VII

Tuve pesadillas todo el fin de semana. En mis sueños yo era niño otra vez, y caminaba de la mano de mi abuela, los dos paseando por la orilla del mar. Las olas de la marea que bajaba rompían suavemente contra nuestros pies desnudos. Atardecía, y toda la playa se bañaba en una luz naranja, densa, intensa, como si no hubiese sobre nosotros nada más que no fuese aquella luz. Sólo una silueta se recortaba en el otro extremo del arenal. Yo reconocía aquel cuerpo, el de mi madre, de pie allá al fondo de la playa, haciéndonos señales con la mano, invitándonos a ir con ella. Al verla, yo tiraba de la mano de mi abuela, y ella me devolvía una sonrisa, pero sin acelerar su paso lo más mínimo. «A su tiempo, hijo, a su tiempo», repetía la abuela sin apurar nada, mientras poco a poco la silueta de mi madre comenzaba a difuminarse en la densidad de aquella luz anaranjada que ya hacía daño a los ojos. Y yo tiraba más y más, y todo iba resultando más costoso. Mi abuela tenía la fuerza de un mundo, y yo ya no era capaz de diferenciar nada entre aquella luz que no dejaba ver más allá de una claridad cegadora. Me despertaba de cada pesadilla empapado en sudor, convencido todavía de que de un modo u otro podría llegar hasta mi madre. Y entonces recordaba que no había ya nada que hacer, que mi madre había muerto hacía ya quince años, que mi abuela también lo había hecho cuando yo era tan niño como en mis pesadillas, y la certeza de que para hoy ya todo estaba perdido me devolvía al abatimiento de las sábanas humedecidas por el sudor.

Y todas esas noches, recordando la angustia de las madrugadas anteriores, tuve la tentación de coger el teléfono y llamarlo. De hablarle de mis pesadillas, o de este nuevo trabajo, o de nosotros dos. O quizá simplemente de decirle «hola, papá». Las horas acababan pasando en procesión delante de mí sin que yo hiciese nada al respecto, ni en una dirección ni en otra, y de nuevo volvía a quedarme dormido en mi sofá azul, enredando el pensamiento en el recuerdo de doña Isabel, en sus extrañas voluntades, en la fuente, en los misterios del señor Rovira, en Bruno Rodés, en mis años en Barcelona… Y en Mariña. Así, así fue pasando el tiempo, hasta que, sin darme demasiada cuenta, el lunes acabó llegando hasta donde yo estaba.

Según se me había indicado en el mail enviado por Ernest el día del entierro, la cita era a las cinco de la tarde en el bufete de Rovira y Asociados, en el número 17 de la calle Urzaiz. Al principio me llamó mucho la atención el nombre del despacho, Rovira y Asociados. De forma inconsciente, supongo que ya me había hecho una composición de la vida del amigo Ernest vinculada única y exclusivamente a lo que sucediese sólo dentro de los muros de la Casa Grande. Algo así como una especie de monje de intramuros enclaustrado en la playa de Canido. No le había imaginado vida propia fuera del ámbito de los Dafonte-Llobet, y mucho menos como para tener un bufete propio abierto en el centro de la ciudad, apenas a unas cuantas calles más allá de donde yo mismo vivía.

A las cuatro y media de esa tarde de lunes bajé a tomar un café rápido al bar de Suso. Nunca se lo he dicho a nadie, pero cuando estoy nervioso por algo, siempre tomo café, por aquello de estar bien despierto cuando llegue el momento clave. Claro, luego siempre me pasa lo mismo, que sigo igual de nervioso, pero además acelerado como una moto. Así, no serían todavía ni las cinco menos cuarto, y yo ya estaba atravesando la Puerta del Sol. A esas horas todavía no había mucho transeúnte ávido de consumismo voraz por las tiendas que atiborran la calle del Príncipe, y a las cinco menos diez ya enfilaba la calle Urzaiz, la espléndida garganta que engulle todo el tráfico humano directo al centro de la ciudad. El número 17 quedaba en el margen izquierdo de la calle, pero yo preferí subir por la acera de los pares. Sabía que ese número estaba ocupado por uno de los edificios de Pacewicz.

