FORMACIÓN, SALIDA Y DESFILE

Constantinopla, palacio de Calisto, otoño de 1247 (crónica)

Aquella mañana me despertó un Yarzinth medio dormido que, para celebrar el día, había metido su corpachón en un chaleco verde oscuro adornado con cordones dorados en el pecho, pantalones estrechos de dos colores con las armas del obispo bordadas en oro y una amplia toga también con ellas: dos serpientes que se muerden la cola, emblema que yo recordaba haber visto antes en otro lugar.

Comprobé con mirada adormilada que los niños estaban allí, vestidos ya con las prendas mongoles; además escuché que Benedicto los instruía con palabras cariñosas para que no se mancharan mientras tomaban su vaso matinal de leche tibia. Seguí al cocinero, quien me alejó impaciente de aquel sótano que durante largas semanas nos había servido de dormitorio, comedor y escritorio. Había llegado el momento culminante y yo no sabía si estar contento o no.

Una vez arriba, Yarzinth me abandonó y se escabulló apresurado detrás de un telón pesado que separaba la sala llamada "centro del mundo" del escenario.

Eché un poco a un lado la cortina de terciopelo y observé a través de la rendija el pavimento de mármol blanquinegro, que aparecía en parte inundado de agua: Egeis y Propontis se encontraban a un palmo por debajo de la superficie líquida, con lo cual la primera fila de asientos quedaba convenientemente separada del proscenio en que me encontraba y donde más adelante debía presentarme.

A derecha e izquierda las hileras de gradas se estaban empezando a llenar de gente. Me parecieron seres extraños los que confluían en aquel lugar. Algunos saltaban —como si estuviesen en trance, con los ojos cerrados pero con paso seguro —de "tierra firme" a "tierra firme" con tal de alcanzar su sitio, otros gesticulaban como poseídos, bajaban y subían bailando y cantando por las gradas, acompañados del palmoteo entusiasta de sus adeptos. Yarzinth se mantenía en el centro del remolino como una roca en medio del oleaje, señalando a cada uno el lugar que le correspondía, ordenando a unos que se juntaran y a otros que se separaran.

Llegó la tripulación musculosa de Otranto, y con ella Clarion, que se escabulló por una puerta lateral en cuanto comprobó que en los sillones de la primera fila todavía no había tomado asiento nadie. Yarzinth señaló a las gentes de la trirreme el lado izquierdo —desde mi emplazamiento —y allí formaron delante de las gradas. Habían desplegado la bandera y formaban un cuadro impresionante con sus armas resplandecientes. Lo único que Guiscard no les había permitido llevar consigo eran sus larguísimos remos lanceolados.

Después fue Gavin quien hizo entrar a su pequeño ejército de templarios. Éstos llamaban la atención por la uniformidad de sus capas blancas con la cruz roja de extremos acabados en zarpa; sólo la cruz de Gavin era un poco mayor que las demás. Se situó a un extremo de la primera fila y sus caballeros ocuparon todo el flanco derecho de la sala.

—William, ¿qué haces aquí curioseando? —me sorprendió la voz del obispo—. ¡Es hora de que te vistan!

Sus criados me llevaron a la cámara que había detrás del escenario y allí fue donde me encontré, por primera vez en mi vida, con Pian del Carpine, mi famoso hermano en la Orden. Supe de inmediato que era él, y lo mismo le sucedió a él conmigo, de modo que nos dirigimos mutuamente una sonrisa un tanto forzada. Como los criados revoloteaban en torno a mi persona tampoco era el momento de pronunciar alguna palabra que pudiese aclarar nuestra situación. Por lo demás, el misionero se sentía atormentado por otras preocupaciones:

—Decid a vuestro obispo que no me presentaré si no tengo antes la carta en mis manos.

Alguien se apresuró a comunicarle la amenaza al obispo. En lugar de en el feo disfraz de chamán me embutieron en un ropaje de brocado de seda amarilla con apliques abundantes y decorativos, formados por ornamentos de terciopelo en color rojo y beige y rematados con hilos de oro; las vueltas de las mangas eran de seda china de color violeta claro, y las altas hombreras aparecían realzadas con terciopelo de color azul turquesa adornado con cenefas de oro. Lo más bonito, sin embargo, era el tocado, consistente en una gorra de fieltro rojo oscuro que terminaba a ambos lados en anchos cuernos, sujetos en su lugar con ricas piezas de filigrana de plata. De ambos extremos colgaban sendos tubos adornados con corales y piezas de ámbar, que me recordaban los valiosos recipientes donde suelen guardarse los rollos de la Tora que había visto en manos de los rabinos de la gran sinagoga de París. Me sentí como un sumo sacerdote del Antiguo Testamento; hasta llegué a pensar que si el gran kan de todos los tártaros hubiese querido elegir Papa propio podría haber presentado mi candidatura tal como iba yo trajeado.

