14
Recuerdo que Stinker Pinker, quien hacia el final de su carrera en Oxford solía realizar servicios sociales en los distritos más difíciles de Londres, me describió una vez con detalle las sensaciones que experimentó una tarde, mientras difundía la luz en Bethnal Green, al ser golpeado inesperadamente en el estómago por un vendedor ambulante. Le produjo, me dijo, una extraña sensación de somnolencia, junto con una rara ilusión de haber penetrado en una espesa niebla. Y la razón por la que lo menciono es que mis propias emociones en ese momento eran extraordinariamente similares.
Cuando vi a este mayordomo por última vez —si lo recuerdan, al acudir a decirme que Madeline Bassett se alegraría de verme—, mencioné que había vacilado un poco. Ahora no era un mayordomo vacilante lo que yo miraba, sino una especie de niebla que subía y bajaba sugiriendo vagamente algo semejante a un mayordomo que vibraba dentro de ella. Después se me cayó la venda de los ojos y pude observar las reacciones del resto de la compañía.
Todos se lo tomaron extremadamente en serio. Papá Bassett, como el tipo del poema que tuve que escribir cincuenta veces en el colegio por llevar una rata blanca a la clase de literatura inglesa, parecía sentirse como algún observador del firmamento cuando un nuevo planeta entra en su conocimiento, mientras la tía Dahlia y el agente Oates parecían, respectivamente, el robusto Cortés contemplando el Pacífico y todos sus hombres mirándose entre sí, sumidos en un mar de conjeturas, silenciosos en lo alto de un pico en Darién.
Pasó un buen rato hasta que alguien se movió. Luego, con un grito ahogado como el de una madre al localizar a su hijo largo tiempo perdido, el agente Oates se adelantó, cogió el casco y lo estrechó contra su pecho con visible éxtasis.
Ese movimiento pareció romper el hechizo. Bassett cobró vida como si alguien hubiera apretado un botón.
—¿De dónde… de dónde ha sacado eso, Butterfield?
—Lo he encontrado en un macizo de flores, sir Watkyn.
—¿En un macizo de flores?
—Extraño —dije—. Muy extraño.
—Sí, señor. Estaba paseando al perro de miss Byng, y cuando pasaba por este lado de la casa he visto a míster Wooster arrojar algo desde su ventana. Ha caído en el macizo de flores de abajo, y tras una inspección ha resultado ser este casco.
El viejo Bassett respiró hondo.
—Gracias, Butterfield.
El mayordomo se marchó, y Bassett, girando sobre su eje, me miró con sus relucientes quevedos.
—¡Bien! —dijo.
Nunca se puede hacer gran cosa en el sentido de replicar cuando alguien le dice a uno «¡Bien!». Mantuve un silencio juicioso.
—Algún error —dijo la tía Dahlia, saliendo a la palestra con una intrepidez que le pegaba mucho—. Probablemente ha caído de una de las otras ventanas. Es fácil confundirse en una noche oscura.
—¡Bah!
—O puede ser que ese hombre mienta. Sí, ésa parece una explicación verosímil. Creo que lo veo todo. Este Butterfield es el culpable. Él ha robado el casco, y sabiendo que se había iniciado la búsqueda y que la detención era inminente, ha decidido arriesgarse y tratar de cargárselo a Bertie. ¿Eh, Bertie?
—No me extrañaría, tía Dahlia. No me extrañaría en absoluto.
—Sí, eso debe de ser lo que ha ocurrido. Cada vez se hace más evidente. No se puede confiar ni un ápice en estos mayordomos con cara de santo.
—Ni un ápice.
—Recuerdo haber pensado que ese tipo tenía una mirada furtiva.
—Yo también.
—¿Tú también lo has notado?
—Enseguida.
—Me recuerda a Murgatroyd. ¿Recuerdas a Murgatroyd, de Brinkley, Bertie?
—¿El de antes de Pomeroy? ¿Aquel tipo robusto?
—Eso es. Con una cara como la de un más que respetable arzobispo. Nos engañó a todos, esa cara. Confiamos en él sin reservas. ¿Y cuál fue el resultado? El tipo birló todo lo que pudo, lo empeñó y malgastó lo que le dieron en las carreras de galgos. Este Butterfield es otro Murgatroyd.
—Algún parentesco, quizá.
—No me sorprendería. Bueno, ahora que todo está aclarado satisfactoriamente y Bertie se puede marchar sin una mancha en su reputación, ¿y si nos fuéramos a la cama? Se hace tarde, y si no duermo mis ocho horas, soy como un harapo.
La tía Dahlia había inyectado en el acto una atmósfera tan agradable de «ahora todos juntos» y alegre «no hablemos más del asunto» que resultó una sorpresa descubrir que Bassett no estaba de acuerdo. Procedió inmediatamente a dar la nota discordante.
