XXXIV
Esta vez me instalé en la barra del bar y le pedí a Suso que me pusiese una caña. Bebí en silencio, intentando comprender cuánto tiempo flotaba en el aire a mi alrededor. Al final resultaba que Eneas y Daniel sí eran la misma persona. Sentí el frescor de la cerveza que bajaba por mi garganta. Y Jackob, el viejo Jackob Neumann, era en realidad Hugo Brauner, el secretario personal de aquel tal Fausto Wessler. Otro trago más, la cerveza me estaba sentando bien. Hugo, se llamaba. Hugo Brauner. Casi ni me había dado cuenta y ya tenía esa caña finiquitada. Hugo Brauner era Jackob Neumann. Acodado sobre la barra le hice un ademán a Suso para que me sirviese otra. Se puso al momento con ella, pero no la toqué cuando la dejó ante mí. Me quedé contemplándola, dándole vueltas a todo. Había algo que me rondaba. Algo en todo aquello…
… Que me rondaba. Algo intuido, tal vez un fondo al que todavía no le había visto la forma. Seguía con la mirada fija en la observación de las burbujas en el interior de mi vaso. La casa de León, en el número 3 de Bajada al Fuerte. Bajada al Fuerte… Me sonaba el nombre, alguna de las calles del casco antiguo de la ciudad. Pero cuál.
—¿Tú sabes por dónde cae la calle Bajada al Fuerte?
—¿Bajada al Fuerte? —Suso dejó de secar el vaso que tenía en las manos y se quedó observándome en silencio, los labios entreabiertos—. ¿Me estás preguntando dónde queda la calle Bajada al Fuerte?
—Hombre, pues a mí me parece que está bastante claro, ¿no?
—Pues a mí me parece que lo tuyo no tiene nombre, Simón —respondió, retomando con monótona tranquilidad la tarea que se traía entre manos—. Desde luego, amigo, hay gente que está en el mundo porque tiene que haber de todo…
—Oye, ¿pero se puede saber qué coño estás diciendo? ¿Sabes dónde está la calle, sí o no?
—Claro que lo sé. Y tú también.
—¿Yo?
—Pues claro. ¿O es que ya no sabes ni dónde vives?
—¿Cómo?
—Pero si es esa de ahí —respondió, señalando con el vaso reluciente—, las escaleras que bajan pegadas a tu edificio…
¡Por supuesto! Bajada al Fuerte era el callejón que hacía esquina con mi edificio, una cuesta empinada de escaleras en pendiente interminable que conectaba el paseo de Alfonso con la calle Pobladores. Por eso no me había dado cuenta antes, porque casi no era una calle, sino una procesión de escalones sin final. «La calle de las escaleras», la llamábamos en el barrio. Nadie la llamaba Bajada al Fuerte. Pero entonces… ¿El número 3? Bajando la calle, los impares tenían que ser los que quedasen a mano izquierda. ¡Eso eran los sótanos de mi edificio! Yo estaba viviendo en el mismo lugar donde todo había sucedido, sobre la casa de León y Daniel. Y Daniel…, ¿cómo se apellidaba Daniel? Jackob lo había dicho en algún momento. Venga, hombre, ¿cómo era? ¡Beiroa! Daniel Beiroa Rodríguez ahora es Eneas Dafonte Maristany. Y Jackob. Incluso había dicho su nombre completo. Lo recordé. Dejó de ser Hugo Konrad Brauner para pasar a ser Jackob Neumann. No, así no. Era más largo, Jackob Hans Neumann. Dios mío, ¿es que aquí nadie es quien dice ser? Tengo que preguntarle a Suso, a ver si él también se llama de otro modo. Hans, como nuestro Xan. Así, Jackob bien podría ser el viejo Xan, mira tú por dónde…
Y entonces, por fin, terminé de darme cuenta.
—¡Mierda, Suso, claro!
Como traída a mí en una de aquellas burbujas empeñadas en salir de mi cerveza, el secreto se me reveló claro. ¡Cómo podía no haber caído en la cuenta! Yo ya había visto esos nombres antes y mi cerebro me lo estaba diciendo. De hecho, me lo estaba gritando, pero a través de voces que yo todavía no era capaz de comprender. Hasta ahora mismo. Recordé lo que Daniel le dijo a Hugo, la verdad siempre había estado delante. La lista, ¿cómo no lo había visto antes? ¡La lista!
—¡La lista, Suso, la lista!
