IV
Tras haber contactado con Carlito, el sábado por la tarde también había aprovechado para acordar con el señor Rovira el inicio de las obras para apenas un par de días después. Así, eran las nueve y media de la mañana del lunes y mi jefe de obra y yo llegábamos en mi descacharrante vehículo a los terrenos de la Casa Grande. Al entrar, nos dirigimos directamente hacia el mirador para dejar a mi copiloto examinando la obra in situ, como unos días atrás había dicho la propia doña Isabel. Quedó en compañía de sus propios trastos y también de aquellos otros que el atento señor Rovira, según pudimos comprobar, ya se había encargado de conseguir gracias a las indicaciones del propio Carlito que yo le había transmitido. Ya lo sé, pedirle las herramientas a quien te contrata no es en absoluto lo más habitual, pero teniendo en cuenta la enorme urgencia que doña Isabel le estaba imprimiendo a todo el trabajo, pensé que tampoco estaría de más solicitar un poco de ayuda extra. A continuación, llevé mi coche hasta la entrada principal de la casa, donde ya me estaba esperando el amigo Ernest. Antes de que yo pudiese detener el motor, el secretario de doña Isabel se acercó a mi ventanilla para sugerir que, teniendo en cuenta que iba a pasar el día entero dentro de la finca, tal vez fuese más indicado que dejase mi limusina en los garajes. Me dijo que encontraría sitio de sobra, que el único coche que quedaba en la casa era el suyo. Conduje hasta donde el señor Rovira me había indicado, un viejo cobertizo con puertas de madera verdes a la izquierda de la fachada principal, y dejé que mi máquina rodase hasta el interior del garaje. Dentro, efectivamente, sólo había otro automóvil más, un viejo Audi 100 de color negro que, supuse, debía de ser el que Ernest empleaba para sus desplazamientos. Cerré la puerta de mi utilitario y salí a la luz del día. Desde la puerta principal, Ernest me dijo que lo buscase si necesitábamos cualquier cosa, y yo, después de responderle con un gesto de aprobación, regresé caminando al encuentro de Carlito.
Al llegar al mirador encontré a mi capataz sentado en uno de los dos bancos al lado del viejo estanque. Observaba de reojo aquella fuente abandonada, con expresión dubitativa, a caballo entre la sorpresa y la desconfianza. Al percatarse de mi llegada, preguntó sin apenas moverse:
—Oye… ¿Esta gente está segura de lo que quiere hacer?
Me senté frente al argentino, en el otro banco. Carlito seguía contemplando el estanque como quien se acerca con desconcierto a un bicho desconocido tumbado sobre el asfalto, sin saber todavía si está muerto, si te va a atacar, o qué demonios va a hacer.
—Bueno, al principio yo tuve la misma sensación que tú. Pero después de hablar con la propietaria, la cosa está bien clara, sí —respondí, intentando aparentar toda la convicción que me era posible. No debió de ser mucha, porque, después de pensarlo durante cinco segundos, Carlito, que mantenía impertérrito su rostro de jugador de póquer aburrido con la partida, prosiguió.
—Pues si querés que te diga la verdad, a mí esto me parece más bien cosa de un fontanero y una karcher.
—¿Una qué?
—Una karcher, tipo. Un aparato de esos que echan agua a presión.
—¿Como la vaporetta?
—Sí. Vaya, como una vaporetta, pero para limpiar piedras en lugar de sofás.
—Ah… Ya, pues muy bien —le respondí yo más que medio ofendido por su analítica observación de reputado ingeniero—. Pero sucede que lo que doña Isabel quiere es un arquitecto, y ese arquitecto soy yo —concluí, dejando el «yo» bien cargado de orgullo.
—Claro, pibe. Que no había más restauradores de graneros disponibles, ¿no?
El silencio en que los dos nos quedamos, contemplando inmóviles la fuente, desnudaba hasta el ridículo lo increíble de mi argumentación. ¿A quién pretendía engañar?
—Pues se ve que no… —respondí finalmente, ya un poco tocado en mi orgullo ante el evidente absurdo de nuestra situación.
La observación ya no daba para más, y el argentino, demostrando que no era la estatua sedente que parecía, mudó su posición, y con la mirada perdida ahora en las olas del mar de Vigo, sentenció con serenidad:
—Desde luego, hay gente que no sabe en qué gastar la plata, che.
