XXXVIII

La madrugada recién estrenada nos encontró arrojándonos a las calles de la ciudad. Salimos del portal esquivando el chorro de agua con que los barrenderos del ayuntamiento limpiaban el comienzo de la calle Gran Vía. Corríamos tanto como nos era posible. Bajamos a toda velocidad por Urzaiz hasta el inicio de la calle del Príncipe y allí torcimos a la derecha, bajando por Colón. Al pasar por delante de la Caja de Ahorros levanté la cabeza, buscando el reloj a los pies del ángel que corona el edificio. La una y media. Apretamos el paso según nos íbamos acercando a la Alameda. La angustia instalada en mi pecho no dejaba de repetirme que apurase, que apurase, que algo no iba bien.

Llegamos al portal de Neumann y, al encontrarlo abierto, invertimos nuestro último aliento en alcanzar la primera planta, subiendo por las escaleras saltando los escalones de dos en dos. Detuvimos nuestra marcha ya en el descansillo del primer piso, ante la puerta del anticuario. Estaba abierta. «Esto no va bien», volví a pensar. Mariña la empujó, y la luz de la escalera penetró arrojando un poco de claridad sobre el pasillo en penumbra.

—¿Señor Neumann? —le preguntó Mariña a las sombras.

No hubo ninguna respuesta. Al minuto exacto de haber entrado en el portal el sistema de alumbrado automático de las escaleras dio por finalizado su trabajo y nos dejó casi a oscuras. En la penumbra del edificio, con medio cuerpo metido en el piso del anticuario, pudimos localizar el débil hilo de luz que llegaba desde el final del corredor.

—La luz de la calle que entra por la galería a la sala —aclaré en voz alta sin que nadie me lo hubiese pedido. Nadie que no fuese mi propio miedo.

La sala era nuestro único destino conocido en el piso, el lugar donde apenas unas horas antes habíamos dejado a Neumann descansando, por eso caminamos en esa dirección. Yo tenía miedo, sí, pero no era el único. Mariña, avanzando justo por detrás de mí, lo hacía con una mano agarrada con fuerza al bolsillo posterior de mis pantalones, y otra prendida firme en mi mano izquierda. Valiente procesión, todavía tuve tiempo de traer a mi memoria a los bravos Hernández y Fernández, la desastrosa pareja de investigadores que aparecían en las aventuras de Tintín. «Estúpido inconsciente», pensé de nuevo. Cuando por fin nos asomamos a la sala, lo primero que pudimos comprobar fue que, efectivamente, eran las luces de la Alameda las que entraban por los cristales de la galería para dejar la estancia en una penumbra de sombras y siluetas. Buscamos a la derecha del balcón, en el sillón de piel, y ahí estaba. La figura del anciano sentado se recortaba contra la oscuridad. Mariña lo llamó por su nombre.

—Señor Neumann.

Pero no hubo respuesta. Mientras ahora mi amiga caminaba sola, lenta y torpemente, hacia el anciano, yo busqué un interruptor en la pared. Cuando por fin lo encontré, la voz de Mariña me sobresaltó justo en el momento en el que yo encendía la luz.

—¡No!

La busqué con la mirada. La luz de la lámpara en la sala me descubrió el horror en su rostro, apartándose con brusquedad del sillón, y con las dos manos, la una reforzando a la otra, tapándose la boca. El terror era evidente en toda su expresión y, mientras retrocedía sobre sus pasos, no dejaba de negar con la cabeza. No era para menos.

Jackob Neumann yacía muerto en su butaca. Había quedado sentado, la cabeza ladeada con los ojos abiertos, y la mirada seca fijamente clavada en algún punto del infinito.

—¡Dios mío! —exclamé al tiempo que el instinto me empujaba hacia Mariña.

La abracé con fuerza, y ella hundió su cara en mi pecho. Intentaba calmar su llanto a la vez que hacía un esfuerzo considerable por no perder yo también mis propios nervios. Santo cielo…

Varios escalofríos me recorrieron la columna vertebral mientras observaba el cuerpo del pobre viejo en su sillón. Los brazos le caían derrotados a ambos lados de la butaca, con un libro en el suelo justo bajo su brazo derecho por toda señal de desorden. Los ojos se le habían quedado abiertos, como si hasta el último segundo se hubiese esforzado en seguir vivo, en seguir contemplando la vida que se le iba.

Poco a poco Mariña se fue calmando, abandonando el llanto, mientras yo seguía sin poder apartar la vista del cadáver del anticuario. De aquellos ojos sin vida. Pobre Jackob. ¿Qué era lo que se empeñaban en mirar aquellos ojos? «Pobre Jackob», seguía pensando sin poder dejar de contemplarlo.

Y entonces me di cuenta.

—Mariña… —Mezclé ternura y celeridad lo mejor que pude y la aparté de mi pecho—. Espera un momento.

Me acerqué al cuerpo del anciano sin que Mariña me quitase los ojos de encima.

—Simón, no toques nada.

—Tranquila.

No tenía ninguna intención de tocar nada. No era eso lo que quería, sino mirar. Me fui acercando lentamente a la butaca, colocando despacio mi cabeza al lado de la de Jackob. Me acerqué lo bastante al cuerpo sin vida como para poder sentir nuevamente el miedo latiendo con fuerza en mis sienes. Pero tenía que comprobarlo. «¿Qué estás mirando, amigo?». Con mi cara justo al lado de la suya pude ver en qué había centrado su mirada el anticuario justo antes de morir.