Hoy, cualquiera que tenga un poco de curiosidad por conocer la historia de la ciudad podrá descubrir sin mayores problemas que Michel Pacewicz fue un arquitecto francés, llegado a Vigo desde París a finales del siglo XIX. Cualquiera puede saber que él fue el responsable de comenzar a darle a la ciudad sus primeros aires de «europeidad», cuando menos en lo que al paisaje urbano se refiere. Pero no siempre fue así.

Yo había regresado de mi tiempo de formación como arquitecto en Barcelona impresionado por la obra de Antoni Gaudí, convencido de que la relación del arquitecto de Reus con la Ciudad Condal había sido algo así como una especie de noviazgo perfecto entre un hombre y una urbe. Un tiempo perfecto en un espacio perfecto, una relación hermosa, única e irrepetible. Gastaba las horas hablando de todo esto, llenándome la boca (y las orejas de quien tuviese la paciencia necesaria para aguantarme el discursito) con las muchas virtudes y bellezas de la Barcelona de Gaudí… Hasta que un buen amigo hoy ya desaparecido, Lolo Díaz-Fernández, uno de mis viejos profesores en los años de instituto y un auténtico maestro en lo que a historia de la ciudad se refería, supongo que harto de mis interminables peroratas, me habló de un desconocido para mí. Una suerte de fantasma del que hasta entonces todos los viejos arquitectos de la ciudad hablaban, pero del que nadie podía con exactitud ni siquiera atreverse a deletrear correctamente su nombre. Se le atribuían obras sin certeza absoluta, se le negaban otras, y nadie estaba del todo seguro de nada. Díaz-Fernández me puso aquel hilo en la mano, y con los años, tirando de él, dedicándole buena parte de mi, por desgracia, abundante tiempo libre, fui descubriendo la obra de Michel Pacewicz, el escurridizo francés que conectó Vigo con la Europa del siglo XX.

Poco a poco fui averiguando que su trabajo había sido fecundo, abundante por todos los rincones de la ciudad. Pero la calle Urzaiz constituía algo especial. De todos los edificios que había en ella, en su tramo entre Colón y el cruce con Lepanto y Gran Vía, el porcentaje de obras firmadas por el arquitecto francés era tan alto que, de hecho, siempre he pensado que, de no ser por lo mucho que el eminente político don Ángel Urzaiz había hecho por la ciudad, lo cierto es que ese tramo debería llamarse calle de Michel Pacewicz.

Y de ese amplio porcentaje, la mayoría de los edificios se encontraban en el lado impar de la calle. Por eso yo siempre me movía por la acera opuesta, por aquello de caminar echándoles un ojo. Tantos años, y siempre les encontraba un nuevo detalle con el que sorprenderme.

Hoy, de nuevo, contemplaba aquellas casas con respeto mientras aguardaba al lado del semáforo para los peatones a que el hombrecito de verde sustituyese al hombrecito de rojo, y así poder cambiar de acera. Mientras esperaba, con la mirada ya fija en el número 17, las asociaciones de ideas corrieron veloces en mi cabeza. Pensé que, en el fondo, era lógico que el señor Rovira tuviese un bufete instalado en uno de los edificios que todavía evocaban viejos prestigios en la ciudad. La historia de la familia Dafonte-Llobet, al igual que sucedía con cada fachada firmada por Michel Pacewicz, hablaba del recuerdo de otros tiempos, de la gloria ya pasada de otras vidas perdidas en la memoria de una ciudad que hoy, con una población flotante de casi medio millón de habitantes, y convertida en motor industrial y económico del noroeste peninsular, ya sólo tenía tiempo para seguir siendo un hermoso monstruo tumbado al pie del Atlántico, eternamente atascado en obras interminables, siempre ruidoso, siempre creciente. Hoy, frente al número 17, del otro lado de la calle, había un McDonald’s, y un poco más abajo, un Burger King. El tiempo de Pacewicz, de la Casa Grande, de doña Isabel, comenzaba a ser ya un recuerdo perdido entre teléfonos móviles, bolsas de Zara y tubos de escape.

