XXXV

Mi padre observaba con atención los ojos de cada viajero que llegaba al puerto. Sabía leer en sus rostros, y en ellos detectaba el dolor, el sufrimiento de aquellos hombres. Lo conocía bien, porque también había sido el suyo. Pocos eran los fugitivos que lograban llegar, y en las bocas de cada uno de ellos venía siempre la memoria de tantísimos más que no lo habían conseguido. Todos traían el recuerdo de los muchos que habían quedado atrás. Los recién llegados hablaban de los represaliados, de los desaparecidos. Parecía que todo el mundo estuviese intentando huir, sin que nadie consiguiese hacerlo realmente. Todos hablaban de un familiar, de un padre ejecutado. Venían con el recuerdo grabado a fuego de una hermana violada, de un hijo paseado. Aquello era una barbaridad. No, aquello era la barbaridad, y mi padre hizo suyo el dolor de toda aquella gente. Ojalá alguien pudiese hacer algo por paliar tanto dolor. Si él pudiese… Se obsesionó pensando en el modo de poder ayudar a todas aquellas personas de las que hablaban los que tan a cuentagotas iban llegando. Qué hacer y cómo hacerlo. No tenía dinero, pero sí sabía dónde encontrar unos recursos de los que, según él pensaba, nadie más tenía noticia. Unos recursos con los que hacer ese «modo posible» mucho más grande de lo que nadie hubiese imaginado jamás.

Cuando llegaba la noche todos estos pensamientos luchaban contra el sueño de mi padre. Pero el hombre necesitaba descansar, así que intentaba despistar a las cavilaciones leyendo todo cuanto en sus manos caía. Tal vez nunca existiese aquel tal Ramón «el Maravillas», el afilador de Xinzo que tantas veces le habló del oro que se escondía más allá de las montañas al imaginario Daniel Dafonte, según el relato inventado por mi propio padre. Pero quien sí existió realmente fue uno de los compañeros de pensión del verdadero Daniel, un viejo profesor de literatura clásica llamado Ramón Martínez Villar, exiliado desde la Antela justo a tiempo para huir de un paseo garantizado a manos de los falangistas de Xinzo de Limia. Los libros que don Ramón se había llevado consigo fueron la verdadera piedra en la que mi padre fue afilando su pensamiento en las largas noches de insomnio. Así conoció a Virgilio, a Homero. Así tuvo conocimiento de la historia de Eneas, de su bajada al infierno. Y también de la historia de un caballo.

Cuando los habitantes de Troya aceptaron el presente dejado por los griegos a las puertas de la ciudad, lo único más grande que el tamaño del caballo era el orgullo y la arrogancia de los propios troyanos. Tan pagados de sí mismos y de su aparente triunfo como estaban, la ceguera provocada por su propia sensación de victoria no les dejó ver que aquel caballo, que ahora ellos mismos introducían hasta el corazón mismo de Troya, venía preñado de derrota. Con la llegada del amanecer y la caída de los troyanos, Daniel conoció el modo de su futura victoria.

Casi un año más tarde, mi padre fundó en Vigo la Transoceánica Internacional del Atlántico como una empresa de transportes marítimos que conectaba nuestro país con prácticamente toda la costa atlántica. Y supo manejar a la perfección no sólo la sensación de éxito generada por su negocio, sino incluso cómo ofrecer esa sensación, de tal modo que hasta los funcionarios más torpes del sistema no tardaron en percibir el gran acierto que sería vincular la imagen de Troia con la del propio régimen. Un éxito internacional que evidenciase las grandes posibilidades de futuro que se daban en este nuevo país en que España se estaba convirtiendo. Quizá la guerra fuese muy dura ante los ojos de la comunidad internacional, sí. Pero se trataba de un esfuerzo que hubo que hacer para limpiar el país y devolverle las grandes oportunidades a las que la gloriosa patria estaba llamada. Y Troia podría convertirse en uno de los mayores exponentes de este discurso. El régimen le abrió de par en par sus brazos y Daniel, perfectamente disfrazado ya para siempre de don Eneas Dafonte, se dejó caer en aquellos brazos de brutalidad y sinrazón.

Porque todo era mentira.