Una fotografía en la pared. Apenas a medio metro de donde el cuerpo de Jackob descansaba, varias fotografías colgadas ocupaban el espacio de pared que había entre la galería y la butaca. Pero los ojos muertos del señor Neumann todavía parecían empeñados en seguir observando una entre todas las demás. La misma foto con la que había prendido el sueño justo antes de que nosotros lo dejáramos la tarde anterior. Volví a incorporarme para acercarme a la pared y descolgar la fotografía.

El cuadro presentaba a un grupo de hombres formados delante de un barco amarrado en el puerto. Varias personas rodeando a un grupo central, un grupo en el que los galones identificaban al capitán, un hombre de rostro absolutamente inexpresivo. A su lado, un hombre mayor que él, vestido de traje blanco, pasaba sonriente sus brazos por encima de dos muchachos jóvenes. Aquellos chicos no sólo no lucían ningún uniforme, sino que incluso por sus ropas hubiese sido fácil deducir que se trataba de dos marineros que pasaban por allí. De no ser porque las amplias sonrisas en sus rostros involucraban a los tres personajes en una misma acción. Y tras ellos, otro muchacho, también sin uniformar pero elegantemente vestido con un traje oscuro, se asomaba desde un gran gesto de seriedad. Lo grave de su expresión era lo que conseguía disimular una edad muy semejante a la de los otros dos muchachos de la primera fila. Entonces recordé.

—Mariña. Ven a ver esto.

Se acercó a mí sin dejar de mirar de reojo para el cadáver de Neumann. Al reconocer el objeto de mi llamada, Mariña tomó el marco en sus manos y comenzó su propia inspección.

—¿Te das cuenta?

—La expedición —respondió sin dejar de observar la fotografía—, es la expedición del Meeresadler.

—Si son ellos, y todo sucedió como Neumann nos contó, ahora tú deberías reconocer a alguien…

Mariña siguió contemplando la foto en silencio, pero con la mirada fija en uno de los personajes del reparto.

—Lo reconozco —respondió, acariciando la imagen del más sonriente de los muchachos—. Está muy distinto a como yo lo recordaba, pero ya lo reconocí nada más coger la foto. Este muchacho es mi padre.

Lo sabía perfectamente, yo también lo había reconocido. Es cierto que jamás había visto antes una foto de Eneas Dafonte, pero aquel chaval que sonreía desde el blanco y negro tenía los mismos ojos que Mariña. Y la misma sonrisa.

—Daniel —dije.

—Papá —respondió ella tras un largo silencio.

De repente se me ocurrió algo. Volví a pedirle el marco para examinar otra vez la fotografía.

—Déjame ver una cosa, puede que todavía tengamos suerte…

Comencé a desmontar la parte posterior de la caja de madera que contenía la fotografía. Si yo estaba en lo cierto, lo que Jackob había enmarcado quizá no fuese la fotografía original. Con mucho cuidado retiré el protector trasero de cartón, y al momento un anuncio de «Orgía, el perfume de Myrurgia» apareció ante nosotros. Había tenido un presentimiento, y esta vez había acertado: se trataba de un recorte de periódico. Le di la vuelta, y con mucho cuidado separé el papel de la estructura que lo protegía. Al retirarlo de su refugio de cristal apareció todo el texto que había permanecido cubierto bajo la madera del marco. Un solo vistazo me llevó a lo que buscaba.

—Escucha esto, Mariña. Neumann no recortó sólo la fotografía, había un titular tapado bajo la madera del marco: «Importantes arqueólogos alemanes trabajan en nuestra ciudad». Y esto es el pie de foto: «La expedición del Instituto Alemán de Estudios Arqueológicos al completo, con su director, el señor Fausto Wessler, en el centro del grupo, en la compañía de los dos marineros locales que colaboran en las investigaciones, los jóvenes Daniel Beiroa Rodríguez y León Bas Arcai».

Lo sabía…

—Lo sabía —dije en voz alta.

Mariña me observaba ahora sin comprender.

—León Bas Arcai —expliqué—. L. B. A. LBA es la entrada que precede la ABR, Antón Berasategui Rodríguez.

Volví a examinar la foto.

—Mira, Mariña, este hombre de aquí es tu padre. Y este otro, a su lado, es mi abuelo.

Mariña observó la fotografía, y al momento volvió a contemplar el rostro inerte del anticuario. Había una lástima inmensa en sus ojos.

—Era cierto —dijo, todavía mirando para el cadáver—, todo cuanto nos contó era cierto.

—Lo era —confirmé.

Mariña siguió mirando al viejo, hasta que se movió para acercarse hasta él. Tuve la sensación de que su intención era la de darle un beso, pero se detuvo justo antes de llegar a rozarlo tan siquiera. Nuevamente volvió a quedarse mirando para él, pero esta vez con una expresión diferente en sus ojos. Había detectado algo que le llamaba la atención.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—¿El qué?

—Aquí —indicó.

Me acerqué yo también para ver que los dedos de Mariña señalaban una pequeñísima marca, un punto prácticamente imperceptible en el lado izquierdo del cuello del anticuario, justo del lado contrario del que había quedado mirando. Una pequeñísima marca encarnada, casi negra.

—No lo sé —respondí—, parece…

¡Dios mío! Los dos nos dimos cuenta al mismo tiempo.

—¡No lo toques, no lo toques! —gritó Mariña, apartándome del cuerpo. Aquello era un pinchazo, la marca de la hendidura de una finísima aguja quirúrgica.

—Así fue como lo hicieron, Simón. Le inyectaron algo que lo mató.

—Algo que provoca una parada cardíaca…

Los dos nos quedamos mirándonos de nuevo. Mariña se llevó las manos a la cabeza, y yo supe que estábamos pensando en lo mismo. El recuerdo de su madre, de la muerte de su madre, acudió como una flecha a nuestros pensamientos.

—Tenemos que llamar a la policía.