XXIX
Daniel caminó por los corredores de Meeresadler hasta llegar de nuevo a la sala del capitán. La puerta estaba cerrada, y el muchacho ya estaba a punto de llamar pidiendo permiso para entrar cuando escuchó la voz del director Wessler al otro lado.
—En efecto, señor. Creo que estoy en posición de poder comunicarle el éxito absoluto de nuestra misión.
Un pequeño momento de silencio, y nuevamente la voz de herr Wessler.
—Sí, señor, es cierto, mucho antes de lo que esperábamos.
Daniel no tardó en comprender la situación. Fausto Wessler estaba hablando por radio con algún superior, quizá incluso con Berlín.
—Bueno, la verdad es que hemos recibido una ayuda con la que no contábamos en un principio.
Otro silencio. Daniel no podía escuchar las respuestas del interlocutor al otro lado de la comunicación. Es probable que el director también estuviese utilizando algún sistema de auriculares, como el que Daniel le había visto al operario de radio del barco, o algo semejante.
—No sabría muy bien cómo describirlo, señor. Se trata de un muchacho de la ciudad, Daniel Beiroa, un marinero local, poco más que un pícaro del puerto con el que Brauner hizo muy buenas migas.
La consideración de sí mismo como «poco más que un pícaro del puerto» no resultó del mayor agrado para Daniel, pero el hecho de estar informando de sus méritos a una instancia superior al propio director hizo que el orgullo fuese una pizca más fuerte que el amor propio, y el chico prefirió no interrumpir el diálogo. Aquello parecía importante, y Daniel decidió esperar tras la puerta hasta que la conversación concluyese. Y, ya puestos, seguir escuchando, por si todavía caía algún que otro reconocimiento.
Pero lo que llegó no fueron prendas…
—Le agradezco las congratulaciones, señor. Pero tengo que decir que las felicitaciones no son para mí, sino para la causa en su totalidad. Apenas quedan unas horas para que lo podamos confirmar de modo oficial, pero de ser cierta la descripción que el chaval nos ha dado, este tesoro supondrá el financiamiento definitivo para nuestra campaña del este, mein Führer.
El nuevo silencio cogió a Daniel por sorpresa. ¿De qué rayos estaban hablando al otro lado de la puerta? ¿La causa? Y lo que era mucho más aterrador, ¿había oído bien? ¿Mein Führer? Sólo había una persona en el mundo a la que alguien se podía referir de ese modo.
—Sí, señor, eso he dicho. Porque de ser correctos nuestros cálculos estaríamos hablando de muchos, muchísimos millones de marcos en oro. El Reich podría llevar adelante su avance sobre Polonia sin que ello le costase un céntimo al estado.
Dios mío, no podía ser…
—Exacto, mein Führer. Nada nos detendrá. Heil Führer!
Santo Dios, era horrible lo que aquello suponía. Si Daniel había comprendido bien, los kilómetros que separaban a aquellos dos interlocutores eran tantos como los que había entre la historia que herr Wessler le había endosado al chaval y la verdad. Y si eso era así, entonces lo más probable era que no hubiese ningún Instituto de Estudios Arqueológicos, ni mucho menos ningún depósito para ningún Museo Alemán de las Expediciones. No, si eso era así, toda esta gente de la que Daniel se encontraba ahora rodeado no era más que un atajo de nazis a la búsqueda de capital para financiar su barbarie. Engañado como un panchito, él los había llevado derechos hasta el oro.
