pero no se da cuenta de lo que ocurrirá?
—Sí.
—¡Significa la ruina!
—Definitivamente.
—¡Oh, cielos!
Se ha dicho con frecuencia que el desastre saca a la luz lo mejor de los Wooster. Una extraña calma se apoderó de mí. Le di unas palmadas en la espalda.
—¡Valor, Gussie! Piensa en Arquímedes.
—¿Por qué?
—Le mató un soldado raso.
—¿Y qué?
—Bueno, no debió de ser agradable para él, pero no me cabe duda de que murió sonriendo.
Mi intrépida actitud surtió efecto. Gussie se serenó. No digo que fuéramos exactamente como un par de aristócratas franceses esperando la carreta, pero había cierto parecido.
—¿Cuándo te lo ha dicho?
—Hace poco rato, en la terraza.
—¿Y hablaba en serio?
—Sí.
—¿No había…?
—¿… un destello en sus ojos? No.
—Bueno, ¿no hay manera de detenerla?
Esperaba que lo planteara, pero lamentaba que lo hubiera hecho. Preveía un período de discusión infructuosa.
—Sí —dije—. La hay. Dice que renunciará a su terrible propósito si yo robo la vaca-jarrita del viejo Bassett.
—¿Te refieres a esa vaca de plata que nos estuvo enseñando anoche a la hora de la cena?
—Esa misma.
—Pero ¿por qué?
Le expliqué la situación del asunto. Él me escuchó inteligentemente, y se le iluminó el rostro.
—¡Ahora lo veo! ¡Ya lo entiendo! No podía imaginar cuál era su idea. Su conducta me parecía absolutamente carente de motivos. Bueno, está bien. Eso lo soluciona todo.
Me desagradaba interrumpir su feliz entusiasmo, pero tenía que hacerlo.
—No exactamente, porque no voy a hacerlo.
—¿Qué? ¿Por qué no?
—Porque si lo hago, Roderick Spode dice que me hará papilla.
—¿Qué tiene que ver Roderick Spode con esto?
—Al parecer se ha adherido a la causa de la vaca-jarrita. No cabe duda de que por estima al viejo Bassett.
—¡Mmm! Bien, tú no tienes miedo de Roderick Spode, ¿no?
—Sí.
—¡Tonterías! Te conozco y sé que no es verdad.
—No, no me conoces.
Dio una vuelta a la habitación.
—Pero, Bertie, no has de tener miedo de un hombre como Spode, una simple masa de fuerza y músculo. Seguro que es lento de pies. Nunca te atraparía.
—No tengo intención de probarle como corredor.
—Además, no es como si tuvieras que quedarte aquí. Puedes irte en el momento en que hayas robado ese objeto. Envías una nota a ese cura después de cenar, para decirle que esté en el lugar a medianoche, y después lo haces. Ya veo el plan. Robas la vaca-jarrita, digamos que de doce y quince a doce y treinta, o digamos doce y cuarenta, por si ocurre algún accidente. A las doce y cuarenta y cinco estás en los establos, poniendo el coche en marcha. A las doce y cincuenta en plena carretera, después de haber realizado un bonito y limpio trabajo. No veo por qué te preocupas. Todo el asunto me parece infantilmente sencillo.
—No obstante…
—¿No lo harás?
—No.
Se acercó a la repisa de la chimenea, y se puso a juguetear con una figurilla que representaba a una especie de pastorcita.
—¿Es Bertie Wooster quien habla? —preguntó.
—Sí.
—¿Bertie Wooster, a quien tanto admiré en la escuela, el chico al que solíamos llamar «Bertie el Temerario»?
—Eso es.
—En ese caso, supongo que no hay más que decir.
—No.
—Nuestro único camino es recuperar el cuaderno que tiene Byng.
—¿Cómo te propones hacerlo?
Reflexionó, con el ceño fruncido. Entonces las pequeñas células grises parecieron agitarse.