Entretanto habían traído también a los niños, que me rodeaban saltando y bailando como si yo fuese un árbol cubierto de cintas, tal como solíamos adornarlos en mi juventud, en Flandes, cuando todo el pueblo rivalizaba entre risas y bromas por ver quién colgaba más coronas y guirnaldas de un árbol sin que éste se doblara.

Sólo Pian me miraba algo confundido, aunque se obligó a dedicarme una sonrisa. Lo más probable era que él, que se consideraba el personaje principal del acto, sintiera celos por la magnificencia y la dignidad de mi disfraz y el de los niños. Él sólo vestía el sencillo hábito marrón de los hermanos menores, aunque su bolsa de peregrino, probablemente un regalo de los mongoles, estaba compuesta de diferentes piezas de cuero artísticamente pespunteadas y los ornamentos resplandecían realzados con hileras de perlas; su calzado parecía ser de la misma procedencia. También eran valiosas mis botas puntiagudas de fieltro, con vueltas de color violeta forradas de terciopelo y con apliques de diferentes pieles. Debajo del amplio abrigo de ceremonia apenas se me veían los anchos pantalones amarillos que llevaba remetidos en las botas.

Salí de la habitación para mostrarme al obispo, quien en aquel momento hablaba con un guardia que le comunicaba que habían llegado a las puertas del palacio dos comerciantes árabes cargados de valiosos regalos.

—¿Para los niños? —preguntó Nicola algo confundido, pero después se acordó de las normas de seguridad que él mismo había impuesto—. ¿Habéis comprobado si se parecen…?

—¡Los regalos son para vos, excelencia! —Estas palabras tuvieron el efecto de borrar de inmediato las reservas del obispo, sobre todo cuando el guardia añadió con entusiasmo—: Parecen tan ricos como si fuesen reyes de Oriente y grandes señores. Desean veros para.

—Ya está bien —le cortó Nicola la palabra, y en sus ojos se dibujó la avidez—; ¡que Yarzinth reciba los regalos y les indique a sus portadores un puesto de honor!

También Della Porta se había vestido con todo su ornato, en el que se combinaban de una forma refinada diversas tonalidades, de rojo, desde el bermellón luminoso hasta la púrpura casi violeta; no llevaba más joyas que una cruz de oro macizo y el famoso anillo episcopal. Me pareció una figura deslumbrante a la espera de una gran fiesta con huéspedes de máxima categoría, aunque daba la impresión de sentirse un tanto desgraciado a pesar de su activismo. Pero pensé que algunas personas nunca quedan satisfechas del todo, ¡parece que quieran atragantarse!

Nicola abrió la puerta hacia otra habitación y vi a un obispo que me era extraño y que, sentado sobre una caja, se agarraba a un bastón torcido. Aunque… ¿de verdad no lo conocía? El individuo levantó el rostro en un acceso de hipo y sus ojos me indicaron que era un pájaro de cuidado, adepto del vino. Y de repente esa nariz de bebedor pareció serme familiar.

Rápidamente recorrí con la mirada los demás personajes que había en la estancia: allí estaba Lorenzo, recitándole algo a Hamo; lo leía de un papel y Hamo intentaba repetirlo. Hice un esfuerzo por enterarme del tema, pero volvieron a cerrar la puerta.

Miré a mi alrededor. En el centro del escenario se levantaba una especie de altar hacia el que conducían unos escalones, pero aún estaba cubierto por una tela blanca. A derecha e izquierda había dos sillas a cada lado de la parte frontal. En una de ellas estaba sentado, erguido y tan blanco como la propia sábana, el viejo Turnbull no se movía ni me prestó atención, aunque yo pensé que mi aspecto hubiese merecido al menos una breve consideración, pero sus ojos parecían apagados y descansaban fijos en el telón, como si desearan atravesarlo y avanzar más allá de la sala de la que nos llegaban voces amortiguadas y murmullos expectantes. Me llamó también la atención la blancura de su cabello, detalle que reforzaba la fragilidad de su figura; una figura cuyos pensamientos parecían muy alejados de lo que sucedía a su alrededor, como si escuchara el aleteo de unos ánades salvajes que cruzan por un cielo gris lechoso. Me retiré sin hacer ruido.

Después miré por una ventana redonda enrejada, y pude observar un trozo de la gran escalera y de la puerta principal que hasta entonces jamás había visto, ya que a mi llegada me habían trasladado en seguida al sótano. Con un ligero estupor vi que ascendían por la escalera soldados del Papa de aspecto solemne, como si fuesen en procesión. Probablemente acompañaran a unos monjes de los cuales, desde allí, sólo veía sus capuchas negras.