Todavía inmóvil frente a la puerta cerrada, sintió cómo la rabia se iba apoderando de las piernas, el vientre. Cómo le trepaba por el pecho hasta la cabeza. Le quemaba en los ojos, en los labios. Y entonces sintió cómo volvía a bajar, ahora ya transformada en cólera, en furia, cómo le recorría los brazos hasta concentrársele en las manos, atrapada entre los puños cerrados. Su primer impulso fue el de darle una patada a la puerta, echar aquellas tablas abajo para entrar y coger al viejo por el pescuezo. «¡Hijo de puta! ¡Me has engañado, bastardo!». Pero no, eso no podía ser, tenía que tranquilizarse. «Eso no puede ser. Piensa, Daniel, piensa». Una fiebre de rabia y venganza le recorría el cuerpo. «Piensa, piensa, ¡piensa!». Pero no era capaz. Un segundo más parado ante aquella puerta y ya no habría vuelta atrás. De nuevo aquella sensación, aquella que Daniel ya creía olvidada. «No, no, hay que calmarse. Es mejor irse. Vete, Daniel, vete de aquí». Y así fue que, de repente, llevado por su propia prudencia, dio media vuelta y echó a correr. Corrió desandando el camino que lo había llevado hasta la puerta de la sala del capitán. Corrió a ciegas, sin mirar a ninguna parte. Por eso no vio a Hugo, el secretario de herr Wessler, cuando dobló la última esquina, justo antes de salir a cubierta. El impacto llevó a los dos muchachos al suelo.
—¡Hey, hey, hey! ¿Adónde vas, amigo? ¿Acaso has encontrado más oro?
A pesar del impacto recibido, todavía había buen humor en las palabras de Hugo. Pero no así en el rostro de Daniel. Ni mucho menos. Daniel tenía la furia instalada en su mirada.
—Hijo de puta —masculló entre dientes.
—¿Qué has dicho? —Hugo observaba ahora con desconcierto al marinero, notando que algo iba mal.
—Hijo de puta. ¡Hijo de puta! —Daniel explotó al fin—. ¡Sois todos unos hijos de puta! ¡Asesinos!
—¡Daniel!
—¡Asesinos! ¡Nazis!
Al escuchar la palabra «nazis», Hugo, todavía en el suelo, saltó como llevado por algún resorte sobre Daniel, también tumbado tal como había quedado tras el impacto, entre el suelo y la pared.
Hugo se arrojó encima de Daniel, quien hizo ademán de defenderse. Pero Hugo, más grande que Daniel, no tenía ninguna intención de atacarle. Bien al contrario, lo único que hizo fue ponerle la mano encima de la boca, intentando evitar que Daniel pudiese seguir gritando.
—Pero Daniel, ¿qué demonios estás diciendo, qué es lo que te pasa? ¿A qué viene eso de llamarnos asesinos?
Daniel, todavía con furia en su voz, pero en un tono más bajo y afilado de rabia, respondió.
—Os he descubierto, bastardos. Ya sé quiénes sois.
—¿Quiénes somos? ¿Pero qué rayos estás diciendo?
—No es necesario que continúes con tu juego, nazi de mierda, ya os he descubierto. Vosotros sois los mismos fascistas contra los que mi padre luchó para protegernos a León y a mí. Los mismos asesinos que acabaron con su vida.
Hugo guardó silencio. Se diría por su expresión que seguía sin comprender nada, aunque sus ojos hablaban de un esfuerzo evidente por intentar encajar las piezas de este nuevo rompecabezas que le acababan de escupir a la cara.
—Mira, Daniel. No sé por qué me estás echando todo esto encima ahora, pero una cosa sí te puedo garantizar: yo no soy ningún nazi.
—¿Ah, no? —respondió con ironía ácida Daniel.
—¡No! —Hugo dejó notar claramente su malestar—. Insisto en que no sé de dónde has sacado esa historia, pero yo no soy ningún nazi. Ni lo soy, ni tan siquiera comulgo con sus ideas.
Desconfiado, Daniel observaba en silencio a Hugo. De repente, el alemán se puso en pie y le tendió una mano a Daniel, todavía en el suelo con la espalda apoyada en la pared.
—Ven conmigo, salgamos de aquí.