—Ya lo sé. Escucha. Ese cuaderno significa mucho para ella, ¿no?
—Así es.
—Siendo así, lo llevará encima, como yo.
—Supongo que sí.
—En la media, probablemente. Muy bien, pues.
—¿Qué quiere decir «muy bien, pues»?
—¿No ves adónde quiero ir a parar?
—No.
—Bien, escucha. Te resultaría fácil darle un amistoso revolcón, si sabes a lo que me refiero, en el transcurso del cual sería sencillo…, bueno, algo del estilo de un abrazo jocoso…
Le detuve bruscamente. Existen límites, y los Wooster los reconocemos.
—Gussie, ¿estás sugiriendo que meta mano en las piernas de Stiffy?
—Sí.
—Bien, no voy a hacerlo.
—¿Por qué no?
—No es necesario que ahonde en mis razones —dije, tenso—. Basta con decir que no es acertado.
Me lanzó una mirada, una especie de mirada con grandes ojos y llena de reproches, como una salamandra moribunda podía haberle lanzado a él si hubiera olvidado cambiarle el agua con regularidad. Tomó aliento bruscamente.
—Sin duda ya no eres aquel muchacho que conocía en la escuela —dijo—. Al parecer te has desintegrado. Ni agallas. Ni impulso. Ni iniciativa. El alcohol, supongo.
Suspiró y rompió la pastorcita, y los dos nos acercamos a la puerta. Mientras yo la abría, me lanzó otra mirada.
—No vas a bajar a cenar así, ¿verdad? ¿Por qué llevas corbata blanca?
—Jeeves me lo ha recomendado, para animarme.
—Bueno, vas a parecer un perfecto asno. El viejo Bassett cena con esmoquin de terciopelo con manchas de sopa en la pechera. Será mejor que te cambies.
Había mucha verdad en lo que dijo. A uno no le gusta llamar la atención. A riesgo de hundir mi moral, me volví para cambiarme. Y mientras lo hacía, nos llegó desde el salón de abajo el sonido de una voz joven y fresca que cantaba, acompañada al piano, lo que presentaba todos los síntomas de ser una vieja canción popular inglesa. El oído detectó gran cantidad de «eh na na na» y todo eso.
Ese bullicio produjo el efecto de hacer que los ojos de Gussie echaran chispas tras las gafas. Fue como si sintiera que eso era ese poquito más de lo que un hombre puede soportar.
—¡Stephanie Byng! —dijo con amargura—. ¡Cantar en un momento así!
Soltó un bufido y salió de la habitación. Y terminaba yo de ponerme la corbata negra, cuando Jeeves entró.
—Mistress Travers —anunció con formalidad.
Un «Oh, cielos» escapó de mis labios. Sabía, claro está, al oír aquel anuncio formal, que ella estaba llegando, pero también un pobre tío que pasea y al mirar hacia arriba ve a un tipo en un aeroplano que lanza una bomba sobre su cabeza sabe lo que se le avecina, pero ello no mejora las cosas cuando la bomba llega.
Me di cuenta de que estaba muy agitada —muy nerviosa quizá lo expresaría mejor— y me apresuré a instalarla en un sillón y a presentarle mis disculpas.
—Lamento muchísimo no haber podido ir a verla, anciana antepasada —dije—. He estado encerrado con Gussie Fink-Nottle para tratar de un asunto que afecta profundamente a nuestros intereses mutuos. Desde que nos vimos por última vez, se han producido nuevos acontecimientos, y mis asuntos se han liado un poco, lamento decirlo. Se podría decir que los cimientos del infierno tiemblan. No es una exageración, ¿verdad, Jeeves?
—No, señor.
Ella rechazó mis declaraciones con un gesto de la mano.
