XVII
Por lo que yo sabía, los galeones de Rande eran unos barcos hundidos en la ría hacía cosa de, aproximadamente, mucho tiempo atrás, y habían servido para que muchos años más tarde alguien recuperase sus anclas, para que alguien diferente a ese alguien anterior hiciese todavía más tarde un bonito monumento con ellas en el parque del Castro, para que muchos álguienes distintos mucho tiempo después pudiesen hacerse, apoyados en ese monumento, sus fotos de bautizo, boda o comunión, desde entonces hasta hoy. Así, a grandes rasgos. Lo poco que tengo de atrevido me viene por lo mucho que tengo de ignorante, así que preferí no compartir mi pobre perspectiva histórica ni con Mariña ni mucho menos con el señor Neumann, ya que, por lo que acababa de decir, estaba claro que los famosos galeones de Rande tenían que ser algo más que un hermoso fondo para recordatorios de sociedad. De todas formas, lo cierto era que, frente a mi silencio, Mariña tampoco ofrecía ninguna otra alternativa, de modo que al señor Neumann le quedó el camino despejado para ofrecernos su explicación.
—Veréis, esta moneda está hoy aquí, en vuestro apartamento, porque en el año 1700 Carlos II murió sin dejar descendencia que ocupase su trono —nos respondió con una nueva sonrisa.
—¿Perdón?
El asombro y el desconcierto ante semejante relación causa-efecto eran los que hablaban ahora por mi boca. Yo habré hecho muchas cosas mal en mi vida, pero, que yo sepa, ninguna de ellas tuvo nada que ver con la ausencia de prole por parte del último de los Austrias españoles.
—Calma, calma. No sé cómo andaréis de historia. Sé que tú, Mariña, tienes que tener buen fondo, por tu formación como licenciada en historia del arte. —El viejo anticuario hablaba de Mariña como si la conociese de toda la vida. Que sabía la dirección de su domicilio era obvio, y ahora también estaba enterado de su formación. El entrecejo arrugado de Mariña dejaba bien claro que a ella también le sorprendían los conocimientos del viejo sobre su vida. Y era imposible que su padre le hubiese contado ese último detalle—. Pero desconozco cuánto de historia tiene que saber un arquitecto, Simón.
Vale, eso ya era demasiado.
—Disculpe, pero yo no recuerdo haberle hablado de mi profesión. Es más —observé en ese momento, estúpido de mí—, ¿cómo sabe usted mi nombre?
El viejo sonrió con tranquilidad.
—Yo sé muchas cosas de ti, de vosotros. Pero aún no es momento de hablar de ello. Todavía no. Ahora es el momento de que conozcáis la historia. Y de nuestras cosas ya hablaremos luego…
Jackob Neumann, fuese Jackob Neumann quien fuese, hablaba con seguridad, pero también con una mezcla de calma y familiaridad que, pese a todo, provocaba en nosotros una sensación de algo difusamente parecido a la tranquilidad. Quizá incluso semejante a la confianza. Y esa sensación, después del día que habíamos pasado, podía considerarse un lujo que nosotros no estábamos dispuestos a desaprovechar.
—La muerte sin descendencia de Carlos II dejó abiertas las puertas de Madrid a las pretensiones europeas. El pujador mejor posicionado fue Luis XIV, el famoso Rey Sol francés, quien, tras reclamar sus derechos como heredero al trono por ser hijo y esposo de infantas españolas, consigue colocar en la regia silla a su nieto, el adolescente Felipe de Anjou, quien de ahora en delante pasará a ser Felipe V, iniciando así en España una línea real, la de los Borbones, que, con breves paréntesis históricos de todos conocidos, es la que llega hasta nuestros días.