Cuando por fin el monigote verde se decidió a aparecer, los cuatro peatones que habíamos estado esperando su actuación cruzamos con decisión la calle. Nunca he sabido muy bien por qué, pero en Vigo siempre caminamos a toda velocidad, como si tuviésemos una especie de prisa permanente por llegar a algún sitio. No sé, supongo que será para coger carrerilla, porque como aquí todo son calles en cuesta… Faltaban todavía cinco minutos para que el reloj de la Caja de Ahorros, la moderna campana Berenguela viguesa, diese las cinco en punto, así que decidí hacer tiempo contemplando los escaparates de la Galería Sargadelos, en los bajos del edificio del bufete, y de nuevo tuve la misma sensación de alejamiento en la memoria del tiempo. Por fin, las campanadas del reloj de la calle Colón avisaron a todo el centro de la ciudad de que ya eran las cinco de la tarde, la hora en que las vacas enviudan, según cantaban los Siniestro Total, y yo cogí aliento para atravesar el portal y subir hasta la puerta de Rovira y Asociados.

Sonó un timbre de viejas campanillas, un ding-dong de casa señorial, y una chica de unos veintipocos escondida tras unas enormes y desafortunadas gafas de pasta negra vino a abrirme la puerta.

—Buenas tardes. Soy Simón Varela, venía por lo de la señora Llobet. —«¿Por lo de la señora Llobet?». Por favor, ni que fuese el fontanero…

—Sí. Si es tan amable de esperar aquí un momento, por favor.

Y con su mano derecha me dirigió hacia una puerta que permanecía entreabierta. Pasé a lo que al momento reconocí como una sala de espera, y apenas me dio tiempo a acercarme hasta la ventana para ver como un bus urbano remoloneaba calle arriba, cuando sentí a mis espaldas la voz del señor Rovira.

—Buenas tardes, Simón. Veo que sigue usted siendo un excelente jugador en el asunto de la puntualidad.

Parecía que el secretario estaba recuperando algo parecido a su humor habitual.

—Bueno, ya sabes, Ernest, dicen que la puntualidad, en su carencia o en su exceso, dice mucho de uno.

—Sí, eso tengo entendido. En fin, ¿preparado, hijo?

Suspiré.

—Supongo que sí. No sé demasiado bien para qué, pero sí, supongo que sí.

—No te preocupes por nada, Simón. Tú entra conmigo a la sala, y limítate a estar tranquilo, que nada malo te va a pasar.

Ernest me dio una palmada en el hombro, y con un movimiento de su mano me indicó que le acompañase. Atravesamos el pasillo del piso, pasando de nuevo por delante de la puerta principal, donde la chica de antes —a quien yo ya había catalogado como la secretaria del bufete— se sentaba a una mesa de cristal. Continuamos por el corredor hacia la parte interior del piso, hasta llegar a una puerta que permanecía cerrada. Al abrirla, apareció ante nosotros una amplia sala de juntas. A pesar de mi natural puntualidad, descubrí que no había sido el primero en llegar. Alrededor de una espléndida mesa de castaño labrado se sentaba un pequeño grupo de rostros conocidos. A la derecha, en el extremo más alejado de la puerta, estaba Mariña, la hija de doña Isabel. Hoy parecía todavía más tranquila que en el cementerio, y la claridad que entraba por una ventana desde un amplio jardín interior al que daba la sala iluminaba en contraluz las facciones de su rostro de expresión serena. Definitivamente, era una mujer hermosísima. A su lado, más próximo a mi posición, estaba Màxim Clará, el doctor de doña Isabel. En el lado izquierdo de la mesa, el hijo de doña Isabel, Xulio Ascanio Dafonte —hoy vestido con otro traje que, al igual que el del día del entierro, también decía «carísimo» por los cuatro costados—, se sentaba al lado de la misma mujer que lo acompañaba cuando desde la distancia lo había reconocido en el camposanto. Al entrar por la puerta, tan sólo Mariña y el doctor nos dirigieron la mirada. Xulio Ascanio estaba inmóvil, con su cabeza levemente inclinada hacia atrás, los ojos cerrados, mientras su partenaire se mantenía ocupada en pasar revista a la perfección del trabajo hecho por su manicuro. Yo hice un sutil movimiento con la mano, algo parecido a un «hola», todavía con la sensación de que estaba violando un pedazo de intimidad importante en el tiempo de una familia a la que yo por descontado no pertenecía. ¿Qué carajo pintaba yo entre toda esa gente?