—¿Así que tú también tienes tus problemas? Bueno, no sé qué nuevos acontecimientos se han producido por tu parte, pero se ha producido uno por la mía, y es endiablado. Por eso he venido aquí con tanta prisa. Hay que emprender una acción rápida, o bien se producirá un cambio radical.
Empecé a preguntarme si incluso la Mona Lisa podía haber encontrado la situación tan difícil como yo la encontraba. Una cosa después de la otra, quiero decir.
—¿Qué es? —pregunté—. ¿Qué ha ocurrido?
Se atragantó un momento y luego consiguió pronunciar una sola palabra.
—¡Anatole!
—¿Anatole? —Le cogí la mano y le di un apretón tranquilizador—. Dígame, paciente febril —dije—, ¿de qué habla? ¿Qué quiere decir con «Anatole»?
—Si no vamos con cuidado, le perderé.
Me dio la impresión de que una mano fría me aferraba el corazón.
—¿Perderle?
—Sí.
—¿Incluso después de doblarle el sueldo?
—Incluso después de doblarle el sueldo. Escucha, Bertie. Justo antes de salir de casa esta tarde, ha llegado una carta para Tom de sir Watkyn Bassett. Cuando digo «justo antes de salir de casa» lo digo porque eso ha sido lo que me ha hecho salir. Porque ¿sabes qué contenía?
—¿Qué?
—Contenía una oferta de cambiar la vaca-jarrita por Anatole, ¡y Tom lo está meditando!
La miré fijamente.
—¿Qué? ¡Es incrédulo!
—Increíble, señor.
—Gracias, Jeeves. ¡Increíble! No lo creo. El tío Tom nunca contemplaría semejante posibilidad ni por un instante.
—¿Que no? Eso es lo que crees. ¿Recuerdas a Pomeroy, el mayordomo que teníamos antes de Seppings?
—Sí. Un tipo noble.
—Un tesoro.
—Una joya. Nunca entendí por qué le dejaste marchar.
—Tom le cambió en el Bessington-Copes por una chocolatera oviforme sobre tres pies de voluta.
Combatí una creciente desesperación.
—Pero seguramente el delirante viejo asno, o, mejor dicho, el tío Tom, no desperdiciaría a Anatole de ese modo.
—Claro que lo haría.
Se puso de pie y se acercó inquieta a la repisa de la chimenea. Me di cuenta de que buscaba algo para romper con el fin de aliviar sus emociones —lo que Jeeves habría llamado un paliativo— y cortésmente atraje su atención hacia una figura de terracota de Samuel niño orando. Ella me dio las gracias con brevedad, y lo lanzó contra la pared opuesta.
—Te lo aseguro, Bertie, no existen límites que un coleccionista realmente loco no traspase para asegurarse un ejemplar codiciado. Las palabras textuales de Tom, cuando me ha dejado leer la carta, han sido que le produciría auténtico placer despellejar vivo al viejo Bassett y arrojarle personalmente a una cuba de aceite hirviendo, pero que no veía más alternativa que satisfacer sus demandas. Lo único que le ha impedido mandarle un telegrama en aquel momento para decirle que trato hecho ha sido el que yo le dijera que habías venido a Totleigh Towers expresamente para robar la vaca-jarrita, y que la tendría en sus manos casi de inmediato. ¿Cómo van las cosas en ese sentido, Bertie? ¿Has pensado en algo? ¿Tienes planes definidos? No podemos perder tiempo. Cada instante es precioso.
Me sentí un poquito débil. Me di cuenta de que tenía que darle la noticia, y esperaba que eso fuera todo. Esta tía es una vieja criatura fantástica cuando se agita, y no pude evitar recordar lo que le había sucedido al Samuel niño.
—Iba a hablarle de eso —dije—. Jeeves, ¿tiene preparado ese documento?
—Aquí está, señor.
—Gracias, Jeeves. Y creo que sería buena idea que trajera una copa y más coñac.
—Muy bien, señor.