Como los troyanos no supieron ver a los griegos que el caballo traía en su interior, los hombres de Franco no sospecharon jamás cuál era el verdadero cargamento de mi padre. Transportes internacionales, pensaban. ¿Y por qué no? Quiero decir, ¿por qué pensar otra cosa del negocio de don Eneas Dafonte, uno de los más fervientes colaboradores del régimen? Desde el primer instante de su vida en sociedad, mi padre se aferró al glorioso Movimiento Nacional, convirtiéndose en uno de sus mejores patrocinadores. En el fondo tenía gracia, el oro traído de América para pagar las guerras de Felipe de Anjou contra una Europa que no aceptaba su nuevo gobierno de nuevas ideas era el mismo que ahora financiaba la guerra secreta de mi padre contra el general Franco y su nuevo gobierno de viejas ideas. Pero las conocidas donaciones de mi padre a la causa eran tan exageradas que nadie se preguntó jamás qué era lo que había tras aquellas montañas de dinero. Altruismo abrumador, ¿para qué hacer preguntas? Se trataba de dinero, y eso era lo importante. Por eso, todavía menos se iban a preguntar qué era lo que se movía realmente bajo las cubiertas de los barcos de la Transoceánica. Carga, nada más. Y, entretanto, aquellos barcos cruzaban el mar preñados de vidas a la búsqueda de nuevos futuros.

Poco tiempo antes de iniciar Troia su actividad, una noche de primavera, tal como casi un año antes había hecho, mi padre volvió a entrar en la galería sur del Buraco do Inferno. Los medios, los impuestos por la grandísima discreción necesaria, eran si cabe todavía menos que la vez anterior, pero en cambio, para esta ocasión sí pudo contar con ayuda. Hubo que esperar el momento preciso para que se diesen las condiciones necesarias hasta que, por fin, una noche sin luna de la primavera de 1940, mi padre entró en la gruta de Ons en compañía de su hermano León y de su amigo Hugo Brauner. Esta vez sí cogieron todo el oro que pudieron, y dejaron el resto escondido del mejor modo posible, por si los tiempos hacían necesaria otra entrada posterior. Eneas aprovechó los contactos que ya estaba haciendo entre sus nuevas amistades para convertir ese oro en dinero, en muchísimo dinero. Oro de las minas de La Alumbrera, les había dicho…

Al mismo tiempo que esto sucedía, un nuevo visitante llegó a la ciudad. Se trataba de un joven alemán, Jackob Neumann, licenciado en historia del arte por la Universidad de la Sorbona de París, el cual venía con la idea de abrir aquí un negocio de antigüedades. Cuando por fin lo hizo nadie tuvo motivos para sospechar que tras la apertura de tal negocio estaba el dinero de Eneas Dafonte, quien, a su vez, pronto se habría de convertir en uno de los mejores clientes de la exquisita Jackob Neumann Antigüedades. No, nadie sospechó nada. A nadie en absoluto le llamó la atención que un hombre de la posición del señor Dafonte se mostrase interesado por el mundo de las antigüedades. La mayoría de sus adquisiciones decoraban ya los salones de la Casa Grande, la nueva residencia de don Eneas, alejado de la ciudad sobre la playa de Canido. De hecho, incluso parecía lógico que, dada la buena relación existente entre el proveedor y su mejor cliente, Troia también acabara convirtiéndose en la empresa de transportes empleada para la llegada y salida de las mercancías gestionadas por Jackob Neumann Antigüedades. Años de buenas relaciones entre ellos los unían cuando sucedió aquel incidente en la calle. A nadie le extrañó, pues, cuando mi padre acudió en la ayuda del anticuario tras aquella noche que el señor Neumann tuvo que pasar en el calabozo. Todo era normal.

Y todo seguía siendo mentira. Pero la actividad del anticuario era tan respetable que lo que a nadie se le pasó jamás por la cabeza fue la posibilidad de imaginar que su trastienda fuese en realidad un taller de documentación falsa, el estudio donde, entre montañas y montañas de libros prohibidos, Jackob Neumann se pasaba las noches elaborando pasaportes falsos, documentos de identidad de personas que hasta ese preciso momento nunca habían existido. Hugo, ya para siempre disfrazado de Jackob Neumann, comenzaba por construir en papel lo que luego serían las nuevas vidas en el extranjero de todos y cada uno de los hombres que en breve partirían con rumbo a otros tantos nuevos mundos, si bien todos comenzaban su viaje en un mismo lugar: camuflados entre los dobles cascos de uno de los barcos de mi padre.