—Con su teoría de que alguien miente, mistress Travers, estoy completamente de acuerdo. Pero cuando usted afirma que es mi mayordomo, debo mostrar mi desacuerdo. Míster Wooster ha sido extremadamente hábil, muy ingenioso…
—Oh, gracias.
—… pero me temo que soy incapaz de dejarle marchar, como usted sugiere, sin una mancha en su reputación. De hecho, para serle franco, no me propongo dejarle marchar en absoluto.
Me miró a través de los quevedos de una manera fría y amenazadora. No recuerdo cuándo he visto a un hombre cuyo aspecto me haya gustado menos.
—Es posible que recuerde, míster Wooster, que en el transcurso de nuestra conversación en la biblioteca le he informado de que contemplo este asunto como muy grave. Me he declarado incapaz de aceptar su sugerencia de que podría contentarme con imponer una multa de cinco libras, como fue el caso cuando usted compareció ante mí en Bosher Street convicto de un delito similar. Le he asegurado que el perpetrador de este desenfrenado ataque en la persona del agente Oates, cuando fuera atrapado, cumpliría una sentencia de prisión. No veo razón para revisar esa decisión.
Esta declaración tuvo efectos distintos. Eustace Oates evidentemente la aprobó. Levantó la vista del casco con una rápida sonrisa alentadora y, de no ser por la férrea disciplina, creo que habría dicho «¡Escuche, escuche!». A la tía Dahlia y a mí, por el contrario, no nos gustó.
—Vamos, sir Watkyn, esto…, de verdad…, porras —protestó, alerta siempre cuando los intereses del clan se veían amenazados—. No puede hacer eso.
—Señora, puedo hacerlo y lo haré. —Hizo un gesto con la mano en dirección a Eustace Oates—. ¡Agente!
No añadió «Arreste a este hombre» o «Cumpla con su deber», pero el policía le entendió. Se adelantó con celo. Yo esperaba que me apoyara la mano en el hombro o que sacara las esposas y me las pusiera en las muñecas, pero no lo hizo. Se limitó a quedarse a mi lado como si fuéramos a ejecutar un dúo y permaneció allí, jadeante.
La tía Dahlia siguió apelando y razonando.
—No puede invitar a un hombre a su casa y en el momento en que cruza la puerta arrojarle a la policía. Si eso es la hospitalidad de Gloucestershire, que el cielo ayude a Gloucestershire.
—Míster Wooster no está aquí invitado por mí, sino por mi hija.
—Eso no importa. No puede eludir la cuestión de esta manera. Él es su invitado. Ha comido su sal. Y déjeme que se lo diga, ya que estamos en ello, que había demasiada en la sopa de esta noche.
—Oh, ¿tú crees? —dije—. A mí me ha parecido la justa.
—No. Demasiado salada.
Papá Bassett intervino.
—Debo disculparme por los defectos de mi cocinero. Puede que pronto efectúe un cambio. Entretanto, volviendo al tema que nos ocupa, míster Wooster está arrestado, y mañana daré los pasos necesarios para…
—¿Y qué le ocurrirá esta noche?
—Disponemos de una pequeña pero útil comisaría de policía en el pueblo, presidida por el agente Oates. Él sin duda podrá encontrarle alojamiento.
—No propondrá usted llevar al pobre tipo a una comisaría de policía a estas horas de la noche, ¿no? Al menos podría permitirle dormir en una cama decente.
—Sí, no veo objeción a ello. No deseo ser indebidamente áspero. Puede permanecer en esta habitación hasta mañana, míster Wooster.
—Oh, gracias.
—Cerraré la puerta con llave…
—Oh, bien.
—Y me quedaré la llave.
—Oh, por supuesto.
—Y el agente Oates patrullará bajo la ventana el resto de la noche.
—¿Señor?
—Esto frenará la conocida propensión de míster Wooster a arrojar cosas por la ventana. Será mejor que ocupe su lugar enseguida, Oates.
—Muy bien, señor.
Hubo una nota de callada angustia en la voz del policía, y era evidente que la extrema satisfacción con la que había estado observando el curso de los acontecimientos se había desvanecido. Su opinión respecto de sus ocho horas al parecer era la misma que la de la tía Dahlia. Tras saludar con aire triste, salió de la habitación como deprimido. Volvía a tener su casco, pero se notaba que empezaba a preguntarse si los cascos lo eran todo.
—Y ahora, mistress Travers, me gustaría, si puedo, tener unas palabras con usted en privado.
Se marcharon y me quedé solo.
No me importa confesar que mis emociones, cuando la llave giró en la cerradura, eran un poco patéticas. Por otra parte, era agradable sentir que por unos minutos tenía mi dormitorio para mí solo, pero en contra de esto había que tener en cuenta el hecho de que me encontraba en lo que se conoce como arresto domiciliario, y no era probable que saliera de él.