Por fin, como dos viejos médicos forenses que se deciden a iniciar su enésima autopsia, comenzamos lentamente nuestra danza. Nos levantamos, y poco a poco fuimos preparando las herramientas que a cada uno de nosotros le correspondían. Planos, cámaras de fotos, cintas métricas por una parte, martillos, palas y patas de cabra por la otra. Creo que hay por ahí una teoría, la conocida como Navaja de Ockham, me parece, que dice algo así como que ante un problema complejo de diversas soluciones posibles, la aparentemente más sencilla suele ser la mejor. Y nuestro plan era sencillo hasta rayar en la estupidez. Ya que no podíamos trabajar ni hacia delante ni hacia atrás, ni para un lado ni para el otro, lo que íbamos a hacer era ir como todo en mi vida: hacia abajo. Pensé que la mejor idea sería deshacer la fuente piedra a piedra, pieza a pieza, levantarla de su emplazamiento y revisarla por debajo. Doña Isabel dijo que había sido construida sobre la entrada a un viejo manantial, e imaginé que probablemente sería ahí donde estuviese el problema. Así pues, la cosa era bien sencilla: íbamos a abrir aquella cueva, examinar el estado del manantial, cambiar el sistema de tuberías hasta empalmar con el agua de la traída si fuese necesario para, ya después, una vez liberado todo ese atasco, recomponer la fuente con los mismos materiales con los que había sido construida, y con la cara más limpia que lavada con agua de San Juan. Visto así, la cosa parecía más que fácil. Ya lo sé, ya lo sé, no es un trabajo muy de arquitectos, pero en ese momento yo no tenía ninguno mejor. Y además, aquellos otros en los que me había «especializado» tampoco es que acostumbrasen a ser muy diferentes a éste. La verdad, prefería jugar al espeleólogo-tratante-de-plomo que andar limpiando cagadas en palos de gallinero.
Carlito ya estaba retirando el follaje que recubría las piedras frontales cuando recordé la inscripción que el sábado por la noche me había llamado la atención.
—Espera, espera un momento, que quiero revisar una cosa antes de que les metamos mano a estas piedras.
Cogí una de sus rasquetas y raspé bien la suciedad que se había hecho fuerte en el frontal, a la búsqueda de aquella serie de números y letras que había encontrado en mis fotos. Un mínimo esfuerzo, y por fin pude contemplar con toda seguridad la secuencia completa:
SCM · I702 · DBR · I939 · EDM · I940 · STTL · I968
Ahora la inscripción estaba clara. Su significado seguía como siempre, en mi más bendita ignorancia, pero por lo menos ahora sabía qué era lo que tendría que mandar grabar de nuevo en el caso de que aquellas piedras, por la razón que fuera, nunca volviesen a su lugar original. En este negocio, como en todo en la vida, uno nunca sabe lo que puede pasar, y con estas cosas es mejor andar con ojo. Decidí hacer nuevamente un par de fotos a la secuencia, ahora ya a la vista, antes de comenzar a numerar y de nuevo fotografiar todo el conjunto para la posterior reconstrucción de aquel curioso puzle. Con todo esto hecho, comenzamos con lo duro.
Nos pasamos toda la mañana concentrados en el desmembramiento de la vieja construcción. Con todo el cuidado que a dos pesos pluma como nosotros nos era posible, fuimos llevando piedra a piedra desde su posición original hasta la parte frontal del mirador, amontonando cada una de aquellas losas al lado de la baranda de ladrillo que protegía de una caída al mar, rompiente allá abajo. Cuando Ernest vino a avisarnos de que en la casa había un par de platos de comida esperando por nosotros, ya sólo nos quedaba comenzar con el levantamiento de las planchas que constituían el suelo del estanque. Decidimos dejar la exhumación del manantial para la hora de la siesta y aceptar el convite del señor Rovira.
Nuestra comida estaba dispuesta en un pequeño comedor al lado de lo que supusimos serían las cocinas de la casa. La sala no era muy grande, estaba claro que no estábamos en el comedor principal de la mansión, pero sí era lo bastante acogedora para dos muertos de hambre como Carlito y yo. Ernest nos acompañó en los festejos gastronómicos alrededor de una gran bandeja de cristal sobre la que lucía un suculento pollo asado asombrosamente grande. El secretario hizo los honores del trinchado y despiece del difunto, al tiempo que apelaba a las bondades gastronómicas del gallináceo y fanfarroneaba sobre sus propias capacidades como cocinero. Con todo esto encima de la mesa, resultaba evidente que en la Casa Grande ya no había más servicio ni personal que el propio Ernest. Me pregunté cuánto llevaría así la casa, en la soledad de aquella mujer y la compañía de este hombre con aspecto de profesor de matemáticas retirado.