Daniel no las tenía todas consigo, pero decidió otorgarle un pequeño préstamo de confianza al secretario de Fausto Wessler. Caminaron apenas unos pasos, hasta un compartimento en el que Daniel no se había fijado anteriormente. Hugo abrió la puerta, y Daniel se asomó a su interior lo justo para comprobar de un solo vistazo que se trataba de una especie de camarote de carga, una especie de almacén lleno de cajas de madera. El secretario seguía al lado de la puerta abierta, cediéndole el paso al marinero, y éste volvió a dudar. ¿Qué era lo que pretendía aquel tipo? ¿Apresarlo en aquella celda?
—¿Por qué habría de confiar en ti?
—Porque yo no soy un nazi, Daniel.
Después de pensárselo por un momento, el marinero vio algo que decidió interpretar como verdad, y los dos muchachos entraron en el camarote.
—Las cosas ya llevan demasiado tiempo poniéndose más que feas en mi país, Daniel, pero lo cierto es que de cuatro años a esta parte la situación se ha vuelto insoportable. Tienes que creerme cuando te digo que yo no soy un nazi, como tú les llamas, pero entiendo que todos lo parezcamos. El partido está por todas partes. El pueblo se afilia en masa, muchos incluso obligados. Ni los más jóvenes escapan al control del estado, todos entrando en bloque en las Hitler Jugend, las juventudes hitlerianas. Las SS son omnipresentes, y la gente vive con un miedo atroz a la Geheime Staatspolizei, o como ya todos la conocen, la Gestapo, porque todo el mundo sabe que la policía secreta de Hitler lo oye todo, lo sabe todo de todo el mundo y contra todos actúa sin pedir permiso a nadie. Todos le tenemos mucho miedo…
—¿Incluido tú?
Hugo se quedó mirando en silencio para Daniel.
—Yo el primero. Hace un año entraron en nuestro edificio. Venían buscando a nuestro vecino, el señor Goldstein. El hombre se había pasado la vida entera en el barrio sin meterse con nadie. Llevaba una pequeña librería de viejo dos calles más arriba, y nunca había tenido el más mínimo problema. Hasta unos pocos años atrás. Goldstein era judío y, cuando llegó el tiempo de ir a por ellos, la Gestapo vino en su búsqueda. Y todos sabíamos lo que sucedía con los que se marchaban en compañía de la policía secreta.
—¿Qué pasaba?
—Que ninguno volvía. Mi padre sólo quiso ayudar a nuestro vecino, intentar hablar con el hombre que daba las órdenes. Pero los policías no lo vieron así. Luego explicarían que las intenciones de mi padre habían sido otras, otras más violentas, pero todo aquello no era más que un montón de mentiras.
—¿A qué te refieres?
—Mi padre se acercó para pedir clemencia nada más, y uno de los agentes le abrió la cabeza de un culatazo. «Amigo de judíos», le escupió con rabia. Mi padre murió como un perro, tirado en las escaleras de nuestra casa, mientras la Gestapo se llevaba para siempre al señor Goldstein.
—¿La Gestapo mató a tu padre?
—Así es. Y yo preferí no quedarme a esperar al día en que viniesen a por mí. Dejé mi casa al finalizar mis estudios, e hice todo lo posible por conseguir una salida del país. Cuando herr Wessler me reclutó en la universidad y me ofreció la posibilidad de ingresar como becario en el Instituto de Estudios Arqueológicos, no me lo pensé dos veces. Realizar este tipo de trabajos lo más lejos posible de aquella locura fue mi salvación. Y ahora me puedes creer o no: yo soy alemán, sí, pero no por ello soy nazi.
Daniel se quedó en silencio. Había algo en la voz de Hugo que le hablaba de sensaciones ciertas. De verdad y de dolor. De un dolor también conocido por Daniel.
