XXIV

A las diez y cinco, Bruno detenía su coche justo delante de mi portal. Para mi alivio, no se trataba del vehículo que se me había pasado por la cabeza, uno de ésos con luces y sirenas sobre el techo y la palabra POLICÍA escrita en las puertas. No. Era un coche viejo, creo que un Opel Corsa. Me recordó al mío. Mi madre, aquel coche parecía tan viejo que bien podría haber sido el prototipo del que hubiesen sacado todos los demás…

—Mimá, chaval. Mucho comisario y mucha historia, pero vaya mierda de coche que gastas. Si éste es el coche oficial que le ponen al comisario, entonces los patrulleros qué hacen, ¿van en patinete? Sí que tienen que estar mal nuestras fuerzas de la ley y el orden…

—Oye tú, desgraciado. ¿Qué coche oficial ni que gaitas, mamón? Éste es mi coche, y no sé en qué limusinas estarás acostumbrado a moverte tú, pero si éste no te parece de tu agrado, ya te puedes ir bajando, que a cenar conmigo vas a ir a pie, soplapollas.

—Vale, vale —claudiqué yo—. Tú relájate un poco, que yo haré una excepción. Qué, para dónde tiramos.

—¿Conoces el Clandestino?

—¿El qué?

—¡Andando!

Tomamos rumbo sur y salimos de la ciudad. Rodamos los kilómetros aprovechando para ir poniéndonos al día en nuestras cosas menos comprometedoras, en lo más trivial. Él me contó cómo había llegado a comisario y yo le confesé que mi coche no era una limusina. Dejamos atrás la ciudad por la carretera vieja de Baiona. Pasamos Nigrán y, al llegar a la rotonda de la Ramallosa, giramos a la izquierda justo antes de cruzar el río Miñor, en dirección a Gondomar. Nada más pasar la plaza de abastos, Bruno aparcó su coche.

—Hemos llegado, chaval. Verás qué sitio más chulo.

Clandestino era el nombre del bar al que el comisario me había llevado.

«Las reparaciones se pagan al contado», rezaba un viejo cartel de madera colgado en una de las paredes. Se trataba de un viejo taller de motos, reconvertido ahora en bar de conciertos, y sobre su escenario una banda de rock, Telma y los Luises, tocaba una versión de los Pretenders. Nos sentamos a una de las mesas que había en la parte superior y al momento apareció la camarera, una mujer de unos cincuenta y pico, con una sonrisa enorme, tan grande como tristes sus ojos.

—Buenas noches, Anabel. ¿Qué? ¿Cómo va la parroquia hoy?

—Buenas noches, comisario. Pues ya sabes, cuando hay luna llena todo el gallinero se revuelve… ¿Qué os pongo?

Estaba claro que Bruno era uno de los habituales del bar. Pidió por los dos sin ningún tipo de consultas. «Una de nachos, un par de burritos y guacamole para los dos. ¿Tenéis frijoles? Pues tráenos un par de raciones también. ¿Y de beber? Un par de cervezas con tequila. Mamasita…».

—Vaya, sí que tenías razón. Es bien bonito el sitio este —aprobé yo.

—Sí, muy bonito. Pero venga, que los dos sabemos que tú no me has llamado para que yo te enseñe este bar tan bonito. ¿Qué ocurre, Simón?

Vale, era la hora de la verdad, y yo había tenido tiempo de sobra para preparar mi discurso. Lo malo era que, como siempre, esta vez tampoco lo había hecho.

—La culpa fue de una moneda, Bruno. Una moneda de oro que no tenía que estar aquí.

Me oí hablar a mí mismo y al punto sentí vergüenza ante lo absurdo de mi propio encabezamiento, si bien Bruno seguía observándome con rostro impertérrito. Me alivié pensando que, dada su condición de policía, mi amigo ya tenía que estar acostumbrado a escuchar todo tipo de declaraciones probablemente mucho más increíbles, ridículas o disparatadas que cualquiera que yo le pudiese ofrecer, así que intenté ordenar mis ideas, la cadena de acontecimientos al completo, y encontrar el mejor modo de resumirle a mi amigo nuestra extraña situación, pero intentando del mismo modo dejar al margen ciertos nombres.