—¿Lleva usted mucho tiempo trabajando para la señora Llobet? —pregunté casi sin saber ni de dónde rayos había salido mi propia voz.
—Pues ya van allá más de cuarenta años —respondió Ernest sin dejar de batirse con su cuchillo contra las partes de aquel pollo de cuerpo presente sobre la fuente de cristal.
—¿Y siempre fue así la casa?
—¿A qué se refiere con así, don Simón?
La llamada a la ascendencia «enológica» de mi nombre dejó muy claro que al secretario no le había entrado demasiado bien la pregunta.
Avergonzado por la indiscreción, intenté suavizar un poco mi propio descaro.
—Quiero decir así, tan sólo ustedes dos aquí, en esta casa tan… grandísima.
—No, por supuesto que no. —Rovira volvió a sonreír—. Yo comencé a trabajar para el señor Dafonte y doña Isabel a mediados de los años sesenta, con mis escasos veinticinco acabados de cumplir, como abogado personal de la familia. Mis labores estaban centradas en especial en todo aquello que tuviese que ver directamente con los negocios familiares. Por entonces sí es verdad que había muchísimo más trabajo. De hecho, casi inmediatamente, tras la muerte del señor Dafonte, tuve que hacerme cargo yo solo de todas las gestiones necesarias para la venta de Troia, la empresa familiar.
El nombre me llamó la atención.
—Alguna vez oí hablar en mi casa de esa empresa, Troia. ¿No tenía algo que ver con la importación de artículos de decoración de lujo desde América?
—Bueno, más o menos sí, algo así. Entre otras muchas cosas.
—Y creo que los Franco eran unos de sus principales clientes, sobre todo la mujer del Caudillo, ¿no? —Aún no había acabado de pronunciar estas palabras, y ya resultaban incómodas en mis oídos.
—Bueno, tal vez eso sea rebajar la historia nada más que a sus niveles más llamativos, por así decirlo. Quizá fuese más apropiado decir que Troia era una empresa de transportes, por llamarlo de algún modo sencillo. Cerrar todo aquello llevó años, fue una liquidación bastante compleja… Después, todo se fue tranquilizando, olvidando.
Había algo en las palabras del señor Rovira que no acababa de caer con naturalidad. Mientras Carlito, ajeno a nuestra conversación, reflexionaba en silencio sobre el porqué del zanco de pollo, yo atribuía esa falta de claridad por parte de Ernest a la incomodidad que la evidencia de una relación entre la familia Dafonte-Llobet y los Franco le causaba.
—Por otro lado, la propia casa estaba mucho más ocupada en aquella época —prosiguió el secretario, supuse que intentando cambiar de tema—. Entonces, el servicio estaba compuesto por dos doncellas, ya saben, dos muchachas de aquellas de vestidito negro y cofia y mandil blancos; la siña Lola, una mujer inmensa que había llegado desde Lalín para trabajar como cocinera; y Tobías, el cuidador del terreno, un hombre capaz de hacer crecer los más hermosos rosales al mismo tiempo que se peleaba con los atascos más insalubres de la fosa séptica. Y todos viviendo aquí permanentemente, junto con don Xulio y la pequeña Mariña, claro, que por aquella época todavía eran unos críos.
—¿Quiénes?
—Los hijos de doña Isabel y el señor Dafonte.
—Oh, no sabía que doña Isabel tuviese hijos —mentí—. ¿Y ya no viven en la casa?
—No, hace muchos años que se fueron para hacer sus vidas en otras direcciones. Cada uno en una bien distinta a la del otro, por cierto.
—Vaya, pues no sabía nada de eso —comenté, intentando aparentar que desconocía la existencia de ningún hijo de doña Isabel. Supuse que el nombre de Xulio Dafonte resultaría un poco incómodo en la mesa de aquella casa, teniendo en cuenta lo que últimamente se había publicado en los periódicos. Y lo cierto era que yo estaba convencido de que Xulio era el único hijo del matrimonio. «En estos tiempos que corren, parece que el que no delinque no existe en sociedad», pensé.
—Tampoco tenía por qué saberlo, ¿no le parece, don Simón?
Segundo aviso. Me sentí avergonzado de nuevo ante mi indiscreción, y por un momento me vi a mí mismo como una portera de patio cualquiera, así que fui yo quien intentó un rápido cambio de sentido.