Hubo un revuelo junto al portal cuando dos frailes de aspecto extraño, uno muy delgado y otro gordo, intentaron entrar como si formaran parte del séquito de los monjes escoltados por los soldados del Papa; pero los guardias los rechazaron con fiereza y algunos incluso desenvainaron la espada. Los dos hombres gesticulaban excitados e intentaron pedir ayuda a los papales, pero ni los soldados ni los monjes reaccionaron ante sus gritos. Sin prestarles atención pasaron por delante de aquellos desgraciados, algunos con la mirada fija hacia adelante, otros con la cabeza gacha, mientras los frailes rechazados se daban golpes en el pecho y mostraban sus cruces. Los ahuyentaron como si fuesen perros callejeros sarnosos y los guardias incluso llegaron a lanzarles piedras.

Poco después volvieron a adoptar una postura respetuosa: les habían comunicado la proximidad de los franceses, que llegaban con la oriflama ondeando al viento, y del conde de Joinville montado a caballo. Lo reconocí de inmediato, aunque no lo había visto desde los días de Marsella, pero era difícil olvidar a un pavo tan vanidoso y tonto de remate. Confié en que su estupidez le impediría recordarme, porque podría ocurrírsele mostrar una renovada sorpresa: "¡En misión secreta! ¡Ja ja!"

Me apresuré a ocupar de nuevo mi sitio junto a la rendija en el telón que daba hacia la sala, pues ya estaban recubriendo la pared del fondo con una tela adamascada azul contra la que se destacaba con gran elegancia el altar blanco. A cada lado fue colocado un trípode, y los criados llenaron unos platos de líquido combustible e instalaron también otros recipientes similares, a derecha e izquierda, en los rincones del escenario, con el fin de procurar alguna iluminación. Mi corazón se sintió invadido por una sensación de solemnidad, pero mi curiosidad era aún mayor, por lo que me permití arrojar una última mirada por la rendija del telón antes de que me expulsaran de mi puesto de observación.

La sala se había ido llenando. La mayoría de los asistentes se habían sentado para no perder el sitio una vez conquistado. Debajo de las arcadas, frente a mí, donde desembocaban las gradas que ascendían desde la planta baja, vi a un legado papal y al embajador especial francés intentando rivalizar en cortesía, cediendo cada uno el paso al otro, aunque en realidad cada uno de ellos deseaba ser el último en entrar, lo mismo que la condesa, a la que vi escabullirse por una puerta lateral cogida del brazo de Sigbert. ¡Estaba seguro de que ella conseguiría superar a aquellos dos señores!

Cuando el eclesiástico cedió y entraron en la sala los soldados papales, antecediendo a los franceses, descubrí dos cosas: reconocí al joven fraile que en su día me recibió en Sutri: ¡fra'Ascelino! ¡De modo que el dominico había conseguido que le nombraran legado! Y también vi, junto al conde de Joinville, a Guillem de Gisors, el bello caballero templario a quien recordaba como acompañante fiel de un palanquín negro: ¡la grande maitresse! Así pues, también ella tenía fija su atención en el acontecimiento aunque no asistiera en persona. Y de repente fui consciente de la importancia que tenía el acto, que antes jamás había relacionado conmigo mismo. Pues no se trataba sólo de los niños, ni mucho menos: la atención se centraba en "¡William y los infantes!"

—¿Qué pasa con mi carta? —oí rezongar en voz alta a Pian del Carpine a mis espaldas, de modo que hasta el obispo, que correteaba activo por allí, tuvo que oírlo.

—¡No levantéis la voz! —le susurró el obispo a Pian—. Hoy mismo y aquí la tendréis en vuestras manos—. Fra'Ascelino ocupó junto con otro compañero de la Orden un asiento en el lado derecho, y los demás monjes se sentaron en las gradas que había detrás. A su lado se instaló el abanderado; los soldados del Papa se daban empujones por permanecer cerca. Los templarios no se movieron del sitio hasta que Gavin ordenó que se adelantaran en dirección al escenario. El embajador francés ocupó asiento en el centro de la primera fila; a su lado se sentó Guillem de Gisors, que saludó a Gavin con una leve inclinación y el rostro ruborizado. El joven caballero estaba visiblemente confuso al ver que debía sentarse en un sitio tan prominente mientras el preceptor seguía de pie. Los soldados del rey de Francia se situaron frente a los papales y junto a los de Otranto. A la izquierda, delante de los asientos reservados para la condesa, se habían acomodado en el suelo de mármol los comerciantes musulmanes sobre sus piernas dobladas; delante de ellos colocaron unas cajas que ostentaban valiosos objetos, como recipientes de incienso cubiertos de piedras preciosas y platos de oro llenos de esencias aromáticas. Un poco mas acá el mármol estaba ya sumergido en el agua, y el espejo líquido reflejaba la imagen festiva del salón y de sus preclaros invitados.