Por supuesto, eso no era nuevo para mí, pues había oído sonar los barrotes de la celda aquella vez en Bosher Street. Pero en aquella ocasión había podido mantenerme a flote con la reflexión de que lo peor que la pesadilla me aportaría sería probablemente una reprimenda por parte del tribunal o, como después resultó ser, un pellizco a la cartera. No me enfrentaba, como me enfrentaba en ese momento, con la idea de despertar al día siguiente para cumplir una sentencia de treinta días en una cárcel donde era de lo más improbable que pudiera tomar mi taza de té de la mañana.
Tampoco ayudó mucho el conocimiento de que era inocente. No obtuve el menor consuelo del hecho de que Stiffy Byng me comparara con Sydney Carton. No conocía a ese tipo, pero suponía que era alguien que había soportado algo con valor para satisfacer a una chica, y a mi modo de ver eso era suficiente para catalogarle de tonto de remate. Sydney Carton y Bertram Wooster: ninguna diferencia entre ellos. Sydney, un primo; Bertram, otro.
Me acerqué a la ventana y miré fuera. Al recordar el malhumorado disgusto que el agente Oates había exhibido ante la sugerencia de que debería montar guardia durante las horas nocturnas, tuve una débil esperanza de que, una vez eliminado el ojo de la autoridad, podría eludir la tarea e irse a dormir. Pero no. Allí estaba, paseando arriba y abajo en el césped, la imagen de la vigilancia. Y acababa de ir al lavabo a coger una pastilla de jabón para arrojársela, pues me parecía que eso podría aliviar un poco al espíritu herido, cuando oí que alguien intentaba abrir la puerta.
Crucé la habitación y pegué mis labios a la madera de la puerta.
—Hola.
—Soy yo, señor. Jeeves.
—Ah, hola, Jeeves.
—Al parecer la puerta está cerrada con llave, señor.
—Y puede creerme si le digo, Jeeves, que las apariencias no engañan. Papá Bassett la ha cerrado y se ha guardado la llave.
—¿Señor?
—Me han arrestado.
—¿De veras, señor?
—¿Qué ha dicho?
—He dicho «¿De veras, señor?».
—Ah, ¿eso? Sí. Sí, de veras. Y le diré por qué.
Le ofrecí un précis de lo que había sucedido. No era fácil oír, con una puerta entre los dos, pero creo que la narración provocó una respetuosa exclamación de desaprobación.
—Lamentable, señor.
—Muchísimo. Bueno, Jeeves, ¿qué noticias trae?
—He tratado de localizar a míster Spode, señor, pero ha salido a dar un paseo por la finca. No cabe duda de que regresará pronto.
—Bueno, ya no le necesitamos. La rápida marcha de los acontecimientos nos ha llevado más lejos del punto en que Spode podía haber sido útil. ¿Ha ocurrido alguna cosa más en su lado?
—He hablado con miss Byng, señor.
—A mí me gustaría hablar con ella. ¿Qué ha dicho?
—La joven se encuentra en un estado de considerable aflicción, señor, pues su unión con el reverendo míster Pinker ha sido prohibida por sir Watkyn.
—¡Santo cielo, Jeeves! ¿Por qué?
—Al parecer, sir Watkyn se ha ofendido por el papel interpretado por míster Pinker al permitir que el ladrón de la vaca-jarrita escapara.
—¿Por qué dice «el ladrón»?
—Por motivos de prudencia, señor. Las paredes oyen.
—Entiendo lo que quiere decir. Es muy hábil, Jeeves.
—Gracias, señor.
Medité un rato sobre este último acontecimiento. Sin duda había corazones dolidos en Gloucestershire aquella noche. Fui consciente de que sentía una punzada de lástima. A pesar del hecho de que era totalmente debido a Stiffy el que me encontrara en aquella situación, deseaba a la joven loca lo mejor y la compadecí en su hora de desastre.
—Así que ha saboteado el romance de Stiffy y también el de Gussie, ¿no? Ese viejo pájaro esta noche sí ha utilizado su autoridad, ¿eh, Jeeves?
—Sí, señor.
—Y nada se puede hacer, que yo sepa. ¿Se le ocurre algo que se pueda hacer al respecto?
—No, señor.
—Y pasando a otro aspecto del asunto, supongo que no tiene un plan inmediato para sacarme de aquí, ¿verdad?
—No adecuadamente formulado, señor. Estoy dándole vueltas a una idea.
—Déselas bien, Jeeves. No escatime esfuerzos.
—Pero de momento sólo está nebulosa.
—¿Implica fineza, presumo?
—Sí, señor.
Meneé la cabeza. Una pérdida de tiempo realmente, claro, porque él no me veía. Aun así, la meneé.
—De nada sirve tratar de ser sutil y tortuoso ahora, Jeeves. Lo que se precisa es acción rápida. Y se me ha ocurrido una idea. Hablábamos hace poco de cuando sir Roderick Glossop quedó atrapado en el invernadero y el agente Dobson protegía todas las salidas. ¿Recuerda cuál fue la idea de Stoker para hacer frente a la situación?