»Pero nada más llegar al trono comenzaron los problemas para el nuevo y joven rey. La alianza europea formada por Inglaterra, Holanda, Dinamarca, Suecia, Portugal y Saboya no ve en absoluto con buenos ojos este cambio en la Corona española, ya que, tal como la alianza lo entiende, el ya decadente pero todavía gran imperio español quedará de este modo sometido a la influencia francesa. La tensión causada por esta alteración en el siempre frágil equilibrio europeo desembocaría en lo que se conoció como la Guerra de Sucesión. En Madrid saben que éste va a ser un conflicto largo —no en vano la guerra no acabará hasta el año 1713, con la firma del Tratado de Utrecht—, por lo que la Corona procede a reforzar sus medios, comenzando por incrementar al máximo posible sus capacidades económicas. Cuanto mayores sean los ingresos, mayores serán los recursos financieros para la guerra. El joven Felipe conocía perfectamente los canales de entrada de la riqueza americana, ya que desde la muerte del emperador Carlos I de España cada año se hacían a la mar dos flotas, la de Nueva España, que recorría el Caribe hasta llegar a México, y la de Tierra Firme, con rumbo a América del Sur y a las Antillas. El monarca español sabía que ése era el modo más rápido y efectivo de conseguir la liquidez económica que su guerra necesitaba, por lo que a finales del año 1700 dio la orden de regreso para la primera de las flotas que había salido desde Cádiz ya en 1699, y que en ese momento se encontraba fondeada en La Habana.
»Sucedió, no obstante, que cuando la Corona solicitó el regreso parece ser que las mareas no eran las propicias para iniciar el viaje. Se ve que en aquella época los marineros ya le tenían respeto al posteriormente tan mediático Triángulo de las Bermudas. O, quizá más bien, a la cantidad de piratas que rondaban la zona. Fuese por lo que fuera, el inicio del viaje de retorno tuvo que ser aplazado. De tanto esperar, la primera de las flotas acabó juntándose con la segunda, que había llegado desde Veracruz. La carga acumulada entre las dos flotas constituía la mayor riqueza traída nunca de una sola vez desde el Nuevo Mundo. Mientras tanto, en Madrid el tiempo seguía corriendo, y en la corte se impacientaban ante la tardanza en la llegada del oro, por lo que aumentaron la presión sobre don Manuel de Velasco, almirante al cargo de la nueva flota única, la llamada Flota del Oro, para que no demorase más su partida rumbo a España.
»Corre el año 1701, y en América son conocidas ya las noticias sobre la guerra. Por eso, ante lo previsible de un ataque a la flota mercante española por parte de los piratas con patente de corso que infestaban el Caribe, Velasco envía una nave a Cádiz explicando los motivos del retraso y solicitando la ayuda de una nueva flota que amparase a la expedición española. Como respuesta a esta demanda, remitida desde España a Versalles, Luis XIV decide enviar una escuadra francesa que proteja los intereses de su nietecito querido. Al frente de esta dotación va el mariscal François Louis Rousseland, conde de Château-Renault y vicealmirante de la Armada francesa. Finalmente, después de tres años desde su partida, y de dos de retraso, el 11 de junio de 1702 la Flota del Oro zarpa desde el puerto de La Habana con rumbo a España. El convoy está compuesto por veinte navíos españoles y otros tantos franceses, y transporta un cargamento de más de ciento veinte millones de piezas de a ocho de oro y de plata.
—Pero hay algo que no entiendo —interrumpió Mariña—. Intuyo que esos barcos son los mismos a los que usted se refiere cuando nos habla de los galeones de Rande, ¿sí o no?
—Pues sí.
—Pero usted ha dicho que habían partido desde Cádiz.
—Eso dije, sí.
—Entonces me imagino que es ahí a donde tendrían orden de regresar. Así pues, ¿cómo es que acabaron aquí, a más de setecientas millas náuticas de donde se suponía que tenían que haber llegado?
El viejo anticuario dejó escapar una nueva sonrisa. Supuse que se debía sentir satisfecho ante la atención que su relato estaba captando en el auditorio presente.
—Pues por la propia guerra, Mariña. La guerra de facto había empezado en Italia, pero pronto pasaría a España. Y fue precisamente en Cádiz donde tuvo lugar el primer enfrentamiento. La flota anglo-holandesa, capitaneada por el almirante sir George Rooke, asaltó los puertos de Cádiz y El Puerto de Santa María, donde permanecerían a la espera de la llegada de la Flota del Oro, sabedores de que era a Cádiz adonde ésta se dirigía.
