XLV

Me desperté en plena madrugada, con el cuerpo completamente empapado en sudor. Lo poco que había dormido lo había hecho emboscado en una pesadilla tras otra. Doña Isabel, Daniel, aquellas caras en el viejo recorte del periódico… León y mi madre… Toda aquella compañía de muertos en procesión había venido para angustiar mi sueño. No podía dormir. Sentí el calor de un cuerpo desnudo a mi lado. Mariña. Descansaba tranquila por fin, una isla de paz en medio de tanta tormenta.

Pero yo no podía dormir.

Demasiadas emociones, demasiadas tensiones. Todo aquello me había sobrepasado, era demasiado para lo que al fin y al cabo yo era. Un arquitecto mediocre envuelto sin querer en un viaje por la historia de una familia extraña que, al final, había acabado siendo la mía propia. Y por el tiempo. Apenas una semana atrás yo casi ni siquiera sabía quién había sido Felipe V, qué había pasado con los galeones de América, con los piratas, la Guerra Civil, alemanes en España… Y el oro. Una carrera por el tiempo detrás de un oro que nunca apareció más que en la forma de tres viejas monedas de finales del siglo XVII. De hecho, desde el punto en que nos encontrábamos ahora, incluso costaba creer que ni un solo gramo de ese oro hubiese existido realmente alguna vez. No podía dormir y, antes de comenzar a dar vueltas y acabar por despertar a mi compañera, decidí levantarme de la cama.

Regresé sin hacer ruido a la sala, y volví a acercarme a la ventana en la que nuestro censo de besos y caricias había comenzado. Enmarcada por el ventanal que se recortaba en la oscuridad del cuarto, la ciudad era un hermosísimo cuadro de tejados negros, luces y solitaria tranquilidad. Me quedé un buen rato contemplando la paz a mis pies. Un largo trozo de tiempo.

Hasta que mis ojos repararon en la fotografía. La vieja fotografía que Mariña tenía en sus manos cuando yo entré en el piso. La había dejado sobre el alféizar de la ventana al acercarme yo a ella. La recogí, y me encontré con una foto antigua, una en blanco y negro de dos chiquillos jugando tranquilamente en un jardín. Busqué algo en ella que me arrojara un poco más de luz. Por detrás alguien había dejado una anotación escrita a mano. «Xulio y Mariña, 1970». Volví a ver la foto. Mariña, aún no cumplidos los dos años, se afanaba en invitar al té a una de sus muñecas, mientras su hermano, más próximo al fotógrafo, le mostraba al objetivo una sonrisa pícara, traviesa. Sonreí. «Ya apuntabas formas, chaval». Observándolos a los dos pensé en lo felices que parecían, ajenos a todo cuanto la vida les habría de deparar en el futuro. Contentos, tranquilos allí, al lado de aquel chorro de agua cantarina que caía por los caños de la fuente.

Porque ése era el lugar, lo reconocí al instante. La fuente de la Casa Grande, el sitio en el que todo había empezado. En aquella vieja fuente de piedra que, no obstante, en la foto se veía tan nueva. En la fotografía, a la luz de un sol intuido por los claros y las sombras contrastadas sobre los rostros de los pequeños, la piedra todavía era blanca, clara, y no la mole de tonos grises y verdes cuya restauración me había sido encomendada apenas tres semanas atrás. Me imaginé que así sería como a doña Isabel le habría gustado realmente volver a verla, otra vez nueva, recién construida. Dejé que mi vista se perdiera en su contemplación. La piedra era tan nueva que la luz del sol reflejada en ella permitía observar con toda claridad cualquier detalle del labrado en la fuente. Los cantos, las juntas. Incluso la vieja inscripción, limpiamente grabada en el frontal. La inscripción… Sonreí de nuevo al verla. Me había llamado la atención cuando, al descubrirla, me había emocionado pensando que, igual que les sucedía a los guapos de las películas, yo también iba a descubrir algún viejo secreto misterioso escondido tras aquellas letras. Me había emocionado con la vieja inscripción para luego olvidarla, ahogada por las aguas pútridas de aquella realidad cenagosa. Y pronto comenzaron a pasar demasiadas cosas como para volver a detenerse en aquellas letras grabadas en la piedra…

Pero ahora ahí estaban de nuevo, justo entre las cabezas de Xulio y Mariña. SCM · I702 · DBR · I939 · EDM · I940 · STTL · I968. Me quedé atrapado en la contemplación de aquella serie inscrita en la piedra. Me quedé atrapado en ella…

Me quedé atrapado. Y la nostalgia de un pasado feliz fue dejando paso en mi inconsciente a la evidencia de la lógica más racional.