—Lo recuerdo perfectamente, señor. Míster Stoker abogaba por un ataque físico al policía. «¡Se le da un golpe en la cabeza con una pala!» fue, creo recordar, su expresión.
—Correcto, Jeeves. Ésas fueron sus palabras exactas. Y aunque a la sazón rechazamos la idea, ahora me parece que demostraba una cantidad considerable de buen sentido. Estos hombres prácticos, que se han hecho a sí mismos, saben ir directos al grano y evitar los temas secundarios. El agente Oates está de centinela bajo mi ventana. Todavía tengo las sábanas anudadas y puedo atarlas fácilmente a la pata de la cama o algo. Así que si usted cogiera prestada una pala en algún sitio y bajara…
—Me temo, señor…
—Vamos, Jeeves. No es momento de nolle prosequis. Sé que le gusta la finura, pero ha de comprender que ahora no nos ayudará. Ha llegado el momento en que sólo las palas pueden servir. Podría ir y entablar conversación con él, manteniendo la herramienta oculta tras la espalda, y esperar el momento psicológico…
—Disculpe, señor. Creo que oigo venir a alguien.
—Bueno, piense en lo que le he dicho. ¿Quién viene?
—Sir Watkyn y mistress Travers, sir. Creo que vienen a visitarle.
—Sabía que no tendría esta habitación para mí solo mucho rato. Aun así, déjeles entrar. Los Wooster mantenemos casa abierta.
Cuando, unos momentos más tarde, la puerta se abrió, sólo entró mi parienta. Se dirigió hacia el familiar sillón y se hundió pesadamente en él. Su actitud era sombría, sin despertar la menor esperanza de que hubiera acudido para anunciar que papá Bassett, prevaleciendo consejos más sensatos, había decidido liberarme. Y, sin embargo, que me aspen si no era eso precisamente lo que había venido a anunciarme.
—Bien, Bertie —dijo después de meditar en silencio durante un rato—, puedes seguir haciendo el equipaje.
—¿Eh?
—Ha suspendido el arresto.
—¿Que lo ha suspendido?
—Sí. No presentará el cargo.
—¿Quieres decir que no iré a la trena?
—No.
—¿Soy libre como el aire, como dice la expresión?
—Sí.
Estaba tan ocupado en regocijarme, que tardé unos momentos en observar que la danza que efectuaba no era seguida por la anciana parienta. Ella continuaba con su actitud sombría, y la miré con cierto aire de reproche.
—No pareces muy complacida.
—Oh, estoy encantada.
—No logro detectar los síntomas —dije con bastante frialdad—. Habría dicho que la liberación de un sobrino al pie de la horca, como se podría decir, te produciría un poco de alegría.
Un profundo suspiro escapó de ella.
—Bueno, el problema es, Bertie, que hay una trampa. Ese viejo sinvergüenza ha puesto una condición.
—¿Cuál?
—Quiere a Anatole.
Me quedé mirándola fijamente.
—¿Quiere a Anatole?
—Sí. Ése es el precio de tu libertad. Dice que accederá a no presentar el cargo si le dejo tener a Anatole. ¡Maldito chantajista!
Un espasmo de angustia le contrajo las facciones. No hacía mucho que ella había hablado de chantaje y le había dado su sincera aprobación, pero si uno quiere sacar auténtica satisfacción del chantaje, hay que estar en el lado correcto.
Yo tampoco me sentía muy bien. De vez en cuando, en el transcurso de esta narración, he tenido ocasión de indicar mis sentimientos respecto de Anatole, el artista sin par, y recordarán que cuando mi parienta me contó que sir Watkyn Bassett había intentado birlárselo durante su visita a Brinkley Court me había hecho temblar hasta los cimientos.
Es difícil, claro está, transmitir a los que no han probado los productos de este genio la extraordinaria importancia que sus asados y hervidos suponen en el orden del universo para los que sí los han probado. Sólo puedo decir que una vez probado uno de sus platos, le queda a uno la sensación de que la vida carecerá de toda su poesía y todo su significado a menos que se esté en situación de seguir hincándole el diente. La idea de que la tía Dahlia estaba dispuesta a sacrificar a ese hombre maravilloso simplemente para salvar a un sobrino de la cárcel me conmovía.
No sé cuándo he estado tan profundamente emocionado. La miré con ojos tiernos. Me recordó a Sydney Carton.
—¿De verdad has pensado en ceder a Anatole por mí? —pregunté, extrañado.
—Por supuesto.
—¡Por supuesto no! No quiero ni oír hablar de ello.
—Pero no puedes ir a la cárcel.
—Claro que puedo si mi ida allí significa que ese maestro supremo seguirá trabajando en su puesto. No sueñes en satisfacer la exigencia de Bassett.
—¡Bertie! ¿Lo dices en serio?
