XXXIX

Una hora después de que los primeros agentes hubiesen llegado al piso, el comisario Rodés apareció por la puerta de la sala. Me sorprendí al verlo, todavía ignorante de si su presencia era cosa buena o mala.

—Bruno, ¿pero qué haces tú aquí?

—Un buen policía siempre está preparado —respondió él, haciendo un rápido reconocimiento visual del cuarto sin tan siquiera sacar las manos de los bolsillos de su gabardina. Fue barriendo con su mirada toda la estancia hasta que por fin acabó su ronda en nosotros, todavía sentados en el mismo sofá donde el primero de los agentes que se había dirigido a nosotros nos dijo que nos quedásemos quietos—. Tu preocupación me puso en alerta, y por eso pedí que se me avisase si había alguna novedad relacionada con el viejo. Y vaya, por lo visto parece que sí, que ha habido novedades… Pero supongo que la pregunta correcta no es qué hago yo aquí. Más bien es esta otra: ¿qué coño hacéis vosotros aquí, Simón?

Pero no respondí nada, porque de nuevo tuve la sensación de no saber por dónde comenzar. Mariña dirigió otra mirada hacia el cadáver de Jackob Neumann, todavía vigilado por uno de los agentes, a la espera de la llegada del forense.

—Nosotros llevábamos días hablando con el señor Neumann sobre ciertos asuntos importantes en lo relativo a nuestras respectivas familias —arrancó ella—. Esta noche, yo hablaba por teléfono con él cuando de repente la comunicación se cortó de un modo extraño. Dijo algo como que le parecía que había unos ladrones queriendo entrar en la casa, o algo así. Cuando Simón llegó a mi piso intentamos ponernos en contacto con él, pero no fue posible. Nos alarmamos, y por eso decidimos bajar a ver si todo iba bien.

Mariña intentaba disimular todos los aspectos comprometedores de nuestra relación con Jackob Neumann, pero la expresión de Bruno dejaba bien a las claras que lo que acababa de escuchar no le parecía suficiente. Por decirlo de algún modo…

—Ladrones —repitió con incredulidad.

—Sí, bien, eso fue lo que él dijo, Bruno —salí al rescate de mi amiga.

El comisario se quedó entonces mirando hacia mí. Arqueó una de sus cejas, y a la cabeza me vino Julio César diciendo aquello de: «¿Tú también, Bruto?».

—Muy bien, hombre, muy bien… —respondió con cierto aire de resignación al comprender que no nos iba sacar nada más, al menos de momento—. Pues oye, creo que va a ser mejor que os quedéis un poquito más aquí sentados, a ver si el descanso todavía os hace recordar alguna cosa más, ¿os parece? —Su voz venía ahora cargada de cinismo—. Y ya si eso, en breve mando a uno de mis hombres para que os tome declaración. A ver si para entonces somos todos un poco más explícitos, ¿sí? Ladrones, dicen, hay que joderse… —gruñó, alejándose de nosotros.

Así, el en breve se convirtió primero en una hora, en otra después, en otra más… Hasta bien metidos en la madrugada no apareció el médico forense. Un tipo mayor, de aspecto cansado, muy mal afeitado y de todavía peor aliño indumentario. Examinó el cuerpo, pero tanto Mariña como yo nos dimos cuenta de que no había demasiado interés en aquel reconocimiento. Probablemente aún estaría maldiciendo para sus adentros, preguntándose por qué lo habrían sacado del calor de su cama a aquellas horas para certificar la muerte de un anciano sin importancia.

—Infarto.

Ésa fue toda la sentencia que, desde el mayor de los desdenes, el forense compartió con el agente que lo acompañaba.

—Fíjate —susurró Mariña—, ni siquiera se ha fijado en la marca del cuello. Nunca se enterarán de nada.

Y tenía toda la razón. Un rosario de agentes fue pasando ante nosotros, tomándonos declaración, y una y otra vez fue Mariña repitiendo su cantinela. Siempre la misma, hasta el punto en el que el recitado llegó a hacerse tan monótono que uno de nosotros remataba la frase que el otro dejaba en el aire.

Rayaba el amanecer en las luces que se colaban por la galería cuando Bruno Rodés volvió a agacharse ante nosotros, cada vez más y más hundidos en el sofá.