Se retiró, y yo le entregué el papel a mi tía, pidiéndole que lo leyera con mucha atención. Ella lo miró.
—¿Qué es todo esto?
—Pronto lo verá. Observe el título: «Wooster, B. - posición de». Estas palabras cuentan la historia. Explican —dije, dando un paso atrás y preparándome para agachar la cabeza— por qué, decididamente, debo negarme a robar esa vaca-jarrita.
—¿Qué?
—Le he enviado un telegrama a tal efecto esta tarde, pero, por supuesto, no le ha llegado a tiempo.
Me miraba con ojos suplicantes, como una madre amorosa mira a un hijo idiota que acaba de hacer algo excepcionalmente bobo.
—Pero Bertie, querido, ¿no me has escuchado? ¿Lo de Anatole? ¿No comprendes la situación?
—Oh, sí.
—Entonces, ¿te has vuelto lelo? Cuando digo «se ha ido», por supuesto…
Alcé una mano para frenarla.
—Déjeme explicarle, anciana parienta. Recordará que le he mencionado que se han producido algunos acontecimientos. Uno de ellos es que sir Watkyn Bassett lo sabe todo de este plan de robar la vaca-jarrita y vigila cada uno de mis movimientos. Otro es que ha confiado sus sospechas a un amigo llamado Spode. ¿Quizá al llegar aquí ha conocido a Spode?
—¿Ese tipo corpulento?
—Corpulento es correcto, aunque quizá «supercolosal» sería más el mot juste. Bueno, sir Watkyn, como digo, ha confiado sus sospechas a Spode, y éste personalmente me ha dicho que si desaparece la vaca-jarrita, me hará papilla. Por eso nada constructivo puede llevarse a cabo.
Un silencio de cierta duración siguió a estas observaciones. Vi que ella se tragaba mis palabras y de mala gana estaba llegando a la conclusión de que no era un capricho de Bertram lo que le hacía fallarle a ella en el momento que le necesitaba. Apreciaba el apuro en que él se encontraba y, a menos que me equivoque mucho, la idea la hacía temblar.
Esta parienta es una mujer que, en los días de mi infancia y adolescencia, estaba acostumbrada a darme un golpe en el costado de la cabeza cuando consideraba que mi conducta merecía este gesto, y a menudo en estos días me ha parecido que estaba a punto de volver a hacerlo. Pero bajo este exterior castigador late un corazón tierno, y su amor por Bertram está, lo sé, profundamente arraigado. Ella sería la última persona que desearía verle con los ojos hinchados y con su bien formada nariz torcida.
—Entiendo —dijo al fin—. Sí. Eso pone las cosas difíciles, por supuesto.
—Extraordinariamente difíciles. Si quiere describir la situación como un impasse, por mí estará bien.
—¿Ha dicho que te haría papilla?
—Ésa ha sido la expresión que ha utilizado. La ha repetido, para que no hubiera la más mínima duda.
—Bien, por nada del mundo querría que ese hombretón te maltratara. No tendrías ni una oportunidad contra un gorila como él. Te destriparía antes de que pudieras decir «Jesús». Te despedazaría miembro a miembro y esparciría los fragmentos a los cuatro vientos.
Di un pequeño respingo.
—No es necesario que especifique tanto, venerable antepasada mía.
—¿Estás seguro de que hablaba en serio?
—Sí.
—Perro ladrador, poco mordedor.
Sonreí con tristeza.
—Veo adónde quiere ir a parar, tía Dahlia —dije—. Dentro de un minuto me preguntará si no había un destello en sus ojos mientras hablaba. No lo había. La política que Roderick Spode me ha señalado en nuestra reciente entrevista es la que seguirá y cumplirá.
—Entonces parece que estamos bloqueados. A menos que a Jeeves se le ocurra algo. —Se dirigió a él, que acababa de entrar con el coñac…, no antes de hora. No sabía por qué había tardado tanto—. Hablamos del señor Spode, Jeeves.