Soy un imbécil.

SCM.

Estaba todo ahí.

Daniel. Eneas.

Soy estúpido, el Santo Cristo.

El Santo Cristo de Maracaibo, 1702.

Eneas Dafonte. De la fuente.

La fuente.

No podía ser…

Daniel había desaparecido en 1939. Como si se hubiera muerto…

STTL.

No. S. T. T. L.

Despiértala.

Y, de repente, lo comprendí todo. ¡Despiértala!

—¡Despierta! ¡Despierta! ¡Tenemos que salir! ¡Corre!

Entré gritando en el dormitorio.

—¿Qué?

—¡Vístete, Mariña, tenemos que salir!

Atravesamos la ciudad en medio de la madrugada a tanta velocidad como mi pobre coche era capaz de ofrecer. No se podía correr más. Al final de la Gran Vía, las ruedas derraparon al entrar en la plaza de América, y ahora era Mariña la que, todavía medio dormida, seguía sin comprender nada de lo que estaba pasando.

—¿Pero qué ocurre, Simón? ¿Nos persiguen, otra vez?

Sonreí.

—Lo único que nos persigue es mi propia idiotez, Mariña. ¿Cómo he podido ser tan estúpido? Estaba todo delante de nosotros, ¡todo el tiempo, Mariña, todo! Pero yo no lo supe ver. ¡Hasta ahora!

Volví a acelerar al dejar atrás la avenida de Castelao, con mi coche rugiendo. A nuestro paso saltaron los radares de la avenida de Europa primero y los del paseo de Samil después. Pero a mí me daba igual. Lo único que quería era llegar, ya.

—Todo estaba delante de nosotros, Mariña. Todo el tiempo, era lo que ellos intentaban explicarnos. Sólo a nosotros, sólo querían hablar con nosotros. Pero no pudieron, no les dieron tiempo. —Hablaba y al tiempo me atropellaba a mí mismo. Me daba cuenta de lo desordenado de mi propio discurso, pero la emoción no me dejaba escoger mejor las palabras—. Tu madre me lo dijo: «Tú y yo todavía tenemos una conversación pendiente». Y Jackob nos advirtió de lo importante que era que volviésemos al día siguiente, que todavía no había acabado de contárnoslo todo. Estuvieron intentándolo todo el tiempo, pero no les dejaron hacerlo. A los dos los mataron antes de que pudiesen hacer nada. Y después nosotros mismos nos perdimos por el camino. Pero todo estaba ahí, Mariña, todo estaba ahí, ¡justo delante de nosotros!

Creo que no debían de haber pasado ni diez minutos desde que cogimos el coche de la calle Venezuela, perpendicular a la Gran Vía, y ya lo estábamos aparcando junto a los muros de la Casa Grande. Con las prisas me había olvidado de decirle a Mariña nada de coger las llaves, así que para entrar tuvimos que decantarnos por la opción de pasar al otro lado trepando por la forja del viejo portalón. Atravesamos corriendo el bosque del terreno sin pasar por el edificio principal, y no nos detuvimos hasta llegar directamente a la vieja fuente en el mirador sobre el mar. Las herramientas que días atrás el eficiente Rovira había conseguido para nosotros todavía descansaban en el suelo, al lado de las losas de la fuente que nosotros mismos, Carlito y yo, habíamos dejado amontonadas en un lateral del mirador.

—S. T. T. L., ¡pero cómo he podido ser tan estúpido! Mariña, por favor, acércame esa maza. Y si buscas en la caja de herramientas, encontrarás un par de linternas. Cógelas también, por favor.

Yo seguía hablando a demasiada velocidad, sin que nada de lo que decía tuviese ningún sentido para Mariña.

—Aquí tienes —dijo, pasándome la maza y comenzando a alumbrar el camino con su linterna—. ¿Pero qué es eso que dices de ese «teteele», que significa todo esto?

—Ese «teteele» no, Mariña. S. T. T. L. Se trata de una antigua inscripción romana.

—¿Romana? ¿Más historias de Eneas?

«¡Claro!», volví a reír al pensarlo. Yo no me había dado cuenta antes, pero no pude evitar sonreír de nuevo al pensar en lo que ahora sugería Mariña. Hasta el mismo instante final, Daniel dejaba bien claro cuál había sido el gusto de su juego.

—Bien, mucho me temo que sí. Tu padre era un genio, uno de los que sí sabían como marcar la X en el mapa del tesoro. S. T. T. L., las iniciales de Sit Tibi Terra Levis. Sígueme.