—¿Y doña Isabel? ¿No nos acompaña hoy?
—No, hoy no. —Por el rostro de Ernest, a lo lejos, me pareció ver una sombra de preocupación ante mi comentario—. Todavía no se ha recuperado del disgusto provocado por la discusión del otro día. Está arriba, descansando en su cuarto.
—Vaya, pues lo siento. Además, tenía intención de preguntarle algo.
—¿Algo relacionado con el trabajo?
—Bueno, en cierto modo, supongo que sí. Es más bien una curiosidad, probablemente nada de importancia.
—¿Algo en lo que pueda ayudar yo, tal vez?
—No lo sé. Quizá. Ya le digo que seguro que no es nada.
El secretario me observaba con seriedad, pero también con curiosidad.
—Pruebe.
—A ver… Doy por sentado que está usted familiarizado con la historia de los Dafonte, ¿no es así?
Ernest arqueó las cejas y ladeó un poco la cabeza, un gesto sutil para dejar discretamente en evidencia lo absurdo de mi pregunta.
—Hombre, ¿a usted qué le parece? —Volvió a sonreír—. Yo diría que sí, ¿no?
—Ya, claro… ¿Tiene idea, entonces, de qué significa la inscripción que hay grabada en uno de los muros del estanque?
Mi pregunta pareció despertar cierto interés en la expresión del señor Rovira.
—¿Una inscripción?
—Sí, una serie de números y letras grabados en el muro frontal.
Ernest dejó escapar una extraña sonrisa entre dientes.
—Creo que no sé de qué me habla… Como ya le he dicho, cuando yo llegué a esta casa había asuntos mucho más importantes de los que ocuparse que de viejos manantiales y futuros lodazales. Y para cuando empecé a tener algo menos de trabajo aquí, las piedras del estanque ya eran pasto del abandono. Temo no poder ayudarle mucho.
De repente, tal como había llegado, esa sensación de un nuevo interés por mi consulta se desvaneció con la respuesta del secretario.
—Bueno, ya le he dicho que no era nada más allá de la curiosidad.
—Pues bien que lamento no haberle resuelto el misterio. —Hubo un pequeño silencio, y Ernest debió de leer cierta desilusión en mi rostro, porque al instante prosiguió—: Lo que sí podemos hacer, si le parece bien, es consultarlo más tarde con doña Isabel.
—Oh, no. No quiero molestarla ahora con estas tonterías. Ya le digo que no es nada más que curiosidad.
—Y por supuesto que no la vamos a molestar ahora, hombre. —El señor Rovira volvía a sonreír—. Pero si usted me deja apuntada en un papel esa extraña combinación de números y letras que tanto le intriga, seguro que en otro momento yo se la puedo hacer llegar a la señora Llobet. Si a usted le parece bien, por supuesto.
—Caramba, pues si no es mucha molestia…
—Por supuesto que no lo es, simplemente Simón.
Tal como Ernest me había sugerido, apunté la secuencia en una hoja de papel y se la entregué. El secretario esbozó una sonrisa teñida de algo semejante a la satisfacción al tiempo que la iba leyendo, y Carlito decidió que el momento era fantástico para advertirnos sobre los riesgos de obesidad e impotencia masculina escondidos en el peligrosísimo vicio de comer alitas de pollo. Ernest comentó que ahora entendía bien el secreto de la extrema delgadez de mi compañero, y poco a poco la comida fue llegando a su fin. A primera hora de la tarde, después de haber dejado al secretario en compañía de tres platos por fregar y de una hoja con una extraña secuencia alfanumérica, Carlito y yo comenzamos a levantar las primeras planchas de piedra que formaban el fondo del estanque.