—¿Sí, señora?
—Jeeves y yo ya hemos hablado de la amenaza de Spode —dije abatido—, y confiesa que está confundido. Por una vez, ese cerebro ha fallado. Ha reflexionado, pero no tiene ninguna fórmula.
La tía Dahlia se había bebido el coñac agradecida, y entonces apareció en su rostro una mirada pensativa.
—¿Sabes lo que se me acaba de ocurrir? —dijo.
—Dígalo, tiíta de mis entretelas —respondí, aún de humor sombrío—. Seguro que será una tontería.
—No es una tontería. Puede solucionarlo todo. Me he preguntado si ese tal Spode no tiene algún secreto escondido. ¿No sabe algo de él, Jeeves?
—No, señora.
—¿A qué se refiere, un secreto?
—He estado dándole vueltas en la cabeza a la idea de que, si tiene algún punto débil, podríamos detenerle con él, y arrancarle así los colmillos. Recuerdo que cuando era niña vi a tu tío George besar a mi institutriz, y fue asombroso cómo eso aflojó la tensión a partir de entonces, cuando se trataba de hacerme quedar después de la escuela a escribir las principales importaciones y exportaciones del Reino Unido. ¿Entiendes lo que quiero decir? Supongamos que sabemos que Spode ha disparado a una zorra o algo así. ¿No te gusta la idea? —dijo, viendo que yo fruncía los labios dubitativo.
—Me parece una idea. Pero creo que tiene un inconveniente fatal, y es que nada sabemos.
—Sí, eso es cierto. —Se levantó—. Ah, bien, sólo ha sido una cosa que se me ha ocurrido y la he dicho. Y ahora que pienso, voy a volver a mi habitación y rociarme las sienes con eau-de-Cologne. Tengo la cabeza que parece que va a estallarme como metralla.
Se cerró la puerta. Yo me hundí en el sillón que ella había dejado vacío y me enjugué la frente.
—Bueno, ya está —dije, agradecido—. Se lo ha tomado mejor de lo que esperaba, Jeeves. El Quorn adiestra bien a sus hijas. Pero, aunque lo ha aguantado sin chistar, se veía que lo sentía profundamente, y ese coñac ha llegado en el momento justo. Por cierto, ha tardado mucho en traerlo. Un perro San Bernardo habría ido y vuelto en la mitad de tiempo.
—Sí, señor. Lo siento. Me ha detenido a conversar míster Fink-Nottle.
Permanecí sentado, meditando.
—¿Sabe, Jeeves? —dije—, no es mala idea eso que ha dicho la tía Dahlia de encontrar algo contra Spode. Fundamentalmente, es sensato. Si Spode hubiera enterrado el cadáver y supiéramos dónde, eso sin lugar a dudas le convertiría en una fuerza insignificante. Pero dice usted que nada sabe de él.
—No, señor.
—Y, de todos modos, dudo que haya algo que saber. Hay tipos a los que basta echar un vistazo para saber que son auténticos señores que siguen el juego y no hacen las cosas que no hay que hacer, y entre éstos destaca, me temo, Roderick Spode. No creo que la más rigurosa investigación descubriera algo de él peor que su bigote, y para el escrutinio del mundo, eso evidentemente no es de objetar, o no lo llevaría.
—Muy cierto, señor. Aun así, valdría la pena efectuar pesquisas.
—Sí, pero ¿dónde?
—Estaba pensando en el Junior Ganymede, señor. Es un club para ayudas de cámara personales de caballeros, en Curzon Street, al que yo pertenezco desde hace algunos años. El criado personal de un caballero de la importancia de míster Spode seguro que será miembro, y, por supuesto, habrá confiado al secretario buena cantidad de material referente a él para su inserción en el libro del club.
—¿Qué?