»Pero sucedió que la flota, todavía en alta mar pero ya a poco de llegar a aguas españolas, tuvo conocimiento de esta amenaza, por lo que decidieron variar su destino, poniendo ahora rumbo norte. La idea del conde de Château-Renault no era otra que la de buscar un puerto seguro lejos de los enemigos, donde poder atracar y deshacerse del cargamento lo antes posible, y hacer así que el oro acabase de llegar a su destino por tierra al tiempo que ellos, Château-Renault y Velasco, se quitaban de encima semejante responsabilidad. A bordo del convoy viajaba también don José Sarmiento de Valladares y Meira, conde de Moctezuma, virrey de México, y natural de la parroquia redondelana de Saxamonde, lo que inevitablemente lo convertía en buen conocedor de la ría de Vigo. Venía en compañía de su propia fortuna personal, así que, intuyendo la proximidad del lobo, es probable que fuera él mismo quien sugiriese aquel destino como el refugio idóneo no sólo para llevar a cabo el plan de Rousseland y Velasco, sino incluso para desembarcar sus riquezas bien cerquita de casa. Ésa es la razón por la que el 22 de septiembre de 1702, poco más de tres meses después de iniciado el viaje, la Flota del Oro entró en la bahía de Vigo. El mariscal Rousseland decidió que sería buena idea aprovechar el viento que soplaba del océano, y dio orden de que todo el convoy penetrase hasta el fondo de la ría. La flota española fondeó en el arenal de San Simón, mientras que la francesa hizo lo propio pasado el estrecho de Rande, formando la segunda línea de defensa. Como primera línea se mandaría construir una barrera de troncos, estacas, piezas de madera y pequeñas embarcaciones amarradas por cadenas que bloqueasen el paso por el estrecho. Justo ahí por donde hoy cruzáis sobre vuestro orgulloso puente colgante.
Yo intentaba componer en mi cabeza la imagen que Neumann iba describiendo para nosotros. Estaba acostumbrado a pasar por el puente de Rande, y siempre me gustaba echarle un ojo a la ría desde aquella altura, tranquila allá abajo. Pero imaginar todos esos galeones allí fondeados en lugar de las bateas que hoy hay, era algo con lo que no hubiera contado nunca.
—Pero claro —continuó el anciano—, ya se sabe cómo van las cosas de palacio. A los funcionarios de la Casa de Contratación de Sevilla, el organismo que llevaba todo cuanto tuviese que ver con las Américas, especialmente con el transporte de sus riquezas, no les hacía ninguna gracia que la descarga de semejante fortuna, la más grande traída nunca desde el continente allende el mar, se hiciese en un puerto que no era el habitual. Uno en el que no se había hecho nunca antes nada semejante, muy lejos de su control y, encima, a manos de las gentes de una tierra que, por aquel entonces, ya tenían fama de no ser de confianza. El recelo de los funcionarios se convirtió en un largo retraso en la realización de la descarga.
»Pero lo que desde luego no se demoró ni un instante fue el buen hacer en el trabajo del espionaje inglés. Rooke supo pronto que los barcos que tanto tiempo llevaba esperando ya habían llegado, si bien un poco más al norte. Mientras la Casa de Contratación seguía con sus desconfianzas, el almirante inglés ponía rumbo a Vigo.