—Los fascistas mataron a mi padre —respondió Daniel—. Fue hace ya casi tres años, al comenzar la guerra. Mi padre quiso ayudar a unos primos de la aldea. Por lo visto estaban metidos en política, y cuando la cosa se puso demasiado fea mi padre los escondió en la bodega del barco, bajo las cajas de la sardina. Su intención era navegar hasta alta mar, donde poder pasar a otro barco mayor con el que ya habían establecido contacto. Pero sucedió que alguien sacó la lengua a paseo y la Guardia Civil acabó descubriendo las intenciones de los fugitivos.
»No dijeron nada, les dejaron hacer. Hasta que estuvieron seguros de que mi padre ya los había subido a bordo. Justo entonces, un grupo de falangistas apareció para tomar el barco. Primero sellaron la entrada a la bodega, y no dejaron más espacio que el justo para pasar las mangueras. Inundaron la bodega, ahogando a todos aquellos hombres como si no fuesen más que ratas. El barco ni siquiera llegó a salir del puerto, de modo que todo el mundo pudo escuchar los gritos pidiendo ayuda. Y después, cuando todo concluyó y el muelle volvió a quedar en silencio, uno de aquellos individuos de camisa azul subió al puente de mando. Sacó su pistola, y allí mismo, delante de todos los marineros del puerto, le pegó un tiro a mi padre en la cabeza. Arrojaron su cuerpo al mar, a la vista de todos, para que a nadie le quedasen dudas sobre cómo iban a ser las cosas de ahí en adelante.
Los dos muchachos quedaron en silencio, hasta que finalmente Hugo respondió:
—Lo siento, Daniel, lo siento mucho. Y entiendo tu rabia. Pero eso no tiene nada que ver con lo que estabas gritando antes. ¿Por qué dices que aquí somos todos nazis?
—Porque es la verdad. Acabo de escuchar una conversación en la sala del capitán. Herr Wessler estaba hablando con el mismísimo Adolf Hitler.
—¡¿Con el Führer?! —Hugo se mostró sorprendido, pero todavía intentó encontrar una explicación—. Bueno, a ver, la nuestra es una misión muy importante, de grandísima repercusión histórica según tú mismo acabas de confirmarnos. Supongo que las cuentas que el señor director tiene que rendir deben ser ante las más altas instancias. Reconozco que nunca hubiese imaginado que pudiera ser ante el mismísimo Führer. Pero Daniel, no por eso…
—¡Hugo, despierta ya! ¡No hay ningún interés histórico, el oro no supone más que otra fuente de ingresos inmediatos para tu gobierno!
—¿Pero qué estás diciendo?
—¡Pues lo que oyes! Entérate de una vez, Hugo: este oro se va a convertir en el dinero con el que tu Führer piensa llevar vuestro Reich al este.
—¿Al este?
—Bueno, eso es lo que acabo de oírle decir a tu jefe.
—Polonia…
—Eso ha dicho.
Hugo estaba a todas luces impresionado por lo que acababa de escuchar.
—No sé qué decirte, Daniel…
—Pues lo que yo sí sé es que esto es algo en lo que yo no pienso colaborar.
—¿Y qué pretendes hacer, entonces?
—Todavía no lo sé. Pero lo que sea con tal de que esos cerdos no le pongan la mano encima al oro.
—¡¿Pero cómo?! ¡Ahora ya los has llevado hasta él!
El último comentario retorció el gesto de Daniel. Hugo acababa de tocar en un punto que dolía.
—No lo sé, Hugo, no lo sé…
Daniel volvió a quedarse en silencio observando las cajas que se amontonaban tras Hugo. Y de repente pareció que hubiese visto algo.
—Si es necesario, antes dinamito la gruta entera.
Al decir esto hizo un gesto con la mano, señalando algo detrás del secretario.
Hugo giró sobre sí mismo y buscó con la vista aquello que el dedo del marinero apuntaba. Las cajas que había a sus espaldas llevaban tres letras pintadas en sus laterales. T. N. T. Los explosivos que la expedición había cargado por si era necesario llevar a cabo alguna voladura controlada. Daniel apartó a Hugo de su camino y abrió una de las cajas. Cogió dos cartuchos sin demasiados miramientos. Hugo se lanzó sobre el marinero y le quitó el explosivo de las manos.