Al fin entró también la condesa acompañada de Clarion y protegida por Sigbert, que hacía de caballero acompañante. Las dos mujeres disfrutaban de la escena; llevaban unos vestidos sencillos de elegancia muy refinada que no robaban esplendor a sus joyas y sus perlas, además de acentuar la figura esbelta y todavía encantadora de la condesa y la desbordante salud física de su hija adoptiva. En cambio sus camareras, para mayor contraste, se presentaron vestidas con toda la sencillez de un hábito de monja de color beige, excepto una. Casi se me saltaron los ojos de la cara, casi me caí a través del telón al centro de la sala, y en un primer instante pensé que no podía ser más que un engaño óptico: ¡el rostro de aquella camarera era igual al de Madulain! Yo seguía con la mirada fija en ella mientras aquel ser de ensueño, mi princesa de los saratz, ocupaba con elegantes gestos un asiento detrás de las demás como si fuese para ella lo más natural del mundo.

—¡William! —la advertencia de Yarzinth me arrancó de mis sueños dispersos—. El obispo ya está entrando en la sala. —El cocinero llevaba una peluca y una vara de heraldo en la mano y me hizo acudir a la parte posterior de las colgaduras adamascadas, donde ya estaban preparados Lorenzo y aquel otro obispo extranjero cuyo nombre recordé en ese mismo instante: Galerán de Beirut. También estaban allí Pian del Carpine y, en un rincón, Hamo con los niños, muy excitados estos últimos.

El hijo de la condesa iba vestido de mongol, pero llevaba un austero traje de guerrero muy bien cortado y de cuello alzado, botas altas adornadas con pieles y en la cabeza un casco artísticamente forjado con una punta larga en el centro. Todo ello lo hacía parecer más alto de lo que era en realidad; la verdad es que daba la impresión de no haber llevado otras ropas en su vida. Su rostro tenía una expresión severa.

Aunque en realidad ahora tendría que haberme conformado, busqué y encontré un agujerito a través del cual poder seguir observando una parte de la sala cuando abriesen el telón principal. De momento no tuve ocasión de hacerlo porque Hamo me hizo coger de la mano a los niños, que se apretujaron contra mí; después Yeza me confió que, antes que nada, tenía que hacer ahora mismo un pipí. Arrojé una mirada desesperada a Yarzinth y la empujé hacia la habitación vacía; Roç; me siguió agarrado a mis faldones. Ordené a la niña que orinara en el centro de la estancia, poniendo cuidado en no salpicarme.

Pian se asomó por la puerta:

—¡Una auténtica mujer jalja! —Pero su sonrisa era una mueca—. Sólo te faltan unas trenzas largas metidas en fundas, ¡pero no te apures, te crecerán! —No comprendí a qué se refería, pero después pensé que posiblemente se estaría burlando de mis grandiosos cuernos, intentado ridiculizarlos al opinar que se trataba de un adorno femenino.

Arrastré a los niños de nuevo hacia afuera y nos colocamos otra vez detrás de la tela azul. En aquel instante estaban encendiendo los fuegos en los platos, y sus llamas arrojaron una luz fosforescente sobre el techo y las paredes iluminando con un trasfondo mágico el altar cubierto con la tela blanca. Yarzinth se adelantó, dio tres golpes con la vara en el suelo, y el pesado telón de terciopelo fue retirado hacia ambos lados.

—¡El sacerdote supremo de la Iglesia católica en Constantinopla, archidiácono de la Hagia Sophia[389], saluda a sus distinguidos huéspedes! —Hizo una pausa para dar tiempo a que todos saludaran con una leve reverencia al obispo, quien acababa de tomar asiento entre fra'Ascelino y Joinville—. ¡Celebremos en primer lugar la santa misa!

El cocinero se retiró y vi que se adelantaba Galerán seguido de Lorenzo, que lo asistiría. Todos los asistentes se pusieron de pie; las damas y los más devotos cayeron de rodillas.

Kyrie, kyrie, kyrie eleison! —inició su canto un coro de niños, invisibles para mí por estar situados más arriba de nuestras cabezas. Lo más probable era que aquellos hijos predilectos de Nicola se hubiesen instalado en un palco.

Christe eleison! —respondió la voz profunda de Galerán sin traicionar para nada su adicción al vino. Por desgracia no podía observarlo mientras celebraba el santo oficio por mucho que intentara torcer el cuello.

Kyrie, kyrie, kyrie eleison! —respondieron de nuevo los niños, y pensé que en realidad se había reunido en honor mío un número considerable de personas, puesto que me encontraba en el "centro del mundo" y no había nadie más, ni en la sala ni detrás del escenario, que fuese capaz de reunir en sus manos tantos hilos de aquella historia. Pero, ¿quién había ido anudando con paciencia y talento tantos destinos a la vez? Era verdad que los niños ocupaban un primer plano y centraban el interés de todos, pero, ¿dónde estarían ellos sin mi presencia? De modo que consideré justo y adecuado que, después de pasar tantas privaciones y necesidades, un público sorprendido reclamara mi presencia: "¡William y los infantes!"