—Totalmente. ¿Qué son unos simples treinta días en la segunda división? Una bagatela. Puedo soportarlo. Deja que Bassett haga lo que quiera. Y —añadí con voz más suave— cuando me llegue la hora y salga al mundo una vez más como hombre libre, que Anatole haga lo que pueda. Un mes a pan y agua o rancho o lo que den de comer en esos establecimientos me producirá un apetito raro. La noche en que salga, espero una cena que cree leyenda.
—La tendrás.
—Podríamos esbozar los detalles ahora.
—Ningún momento como el presente. ¿Empezamos con caviar? ¿O cantaloup?
—Y cantaloup. Seguido de una sopa vigorizante.
—¿Espesa o clara?
—Clara.
—¿No olvidas el Velouté aux fleurs de courgette de Anatole?
—Ni por un momento. Pero ¿y su Consommé aux Pommes d’Amour?
—Quizá tengas razón.
—Creo que sí. La tengo.
—Será mejor que te lo deje a ti.
—Sería lo más sensato.
Cogí lápiz y papel, y unos diez minutos más tarde me encontraba en situación de anunciar el resultado.
—Esto —dije—, sujeto a todas las adiciones que se me puedan ocurrir en mi celda, es el menú.
Leí lo siguiente:
Le Diner
Caviar Frais
Cantaloup
Consommé aux Pommes d’Amour
Sylphides à la crème d’écrevisses
Mignonette de poulet petit Duc
Points d’asperges à la Mistinguette
Suprême de foie gras au champagne
Neige aux Perles des Alpes
Timbale de ris de veau Toulousaine
Salade d’endive et de céleri
Le Plum Pudding
L’Étoile au Berger
Bénédictins Blancs
Bombe Néro
Friandises
Diablotins
Fruits
—¿Lo tiene todo, tía Dahlia?
—Sí, no parece que te hayas dejado muchas cosas.
—Entonces que pase ese hombre y desafiémosle. ¡Bassett! —grité.
—¡Bassett! —gritó la tía Dahlia.
—¡Bassett! —me desgañité, haciendo temblar cielo y tierra.
Todavía estaba gritando cuando el hombre apareció, con aire molesto.
—¿Por qué demonios gritan así?
—Ah, está ahí, Bassett. —No tardé mucho en iniciar la orden del día—. Bassett, le desafiamos.
Fue evidente que el hombre se sorprendió. Lanzó una mirada interrogativa a la tía Dahlia. Parecía creer que Bertram hablaba en clave.
—Alude —explicó la parienta— a esa idiota oferta suya de cancelar el asunto si yo le dejaba tener a Anatole. La idea más estúpida que jamás he oído. Nos hemos reído un buen rato a costa de ello, ¿verdad, Bertie?
—Nos partíamos de risa —asentí.
El hombre parecía asombrado.
—¿Quiere decir que la rechazan?
—Claro que la rechazamos. Mal debería conocer a mi sobrino para suponer siquiera por un instante que consideraría llevar tristeza y aflicción al hogar de su tía para salvarse a sí mismo de algo desagradable. Los Wooster no son así, ¿verdad, Bertie?
—Diría que no.
—No se ponen a sí mismos primero.
—Jamás debería haberle insultado mencionándole la oferta. Te pido disculpas, Bertie.
—Está bien, vieja parienta.
Me dio un apretón de manos.
—Buenas noches, Bertie, y adiós; o, mejor dicho, au revoir. Volveremos a vernos.
—Claro que sí. Cuando los campos estén cubiertos de margaritas, si no antes.
—Por cierto, ¿no has olvidado los Nonais de la Méditerranée au Fenouil?
—Sí. Y la Selle d’Agneau aux laitues à la Grecque. Añádalos a la lista, por favor.
Su partida, que fue acompañada por una tierna mirada de admiración y estima por encima del hombro mientras cruzaba el umbral, fue seguida por un breve y, por mi parte, arrogante silencio. Al cabo de un rato, papá Bassett habló con voz tensa y desagradable.
—Bien, míster Wooster, al parecer tendrá usted, al fin y al cabo, que cumplir la pena por su locura.
—Así es.
—Debo decirle que he cambiado de opinión respecto de permitirle pasar la noche bajo mi techo. Irá a la comisaría de policía.
—Qué vengativo, Bassett.
—En absoluto. No veo razón por la que el agente Oates deba verse privado de su bien merecido descanso simplemente por conveniencia de usted. Enviaré por él. —Abrió la puerta—. ¡Eh, usted!
Era una manera de lo más inadecuada de dirigirse a Jeeves, pero el fiel hombre no pareció ofenderse.
—¿Señor?
—En el césped de fuera encontrará al agente Oates. Hágale venir.
—Muy bien, señor. Creo que míster Spode desea hablar con usted, señor.
—¿Eh?
—Míster Spode, señor. Ahora viene por el pasillo.