—Verás, la cuestión es que hace dos días tomé café con una mujer guapísima a la que apenas conocía, y hoy ya es mi amiga. Anteayer vi como ella y su hermano heredaban mucho dinero y dos monedas de oro. Ayer fuimos a buscar información sobre esas monedas a un viejo anticuario de la ciudad, pero casi no obtuvimos ningún éxito. Encima, al salir de la tienda dos tipos como dos gorilas nos persiguieron por la calle. Nos cogieron, nos atracaron, me dieron una paliza y nos robaron la moneda. Por si eso fuese poco, por la noche apareció el propio anticuario para contarnos una historia de piratas rarísima, luego otra sobre la guerra y, al fin, otra más rara todavía sobre alguien que, según esta historia, no era quien llevaba toda la vida diciendo que era, sino otra persona muy diferente. ¿Me sigues? Pues prepárate, que ahora viene lo mejor. Resulta que hoy, un tipo muy raro llamado Yago Ray nos ha llevado en su lancha hasta la isla de Ons, y allí nos ha enseñado la entrada de esta zona del mundo al infierno. ¡Al mismísimo infierno, nada menos! Y ahora estamos tú y yo aquí sentados tomando tequila después de casi doce años. Tú debes de pensar que todo esto es una locura, y yo, simplemente, ya no sé qué pensar… ¿Qué, cómo lo ves?

Bruno seguía observándome en silencio. Esperaba que en cualquier momento comenzase a reír. Para ser exactos, lo que realmente temía era que explotase en una carcajada atroz ante lo absurdo de mi situación así descrita.

Pero no, no lo hizo…

En lugar de echarse a reír, apuró su tequila, y por fin me respondió:

—Bueno, verás. Te voy a decir un par de cosas.

Pero, curiosamente, no dijo ninguna.

Volvió a guardar otro tiempo de silencio. Jugaba con su vaso de tequila haciéndolo rodar entre los dedos de las manos a la vez que buscaba las palabras con las que decirme ese par de cosas.

—Tu amiga guapísima se llama Mariña Dafonte, la hermana de mi no tan guapísimo amigo Xulio Ascanio Dafonte. Y ése es en realidad uno de los motivos por los que estás preocupado, sí, pero no el que te quita el sueño. De hecho, ahora lo que realmente te está rompiendo la cabeza es averiguar quién es este tal Yago Rayo del que me hablas. Pero yo te pregunto otra cosa: ¿quién es el anticuario? Porque, tal como yo lo veo, quizá sea de éste del que te deberías preocupar, ¿no te parece?

No sabía qué decir. Observaba con asombro a mi viejo amigo sin comprender nada. Me di cuenta de que tenía la boca abierta. La cerré despacio.

—Pero… ¿Se puede saber cómo sabes tú todo eso?

—Elemental, querido Varela, elemental.

Sonrió e hizo una señal a la camarera para que nos trajese otras dos cervezas con tequila. Y ya podía ser todo para él, porque mi tequila seguía intacto, todavía virgen en mi vaso.

—A ver, Simón, piensa un poco. Esta ciudad no es tan grande como para que los dueños de sus mayores fortunas se mueran a diario. Tú y yo nos encontramos el otro día en las puertas del entierro de la señora Llobet. Ahí fue donde yo te dije que estábamos investigando al indeseable este del Ascanio. ¿Acaso has pensado que no íbamos a saber que anteayer se pasó toda la tarde en el despacho del abogado de su madre? De donde, por cierto, también se vio salir a la misma hora que al resto de los participantes en la reunión a un desconocido que, sorprendentemente, se parece mucho a ti, si bien eso es algo que de momento no viene al caso. Y ahora tú vienes contándome todo esto. Pues blanco y en botella, el hermano del que me hablas no puede ser otro. Y este otro no tiene otra hermana con la que compartir una herencia. Una hermana sobre la que también, por cierto, tengo que darte la razón: es guapísima. Así pues, ha sido Ascanio quien te ha llevado a pensar en mí, ¿me equivoco?

Asentí, abrumado por el manejo de la lógica por parte de mi amigo, en igual proporción a mi falta de cabeza, mientras acababa de entender perfectamente su nombramiento como comisario jefe. Y eso que todavía no había terminado…

—Pero sé que, de todas formas, quien más te preocupa es ese tal Yago, ya que su nombre ha sido el único que has dado en tu historia. Así que dime: ¿por qué te preocupa tanto?