Gloria in excelsis Deo —pronunció Galerán en su calidad de praecantor, y los niños respondieron con sus voces claras:

Et in térra pax hominibus bonae voluntatis! —Los niños serían "elevados" tal día como hoy, pues así lo había ideado y ordenado el viejo John Turnbull, que seguía erguido en su silla. Probablemente sólo se le veía desde la parte izquierda de la sala, pero con toda seguridad el anciano causaba una impresión de gran dignidad y sabiduría, hagia sophia, y sin embargo me asaltaron las dudas de si todo se desarrollaría tan armoniosamente a partir del momento en el que el anciano intentara instituir la ceremonia del "enlace quimiológico". ¿Cuál sería la reacción de los invitados papales?

Sanctus, sanctus, sanctus —retumbó el bajo profundo de Galerán. Había sido una maniobra inteligente incluir a aquel obispo en la ceremonia, pues nadie dudaba de que procedía de Tierra Santa, de modo que el acto no tendría un aspecto exagerado de casero complot bizantino en el caso de que los de Roma intentaran formular algún reproche en ese sentido—. Dominus Deus Sabaoth!

Seguí observando a través del agujero. En primera fila vi que se arrodillaba Clarion, cuyos ojos no se apartaban del joven templario a quien sus miradas ardientes atacaban como mil abejorros intentando acercarse a una flor. El joven dobló la rodilla —parecía sentirse confuso —como si aquel gesto de humildad le pudiese facilitar una mayor resistencia al pecado, aunque al mismo tiempo quedaba así a la misma altura que la seductora y con ello aún más expuesto al peligro. Como si el conde Joinville se hubiese dado cuenta de que el joven necesitaba protección o de que se estaba incubando una escena poco conveniente, dio un paso y, como por casualidad, acabó situándose entre ambos.

Gracias a este movimiento me llegó de repente la mirada insistente y fría de dos ojos al mismo tiempo que llenaba mis oídos el canto de hosanna! procedente del coro, aunque lo oía muy difuminado. Aquellos ojos pertenecían a un hombre que estaba de pie detrás del embajador y vestía el uniforme azul del rey cubierto de doradas flores de lis. Era el mismo hombre a quien habíamos encontrado entre las nieblas de la Camargue, el que había dado muerte a tres sargentos y a quien el prefecto llevaba en su carro —recordé la palidez de los muertos, sus cráneos partidos—. ¡Aquel hombre era Yves "el Bretón"!

¡Me parecía asistir a un desfile de fantasmas! ¡Fra'Ascelino, Madulain, Gisors! La visión del cuarto y último fantasma me proporcionó un susto de muerte, como si se hubiesen abierto las tumbas y la sala se estuviera llenándose con las momias de mi pasado extendiendo sus huesudas manos hacia mí. Un temblor me sacudió el cuerpo y sentí que un sudor frío me brotaba de la frente, de mis espaldas, de mis manos.

Agnus Dei, qui tollis peccata mundi:

Dona nobis pacem! —respondió el coro.

Recordé como una amenaza inolvidable desde el ensayo general que ahora, justo antes de mi propia entrada, debía presentarse el hermano Lorenzo de Orta, a quien mis labios se negaban a calificar de legado de su Santidad desde que había visto en la sala a otro que no estaría de acuerdo con que dicho título hiciera desmerecer su propio rango. Había llegado el momento en que Lorenzo debía anunciar la presencia del misionero Pian del Carpine, que venía de regreso de su misión ante los mongoles. ¿Dónde estaría Lorenzo?

Vi que John Turnbull se movía intranquilo en el sillón; después se inclinó hacia adelante con aire interrogador y observé que un ligero nerviosismo parecía extenderse por la sala. En aquel instante avanzó Yarzinth y dio tres golpes solemnes con la vara de heraldo; después anunció:

—¡Un mensaje del gran kan Guyuk!

Me volví hacia atrás y vi a Hamo avanzando como si surgiese de la nada. Con aquella ropa era difícil reconocerlo, al menos para los que no estaban tan familiarizados con su imagen como yo. Observé que Pian palidecía y Turnbull se quedaba rígido. Hamo sostenía en la mano un pergamino enrollado y esperó a que se hiciera el más completo silencio en la sala.