—¿Ladrones? —volvió a preguntar—. Por favor… El médico forense ya ha firmado un certificado de defunción sin más causa de la muerte que una parada cardíaca. En breve el juez ordenará el levantamiento del cadáver.

—¿Parada cardíaca? —repitió Mariña con asombro e incredulidad.

—Exacto. —Bruno guardó un breve silencio—. Pero los tres sabemos que las cosas no son tan sencillas. Así que venga, hombre, contadme algo.

—¿Que le contemos algo? —preguntó Mariña con molestia evidente—. Ya les hemos contado a usted y a sus hombres todo cuanto sabemos. Ya se lo hemos contado a los agentes Mortadelo y Filemón, a los inspectores Kojak y Gadget, e incluso al otro aquel, el moreno bajito, ¿cómo se llamaba?, teniente Colombo, ¿era así? —Mariña se dirigía ahora a mí.

—Pse —confirmé desde el más absoluto desinterés, totalmente derramado sobre el sofá.

—¿Y ahora quiere que le contemos algo, comisario? ¿Qué pasa con ustedes, que cien veces no son suficientes?

Pero Bruno, lejos de perder la calma, nos fue a salir por donde no contábamos que lo hiciese.

—¿Estáis protegiendo a alguien?

—¿Qué quieres decir, Bruno?

—¡Oh, venga, Simón, no me jodas! —Había hastío en el rostro de mi amigo—. Tú eres Mariña Dafonte —dijo, dirigiéndose ahora a ella—, hija de Isabel Dafonte, recientemente fallecida en circunstancias muy semejantes a éstas. Y por si eso no te llega, también eres la hermana de Xulio Ascanio Dafonte. ¡Ya está bien, decidme de una vez qué carajo está pasando aquí!

En ese momento caí en la cuenta de que Bruno sabía más de lo que antes me había dicho. Mucho más. Yo no tengo mucha experiencia en asuntos policiales, pero me imagino que no hay que ser muy listo para darse cuenta de que en este tipo de situaciones echarle un órdago a un policía no es la postura más recomendable, por mucho que ese poli sea tu amigo. No, no lo es. Pero en ese momento tampoco supe por dónde más salir, y allá fui de cabeza.

—¿Por qué no nos lo dices tú, amigo?

Cuando ya me veía con las esposas en las manos, Bruno le echó una mirada al cuerpo de Neumann, todavía sentado en el sofá. Quizá no fuese así, pero por un instante tuve la sensación de que él también estaba jugando con nosotros. Pretendía aparentar algo, como si estuviese considerando si compartir o no cierta información privilegiada con nosotros.

—Mirad —dijo al fin—, estamos investigando a tu hermano. Supongo, Mariña, que ya estarás al tanto de que Xulio Ascanio no lleva su vida todo lo dentro de la legalidad que debiese, ¿verdad?

Mariña hizo un gesto combinado de sus labios y sus cejas, dando a entender que, si bien no lo compartía, sí sabía de qué le estaban hablando.

—Le seguimos las veinticuatro horas del día. Allá donde él va, allá vamos nosotros detrás. Hace un par de días se reunió en el Jonathan con un nuevo personaje, un figurón alto y fuerte, acompañado este último de otro tipo con pinta de mandril. —«Los dos del callejón», pensé, seguro de no equivocarme—. No conocíamos de nada a estos dos nuevos elementos, así que, por si se trataba de algún nuevo «negocio», ya me entendéis, de tu hermano, di orden de que uno de mis hombres los siguiese. ¿Bien hasta aquí? De acuerdo. ¿A que no sabéis dónde pararon estos dos pájaros toda la tarde de ayer?

Mariña y yo ofrecimos el mismo silencio atento por respuesta.

—Pues aquí mismo, en la Alameda. El gorila bajito se pasó todo el tiempo metido en el coche, una vieja berlina Mercedes del sesenta y uno, mientras que el figurón se tiró toda la tarde paseando discretamente de fuente a fuente del parque, sin dejar de vigilar un solo momento ni el portal del edificio, ni la galería de este mismo piso. —Bruno señalaba con su dedo índice el balcón a nuestro lado.