El camarero ya llevaba desde el anterior exabrupto observándome con cara de vaca mirando al tren. ¿Pero es que a este tipo no le impresionaba nada o qué? Tanto daba, total ni él lo iba a entender ni a mí me sobraba un minuto que perder en explicaciones. Dejé mi segunda cerveza intacta sobre la barra del bar y salí corriendo hacia el estudio. Me fui directo a mi mesa de trabajo, donde había quedado el sobre con la lista que la señora Llobet me había hecho llegar en herencia, y saqué nuevamente el pliego de hojas. Busqué el principio de la enumeración, el epígrafe 40. Soy idiota, ahí estaba todo.
DBR |
EDM |
HKB |
JHN |
LBA |
ABR |
… |
DBR eran las iniciales bajo las que se ocultaba Daniel Beiroa Rodríguez, y EDM no era otra cosa que el escondrijo de Eneas Dafonte Maristany. Así, HKB y JHN no podían ser más que las tapaderas de Hugo Konrad Brauner y Jackob Hans Neumann. Había estado equivocado todo el tiempo. No se trataba de una lista negra, sino de una guía de identidades. Si por fin esta vez estaba en lo cierto, lo que tenía en las manos era una lista enorme de gente que había cambiado de identidad, quizá incluso de vida, tal y como Daniel primero y Hugo después habían hecho. No tenía ni idea de cuáles habrían sido las circunstancias individuales de cada una de esas personas, pero ya no se podía tratar de otra cosa. Y el siguiente en la lista, LBA, tenía que ser León. León, el tercero en la conversación de aquella noche de 1940. Neumann no había mencionado sus apellidos, pero no podía ser otro. Y si LBA era el hermano de Daniel, entonces ABR tenía que ser su nueva identidad.
Recordé entonces que esa entrada era lo único que yo había llegado a sacar en claro de todo aquel laberinto. La cuestión de Antón Berasategui Rodríguez. Fuera quien fuera León, en algún momento dejó de ser el valiente marinero de Pobladores, su barrio y el mío, para convertirse en ABR.
Sonreí llevado por los cariñosos efluvios de la cerveza en mi imaginación, pensando en la ola de coincidencias que se me habían ido acumulando. El mismo barrio, el mismo edificio, y ahora las iniciales. León había cambiado su nombre por uno con las mismas iniciales que aquel otro con el que se escribía mi abuela. Sin esa casualidad yo no habría podido empezar a tirar del hilo, y fue ella la que me hizo sonreír ante el recuerdo de mi abuela. Mi abuela…
—¡Coño!
Fue en ese momento, con la misma velocidad con la que un vaso cae al suelo y estalla en mil pedazos, cuando algo encajó en mi interior. Ésa era la razón, el sentido de todo. Mi abuela no se carteaba con nadie cuyas iniciales coincidiesen con las de la nueva identidad de León. Mi abuela se carteaba con la nueva identidad de León.
Tuvo que huir, se lo había dicho a Daniel. Pronto vendrían a por él, y tuvo que hacerlo rápido, dejando atrás a su mujer, a Elisa. ¡Mi abuela Elisa! Santo cielo, ¡Dios mío! No podía ser. Si Elisa, mi abuela, era la mujer de León, entonces mi madre… Dios mío, me estaba mareando. Y entonces yo… Dios mío, ¡Dios mío! Mis piernas temblaban como varas de mimbre, estaba a punto de caerme al suelo.
Me arrojé como un loco al teléfono. «Venga, Mariña, coge…». Comunicaba. Volví a llamar otra vez. «Venga, mujer, cuelga ya». Llamé una tercera vez, y una cuarta también. «¡Cuelga el puto teléfono, ya!». Pero nada, no había nada que hacer. Y, entretanto, las voces seguían amontonándose en mi cabeza, todas gritando con más fuerza que nunca. Ahora había cosas que encajaban en mi composición, sí. Ésa era la razón por la que yo estaba allí, por eso había dicho doña Isabel que yo era exactamente el más indicado para hacer ese trabajo. Claro, seré imbécil… Pero de cada nueva conclusión también había nuevas preguntas que surgían como rayos. Necesitaba saber, poner un poco de orden en aquel caos. Y ya sólo quedaba una persona en el mundo que me pudiese ayudar. Me quemaba el orgullo, pero no había otra.
Volví a coger el teléfono. Mientras aguardaba respuesta me imaginé su rostro al otro lado de la llamada, observando la pantalla de su móvil, dudando si contestar o no. Al final oí como alguien descolgaba desde el otro lado.
—¿Hola? Soy yo, Simón.
Todavía pasó un tiempo antes de que desde el otro extremo llegase algo más que silencio. Finalmente la voz de mi padre rompió la nada.