El viejo Bassett entró de nuevo en la habitación, con aire de desagrado.
—Desearía que Roderick no me interrumpiera en un momento como éste —dijo quejumbroso—. No puedo imaginar qué razón puede tener para querer verme.
Yo me reí levemente. La ironía del asunto me divertía.
—Viene, un poco tarde, para decirle que se encontraba conmigo cuando han robado la vaca-jarrita y librarme así de toda culpa.
—Entiendo. Sí, como dice, es un poco tarde. Tendré que explicarle… Ah, Roderick.
El corpulento cuerpo de R. Spode había aparecido en la puerta.
—Pase, Roderick, pase. Pero no tiene que preocuparse, mi querido amigo. Míster Wooster ha hecho bien patente que él nada tenía que ver con el robo de mi vaca-jarrita. Era respecto de esto por lo que quería verme, ¿no?
—Bueno…, no —dijo Roderick Spode.
Había una extraña mirada tensa en el rostro de aquel hombre. Sus ojos estaban vidriosos y, en la medida en que una cosa de ese tamaño podía ser manoseada, se manoseaba el bigote. Parecía prepararse para alguna tarea desagradable.
—Bueno…, no —dijo—. El hecho es que… me he enterado de que ha habido algún problema con el casco que he robado al agente Oates.
Hubo un silencio de asombro. Bassett le miró con ojos desorbitados. Yo le miré con ojos desorbitados. Roderick Spode siguió manoseándose el bigote.
—Ha sido una estupidez por mi parte —dijo—. Ahora lo veo. Yo… he cedido a un impulso incontrolable. A veces se hace, ¿no? ¿Recuerda que le dije que una vez robé un casco de policía en Oxford? Esperaba mantener el secreto, pero el criado de Wooster me ha dicho que tiene usted la impresión de que lo ha hecho Wooster, así que, por supuesto, he venido a decírselo. Eso es todo. Creo que me voy a la cama —dijo Roderick Spode—. Buenas noches.
Se marchó, y el silencio de asombro empezó a funcionar de nuevo.
Supongo que ha habido hombres que parecían más estúpidos que sir Watkyn Bassett en ese momento, pero yo nunca los he visto. La punta de la nariz se le había puesto de color rojo brillante, y los quevedos se le mantenían flojos sobre la nariz en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Aunque desde el comienzo de nuestras relaciones no nos habíamos llevado bien, casi sentí lástima del pobre tipo.
—¡Hem! —dijo al fin.
Peleó un poco con las cuerdas vocales. Al parecer se le habían enredado.
—Me parece que le debo una disculpa, míster Wooster.
—No hablemos más de ello, Bassett.
—Lamento que todo esto haya ocurrido.
—No diga más. Mi inocencia está probada. Eso es lo único que importa. Presumo que ahora estoy en libertad de marcharme, ¿no?
—Oh, claro, claro. Buenas noches, míster Wooster.
—Buenas noches, Bassett. No necesito decirle, creo, que espero que esto sea una lección para usted.
Le despedí con una distante inclinación de la cabeza, y permanecí donde estaba, absorto en mis pensamientos. No podía explicarme lo que había ocurrido. Siguiendo el viejo y gastado método de Oates de buscar el móvil, tuve que confesarme a mí mismo que estaba confundido. Sólo podía suponer que era el espíritu de Sydney Carton que aparecía de nuevo.
Y entonces una repentina luz cegadora pareció encenderse en mí.
—¡Jeeves!
—¿Señor?
—¿Está usted detrás de este asunto?
—¿Señor?
—Deje de decir «¿Señor?». Ya sabe de qué hablo. ¿Ha sido usted quien ha incitado a Spode a cargar con la culpa?
No diría yo que sonrió —prácticamente nunca lo hace—, pero un músculo cerca de la boca pareció temblar ligeramente por un instante.
—Me he atrevido a sugerir a míster Spode que sería un acto elegante por su parte asumir la culpa, señor. Mi línea de argumento ha sido que le ahorraría a usted un buen disgusto, mientras que él no correría el menor riesgo. Le he indicado que no era probable que sir Watkyn, al estar comprometido para casarse con su tía, le impusiera la sentencia que había contemplado imponerle a usted. No se envía a un caballero a prisión si se está prometido a una tía suya.
—Profundamente cierto, Jeeves. Pero sigo sin entenderlo. ¿Quiere decir que ha aceptado sin más? ¿Sin un murmullo?
—No precisamente sin un murmullo, señor. Al principio, debo confesarlo, ha mostrado cierta reticencia. Creo que puedo haber influido en su decisión al informarle de que lo sabía todo de…
Proferí un grito.
—¿Eulalie?
—Sí, señor.
Se apoderó de mí un apasionado deseo de llegar al fondo de este asunto de Eulalie.
—Jeeves, dígame. ¿Qué le hizo realmente Spode a esa chica? ¿La asesinó?