Su suelo estaba compuesto por cuatro losas dispuestas en perpendicular desde el frontal hasta el muro posterior de la piscina. Las cuatro idénticas en forma y medida, cuatro rectángulos de aproximadamente setenta y cinco centímetros por dos metros de largo, excepto por un pequeño orificio circular entre las dos centrales, por donde pasaba la tubería que subía el agua hasta los caños de la fuente, y otros dos orificios en cada una de las laterales, por donde se suponía que la poza desaguaba. Debían de ser ya cerca de las cinco, o quizá más, cuando comenzamos por la losa del extremo izquierdo. Bajo ella, después de haber hecho un esfuerzo más que considerable para nuestras enclenques musculaturas, comprobamos que el suelo no era regular. La plancha estaba apoyada en sus extremos sobre otras piedras que hacían las veces de cimientos, pero el suelo sobre el que se suspendía mostraba a las claras un gran desnivel, una pendiente granítica que caía hacia el centro del estanque. Los dos intuimos de qué se trataba, pero tuvimos que esperar hasta el levantamiento de la segunda plancha, la primera de las centrales, para poder comprobarlo. Bajo la segunda de las láminas de piedra, en el espacio central, todavía permanecía abierta la mitad del orificio de entrada a la cueva de la que doña Isabel me había hablado, una boca negra de piedra y tierra desde la que ya se podía percibir su garganta, todavía más siniestra que la propia entrada, oscura, con una voz de líquidos lejanos, gotas cayendo sobre aguas estancas allá abajo, en algún lugar todavía no al alcance de nuestros ojos. Levantamos la tercera losa, y la entrada a la cueva apareció en su totalidad. Cuando ya no nos quedaba más que levantar y apartar la última de las cuatro losas, creo que el ritmo se había vuelto mucho más lento, pero no por el cansancio acumulado, que ya era mucho, sino por la certeza de lo que nos tocaría después.
Comenzaba a oscurecer ya, cuando los dos artistas del alambre que éramos Carlito y yo nos fuimos a encontrar con nosotros mismos allí plantados, los dos inmóviles ante aquella boca negra que no dejaba de observarnos desde su profundidad, invitándonos a entrar, a ser devorados por ella.
—Que sean para el arquitecto los honores —sentenció el argentino en un tono tan solemne como falso, haciendo un gesto con la mano como el de quien, reverente, le cede a otro el paso.
No sé si a estas alturas ya es muy evidente, pero desde luego el instinto aventurero no es cosa que venga dada con fuerza en mis genes, y si es verdad eso de que no son los valientes sino los temerarios los que no tienen miedo, pues yo debo de ser el más valiente de todos, porque, las cosas como son, miedos tengo para parar un tren. Meter la más mínima parte de mi cuerpo en aquella caverna me apetecía tanto como escupirle en la cara al mismísimo diablo. Además, está ese pequeño problema mío, la cosa de la claustrofobia… Pero llegados a este punto ya no había marcha atrás. Doña Isabel me había dejado las cosas bien claras como para andar ahora con chorradas de ese tipo. Me hice fuerte con la linterna más grande de las dos que habíamos traído, y me dispuse para lo que fuese.
El interior de la cueva no era la angostura que su boca prometía. Tras resbalar en el barro nada más entrar, y patinar del modo más deshonroso posible a lo largo de unos dos o tres metros de tierra, agua, piedras y raíces, me encontré a mí mismo recuperando la dignidad y la compostura en una cámara natural donde de sobra me podía poner de pie. Mientras examinaba con mi farol la magnífica combinación de moles de piedra que la naturaleza había dado en horadar en aquella profundidad, Carlito llegó a mi vera, imitando con gran semejanza la gracia y destreza de mi aterrizaje. Los dos nos quedamos allí, de nuevo completamente inmóviles, con los pies metidos en el agua que cubría todo el suelo de la cueva, mientras como dos torpes astronautas que acabasen de poner pie en un nuevo planeta contemplábamos con iguales dosis de asombro y curiosidad el espacio en el que habíamos caído. Nos encontrábamos en una cámara de piedra de unos diez o quizá doce metros cuadrados y más de dos metros de altura. Todo el suelo estaba completamente cubierto por el agua, pero parecía bastante plano teniendo en cuenta la irregularidad del resto de la cámara. Sobre nosotros, la misma mole de piedra que nos cubría y que hacia los laterales se iba convirtiendo en pared, salpicada de humedades y raíces que venían desde sabe Dios dónde. Y corriendo en línea recta por entre todas ellas, la tubería que llevaba el agua del manantial a la superficie. Seguimos su trayectoria en sentido inverso con la luz de nuestras linternas. La descubrimos en la salida al exterior, después de que hubiese atravesado todo el techo, y desde ahí fuimos bajando los focos de luz, buscando su origen.
Y, entonces, lo vimos.
La tubería subía al techo desde el centro de la pared que teníamos justo frente a nosotros, a unos cuatro metros desde donde nos encontrábamos. Pero ya no continuamos con la inspección del tubo, porque otra cosa atrapó nuestra atención.
—¿Qué es eso? —preguntó el argentino al tiempo que los dos haces de nuestras linternas coincidían sobre una extraña forma rectangular en el centro de la pared.