»Y a partir de aquí depende de a qué historiadores leáis. Hay quien dice que entretanto la Flota del Oro consiguió vaciar todas sus bodegas, y hay quien dice que no fue así, que españoles y franceses no llegaron a ponerse de acuerdo. Sea como fuese, lo que sí es cierto es que el 22 de octubre de 1702 la flota anglo-holandesa, con el Royal Sovereign capitaneado por sir George Rooke al frente, y compuesta por más de ciento cincuenta navíos, entró en la ría de Vigo. Lo hizo bien arrimada al margen norte de la ría, el de la península del Morrazo, por cosa de evitar así el fuego procedente de los fuertes vigueses del Castro y de San Sebastián. Ría adentro, Rooke dio orden de desembarco para un contingente de cuatro mil hombres en la ensenada de Teis, con el fin de anular todas las baterías de tierra. Ahora, con el fuego de los fuertes de Rande en el sur y de Corbeiro en el norte neutralizados, el paso para la escuadra aliada quedaba despejado. Al acabar el día 22, y al amparo de las nieblas que cubrían la ría, la flota enemiga se fue situando para el combate. Con la llegada de las luces del nuevo día comenzó el ataque inglés. Fue una lucha totalmente desproporcionada, más de ciento cincuenta buques de combate entre los ingleses y los holandeses, contra veinte barcos de guerra franceses y otros tantos mercantes españoles, de modo que para el día 24 ya estaba todo liquidado. A la escuadra anglo-holandesa apenas le costó esfuerzo acabar por completo con la famosa Flota del Oro.
—¿Consiguieron hundir todas las naves españolas? —preguntó Mariña.
—No. No todas las que se fueron a pique lo hicieron por causa del fuego enemigo. Fue el propio Manuel de Velasco quien, viendo que la batalla estaba perdida, a gritos dio la orden de hundir las naves propias para evitar así que ni los barcos, ni sobre todo sus cargamentos, cayesen en manos de los enemigos.
—¿Y lo consiguieron? Quiero decir, ¿consiguieron los ingleses hacerse con alguna de estas embarcaciones? —pregunté yo, convertido ya en el niño curioso al que le cuentan un cuento antes de irse a dormir.
Por un instante, Jackob volvió a dirigir su mirada hacia la ventana, como si esperase que la ría, presentida en silencio a lo lejos, le fuese a lanzar algún gesto cómplice desde el otro lado del cristal.
—Lo cierto fue que sí, lograron hacerse con tres. Pero sólo uno es importante para nosotros.
—¿Nosotros? —preguntó Mariña. Jackob no ofreció más respuesta que un suave gesto de sus manos señalando la moneda sobre la mesa del salón.
—Los españoles todavía hoy dicen que allí no se perdió nada de toda aquella riqueza. Pero eso no es cierto. ¿Por qué si no la orden dada por Velasco? No eran los navíos españoles lo que el comandante español pretendía proteger de caer en manos inglesas, sino sus cargas. No se había realizado tal desembarco, o desde luego no en su totalidad. Todos se hicieron con su parte del botín. Españoles y franceses incluidos. Se sabe que incluso el conde de Château-Renault moriría años después, en 1716, sospechosamente rico. Y los ingleses, desde luego, no iban a ser menos. Se apoderaron de varios buques, pero emplearon uno nada más para cargar y transportar en él lo más valioso del tesoro robado. Todo el oro que consiguieron capturar fue subido a bordo de uno de esos galeones que los españoles no lograron hundir. El Santo Cristo de Maracaibo, uno de los buques más importantes de la Flota del Oro. Armado con más de cuarenta cañones de bronce, se trataba de una fortaleza flotante ahora repleta de oro. Cuatro días después de la victoria inglesa en el combate, una nueva flota formada por veinte embarcaciones al mando de sir Cloudesley Shovell llegaba a la ría para sustituir a George Rooke, quien, victorioso, abandonaba el lugar de la batalla para tomar de nuevo rumbo sur.
»Shovell tenía orden de asumir todos los trabajos de “recogida” entre tanta debacle, y fue él quien dispuso amarrar el Santo Cristo de Maracaibo para que fuese remolcado por el Montmouth, un barco de tercera categoría, de dos puentes y sesenta y seis cañones, al mando del capitán John Baker. Hasta ahí, todo parecía sencillo. Lo malo, amigos, es que, por lo general, aquello que parece sencillo siempre acaba siendo cualquier cosa menos eso.