—Me temo que no tengo libertad para decírselo, señor.
—Vamos, Jeeves.
—Me temo que no, señor.
Abandoné.
—¡Oh, bueno!
Empecé a despojarme de la ropa. Me puse el pijama. Me metí en la cama. Como las sábanas estaban anudadas de modo inextricable, vi que sería necesario acurrucarme entre las mantas, pero estaba preparado para soportarlo por una noche.
La rápida sucesión de acontecimientos me había dejado pensativo. Me senté, me rodeé las rodillas con los brazos y medité acerca de los veloces cambios de la Fortuna.
—Una cosa extraña, la vida, Jeeves.
—Muy extraña, señor.
—Nunca se sabe qué sucederá, ¿no? Tome un ejemplo sencillo: poco pensaba yo hace media hora que estaría sentado aquí en pijama, tranquilamente, observándole preparar el equipaje para la partida. Un futuro muy diferente parecía esperarme.
—Sí, señor.
—Se habría dicho que una maldición se abatía sobre mí.
—En verdad sí, señor.
—Pero ahora podría decirse que mis problemas han desaparecido como el rocío de las flores. Gracias a usted.
—Estoy encantado de haber podido serle útil, señor.
—Ha cumplido como pocas veces antes. Y, sin embargo, Jeeves, siempre hay una dificultad.
—¿Señor?
—Desearía que dejara de decir «¿Señor?». Lo que quiero decir, Jeeves, es que unos corazones amantes han sido separados en esta vecindad y todavía se hallan separados. Yo puedo estar muy bien, lo estoy, pero Gussie no está bien. Ni Stiffy está bien. Es la única pega.
—Sí, señor. Me pregunto, señor…
—¿Sí, Jeeves?
—Sólo iba a preguntar si tiene intención de hacer algo contra sir Watkyn por arresto indebido y difamación ante testigos.
—No había pensado en ello. ¿Cree que sería admisible alguna acción?
—No cabe duda de ello, señor. Tanto mistress Travers como yo podríamos ofrecer un testimonio contundente. Se encuentra usted en situación de multar a sir Watkyn por graves daños.
—Sí, supongo que tiene razón. Sin duda por eso ha saltado de ese modo cuando Spode ha efectuado su actuación.
—Sí, señor. Su mentalidad legal habrá vislumbrado el peligro.
—No creo haber visto alguna vez a un hombre con la nariz tan enrojecida. ¿Y usted?
—Tampoco, señor.
—Aun así, me parece una vergüenza hostigarle más. No sé si en realidad quiero reducir a polvo a ese viejo pájaro.
—Sólo estaba pensando, señor, que si usted le amenaza con semejante acción, sir Watkyn, para evitar ese hecho desagradable, quizá podría ver la manera de ratificar los esponsales de miss Bassett y míster FinkNottle y de miss Byng y el reverendo míster Pinker.
—¡Dios mío, Jeeves! Hacerle chantaje, ¿no?
—Exactamente, señor.
—Eso puede ponerse en marcha ahora mismo.
Salté de la cama y me acerqué a la puerta.
—¡Bassett! —grité.
No hubo respuesta inmediata. Era de suponer que el hombre se había escondido. Pero después de perseverar varios minutos gritando «¡Bassett!» con intervalos regulares y volumen creciente, oí el distante sonido de unos pies que se acercaban, y era él que venía, con un ánimo muy diferente del que había exhibido antes. Esa vez era más como un camarero ansioso al responder a la campanilla.
—¿Sí, míster Wooster?
Le conduje a mi dormitorio, y volví a meterme en la cama.
—¿Desea decirme algo, míster Wooster?
—Hay una docena de cosas que deseo decirle, Bassett, pero la que tocaremos ahora es ésta. ¿Es consciente de que su testaruda conducta al hacer que un agente de policía me arreste y me encierre en mi habitación le hace susceptible de una acción por…, cómo era, Jeeves?
—Arresto indebido y difamación ante testigos, señor.
—Eso es. Podría pedirle millones por ello. ¿Qué hará al respecto?
Se retorcía como un ventilador.
—Le diré lo que hará al respecto —proseguí—. Va usted a emitir su aprobación a la unión de su hija Madeline con Augustus Fink-Nottle y también a la de su sobrina Stephanie con el reverendo H. P. Pinker. Y lo hará ahora.
Una breve lucha parecía tener lugar en él. Habría podido durar más si no hubiera visto que yo le miraba.
—Muy bien, míster Wooster.
—Y respecto de esa vaca-jarrita, es altamente probable que la banda internacional haya logrado vendérsela a mi tío Tom. Su sistema de información clandestina les habrá dicho que él está en el mercado. Ni un grito escapará de usted, Bassett, si en una fecha futura ve esa vaca-jarrita en su colección.
—Muy bien, míster Wooster.
—Y otra cosa. Me debe cinco libras.
—¿Cómo dice?