—Simón, hijo. —Sentí una mezcla de sorpresa y desconcierto en su voz—. Cuánto tiempo sin saber de ti… ¿Cuánto hace ya que no hablamos?
Recordé el día, el momento exacto en que los dos cruzamos nuestras últimas palabras por muchos años. El cementerio, el entierro de mi madre. Mi padre no supo encajar el fallecimiento de su esposa. Dijo que había sido por mi culpa. «La mataste, la mataste a disgustos». Y volví a sentir el dolor. Aquel dolor. «Yo ya no tengo hijo», dijo mirándome a los ojos. Desgraciado, ¿cómo le puede decir un padre una cosa así a un hijo? Me había pasado todos estos años intentando ofrecerme a mí mismo algún tipo de respuesta. Sabiendo, todos estos años, que no había ninguna.
—Creo que los dos lo sabemos perfectamente, papá.
—Tu madre…
—Mi madre, sí.
Oí respirar profundamente a mi padre al otro lado de la línea.
—No sé, Simón. Creo que ya ha pasado demasiado tiempo. Fuese lo que fuese, ya hay que dejarlo correr. Me alegro de oír tu voz.
¿Cómo? ¿Qué demonios era eso? ¿Me estaba perdonando? ¡Pero si había sido él el responsable de mi alejamiento! ¡Fue él quien me echó de su lado! «Yo ya no tengo hijo», había dicho. Cabrón. ¿O qué pasaba, que ése era su modo de disculparse? Recordé todo mi dolor, toda mi soledad, tantos años sin saber nada de él. Ni de él ni de nadie. Muerta mi madre, toda mi familia había muerto con ella. Llegué a sentirme completamente abandonado en el mundo, sin saber ni tan siquiera de dónde venía ni tener a quién preguntárselo. Y entonces me di cuenta. Ésa era la razón, la verdadera razón detrás de todo: desde la distancia del tiempo, Daniel, Eneas, quien fuese, pretendía volver a mostrarme el camino para que yo pudiese conocer al fin mi origen. Mi padre estaba enterrando el hacha de guerra, y lo correcto era que yo le aceptase el gesto.
—Verás, papá. Necesitaba saber algo sobre mamá. ¿Tú conociste a su padre?
—Vaya, ¿y a qué viene eso ahora, hijo?
—Por favor, papá, se trata de algo muy importante para mí. ¿Lo conociste?
—Pues lo siento, Simón, pero me temo que no te voy a servir de ayuda. No, no lo conocí.
En el fondo, yo también sabía que ésa era la respuesta correcta.
—¿Y por qué no?
—Pues porque ella tampoco lo conoció nunca.
—¿Por qué?
—Porque según a ella le había contado tu propia abuela, el padre de tu madre murió antes de nacer ella, al poco de que su madre quedara embarazada.
—No puede ser…
Elisa mintió para protegerlos a los dos.
—Y no creo que fuese —siguió mi padre—. Tu abuela mantuvo correspondencia durante casi toda su vida con alguien en el extranjero.
—Antón Berasategui —apunté.
—Sí, ese mismo. Tanto tu madre como yo le preguntamos infinidad de veces por él, pero ella nunca nos dijo mucho. Que se trataba de un familiar, un primo lejano que tenía emigrado en Inglaterra, y poco más.
—Pero no había tal primo, ¿verdad?
—Nosotros siempre estuvimos convencidos de que no. Nadie se cartea todas las semanas durante casi cuarenta años con alguien que sólo es un primo lejano de la aldea, por mucho apego que le tengas. Tu madre siempre pensó que el tal Antón Berasategui era en realidad su propio padre, quien, por los motivos que fuese, había tenido que poner kilómetros de por medio. Ya sabes, en aquella época las cosas no eran fáciles para según qué gente.
—Ya, ya. Algo he oído…
—Pero dime, hijo, ¿a qué viene ahora esto? ¿Ocurre algo?
—No, no, papá, no te preocupes. Escucha.
—Dime.
—Yo también me alegro de volver a hablar contigo. Tampoco yo recuerdo ya cómo fue —mentí—, pero lo cierto es que te he echado mucho de menos todo este tiempo. Para bien o para mal, yo siempre te he necesitado.
Silencio a los dos lados de la comunicación.
—Y yo también a ti, hijo. No tardes en volver a llamar.
—No lo haré. Cuídate mucho.