Los dos comenzamos el descenso a la cueva bajo la fuente, al manantial del que, como en su momento me dijera doña Isabel, «todo había brotado siempre».

Sit tibi terra levis. «Que la tierra te sea leve».

¿Que te sea leve? ¿Algo así como «que te vaya bien»?

—No, no exactamente. Este deseo no se refería a la vida, sino más bien a la muerte.

Mariña se quedó en silencio, pensando, mientras yo volvía a abrir el camino que bajaba a la cueva.

—Una inscripción funeraria… —comprendió por fin.

—Exacto. Un epitafio, algo así como el R. I. P., o nuestro más próximo D. E. P., «descanse en paz».

Ya estábamos en el interior de la cueva en la que días atrás Carlito y yo habíamos encontrado la caja con las dos monedas de oro. Todo estaba como nosotros lo habíamos dejado entonces. Agua estancada en el suelo, las grandes losas de piedra que se transformaban en techo, y la pared del fondo, abundantemente cubierta por la maleza.

—Cuando los romanos enterraban a sus muertos, lo hacían con el deseo de que la tierra con la que cubrían sus cuerpos les fuese lo más liviana posible, para que no les pesase y así les permitiese hacer su viaje a la otra vida.

Hablaba e iba examinando como podía la pared del fondo, alrededor de la pequeña abertura en la que habíamos encontrado el cofre con las dos monedas de oro. Aparté la maleza con las manos.

—¡Mira! —exclamé.

Ahí estaba. La vegetación y el tiempo lo habían ocultado, pero ahí estaba otra vez, grabado sobre la pared: S. T. T. L. Golpeé fuertemente con el martillo, justo sobre la inscripción, y al momento la pared nos devolvió un sonido hueco.

—¡La pared no es natural! —exclamó Mariña.

—No, no lo es. Vuestra fuente en realidad sólo es el vértice visible de un mausoleo enterrado. ¡Apártate!

Cargué todas mis fuerzas en los brazos y liberé la maza sobre la pared tan fuerte como me fue posible. No pasó nada. Cargué otra vez y repetí el golpe.

—Tiene que ser, tiene que ser —me iba repitiendo a mí mismo sin dejar de golpear.

Por fin, después de cuatro o cinco golpes, la piedra de la pared acabó por ceder, y conseguí abrir un hueco por el que asomar con facilidad nuestras linternas.

—Dios mío…

—Ahora sí —sonreí yo—. Ahí está el secreto de Troia.

Penetramos en la cámara para descubrir que bajo los terrenos de la Casa Grande existía otra gruta cuando menos tan grande como aquella de la que habíamos escapado a través del Buraco do Inferno, o tal vez más. Columnas y columnas de cajas rebosantes de oro se alineaban frente a nosotros, tiñendo toda la cavidad en un baño de claridad dorada al reflejarse en ellas la luz de nuestras linternas.

—Santo Dios, estaba aquí, en nuestra propia casa. Pero cómo…

—Tu padre y, muy probablemente, el propio Jackob trasladaron todo el oro desde el Buraco do Inferno hasta aquí al comprender que su trabajo ya estaba finalizando. Imagino que siempre sintieron el temor de que alguien más acabase por descubrir, o incluso conocer, la historia del Meeresadler y apareciese de nuevo por las islas. Así que, una vez hecho el trabajo, Eneas, Daniel, tu padre decidió enterrarlo aquí junto con la memoria de todos cuantos participaran en esta gran mentira. SCM, el Santo Cristo, hundido en 1702. DBR, el propio Daniel, desaparecido en 1939. Y EDM, Eneas, una farsa que empezó en 1940.

—Pero hay una fecha más. En la inscripción de la fuente, 1968.

—El año en que tú naciste. Tu nacimiento fue el entierro definitivo de su trabajo. 1968 fue el año en que la cueva fue sellada con el oro enterrado en su interior, con el deseo de que la tierra le fuese leve. Tanto como para que un día vosotros, tú misma, la pudieseis volver a abrir y conocer la verdad. Una verdad que siempre estuvo aquí, enterrada bajo la fuente que en todo momento llevasteis en vuestro nombre.

Mariña sonrió por fin, y su rostro brilló como si todo él fuese también del más puro oro.

—Dios mío, Simón. ¿Y qué vamos a hacer ahora con todo esto?

Yo también sonreí al verla feliz al fin. Y lo tuve muy claro.

—Por ahora, besarnos, mi amor.