—Bueno, pues ya estamos todos. Permitidme que os presente al señor Simón Varela.

Ante esta introducción por parte del señor Rovira, todos los allí presentes centraron, ahora sí, su mirada en mí.

Ése fue, justo ése, el momento en que yo me sentí exactamente igual que si me estuviese colando en el concierto de Año Nuevo vienés con una entrada ganada en la tapa de una lata de foie-gras.

—Buenas tardes —dije del modo más discreto que me fue posible.

Sólo el señor Clará hizo un tímido amago de levantarse de su asiento. Yo le frené el movimiento dirigiéndome hacia él, «no, no, por favor», y le ofrecí mi mano. Él me correspondió el gesto con una sonrisa afable. Aprovechando el acercamiento, le tendí la mano a Mariña, quien también se inclinó ligeramente hacia mí.

—Celebro volver a verla, o sea, verte, que volvamos a vernos otra vez —le dije yo, desplegando el amplio catálogo de mi torpeza habitual.

—Lo mismo digo, Simón —respondió ella desde la compañía de una sonrisa amable.

Xulio Dafonte, abandonada ya su pose de descanso, observaba con curiosidad todo mi baile manteniendo todavía su más absoluta inmovilidad, en silencio. Estaba cómodamente sentado en su silla, con una pierna cruzada por encima de la otra, y la cabeza ahora ladeada, apoyada suavemente sobre su mano izquierda. Recordé las advertencias dadas por mi amigo Bruno Rodés, y por un momento, notando sobre mí la mirada escrutadora del presunto mafioso, me sentí como una de esas pobres gacelillas que salen en los documentales de La 2, danzando nerviosas ante la mirada segura del consabido leopardo, justo un minuto antes de que esas mismas gacelillas aparezcan convertidas en comida para felinos. Decidí ser yo quien iniciase el movimiento para romper el hielo evidente.

—Creo que no nos conocemos —dije mientras le ofrecía, la mano—. Me llamo Simón.

—Sí, todos lo hemos oído —respondió con sorna Xulio, tomando mi oferta de mano con notoria falta de interés—. Creo que era usted amigo de mi madre, ¿no es así?

—Bueno, tanto como amigos… —Y al momento me arrepentí de haber dicho esto—. Sí, supongo que sí lo éramos.

—Sí, supongo que sí —repitió—. Por lo visto, mi madre fue mujer de muchas excentricidades en sus últimos años.

El hijo de doña Isabel cargó de tanto desprecio este último comentario que yo no pude evitar traer a la memoria las palabras de mi amigo Bruno. «Guárdate de cruzarte con él. Es un tipo peligroso». Su señora, o quienquiera que fuese aquella tipa, ni tan siquiera se molestó en hacer ningún comentario, se limitó simplemente a observarme de arriba abajo, como quien examina a un insecto que se acaba de colar en su salón de té. No encontrándome más interesante que su abrigo de chinchilla, decidió volver a la contemplación de sus uñas. Ernest, ya instalado en la cabecera de la mesa, salió a mi rescate.

—Efectivamente, Xulio, Simón era amigo de doña Isabel, y tan bueno como también lo es ahora de mi persona. De cualquier modo, y como imagino que todos sabéis, no nos reunimos hoy aquí para hablar de quién es amigo de quién. Esto no es una reunión de la clase del setenta y cinco, sino la lectura del testamento de vuestra madre, y por eso hoy hemos dejado cada uno de nosotros nuestras cosas. Así pues, señores, si les parece, comencemos.

Me impresionó escuchar hablar al señor Rovira de ese modo, con esa dureza. Por un momento me pareció ver en él a un padre que da una llamada de atención ante alguna impertinencia por parte de un hijo adolescente. Bien se le notaba que ya tenía confianza de viejo con todas aquellas personas. Así, comenzó con la lectura del testamento.