Porque eso era Troia, una gigantesca tapadera bajo la que facilitarles la huida a todas cuantas personas fuese necesario. Cuando los caminos de la vida no daban más de sí en esta parte del mundo, mi padre tendía los puentes para seguir con un nuevo camino más allá del mar. Y sus barcos eran su caballo. Lo había visto con claridad cuando él mismo consiguió huir. Aquel sistema era tremendamente novedoso, todavía muchísimo como para que fuese de conocimiento masivo. Aún habrían de pasar muchos años hasta que un petrolero se fuese a pique frente a la costa gallega, provocando una desgracia tal como para que la gente clamara en las calles por la imposición de un sistema semejante. No, el sistema del doble casco no lo conocía mucha gente. Y mucho menos los burócratas del Generalísimo Franco, todavía muy ocupados en satisfacer su propia arrogancia. Construir por aquel entonces los barcos de ese modo era caro, muy caro. Pero gracias al oro de Rande, aquél no era el problema. La gente podía huir con seguridad.

León fue el primero, aunque por esta razón y por la falta de práctica, su salida tuvo que hacerse de modo precipitado. Apenas pudo despedirse de Elisa, quien en aquel momento rechazó su propia salida, a la espera de un momento más adecuado. «Ya llegará el tiempo», le había dicho ella sin revelarle a León el secreto que guardaba. Pero lo que llegó no fue el tiempo, sino una niña que cambiaría los planes de Elisa para siempre. León fue el primero de la lista y, gracias a un cuidadoso boca a boca, pronto esa misma lista comenzaría a crecer. Un río subterráneo de esperanza fluía entre el pueblo sin que el régimen se enterase de nada. Eneas Dafonte aparecía en todos los desfiles, su nombre sonaba precedido por los más grandes elogios en todos los despachos en los que convenía que un nombre sonase, y no había fiestas más importantes en sociedad que aquellas que se celebraban en la Casa Grande. Y, mientras tanto, el río seguía fluyendo y fluyendo bajo los pies de todas aquellas bestias.

Los hombres de Troia recogían regularmente las cajas del anticuario, embalajes especiales de piezas muy frágiles. «Mucho cuidado, que esa pieza vale tanto como una persona», les indicaba siempre el señor Neumann. Ya una vez en el barco, salían los fugitivos de las cajas para esconderse en el doble casco, y el propio Eneas en persona se aseguraba bien de que tenían y comprendían toda su nueva documentación. Y esto era algo muy importante: se les proporcionaban nuevas identidades con nuevas vidas porque, de no hacerlo, de haber seguido empleando sus verdaderos nombres, lo más probable habría sido que los servicios de inteligencia de Franco hubiesen acabado encontrándolos. Y, de haberlo hecho, tarde o temprano descubrirían cómo habían llegado allá. Lo que supondría, irremisiblemente, el final de Troia.

Así fueron pasando los años. Los más terribles primero, los duros después, hasta que todo se fue tranquilizando. Aunque jamás llegó a calmarse por completo, porque el monstruo que el franquismo era tampoco se durmió nunca del todo. Así fue que apenas pocos meses antes de la muerte del dictador el régimen todavía seguía cobrándose vidas humanas. Pero lo cierto era que a finales de los años cincuenta el sistema de represión había reducido notablemente lo encarnizado de sus persecuciones, y la genuina razón de ser de Troia, para entonces ya convertida en una gran y muy rentable empresa de transportes, pasó a un segundo plano.

Tanto había sido así, que nuestros padres no quisieron ampliar la familia hasta estar bien seguros de que este país podía ser un lugar apropiado para criar a sus propios hijos. Así, mi hermano Xulio no nacería hasta 1962, cuando la actividad de Troia más allá de lo verdaderamente propio de una empresa de transportes ya casi había desaparecido. Tan sólo colaboraba en la salida de aquellos hombres todavía marcados por el régimen. Activistas, ex presos políticos, intelectuales… Toda aquella gente cuyos antecedentes les impedían salir de país. Y yo nací seis años más tarde, en 1968, justo a tiempo para la ruptura entre mi padre y Jackob Neumann.