Ya no había duda posible. Antón… No, no, Antón no. León, ése era el nombre de mi abuelo. Por eso yo vivo aquí, en el edificio en el que ya vivía mi abuela. Se había quedado embarazada de mi madre poco antes de que León tuviese que huir, y seguramente fuera eso algo que mi abuelo no supo entonces. Si la descripción que nos había ofrecido Neumann era correcta, lo más probable es que, de haberlo sabido, León nunca se habría marchado. Un tipo como él nunca habría dejado solas a su mujer y a su hija. Se habría quedado. Y entonces acabarían por venir a buscarlo, y todo habría terminado. Elisa lo sabía, y por eso no dijo nada. Y lo mismo por el otro lado. Me la imaginé intentando encajar las preguntas de mi madre. Se trataba de tiempos demasiado difíciles como para poder dar respuestas sencillas. «Papá murió, hija mía», y todo limpio. Quizá no fuese la postura más correcta, pero, al fin y al cabo, en cierto modo eso era lo que había sucedido. A papá León, igual que en su día a Daniel y a Hugo, también acabó por llegarle su hora.
Tenía que hablar con Mariña. Ya. Todavía tenía el móvil en la mano, así que volví a marcar su número. Y otra vez la misma historia. Comunicaba. Marqué otra vez más. Busqué alguna explicación en el reloj. No, ya había pasado casi una hora desde la primera llamada. ¿Pero con quién rayos estaba hablando tanto tiempo?
—Mierda, Mariña, cuelga el teléfono…
Me preocupé. Aquello no era normal, y algo me decía que las cosas no iban bien. Lo intenté una vez más al tiempo que cogía las llaves. Algo no iba bien. Salí a la calle y corrí tanto como mis pobres fuerzas me lo permitieron.
Cuando por fin llegué, fue un milagro no quemar el portero automático del edificio de Gran Vía con Urzaiz de tanto como pulsé el botón correspondiente al piso de Mariña.
—¿Quién es?
—Mariña, soy yo, Simón. ¿Estás bien?
—¡Simón! Sube.
Al salir del ascensor ella ya estaba esperando del otro lado de la puerta abierta. Todavía llevaba su teléfono móvil en la mano y una expresión extraña en el rostro.
—Por el amor de Dios, Mariña, ¿se puede saber qué pasa? ¡Llevo más de una hora intentando hablar contigo! ¿Con quién demonios estabas al teléfono? ¿Estás bien? ¿Qué pasa?
Mariña, que no se había movido de la puerta de su casa, siguió observándome y no me dio más respuesta a toda mi batería de preguntas que un abrazo fuerte.
—Ahora ya lo sé todo, Simón. Ahora ya lo comprendo todo —dijo con mi cuerpo todavía entre sus brazos.
Me soltó para cerrar la puerta y los dos pasamos al interior del apartamento. Nos sentamos otra vez en el mismo sofá negro del que apenas unas pocas noches atrás yo no hubiera querido salir, y Mariña dejó al fin su móvil sobre la mesita ante nosotros, mientras el aparato se quejaba de estar quedándose sin batería.
—Siento no haberte contestado. Iba viendo los avisos de tus llamadas en la pantalla de mi teléfono, pero la conversación era muy importante, y no convenía atrasarla de ningún modo.
—¿Pero por qué, con quién estabas hablando?
—Con Jackob.
—¿Con Neumann? ¿Tanto tiempo? Pero si apenas podía hablar cuando lo dejamos. ¿No se había quedado dormido?
—Sí. Pero, según parece, alguien lo despertó con otra llamada justo después de que nosotros nos fuésemos.
—¿Quién?
—Pues eso no me lo dijo. Pero lo que sí sé es que la llamada lo alteró mucho.
—¿A qué te refieres?
—Jackob me llamó muy nervioso. Estaba muy preocupado porque, según me contó, parece ser que no somos nosotros los únicos que vamos tras la pista de mi padre.
—Hombre, eso ya te lo había dicho yo —interrumpí, señalando las marcas todavía visibles de los golpes en mis mejillas.
—Ya. Quizá ésos sean los mismos que ahora se han puesto en contacto con Jackob.
Aquello tenía sentido. Después de todo, había sido delante de su tienda donde yo me había dado cuenta de que ya conocía a aquellos tipos.
—No sé qué sería exactamente lo que le dijeron, Jackob no me quiso hablar de eso —siguió ella—, pero fuese lo que fuese, lo que sí es verdad es que le dejaron el miedo bien metido en el cuerpo. Me dijo que estaba asustado, que sabía que su tiempo se agotaba.
—¿Su tiempo? ¿Qué tiempo?
—No lo sé, Simón, pero él insistió en que había que hablar, que mañana podría ser tarde, y era preciso que yo conociese la historia de la criatura.
—¿Criaturas ahora? ¿Pero qué está pasando aquí, Mariña, de qué me estás hablando?
—Te estoy hablando de Troia.