El secretario de doña Isabel Llobet, ejerciendo hoy como el señor Ernest Rovira, miembro del Colegio Oficial de Abogados de Barcelona, comenzó un largo informe en el que dio cuenta primero de cómo los capitales personales tanto de don Xulio Dafonte Llobet como sobre todo de doña Mariña Dafonte Llobet se iban a ver inmediatamente engordados a base de notorias cantidades de bonos, acciones y participaciones en infinidad de empresas de las que yo ni tan siquiera había oído hablar jamás. A continuación, dio paso al apartado inmobiliario, haciendo relación de varias propiedades a lo largo de todo el país. De todas las que se nombraron, a mí sólo me sonaron los terrenos de la Casa Grande, que a partir de ahora pasaban a ser de Mariña. Luego llegó el listado de los diferentes efectos personales, entre los que se contaban joyas, cuadros, muebles… Y después la platita, que diría Carlito, en forma de una inmensa cantidad de dinero, en diferentes tipos de moneda, esparcido en cuentas a lo largo de medio planeta. A cada palabra del señor Rovira yo me iba sintiendo más y más ajeno a todo aquel fasto y boato. Yo no tengo más que una cuenta corriente en la caja, la misma que mi madre me abrió al nacer. Bueno, y creo que otra en no sé qué banco de internet. Pero esta última no cuenta, porque la abrí por error una vez que fui a hacer la compra al súper y, al salir, una chica que estaba haciendo una promoción me ofreció una tarjeta visa si me hacía miembro de no sé qué club de ahorro. Era muy guapa, y le dije que sí. Todavía hoy no sé demasiado bien a qué, pero sabiendo que mi administración en aquel momento corría de tal guisa, no es de extrañar que todos aquellos números de los que el señor Rovira hablaba ante la tranquilísima presencia de su auditorio, a mí me sonasen simplemente a pura ciencia ficción.

Siguió aquella malhadada lista de reyes magos con dos menciones especiales a las dedicaciones permanentes por parte de los señores Rovira y Clará. Al primero, la señora Llobet le dejaba para su merecido retiro una casita justo a la vera de la playa de El Masnou, al lado de Barcelona, de donde resultaba que el secretario provenía, junto con otra más que buena cuenta económica. Al señor Màxim Clará, doña Isabel había dispuesto dejarle en herencia una colección de libros de medicina del siglo XVIII que se guardaban en la biblioteca de la Casa Grande, de los que, según se indicaba en el propio testamento, doña Isabel tenía buena constancia de que siempre habían sido de mucho interés para su amigo el doctor Clará.

Así fue corriendo aquella interminable enumeración de posesiones que ahora cambiaban de manos, y de nuevo vinieron a mi recuerdo las palabras del comisario Rodés, aquello sobre las desavenencias entre Xulio Ascanio y su madre, ya que la herencia favorecía claramente a la hija frente a su hermano.

Así, hasta llegar al final, un anexo que había sido introducido por orden de doña Isabel en el último momento: una cajita de madera encontrada en unas reformas recientemente realizadas en los jardines de la Casa Grande.

En algún rincón de nuestro cerebro hay una especie de compuerta que nos impide actuar al primer impulso que nos venga en gana. Fue el funcionamiento correcto de ese mecanismo el que impidió que yo dijese nada en el momento en que el señor Rovira mencionó la caja que nosotros, Carlito y yo, habíamos encontrado en el interior de la cueva. ¿Cómo había podido incluir la señora Llobet aquella caja en su testamento, si yo no se la entregué al secretario hasta después de haber conocido la noticia del fallecimiento de doña Isabel? Distintas opciones se golpeaban a gritos en mi pensamiento, revelándose casi instantáneamente imposibles todas mientras yo comenzaba a sentir algo parecido a una especie de vértigo interior. ¿Qué estaba pasando aquí? En algún momento de mi debate interno, mis ojos se cruzaron con los del señor Rovira, y por un instante tuve la sensación de que Ernest mantenía conmigo algo semejante a una mirada cómplice, un ademán imperceptible en el que parecía pedirme tranquilidad. Intenté disimular mi desasosiego del mejor modo posible, mientras el secretario proseguía con la lectura de este punto tan extraño en el testamento de la señora Llobet.

—«Es la voluntad de doña Isabel Llobet que la susodicha caja sea abierta durante la lectura de este testamento, en presencia de don Xulio Dafonte, doña Mariña Dafonte y don Simón Varela, y según las instrucciones dejadas en el siguiente apartado».