—"Nos, kan por mandato del cielo eterno y dotado de un poder tan inmenso como el océano, soberano del grande y prestigioso pueblo de los mongoles, emitimos la orden siguiente…" —Al principio la voz de Hamo sonó un tanto opaca, pero después adoptó un tono firme y muy viril—. "Ésta es una instrucción que dirigimos al gran Papa rogándole que la entienda y tome nota de ella. El presente escrito fue redactado tras tomar consejo y escuchar de la boca de vuestro emisario la solicitud de nuestro sometimiento. Para dar cuerpo a vuestras propias palabras deberéis acudir vos, gran Papa, con todos los reyes, a rendirnos homenaje. Entonces os podremos impartir las instrucciones que consideremos convenientes. Además nos habéis comunicado que sería para nosotros una ventaja aceptar el bautismo, y nos sometéis la invitación correspondiente. Sin embargo, no entendemos esa solicitud vuestra. Cuando seguís diciendo: «Yo soy cristiano por la gracia de Dios», os preguntamos: ¿Cómo vais a saber a quién perdonará Dios y en favor de quién derramará su gracia? ¿Cómo podéis saberlo para atreveros a expresar esa opinión? Por mandato de Dios han sido entregados a nuestro poder todos los imperios; desde donde nace el sol hasta donde el sol se pone todo está en nuestras manos. ¿Cómo podría nadie conseguir nada si no fuese por la voluntad de Dios? Si respondéis con el corazón honesto, en verdad deberéis decir: queremos obedecer y poner nuestros poderes a vuestros pies. Vos personalmente a la cabeza de los reyes, todos debéis acudir a rendirnos homenaje y poneros a nuestro servicio. En ese caso tomaremos nota de vuestro sometimiento. Pero si no aceptáis el mandamiento de Dios y obráis contra nuestra instrucción sabremos que sois nuestros enemigos."

Dios santo, pensé en aquel instante, ¡cómo es posible que cambie tanto el ambiente! La lectura pública de esa carta oficial dirigida a su señor Inocencio hunde absolutamente a Pian. ¿Cómo sacaría su cabeza de aquel lazo? ¡Y Turnbull, queriendo presentar a los infantes como portadores de paz, hará también el ridículo más espantoso! ¿Quién habría decidido aquella infame provocación? ¡Debo interrogar en seguida a Hamo!

Éste había puesto fin a la lectura con las frases siguientes:

—"Esto es lo que os comunicamos. Si obráis en contra, ¿cómo vamos a saber lo que sucederá entonces? Sólo Dios lo sabe."

En la sala reinó un profundo silencio, y después, partiendo de los papales y de los franceses, estalló el tumulto. Vi como Yarzinth arrastraba al joven conde hacia el fondo adamascado para después volver a adelantarse sin sentirse, al parecer, especialmente afectado. Desenrolló el pergamino, ahora en su mano:

—"Escrito al término de la asamblea, en el año 644 después de la hégira[390]". Esto va dirigido a nuestros huéspedes musulmanes —anunció de buen humor, tras lo cual el tumulto en la sala se acalló un tanto—. Para los cristianos el escrito está fechado a principios de noviembre del año del Señor de 1246 —y antes de que nadie pudiese impedirlo, Yarzinth acercó la mano que llevaba el pergamino al fuego de uno de los platos. El escrito se incendió brevemente y se descompuso en seguida, cayendo las cenizas al suelo.

—¡Mi carta! —Pian se había arrojado sobre él con desesperación, pero con un movimiento rápido que nadie habría podido imitar Yarzinth sacó de repente otro escrito, que entregó con una reverencia displicente al misionero. Pian dio vueltas al rollo, examinándolo: llevaba el sello de Guyuk, un sello intacto.

Yo había dado un salto para agarrar a Hamo detrás del fondo de damasco azul, pero no estaba allí, aunque me había asegurado antes de que nadie podría salir de aquel recinto. No me quedó otro remedio que regresar junto a los niños, que disfrutaban visiblemente con aquel revuelo y no deseaban otra cosa que poder presentarse al fin con sus disfraces mongoles. Tuve que retenerlos casi a la fuerza.

—Yo también sé explicar la historia de un gran rey, igual que Hamo —insistía Roç.

—Y además, ¡a él no le tocaba! —observó Yeza, que había memorizado con todo detalle el orden programado—. Ahora todo está patas arriba. ¡Es una jugarreta típica suya! —exteriorizaba la chiquilla su descontento.

Yo me rompía la cabeza tratando de adivinar dónde podía haberse escondido Hamo. ¡Sin duda Yarzinth era un brujo de mucho cuidado!

Lorenzo avanzó en un intento de salvar la situación, pero para redondear el desastre Yarzinth se adelantó a él presentándolo:

—Lorenzo de Orta, de la Orden de los hermanos menores de san Francisco de Asís. —"No lo hará", recé cerrando los ojos. Pero aquel heraldo del mismísimo demonio prosiguió con su voz más gélida—: ¡Legado de su Santidad el Papa Inocencio!

Aquello era un golpe en el rostro del dominico que estaba abajo en la sala, pero no pude ver su reacción pues tuve que emplear todas mis fuerzas en sujetar a los niños, deseosos de adelantarse al escenario. La sala se vio sumida de nuevo en el silencio, aunque esta vez era un silencio helado.