Nos acercamos hasta ella, caminando con cuidado. Las aguas que cubrían el suelo parecían más o menos limpias, pero el fondo, de tierra y piedra, no era todo lo visible que a nuestro sentido común le hubiese agradado. Por fin, al llegar a la pared del fondo, comprobamos que nuestras linternas no nos habían engañado. Aquella pared era diferente a las que formaban los otros laterales de la cueva. Si en todas las otras el mineral, una gran mole granítica, quedaba a la vista, en esta otra la piedra resultaba apenas visible, recubierta casi por completo de tierra y raíces, una pequeña selva tras la cual la tubería se perdía de nuestra vista. Pero lo más extraño era lo que había en su centro. Abierta en el muro, entre las raíces, había una suerte de cavidad, un pequeño estante sobre el que reposaba una caja, una especie de cofre de madera de no más de veinte centímetros de largo. Aparté mi linterna y lo cogí con mucho cuidado entre las manos, con Carlito alumbrando todos mis movimientos.
—¿Y ahora qué se supone que es eso? —preguntó mi compañero, quien, por cierto, si bien pretendía mantenerse en su rol de tipo impasible, la verdad es que ya no podía evitar que se le escapase cierta dosis de nerviosismo tembloroso.
—No lo sé, no lo sé —le respondí, tan desorientado como él, y ya un poco angustiado por la sensación de claustrofobia no confesada—. Parece una caja. Un cofre, o algo así. Creo que es mejor salir a la superficie, y examinarlo allí con calma.
—Che, por fin algo sensato —asintió con gran satisfacción el argentino—. Tire usted delante, mi capitán, que el camino ya se lo alumbro yo.
Por fin de vuelta, en la superficie la noche había comenzado a tomar posesión del firmamento, y la luz era ya un recurso más bien escaso. Aun así, con la poca que todavía quedaba y la ayuda de nuestras linternas, pudimos hacer un buen reconocimiento de nuestro extraño hallazgo. Se trataba de una caja de madera de roble, según testimonió Carlito, que de esas cosas —y como en ese mismo momento me reveló— entendía un rato. Era completamente rectangular, tan sólo rota en la armonía de sus formas por un pequeño cierre, un broche dorado en el centro de su frontal. Y, sobre la tapa, una nueva inscripción a dos líneas:
Para mis hijos,
el color del mar
El señor Eneas me vino de inmediato al pensamiento. Si él había sido el responsable de la construcción de la fuente, lo más probable era que también hubiese sido él quien dejara esa caja ahí, para esos dos hijos sobre los que yo había sido informado apenas unas horas antes, en la comida con Ernest.
De cualquier modo, fuese como fuese la faena, todo eso era ya demasiado para un par de neófitos en la cosa de la arqueología como nosotros dos, y un comentario del argentino sobre la inminente llegada de un imaginario turno de noche dejó bien claro que nuestro primer día de trabajo debía llegar ya a su fin. Recogimos los trastos, dejándolos dispuestos para el día siguiente, y pusimos punto y final a la jornada.
De vuelta al coche, le comenté a mi jefe de obra que antes de irnos me gustaría parar un momento en la casa. Pensaba que debíamos hablarle al secretario de nuestro descubrimiento y entregarle la caja para que se la hiciese llegar a doña Isabel.
—Haz lo que quieras, pero no te dejes enredar demasiado, que ya son horas.
Yo sólo quería dejar el cofre y regresar a casa. Pero está claro que uno no siempre puede hacer lo que desea… Aún no habíamos llegado a la puerta principal, cuando oímos el sonido de un motor que se ponía en marcha. No tuvimos ocasión más que de ver cómo un coche enfilaba el camino hacia la salida de la finca. Ya no había luz suficiente, apenas la justa para comprobar que se trataba de un vehículo grande, negro, probablemente el Audi del señor Rovira.
—Vaya por Dios, pibe, parece que por ahí se va tu hombre —concluyó con falso disgusto el capataz.
A pesar de ello, al llegar a la puerta todavía llamamos un par de veces, aunque sin ningún éxito. Lo más probable era que el secretario ya hubiese acabado su jornada, y que doña Isabel siguiese descansando. Ya no era cuestión de molestar a nadie, y para nosotros el día también había sido más que suficiente. Cogimos mi coche, solitario en aquel gran garaje, y enfilamos el camino de salida, convencidos de que el día siguiente sería más y mejor.