Y en ese mismo momento, Ernest cogió un maletín que hasta entonces había estado apoyado en el suelo, al lado de su silla, y de su interior sacó una cajita de madera. Sí, era la misma caja que yo había encontrado justo una semana atrás, apenas unas pocas horas antes de que doña Isabel pasase a mejor vida.

Era imposible que esa caja apareciese en el testamento de doña Isabel.

No conseguía imaginar una explicación para todo aquello, tenía que ser un fraude, algún tipo de montaje ideado por parte del secretario. Ernest siguió con su lectura.

—«La caja guarda en su interior dos antiguas monedas de oro y un sobre cerrado».

Y tal como hace el mago que va describiendo su truco, a continuación el señor Rovira abrió el mismo cierre que a mí ni tan siquiera se me había ocurrido tocar por respeto a doña Isabel, y descubrió el interior de aquella misteriosa caja. Dentro, la madera guardaba dos pequeñas sacas de terciopelo rojo, y un sobre doblado por la mitad. El secretario prosiguió con las voluntades de doña Isabel.

—«Es deseo de doña Isabel Llobet que cada uno de sus hijos reciba en el momento de la lectura una de las dos monedas aquí guardadas. —Y con las mismas, procedió a hacerles entrega a Xulio y a Mariña de su bolsa correspondiente, después de comprobar que dentro de cada una, efectivamente, se guardaba una moneda de oro—. Del mismo modo, se le hace entrega al señor Simón Varela del sobre que también guarda la caja».

Ernest cruzó la sala para entregarme personalmente el sobre que venía doblado en el interior del cofre. Me lo dio, y yo intenté encontrar en sus ojos alguna señal de complicidad, pero fue en vano. En su rostro no había más que seriedad, arrugas, y unas gafas muchos años atrás pasadas de moda. Nada, en definitiva, que me ofreciese un cabo al que agarrarme para intentar salir de aquel desconcierto. No tuve más opción que aceptar aquella entrega, y esperar.

El señor Rovira volvió a su asiento, y mientras comenzaba la lectura de las cláusulas finales del testamento de doña Isabel, yo pude contemplar una de aquellas viejas monedas gracias al Ascanio, como a él se refería el comisario Rodés. El hijo díscolo había sacado su pieza del interior de la bolsa de terciopelo. A primera vista, la moneda parecía una pieza antigua, con un escudo de armas grabado por una de sus caras y un hermoso símbolo por la otra: un mapamundi bajo una corona, olas marinas por debajo y, flanqueándolo, dos columnas, cada una rodeada por una banda. Xulio observaba la moneda mientras jugaba con ella haciéndola pasar sobre los dedos de la mano izquierda, de esa manera en que sólo los viejos tahúres saben hacer, con una expresión a caballo entre la indiferencia del heredero millonario y la curiosidad tasadora del usurero. Instintivamente busqué algún tipo de gesto semejante por el lado de Mariña, pero no obtuve la misma respuesta. Afortunadamente para la idea que de aquella mujer me había hecho, ella todavía mantenía la moneda en el interior de la saca roja, guardada entre sus manos. Observando su gesto, me di cuenta de que yo había hecho lo mismo con el sobre que se me había entregado. Lo contemplé. Se trataba de un sobre de papel de color carne, del tamaño de media cuartilla, doblado por la mitad. Lo desplegué, y pude ver que el cierre estaba protegido con un lacre sobre el que había sido grabado otro extraño símbolo, la figura de un caballo bajo una gran «T». Desde luego, lo correcto no era abrirlo en aquel momento, así que opté por guardarlo en el bolsillo interior de mi americana, la prenda especial que utilizaba para las entrevistas importantes y lecturas de testamentos en general, y esperar a estar en la tranquilidad de mi estudio para descubrir el contenido de aquel extraño correo.