—Como devolución de las cinco que me sacó en Bosher Street. Las quiero antes de marcharme.
—Le extenderé un cheque por la mañana.
—Lo esperaré en la bandeja del desayuno. Buenas noches, Bassett.
—Buenas noches, míster Wooster. ¿Es coñac eso que veo ahí? Creo que me gustaría tomar una copa, si me lo permite.
—Jeeves, una copa para sir Watkyn Bassett.
—Muy bien, señor.
Apuró la copa agradecido y salió tambaleándose. Probablemente era un tipo agradable cuando se le conocía.
Jeeves rompió el silencio.
—He terminado de hacer el equipaje, señor.
—Bien, creo que me acurrucaré. Abra la ventana, por favor.
—Muy bien, señor.
—¿Qué noche hace?
—Inestable, señor. Ha empezado a llover con cierta violencia.
El sonido de un estornudo llegó a mis oídos.
—Vaya, ¿qué es eso, Jeeves? ¿Hay alguien fuera?
—El agente Oates, señor.
—No me diga que sigue de servicio.
—No, señor. Imagino que en su preocupación por otros asuntos, sir Watkyn ha olvidado enviarle recado de que ya no era necesario mantener su vigilia.
Suspiré con satisfacción. Sólo necesitaba eso para completar mi día. La idea de que el agente Oates rondaba bajo la lluvia como las tropas ismaelitas, cuando podía estar acurrucado en la cama tostando sus rosados dedos de los pies con la bolsa de agua caliente, me produjo una sensación de felicidad curiosamente melosa.
—Es el final de un día perfecto, Jeeves. ¿Cómo es aquello suyo de las alondras?
—¿Señor?
—Y, creo, los caracoles.
—Ah, sí, señor. «El año está en la primavera, el día está en la mañana, la mañana está en las siete, la ladera de la colina perlada de rocío…».
—Pero ¿y las alondras, Jeeves? ¿Y los caracoles? Estoy seguro de que hablaba de alondras y caracoles.
—Ahora llego a las alondras y los caracoles, señor. «La alondra está en el ala, el caracol está en la espina…».
—Ahora le escucho. ¿Y el verso final?
—«Dios está en el cielo, todo está bien con el mundo».
—Eso es, en resumidas cuentas. Yo mismo no lo habría expresado mejor. Y, sin embargo, Jeeves, hay una cosa. Desearía que me contara los detalles de Eulalie.
—Me temo, señor…
—Lo guardaré en secreto. Ya me conoce…, una silenciosa tumba.
—Las reglas del Junior Ganymede son muy estrictas, señor.
—Lo sé. Pero podría hacer una excepción.
—Lo siento, señor…
Tomé la gran decisión.
—Jeeves —dije—, deme los detalles y me uniré a ese crucero suyo alrededor del mundo.
Vaciló.
—Bien, en la más estricta confianza, señor…
—Por supuesto.
—Míster Spode diseña ropa interior femenina, señor. Posee un talento considerable en ese sentido, y se ha dedicado a ello en secreto durante algunos años. Es el fundador y propietario del emporio de Bond Street conocido como Eulalie Soeurs.
—¿No hablará en serio?
—Sí, señor.
—¡Dios mío, Jeeves! No me extraña que no quisiera que una cosa así se supiera.
—No, señor. Ello sin duda pondría en peligro su autoridad sobre sus seguidores.
—No se puede ser un dictador de éxito y diseñar ropa interior femenina.
—No, señor.
—O una cosa o la otra. No ambas.
—Exactamente, señor.
Reflexioné.
—Bueno, ha merecido la pena, Jeeves. No habría podido dormir preguntándome por ello. Quizá ese crucero no sea tan estúpido, al fin y al cabo.
—La mayoría de los caballeros lo encuentran divertido, señor.
—¿Ah, sí?
—Sí, señor. Ver nuevas caras.
—Eso es cierto. No había pensado en ellas. Las caras serán nuevas, ¿no? Miles y miles de personas, pero Stiffy no.
—Exactamente, señor.
—Será mejor que mañana vaya a sacar los billetes.
—Ya los he sacado, señor. Buenas noches, señor.
La puerta se cerró. Apagué la luz. Permanecí unos momentos escuchando el paso mesurado del agente Oates y pensando en Gussie y Madeline Bassett y en Stiffy y Stinker Pinker, y en la felicidad de su vida amorosa. También pensé en el tío Tom al recibir la vaca-jarrita, y en la tía Dahlia aprovechando el momento psicológico y sacándole un cuantioso cheque para el Milady’s Boudoir. Jeeves tenía razón, me pareció. El caracol estaba en el ala y la alondra en la espina —o mejor al revés— y Dios estaba en el cielo y todo estaba bien con el mundo.
Y entonces se me cerraron los ojos, los músculos se relajaron, la respiración se hizo suave y regular, y el sueño que transporta la mente me cubrió como una ola curativa.