»Así, una de las tareas que quedaron a cargo de sir Cloudesley Shovell fue la negociación del intercambio de prisioneros capturados por ambos bandos durante la batalla. Con ese fin se organizó un encuentro en Baiona, ya cerca de la salida de la ría, adonde Shovell se dirigió el día 5 de noviembre. Acudió al encuentro con toda su flota, ya que en el interior de la ría, una vez saqueadas la villa de Redondela y la isla de San Simón, ya no quedaba mucho que hacer. De camino, los ingleses también intentaron entrar en Vigo, pero tanto las murallas de la ciudad como, sobre todo, la brava resistencia ofrecida por sus habitantes les hicieron cambiar de opinión.
»Una vez realizado el trueque, de Baiona salieron los ingleses con rumbo norte, de regreso a sus hogares. Justo a tiempo para que todo se torciese.
—¿Cómo que todo se torciese? —pregunté yo—. Si ya todo estaba perdido por la parte española, con los prisioneros entregados, sin el oro y con los ingleses regresando a Gran Bretaña. ¿Qué más se podía perder?
Jackob me observaba, y a mí me pareció ver cierto centelleo de curiosidad en su mirada. Supuse que estaría calibrando hasta dónde podría llegar mi ignorancia. Al final, debió de decidir no tener en cuenta sus propias conclusiones al respecto.
—No sé si sabréis algo de navegación, pero esta ría tiene dos rutas de acceso y salida, según la boca que se utilice. Las bocas, así es como se les llama a los espacios que hay a los extremos de las islas Cíes. La boca norte, o la Puerta Grande, como también le llaman aquí los marineros, es el corredor que queda entre la isla de Monteagudo y el cabo Home, en el extremo occidental de la península del Morrazo, un estrecho de fortísimas corrientes, sólo menos peligroso que la Puerta Pequeña, el paso que hay en las Cíes entre la isla del Faro y la de San Martiño. La boca sur es el espacio comprendido entre la isla de San Martiño y el cabo Silleiro, al suroeste de Baiona. La ruta natural para los ingleses, evidentemente, era la de la boca norte, y hacia ella se dirigían.
»Pero sucedió que el 5 de noviembre, cuando ya el convoy tenía iniciada toda su maniobra de salida, una fuerte tormenta se desató sobre la ría. La boca norte es mucho más pequeña que la sur, formando en sí misma otro estrecho. Así pues, ese día las fuertes corrientes hacían imposible el viaje por esa ruta. En lugar de aguardar por un tiempo más favorable, los impacientes ingleses dieron la vuelta y reorganizaron la maniobra, con la intención esta vez de salir por el corredor más meridional. Por la ruta que menos conocían. Entre esas cosas que los ingleses desconocían de la boca sur estaba la existencia de una cadena de arrecifes al sur de la isla de San Martiño. A pesar de todo, consiguieron pasar con todos sus buques sin problemas. Con todos excepto uno. El destino quiso que el Santo Cristo de Maracaibo tocase en uno de los arrecifes, en el conocido como el de Carrumeiros. El contacto habría de ser letal para el galeón español, que pocas horas después de la colisión, y sin que nadie, ni desde el Montmouth ni desde ninguna otra embarcación inglesa, pudiese hacer nada por impedirlo, se hundiría para siempre en las aguas del Atlántico, llevándose consigo todo cuanto oro y plata cargaba en su interior.
Neumann hizo una nueva pausa. Una más larga que las anteriores. Tal vez sólo fuese para tomar aliento. O tal vez incluso para darnos tiempo a nosotros dos para asimilar todo cuanto acabábamos de escuchar. Yo contemplaba al viejo con la boca entreabierta, y Mariña hacía lo mismo, acurrucada sobre uno de los brazos del sofá, con una expresión de concentración absoluta en su mirada. El anticuario concluyó su relato.
—Todo esto que os cuento ya es parte de la historia. La misma historia que dice que, ahí fuera, en algún lugar desconocido entre las islas Cíes y el cabo Finisterre, hay hundido un viejo galeón español de finales del siglo XVII, con un tesoro en su interior valorado por los ingleses en sólo Dios sabe cuántos cientos de millones de libras.