Casi al tiempo que yo hacía esto, el señor Rovira daba por finalizada la lectura del documento, mientras Mariña le daba vueltas entre sus manos a la pequeña caja de madera, ahora ya vacía. Ante la conformidad de todos los presentes, la sesión fue levantada. Poco a poco fuimos saliendo de la sala donde nos encontrábamos. Xulio, su silenciosa acompañante y Mariña iban delante de mí, hablando los dos hermanos sobre algo que yo no era capaz de percibir con claridad, pero que, por el tono y los gestos de Mariña, denotaba una tensión evidente. Un par de pasos por detrás caminaban en tranquila cháchara el señor Rovira y Max Clará. Al llegar a la puerta principal, me detuve para esperar a Ernest. Xulio y Mariña ya habían pasado la puerta, y mientras la mujer sin identidad comenzaba a bajar por las escaleras, Mariña retuvo a su hermano en el descansillo del piso, ante la puerta del bufete. Esta vez, el tono que alcanzó su diálogo no dejó más remedio que escuchar la conversación. Xulio hablaba con hastío e incomodidad.

—Mira, hermanita, tanto la vieja como en su momento el viejo fueron dos personas extrañas, llenos de manías y de misterios estúpidos que nadie entendió nunca. Lo teníamos todo, todos los contactos, todas las posibilidades. Pero ellos prefirieron acabar estropeándolo, ella acabó por espantarlos a todos a su alrededor.

—Ya lo sé, Xulio, ya lo sé. Pero esto es demasiado extraño, incluso para una anciana maniática como ella. Y tú sabes bien que estas monedas no vienen de su mano. Esto es cosa de él. —Mariña hablaba con preocupación evidente en su rostro mientras mantenía a su hermano sujeto por el antebrazo, como si intentase retenerlo a su lado—. No podemos dejar pasar esto así, sin más.

—¡Ya está bien! —gritó súbitamente el hombre, sin que la presencia de nadie pareciese importarle lo más mínimo—. Ahora me vas a escuchar a mí: tú te fuiste cuando todo se puso feo. Escogiste el camino fácil y preferiste poner tierra de por medio. Pero yo me tuve que quedar aquí, ¿entiendes? Yo ya tragué lo suficiente con todo lo que tuve que aguantar. ¡Punto! Y tú no tienes ningún derecho a venir aquí alborotando ahora con todas esas historias del pasado. A mí nunca me dieron nada, nunca hubo nada para mí. ¿Por qué iba a tener que preocuparme ahora por todo esto? Si quieres quédate también con las monedas —había desdén y rabia a partes iguales en aquellas palabras, todas ellas afiladas como navajas—, que a mí me da lo mismo. Nuestro padre era un viejo loco, un fascista, y nuestra madre ahora ya es historia. Todo se ha acabado, por fin, ¿lo entiendes?

«¿Fascista?». Aquello me cogió por sorpresa. Mariña escuchaba a su hermano con la mirada fija en el felpudo. Suavemente, pero sin levantar los ojos, respondió:

—No. Las monedas son una para cada uno, así lo dejó indicado mamá.

—Muy bien, pues yo me quedo con la mía. Pero, por favor, no me molestes más con todas esas mierdas. Los muertos están muertos, y tú no tienes ningún derecho a venir a remover ahora toda esa basura. ¡Adiós, hermanita!

E inmediatamente, el hombre de los trajes caros dio media vuelta y repitió el camino de bajada que minutos antes había hecho su acompañante. Mariña se quedó agarrada al pasamanos, viendo como su hermano bajaba furioso las escaleras. Y todavía le gritó:

—¡Xulio, escúchame! ¡Esas monedas no son un regalo sin más! ¡Yo no tengo la culpa de que ellos fuesen así!

Pero ya no tuvo más respuesta que el eco de los zapatos de Xulio Ascanio rebotando sobre los viejos escalones de mármol en el vestíbulo del edificio. Soltó el pasamanos para girar sobre sí misma, y sus ojos se encontraron con los míos. Volví a tener la sensación de ser descubierto espiando el interior de un espacio al que nadie me hubiese invitado y, bruscamente cambié la dirección de mi mirada hacia el interior del bufete, fingiendo no haber visto ni oído nada de aquella conversación privada. Con el desánimo instalado en su rostro, Mariña emprendió la bajada a la calle. Max y Ernest, quienes por cierto hacían bastante mejor que yo lo de aparentar mantenerse en sus propias órbitas, ajenos a la discusión en las escaleras, comenzaron también su propia despedida, convocándose para una nueva cita a no tardar demasiado. Por fin, el doctor Clará y el señor Rovira sellaron su compromiso con un abrazo, y Max abandonó el bufete, ofreciéndome un simple «bona tarda» al pasar junto a mí, al lado de la puerta. Fue en ese momento cuando me acerqué al secretario.