—Según la regla número once, se exige a cada nuevo miembro que proporcione al club información referente a su patrón. Esto no sólo da lugar a lectura entretenida, sino que sirve de advertencia a los miembros que pueden estar contemplando la posibilidad de prestar servicio a caballeros que distan mucho de ser ideales.
Se me ocurrió una idea y me sobresalté. En verdad, di un respingo bastante violento.
—¿Qué ocurrió cuando ingresó usted?
—¿Señor?
—¿Les contó todo acerca de mí?
—Oh, sí, señor.
—¿Qué, todo? ¿La ocasión en que el viejo Stoker me perseguía y tuve que cubrirme la cara con betún negro para adoptar un disfraz rudimentario?
—Sí, señor.
—¿Y la ocasión en que llegué a casa después de la fiesta de cumpleaños de Pongo Twistleton y confundí la lámpara de pie con un ladrón?
—Sí, señor. A los miembros les gusta leer este tipo de cosas las tardes de lluvia.
—¿Ah, sí? ¿Y si una tarde de lluvia las lee la tía Agatha? ¿Se le ha ocurrido eso?
—La posibilidad de que la señora de Spenser Gregson tenga acceso al libro del club es remota.
—Tal vez. Pero los acontecimientos recientes producidos bajo este mismo techo le habrán demostrado cómo las mujeres consiguen acceso a los libros.
Me quedé en silencio, meditando acerca de esa asombrosa visión que me había proporcionado de lo que pasaba en instituciones como el Junior Ganymede, cuya existencia yo desconocía hasta entonces. Sabía, por supuesto, que por las noches, después de servir la frugal cena, Jeeves se colocaba el viejo bombín y se perdía tras la esquina, pero siempre había supuesto que su destino era el bar de algún pub del vecindario. No sabía nada de los clubs de Curzon Street.
Menos idea aún tenía de que algunas de las acciones posiblemente mal juzgadas de Bertram Wooster fueran registradas en un libro. Todo el asunto olía bastante mal a Abu ben Adhem y a ángeles registradores de las acciones buenas y malas, y me encontré frunciendo un poco el ceño.
Con todo, no parecía que pudiera hacer gran cosa por ello, así que regresé a lo que el agente Oates habría llamado el punto en cuestión.
—Entonces, ¿cuál es su idea? ¿Pedir al secretario información acerca de Spode?
—Sí, señor.
—¿Cree que se la dará?
—Oh, sí, señor.
—¿Quiere decir que difunde esos datos, esos datos extraordinariamente peligrosos, esos datos que podrían significar la ruina si cayeran en manos indebidas, que los propaga a quienquiera que se los pida?
—Sólo a los miembros, señor.
—¿Cuándo podría ponerse en contacto con él?
—Podría llamarle por teléfono ahora mismo, señor.
—Entonces, hágalo, Jeeves, y si es posible, cárguele la llamada a sir Watkyn Bassett. Y no pierda la calma cuando oiga que la chica dice «Tres minutos». Prosiga sin hacerle caso. Cueste lo que cueste, hay que hacerle comprender al secretario, y comprender bien, que es el momento de que todos los hombres buenos acudan en ayuda del grupo.
—Creo que podré convencerle de que se trata de una emergencia, señor.
—Si no puede, pásemelo a mí.
—Muy bien, señor.
Se marchó a efectuar su encargo misericordioso.
—Ah, por cierto, Jeeves —dije, cuando él cruzaba la puerta—, ¿ha dicho que ha estado hablando con Gussie?
—Sí, señor.
—¿Le ha informado de algo nuevo?
—Sí, señor. Al parecer, sus relaciones con miss Bassett se han roto. Han cancelado el compromiso.
Se marchó, y yo di un salto de un metro. Algo difícil de hacer, cuando se está sentado en un sillón, pero lo logré.
—¡Jeeves! —grité.
Pero ya se había ido.
Desde abajo llegó el repentino retumbo del gong que anunciaba la cena.