Tanta elocuencia lógica me había pillado por sorpresa.

—Bueno, no sé, Bruno… Tendrías que conocerlo. Es un tipo muy extraño. Por lo visto se desplaza todos los días de Ons a Bueu en una lancha muy rápida, una de esas planeadoras con un motor enorme como las que tienen los narcos.

Esta vez sí que Bruno rompió a reír sin el más mínimo disimulo.

—¿De ésas como las que tienen los narcos? Pero bueno, y eso de dónde te lo has sacado tú, ¿de la revista Narco Total? —El comentario de Bruno hizo que al instante me sintiese ridículo—. Pero hombre, Simón…

—Bueno, oye, qué sé yo… Mira, yo no soy más que un pobre arquitecto de segunda, un desgraciado, un… Un malparit, Bruno, y ya me llega con todo eso como para que encima venga nadie a sacudirme los morros así, de gratis. ¿Y qué es lo que quieres que piense yo? Con que me partan la cara una vez ya tengo bastante. Más allá de eso, comienzo a desconfiar de todo el mundo.

—Ya, Simón, ya, te entiendo. —Parecía que Bruno se apiadase de mí; de mi susto y de lo indefenso de mi posición—. Pero no. A mí no me suena de nada ese tal Yago Rayo.

—Yago Ray.

—Como sea, no me suena. Lo investigaré de todas formas, si así te quedas más tranquilo. Pero si este individuo tuviese algo que ver con Ascanio, no sólo ya lo sabríamos nosotros. Lo más probable es que también tú lo supieses ya…

—¿Yo? ¿A qué te refieres?

—Ya sabes a qué me refiero, Simón —sentenció Bruno—. Ascanio no es de los que pierden el tiempo dando sustos. Él prefiere dar ejemplos, tú ya me entiendes. Pero ya te digo que no va por ahí la cosa. Por eso te lo voy a preguntar una vez más: ¿quién es el anticuario ese?

Una vez más seguía sin entender nada. ¿Qué importancia tenía eso ahora?

—¿Pero por qué te preocupa tanto el viejo?

—Porque mientras que de los otros sí me has hablado de cosas concretas, de éste no me has dicho nada, tan sólo que se limitó a contaros cosas, cada una más extraña que la anterior, según tú mismo me acabas de decir, ¿no?

Lo cierto era que sí. Una guerra, piratas, otra guerra, Daniel…

—Pues tal vez sean este tipo y sus películas los que os estén metiendo en los verdaderos problemas, ¿no te parece?

—Neumann —respondí de modo automático, como si la palabra «problemas» hubiese activado algún tipo de resorte de seguridad en mí—, Jackob Neumann. ¿Lo conoces?

Bruno volvió a jugar con el vaso del segundo tequila, ahora ya vacío entre las manos. Lo movía y arrugaba el entrecejo.

—No, no me suena. Pero estoy seguro de que es por ahí por donde tenemos que tirar. Vamos a hacer una cosa: deja que mañana haga unas cuantas preguntas en comisaría, sé con quién puedo hablar en el departamento. A primera hora te doy una llamada y te digo algo… —hizo una pausa—. Bueno, eso si sigues vivo, claro, porque al paso que vas… ¿Te has fijado en la guitarrista del grupo? —Bruno miraba ahora para el escenario—. Está bona, eh, malparit?

¿La guitarrista del grupo? Yo todavía le estaba dando vueltas a lo que acababa de oír, ¿y Bruno me preguntaba si me había fijado en la guitarrista del grupo? ¡Pero si yo ni siquiera me había enterado de que la banda siguiese tocando en el escenario! Tanto daba. Conocía a Bruno, y sabía que cuando un tema se daba por finalizado, aunque eso sólo ocurriese por su parte, el cambio de tercio venía anunciado de ese modo. Ya no habría más que hablar por hoy. Bruno sonreía mientras escuchaba la música. I love Rock and Roll, la banda cantaba la canción de Joan Jett. Aún pedimos más tequilas de los que puedo hacer memoria y, cuando por fin salimos del bar, yo me fijé en el escenario. La guitarrista era muy guapa. O eso creo recordar…