—Ernest, por favor, disculpa mi torpeza, pero es que no entiendo absolutamente nada de lo que está pasando. ¿A qué ha venido el numerito este de la caja?

—¿Numerito? Perdona, Simón, pero creo que soy yo el que no entiende. —El secretario simulaba ahora una ignorancia, o incluso quizá una cierta distancia, que provocaba en mí un efecto todavía más desorientador.

—Oh, venga, Ernest, no te hagas ahora el bobo conmigo. Tú sabes perfectamente que es imposible que la señora Llobet incluyese esa caja en su testamento.

—¿Imposible?

Tanta repetición comenzaba a exasperarme.

—¡Imposible, sí! Yo te entregué a ti la caja cuando ella ya estaba muerta. Y ahora además la historia esta del sobre sorpresa misterioso. ¿Qué rayos pasa, Ernest?

Hice el ademán de llevar la mano al bolsillo interior para sacar el sobre, pero el secretario me detuvo antes de que pudiese hacerlo.

—Simón, hijo, tranquilízate un poco y piensa. ¿Estás completamente seguro de la imposibilidad de la que me hablas? Quiero decir, ¿sabes por qué doña Isabel te llamó precisamente a ti? —Ernest se quedó por un instante en silencio, sus ojos clavados en los míos a la espera de una respuesta que sabía que no le daría—. La señora Llobet te hizo un encargo, y lo describió con palabras muy concretas. Te aconsejo que vuelvas a tu casa, y desde la tranquilidad de tu hogar intentes darle una vuelta más a lo que me estás preguntando, ¿sí? Buenas tardes, Simón.

Y sin más, dio media vuelta y entró en uno de los despachos del bufete, cerrando la puerta tras de sí. Yo me quedé allí, plantado como un semáforo al lado de la puerta. Entre la discusión de Xulio y Mariña, y después mi conversación con Ernest, ni me acordaba de la chica de las gafas de pasta. Seguía allí, sentada a su mesa, pero ahora observándome fijamente. Ahora que la volvía a ver, la verdad es que tenía un aire a lo Buddy Holly, pero en chica, claro.

—¿Le puedo ayudar en algo? —preguntó por encima de sus gafas sin dejar de jugar con un lápiz entre los labios.

Buddy me estaba haciendo saber que yo allí ya estaba de más. Sutilmente, pero lo hacía. Lo capté al momento, y no sin cierta resignación, acepté la parte que me tocaba.

—No, supongo que no. Ya me voy, ya… Gracias.

Al igual que Ernest, también yo di mi propia media vuelta y salí de Rovira y Asociados. Bajé las escaleras asumiendo una sensación de soledad e incertidumbre que se me presentaba demasiado agobiante. Todo pintaba demasiado extraño, demasiado desconocido para mí, y yo me sentía enormemente solo en medio de todo aquel jaleo.

Hasta que llegué al vestíbulo del edificio.

La descubrí al otro lado del portal, apenas con un pie en la calle. Mariña seguía todavía allí, de espaldas a la puerta entreabierta. Caminé con seguridad hasta la entrada, y al llegar a su altura, ella se giró. Nos encontramos los dos frente a frente.

—Hola. ¿Va todo bien? —pregunté, ofreciendo mi sonrisa más amable.

—Ah, hola, Simón. —Me devolvió una sonrisa mucho más luminosa que la mía—. Sí, sí, supongo. Es que no sabía muy bien hacia dónde ir, y me quedé aquí, plantada.

—Ya —dije yo—, supongo que después de una reunión como ésta uno siempre se queda un poco descolocado, ¿no?

—Sí, bueno. Eso, entre otras cosas…

Con mi habilidad habitual, sentí que de nuevo acababa de hacer el comentario equivocado. Intenté arreglar la situación.

—Y qué, ¿tienes pensado seguir mucho tiempo aquí, en la contemplación del tráfico? Lo digo porque yo estaba pensando en ir a tomar un café. No sé, quizá te apetezca… —Me sentía tan torpe como un colegial ante una posible primera cita.

—¿Un café? —El rostro de Mariña pareció animarse con mi oferta—. Sí, claro. Por qué no.