—¿Cientos de millones de libras? —A mí eso me sonaba a muchísimo dinero de nuestro Señor—. Pero eso es una barbaridad, ya no sólo para la época, sino incluso para hoy.
—Ya os he dicho que se trataba del mayor cargamento de oro y plata jamás traído desde América y, aunque al fin y al cabo lo cargado en el Santo Cristo de Maracaibo no podía ser más que una pequeña parte de aquella fortuna, por fuerza tenía que constituir una suma más que importante…
—Pero hay otra cosa que tampoco entiendo —intervino ella—. ¿Por qué dice usted en algún lugar entre las Cíes y Finisterre? Si el arrecife contra el que colisionó se encuentra al sur de las islas Cíes, lo normal es que sea ahí donde el barco esté, ¿no?
Neumann volvió a sonreír.
—Pues sí, eso fue lo que se dio por sentado durante mucho tiempo y por no pocas expediciones posteriores en la busca de semejantes riquezas. Pero hoy se sabe que no, que no tiene por qué serlo. Debemos tener en cuenta que estamos hablando de un barco de un tamaño más que considerable, incluso para nuestros días. Se trataba de una embarcación de más de cuarenta metros de eslora, diez de manga y un calado de cinco metros y medio, quizá seis, teniendo en cuenta lo cargado que tenía que ir. Dije que la herida abierta por el arrecife fue letal, pero no que le provocase un hundimiento inmediato. Una nave como ésa, aunque abocada al hundimiento, todavía podría no sólo mantenerse a flote, sino incluso haber continuado su travesía durante unas pocas horas más tras su contacto con el arrecife.
Yo no entiendo nada de náutica, así que para mí seguía siendo chino todo cuanto Jackob decía. Pero por la atención con la que Mariña seguía la conversación pensé que ella sí debía de estar entendiendo algo. Posteriormente me confirmaría mis sospechas contándome que a bordo de los pequeños barcos optimists del Club Náutico había tenido ocasión de aprender que la eslora era la longitud desde la proa hasta la popa del barco, que la manga era la distancia entre los lados en el punto más ancho de la cubierta, y que el calado era la parte del barco que quedaba sumergida. O algo así.
—Entonces… —Mariña comenzó a hablar muy lentamente—, lo que usted sugiere es que tanto esta moneda como la nuestra —me gustaba eso de referirse como la nuestra a aquella moneda que nos habían robado y que, en realidad, era suya nada más— y la que se le entregó a mi hermano son parte de aquel tesoro hundido en 1702.
El anticuario sonrió sin decir nada. Se limitó a asentir tranquilamente con la cabeza.
—Pero eso es imposible —replicó Mariña—. Usted mismo acaba de decirnos que todo aquello que no había sido descargado antes de la batalla fue apresado más tarde por los ingleses y cargado en un barco para hundirse luego en algún punto que nadie conoce. ¿Cómo es posible entonces que esta moneda esté sobre mi mesa? Si tengo que creer lo que usted nos ha contado, esta moneda está ahora mismo en algún lugar bajo el Atlántico.
El señor Neumann escuchaba con calma a Mariña. Cuando mi amiga acabó de hablar, Jackob volvió a sonreír.
—No, mein lieber, yo nunca he dicho eso, sino que es la historia la que cuenta que estas monedas duermen el sueño de los justos en el fondo del mar. La historia —remarcó—, no yo.
Y entonces comprendí el juego del anticuario. Había algo más en todo esto que todavía no nos había sido revelado. Algo que nosotros no sabíamos y el señor Neumann sí. Ésa era la verdadera razón por la que aquel hombre había venido a vernos. Tenía que serlo.
—De acuerdo, señor Neumann, eso es lo que la historia dice. Ahora, la pregunta es: ¿qué es lo que dice usted? ¿Cuál es su historia, señor Neumann?
El viejo anticuario clavó sus ojos azules en los míos, y ambos compartimos una sonrisa en silencio.
—La mía, hijo, la mía es otra historia.