IX
Mariña retomó la consciencia del bar en el que nos encontrábamos. Cogió su taza y apuró el último trago de su té con limón. No me di cuenta hasta entonces de que yo ni siquiera había tocado aún la mía, que ya era un sorbete de café helado, cuando, como quien se prepara para contar una historia olvidada hace mucho tiempo, tomó aire hondamente, lo espiró con parsimonia, y se dispuso para la explicación.
—Mi padre murió siendo yo todavía muy niña. En aquel momento todo el país estaba cambiando por completo, y cuando tuve edad para querer saber quién había sido Eneas Dafonte, nadie tenía ganas ya de recordar un tiempo al que, por desgracia, había quedado amarrada la memoria de mi padre. Cuando me quise dar cuenta, la década de los ochenta ya había llegado a su ecuador, y yo entendía que el país estuviese demasiado ocupado disfrutando el momento como para querer echar la vista atrás. Pero lo que nunca pude comprender fue que, cuando le pregunté a mi madre, ella tampoco quisiera hablarme de él, de su propio marido. De mi padre. En la ciudad, los viejos lo recordaban como un fascista más, un colaborador. O, como a ellos les gustaba decir, un «adicto al régimen». ¿Pero qué clase de expresión era ésa? ¿Qué se suponía que era mi padre, una especie de yonqui del Caudillo?
Entendí este comentario de Mariña, a caballo entre la broma y la indignación, como una invitación para participar en la conversación.
—Sí, es verdad —admití con una sonrisa—, hay expresiones que desde luego hoy no acaban de entenderse demasiado bien. Es como cuando alguien remata una carta a un pariente escribiendo «abrazos de tu primo que lo es, Fulanito». Nunca he sabido entender esa expresión. ¿Se trata de algo así como una especie de reafirmación parentelar?
—Sí, exacto. —Mariña se animaba con mis comentarios—. Es como decir «yo que soy yo», ¿no? Pues vaya, si ni siquiera tú mismo tienes claro que tú eres tú, amigo…
Los dos sonreímos con aquella observación, y yo aproveché que Mariña se mostraba ya más relajada para confesarme.
—Bueno, supongo que ahora es cuando yo quedo fatal contigo, pero tengo que reconocer que, en realidad, yo no sé nada sobre la historia de tu familia. Sólo me suena de pasada lo poco que se ha hablado últimamente sobre tu hermano en los periódicos, y algo bastante de lejos sobre la empresa de tu padre, Troia, creo que era, ¿no?, porque alguna vez oí hablar a mi madre sobre ella. O puede que fuese a mi abuela, no sé… —Y de repente, volví a recordar el sobre en mi bolsillo—. Pero nada más. Espero que no te ofenda, pero yo no tengo ni idea acerca de nada de lo que me estás contando.
Mariña me escuchaba en silencio, y lejos de parecerle mal lo que acababa de confesarle, hizo un ademán con las manos indicándome que no pasaba nada.
—Tienes toda la razón —respondió—. A veces yo misma me doy cuenta de que hablo como si mi propia historia fuese conocida por todos, porque, de hecho, cuando me fui de la ciudad, ésa era la percepción que tenía. Me asfixiaba la sensación de que todo el mundo excepto yo lo sabía todo sobre mi padre. Me lo iba encontrando por todas partes, pero nunca se trataba de nada bueno. Eres tú quien me tiene que disculpar a mí. Si me lo permites, te cuento la historia de mi padre.
—Me encantaría —asentí.
—Toda tuya, entonces —me ofreció ella. Volvió a tomar aire por un par de segundos, y Mariña comenzó con su relato—. Mi padre se llamaba Eneas Dafonte Maristany…