—El soberano de poderes inmensos como el océano —inició Lorenzo su charla en un tono que pretendía dar a entender que se trataba de una broma, y de momento consiguió que algunos soltaran una carcajada reforzando así su posición aunque de inmediato volvieron a callar —que afirma con tanta suficiencia tener del lado de su pueblo el poder de Dios —algunos lo aplaudieron al oír estas palabras —tiene, como bien sabemos, dos caras: una muy cruel que todos conocemos, y de la que ha dejado buena prueba en Hungría, por lo que supongo que ha querido mostrarnos esa mueca amenazadora para recordárnoslo —el público de la sala parecía interesado en seguir el relato, aunque yo todavía no creía poder estar seguro de que hubiera pasado el peligro—. Pero también tiene otra cara, y ésta nos indica que es temeroso de Dios y no está tan seguro de la superioridad de los mongoles. El kan conoce muy bien el poder espiritual del Santo padre y el hecho de que el rey de Francia lo es "por la gracia de Dios"; por tanto, podemos considerar que esa otra cara del kan está cubierta de lágrimas y que se está mesando desesperado las barbas y dándose golpes de arrepentimiento en el pecho. —Consideré que Lorenzo habría representado un magnífico recitador de feria pues intercalaba pausas convenientes en las que su fantasía se ocupaba en seguir devanando hilo—. Cuando el misionero enviado por el Santo padre, el hermano Pian del Carpine, vio que el soberano de los tártaros se mostraba tan obstinado, se adelantó un paso y dijo: "¡Llevaré ese escrito dirigido al Papa, pero lo expondré ante los oídos de toda la Cristiandad y Dios te castigará!" —En aquel momento el silencio en la sala era tenso, y Lorenzo demostró que poseía la entereza suficiente como para interrumpir con gran maestría su monólogo precisamente en ese instante, dejándome boquiabierto. Después prosiguió—: Ahora mismo sabréis, por boca del famoso y sabio misionero, lo que dijo —y se retiró en el instante en que Pian había saltado sobre el escenario. Parecía tan excitado y furioso que no me atreví a albergar la esperanza de que supiese recoger la pelota que Lorenzo le había arrojado con tanta habilidad e inteligencia.

—"Dios te castigará, y te castigará por mediación mía —exclamó Pian en voz alta, como si tuviese al kan delante—, y el castigo consistirá en quitarte a los infantes reales que mi señor, el Papa, te envió en compañía del hermano William de Roebruk y a los que esperabas con tanta ansiedad, puesto que representan el bien del mundo, la sangre gloriosa de la reconciliación, la promesa de la paz, una paz que tanto necesitas. Los niños no te serán entregados, ¡no los tendrás hasta que muestres público arrepentimiento por haber escrito semejante carta!" —Pian sostuvo con aire triunfal la carta en alto, y después aún se permitió una extravagancia de comediante de la que yo jamás lo habría creído capaz—. El kan se enfureció y dijo: "¡Cómo te atreves" —resopló con la voz cambiada —"a hablarnos en ese tono! Pondremos tu cabeza allí donde tienes tus sucios pies. ¡Guardias! ¡Alcanzadme la espada del verdugo!" —la escena que describía Pian estaba consiguiendo entusiasmar al público—. Entonces afirmé: "¡Poderoso kan! Si me cortas ahora la cabeza cortarás el último hilo del que cuelga todavía una mínima posibilidad de que puedas abrazar algún día, después de arrepentirte y pedir perdón tal como te he aconsejado, a los infantes reales. No olvides una cosa: los niños crecen. Si pierdes demasiado tiempo un día, cuando ellos sean los reyes de la paz en este universo tanto en Oriente como en Occidente, te arrebatarán el poder. ¡A ellos les bastará hacer una señal con el dedo meñique!" Entonces el gran kan me abrazó, me colmó de costosos regalos e hizo promesa de arrepentimiento. Yo regresé y saqué a mi hermano William y a los niños de su escondite: aquí los tenéis —y finalizó con énfasis su balada—: ¡William de Roebruk y los hijos del Grial!

¡Aquella era mi entrada! Pian miró orgulloso a su alrededor; yo agarré a Roç con la mano derecha y a Yeza con la izquierda, y salimos al escenario. Nos saludó el estruendo de unos aplausos que cayeron como una tromba sobre Pian, quien había demostrado ser un brillante actor, y también sobre mi humilde persona. La gente se había puesto de pie y estalló en un volcán de emoción y entusiasmo, aunque con quienes estaban más fascinados era con los niños, que se presentaron sonrientes y cogidos de la mano. Mientras los invitados se entregaban al éxtasis, Pian y yo dimos con humildad un paso hacia atrás; las ovaciones dirigidas a Roç y Yeza parecían no tener fin. Entonces vi que, en el fondo, el viejo John Turnbull despertaba de su aturdimiento. El "espectáculo" amenazaba con escapar de su control, por lo que pugnó por adelantarse remando con los brazos y, en efecto, consiguió calmar un tanto al público. Con su cabello blanquísimo y su hábito blanco también el anciano representaba una figura digna.