—¿Pero qué demonios estás haciendo, Daniel? ¿Acaso te has vuelto loco?
—¡Haré lo que sea necesario! —respondió con enojo el muchacho mientras recuperaba uno de los cartuchos que Hugo le había arrebatado, dejando todavía el otro en las manos del alemán—. Ya te lo he dicho, Hugo: me alegro de que tú no seas uno de ellos, pero no consentiré que esos desgraciados consigan el oro.
Daniel hablaba sin dejar de observar fijamente a su compañero, quizá a la búsqueda de una respuesta que de sobra sabía que Hugo no le daría. Simplemente no podía hacerlo.
—¿Por qué se lo debería permitir? ¿Para que puedan llevar más sufrimiento a otras gentes que como tú o como yo, como tu padre o como el mío, no han hecho daño a nadie? No, Hugo. No puedo permitirlo.
Ambos permanecieron observándose el uno al otro. Los dos muchachos en silencio, frente a frente, cada uno con un cartucho de dinamita en las manos.
—Hugo, vamos a aceptar que nadie entre estas cuatro paredes ha dicho ninguna mentira. Y aquí sólo estamos tú y yo. Si lo que me has contado sobre tu padre es cierto, entonces comprenderás que yo tengo que hacer lo que tengo que hacer. Pero si no es así, si lo que estás intentando es engañarme, entonces ya sabes lo que te corresponde: no pierdas ni un minuto en denunciarme ante herr Wessler.
Daniel ocultó el explosivo bajo su camisa, entre la cintura del pantalón y su propia piel. Luego sacó algo de uno de sus bolsillos y se lo entregó a Hugo. El alemán descubrió sobre la palma de su mano dos de las tres monedas de oro que Daniel había encontrado por la mañana. La tercera se la mostraba el marinero sobre su mano abierta. Hugo volvió a levantar los ojos para descubrir que Daniel le observaba con los ojos clavados en los suyos.
—Tarde o temprano tú y yo nos volveremos a encontrar, Hugo. Será en esta vida o será en la siguiente, pero será. Si al final resulta que eres un traidor, tres monedas serán tu justa paga, y yo mismo te entregaré esta que te falta —dijo Daniel, señalando con los ojos la que llevaba sobre su mano—. Pero si no es así, si resulta que eres un hombre de ley, entonces serás tú quien me las devuelva a mí, porque en justicia sabes que no son tuyas. Ésta es mi decisión. Ahora te toca a ti escoger lo que has de hacer.
Y con las mismas, Daniel dio media vuelta y salió del compartimento, dejando a Hugo solo, en la penumbra de un espacio lleno de incertidumbre, desconcierto y explosivos.
Siguieron las horas corriendo por el barco tan lentas como el ritmo al que la marea iba bajando, sin que ninguno de los dos muchachos volviese a intercambiar ni media palabra. Parecía que el momento no fuese a llegar nunca, pero cuando por fin el reloj del puente de mando marcó las ocho en punto, en cubierta estaba ya todo listo para que Daniel hiciese su nueva bajada al Buraco do Inferno. Todos estábamos a su alrededor. El capitán le daba instrucciones al piloto que, una vez más, habría de llevar al chaval hasta la boca de la gruta, mientras herr Wessler conversaba muy animadamente con Daniel, quien, por el contrario, mantenía en su rostro una expresión de máxima seriedad. Cuando por fin llegó el momento de bajar, yo me acerqué a él, ya al lado de la escala que lo llevaba a la barca, y le ofrecí mi mano.
—Buena suerte, Daniel.
El muchacho apretó con fuerza mi mano y, clavando intensamente sus ojos en los míos, respondió con la voz justa para que nadie más le escuchase.
—Hasta la vista, Hugo.