En ese momento lo comprendí todo. No era ni a mí ni a Mariña a quienes habían estado siguiendo, sino al anticuario. Lo más probable era que Jackob también hubiese estado en el entierro de doña Isabel, aunque yo todavía no lo podía reconocer. Y con toda seguridad fue ahí donde localizaron a Xulio. Y quizá incluso a Mariña. Sí, a ella también. Por eso estaban en la calle el día que salimos del bufete de Rovira. Estaban marcando sus objetivos. Pero… ¿para qué?

—Bien, pues ahora —concluyó Bruno— os toca a vosotros.

—¿A qué te refieres? —pregunté.

—Venga, hombre, no me hagáis perder más el tiempo. ¿Qué es lo que está pasando? Ya sabemos que tú estás limpia, pero dime, ¿está tu hermano detrás de todo esto, Mariña?

—¿Cómo dice? —Las suposiciones del comisario escandalizaron a Mariña.

—Venga, Bruno. —Intenté poner un poco de calma—. Tú sabes que eso no tiene sentido.

—¿Y por qué no, Simón? Ascanio está con el agua al cuello, sabe de sobra que es cosa de muy poco tiempo que acabemos pillándolo. Cada vez son más los negocios que le vamos cerrando, necesita liquidez, y justo ahora, después de haberse reunido con los mismos tipos que luego visitan al anticuario, el misterioso señor Neumann, un tipo con un pasado no del todo transparente, va y aparece muerto. ¿Y yo he de pensar que no hay relación? Pues vosotros me diréis…

Pero Mariña ya no aguantó más.

—Mire, comisario. Aquí al lado tiene los restos de un asesinato. El inútil disfrazado de forense que ustedes han hecho venir es tan incompetente que no ha sido capaz de descubrir la marca de un pinchazo muy reciente en el lado izquierdo del cuello del señor Neumann.

—¿Un pinchazo? —interrumpió Bruno—. ¿Cómo sabéis vosotros eso?

—¡No me joda! —Se enfadó todavía más Mariña—. ¡Pues porque tenemos ojos en la cara, coño! En lugar de seguir molestándonos con preguntas tan impertinentes como absurdas, sea usted más sagaz que el veterinario este y dé la orden de que al cuerpo del difunto se le practique una autopsia. Quizá así descubran la verdadera causa de la muerte del señor Neumann, que desde luego no creo que haya sido por sobredosis de jarabe para la tos, precisamente. Y ya puestos, si todavía le apetece seguir haciendo las cosas bien, con los resultados de esta autopsia en la mano, ordene la exhumación de los restos de mi madre, y con seguridad descubrirá usted en su cuerpo los mismos indicadores. —Mariña hablaba de un modo totalmente expeditivo, tajante incluso, con una seguridad abrumadora en la que no se abría ni la más mínima grieta por la que colar réplica alguna—. Y ahora, si no tiene usted nada más que comentar, creo que ya ha sido bastante el tiempo que nos han hecho perder. No estamos detenidos, ¿verdad? —No esperó respuesta—. No, claro, por qué lo íbamos a estar. Pues entonces nos gustaría poder regresar a casa.

Bruno alternaba la dirección de su mirada entre el aluvión de Mariña y mi propia sorpresa. Sabiendo que ya nos había tenido allí demasiado tiempo, optó por la claudicación.

—De acuerdo, os podéis marchar —concedió, moviendo los brazos en un gesto de derrota.

Los dos, Mariña y yo, nos levantamos por fin del incomodísimo sofá del viejo Neumann y nos dirigimos con paso decidido hacia la puerta. Ya estábamos en el pasillo cuando Bruno volvió a llamarme por mi nombre.

—¡Simón!

Me di la vuelta para volver a asomarme a la sala.

—Tened cuidado. —Su voz volvía a sonar cordial. Tal vez lo bastante como para resultar incluso preocupante—. Esa gente no se anda con bromas. Tened mucho cuidado.

Salimos a la calle bajo las luces de un amanecer inminente.

—Pensé que esto no se iba a acabar nunca, no veo el momento de meterme en la cama.

—Ya, a mí me ocurre lo mismo —respondió ella—. Pero creo que todavía no va a poder ser.

La observé con extrañeza.

—¿Qué quieres decir con eso, Mariña? —pregunté muy lentamente, como si mi cabeza estuviese negándose a aceptar la llegada de una respuesta que, en realidad, ya conocía.

—Quiero decir que dónde tienes el coche.