—Los hijos del Grial… —empezó a decir con voz que más parecía un graznido. De repente se levantó uno de los dominicos de hábito negro que estaban detrás de fra'Ascelino y, con un salto semejante al de un toro al que han puesto las banderillas, rompió a gritar:

—¡Es una farsa! —alzó el crucifijo para impresionar a la concurrencia—. Una estafa de los herejes… —Sus palabras acabaron en un gorgoteo y cayó de nuevo sobre el sillón, como si el diablo mismo lo hubiese agarrado por la nuca, aunque no me costó nada reconocerlo antes de que alguien le cubriese de nuevo la faz de lobo con la capucha: ¡Vito de Viterbo! ¡Al fin comprendí qué era lo que había estado esperando!

La intervención poco hábil de Turnbull bastó para que también el monje sentado junto a fra'Ascelino empezara a chillar:

—¡Traición, traición! ¡Apresadlos! —y los franceses, a quienes nadie se había referido, echaron a correr y tropezaron con los de Otranto, que intentaban proteger a los niños aunque nadie les había dado órdenes de hacerlo. Aún no había desenvainado nadie la espada, pero la confusión reinante fue suficiente como para que los soldados del Papa, que se adelantaron también, no pudieran atravesar la sala.

—¡Traición, traición! —clamaban también los esotéricos.

Agarré por las manos a los dos niños que, como les habían ordenado sonreír, seguían sonriendo mientras observaban el caos que se desarrollaba a sus pies, y los arrastré hacia el fondo del escenario, más allá del telón de terciopelo azul.

Allí me encontré con Yarzinth, que me gruñó cogiéndome por sorpresa:

—¡Quietos ahí! —Cuando quise atacarlo con los puños oí la voz estridente de la condesa que gritaba en la sala:

Otranti, alla riscossa! —y en aquel instante se abrió el suelo bajo nuestros pies y caímos resbalando por un plano inclinado que nos depositó en una canaleta de cobre pulido.

—¡Uiii! —chilló Yeza—. ¡Fíjate qué divertido!

Los niños se apretaban contra mí mientras bajábamos a toda velocidad resbalando por algunas curvas hasta acabar el viaje en lo más profundo del sótano, al que caímos por un agujero que había en la pared y del que yo siempre había pensado que era un. hueco de ventilación. Fuimos a parar a las camas de la mazmorra, donde seguía acurrucado Benedicto.

—¡Hamo os espera en el pabellón! —dijo en cuanto nos vio.

Yo creía oír ya los pasos apresurados de nuestros perseguidores en la escalera, los golpes de sus espadas contra la puerta.

—¡Lástima no haberlo sabido antes! —exclamó Roç, entusiasmado.

—Quién podía saber que Vito… —intenté explicarle el peligro de la situación.

—¡Me refiero a ese magnífico tobogán! —dijo el niño.

Me apresuré a empujarlo, primero a él y a Yeza después, hacia el pasillo.

—¡Rápido, rápido! —jadeé—. ¡Hamo os llevará al barco!

—¡Somos ratoncitos…! —fue cantando Yeza mientras echaban a correr. Benedicto se me había acercado de un salto y lo abracé, sabiendo que debía rendir al fin el sacrificio para el que mi robusto cuerpo parecía predestinado. ¡Por una vez en la vida mi gordura tendría un sentido!

El tumulto se había acercado a la puerta, que no resistiría durante mucho tiempo la embestida. De modo que tomé carrerilla y me introduje como un tapón en el embudo que se abría en la pared.

Sentí la opresión en mis carnes, las costillas aplastadas. Pude oír el estruendo con que se abrió la puerta y me pareció sentir el aliento caluroso y húmedo del verdugo en la nuca. Había llegado mi última hora.

William, alcancé a pensar, perecerás como un héroe: ¡los niños están a salvo!

En aquellos momentos retornó a mi memoria la profecía que el vasco moribundo me había confiado al pie del Montségur: ¿acaso no me había comportado como un fiel guardián? ¡Hasta el último momento! ¡Mi vida por los hijos del Grial! ¡Acógeme en tu seno, muerte!

—María, en tus manos divinas encomiendo mi espíritu, ¡apiádate de mí!

La Madre de Dios no permitirá que caiga vivo en manos de Vito, pensé agradecido, y apenas lamenté que empezara a faltarme la respiración, que acabó convirtiéndose en un jadeo, hasta que se desvanecieron mis sentidos.

Los hijos del Grial
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