Porque en este juego de héroes y villanos tanto Eneas como Jackob llevaban dos vidas cada uno. Mientras la mascarada de Eneas estaba llena de luces, de éxito, de dinero, la de Jackob no contaba con nada semejante. Pero no era eso lo que al anticuario le dolía: mientras mi padre formaba su propia familia, Jackob se había ido manteniendo en la opción de la soledad. Y esa postura le fue amargando el alma. A principios de abril del año sesenta y ocho, Neumann le dijo a mi padre que ya era suficiente. Le recordó cuál había sido su plan y le habló de objetivos cumplidos. Los años sesenta llegaban a su fin, y Troia ya no era más que una empresa de transportes como tantas otras. Su razón de ser, su esencia hacía tiempo que había quedado atrás. El mundo, por fin, estaba cambiando.

Jackob le propuso a mi padre que nos fuésemos todos, romper con las ataduras del plan original para, ya desde una posición de seguridad, contarle al mundo aquello que habían hecho. Odiaba el sistema, y nada le habría dado más placer que dejarlo en ridículo ante el mundo entero. Después de tantos años de sufrimiento, la primavera de 1968 se prometía como el mejor momento para hacerlo.

Pero para gran decepción del anticuario, mi padre no estuvo de acuerdo. Le dio la razón a Jackob. Sí, los dos habían renunciado a sus propias vidas por sacar adelante el plan. Le dio la razón, admitió que sí, que lo habían conseguido y que el trabajo ya estaba hecho. Pero no sólo se negó a participar en las revelaciones del anticuario, sino que incluso le pidió que no lo hiciese, ni tan siquiera en solitario, por su propia cuenta. Ante la sorpresa de Neumann, Eneas le recordó que, si bien el alemán había escogido no tener familia, consagradas sus noches a las soledades de la falsificación de documentos y a la lectura de textos prohibidos, él había escogido justo lo contrario. Eneas tenía una mujer, Isabel, quien desde el primer momento no sólo estuvo al tanto de todos y cada uno de sus planes, sino que incluso había participado plenamente en la trama, fortaleciendo la imagen dada por Eneas, asumiendo su rol de fiel esposa del hombre de pro. Y también tenía un hijo, Xulio Ascanio, un niño de apenas seis años con toda una vida por delante. Por si esto le parecía poco a Jackob, para octubre aguardaban la llegada de un nuevo vástago, yo misma. Eneas concluyó su negativa respondiéndole a Jackob que todo cuanto el anticuario había dicho era cierto. Pero que, a pesar de que ellos un día habían tenido que renunciar a sus propias vidas, ahora ninguno de los dos tenía ningún derecho para exigirle lo mismo a su familia. Mi padre apeló a la comprensión de Jackob, pero según parece éste no estuvo por el entendimiento, y celebró su desacuerdo con una gran borrachera que acabaría dando con los huesos del anticuario en el calabozo, acusado de escándalo público. El anticuario se separó de mi padre, y no se volvieron a ver hasta mi nacimiento.

Mis padres celebraron mi bautizo en los jardines de la Casa Grande. Como favor personal, Eneas le pidió al obispo de Tui que tuviese a bien santificar el agua de la fuente que acababa de construir sobre la cueva del viejo manantial, y ahí mismo, en la fuente que tú ahora estás restaurando, recibí yo el bautismo. Ésa fue la última vez que el anticuario y mi padre estuvieron juntos. Jackob le preguntó a Eneas si éste había vuelto a considerar su propuesta. Mi padre me llevaba en sus brazos. «Sí —le respondió—, pero sabes que no puedo hacerlo. —Y me dejó en los brazos del señor Neumann—. En tus manos tienes mis razones, amigo, las razones más poderosas del mundo». Según el propio Jackob me contó, él me sostuvo unos minutos, observándome fijamente. Al fin, acabó por regalarme una sonrisa antes de devolverme a los brazos de mi padre. «Adiós, Daniel». «Adiós, Hugo», le respondió mi padre. Nunca más volvieron a hablar entre ellos.