EL "PABELLÓN DE LOS EXTRAVÍOS HUMANOS"
Constantinopla, palacio de Calisto, verano de 1247 (crónica)
—¿Quieren seguirme los señores, por favor? —El individuo calvo con la nariz que alargaba de un modo tan extraño su frente se había presentado en compañía de Clarion en la cubierta de remeros de los lancelotti, y su cortés invitación iba dirigida tanto a mí como a los niños. Yo no lo había visto hasta que, cansado del juego, me liberé de la venda que me cubría los ojos.
Clarion me dirigió un gesto alentador.
—Yarzinth os llevará hasta el palacio del obispo sin ser vistos, ¡podéis confiar en él! —instruyó más bien a Roç y Yeza que a mí, que de todos modos no podía hacer otra cosa que seguirlos.
Sin su afirmación expresa, aquel Yarzinth me habría parecido más bien sospechoso; en su rostro plano e imberbe flotaban unos ojos inexpresivos y de mirada fija: ¡ojos de pez! Pero tal vez fuese la ausencia total de cejas lo que caracterizaba de una manera tan desagradable y hacía parecer odioso su cráneo apepinado. Los niños treparon con rapidez hacia la popa y apenas pude seguirlos. Clarion los abrazó, y las "monjas", sin interrumpir sus salmos, no pudieron reprimir un gesto triste de despedida, pues todas les habían tomado cariño a Yeza y Roç. De modo que dejamos la trirreme y Yarzinth se dirigió hacia un almacén desvencijado que se erguía frente al muelle sobre una empalizada. Algunas ratas huyeron a nuestra llegada por el patio posterior sembrado de desperdicios, señalándonos de paso dónde se encontraba la maloliente entrada de la canalización.
Pero ni Yeza ni Roç se echaron atrás; sólo yo me tapé la nariz y temí por los dedos desnudos de mis pies, que asomaban de las sandalias. Yarzinth iba en cabeza y daba la mano a los niños, para los que buscaba una base segura entre los lodos del fondo. Roç llevaba preparados el arco y las flechas y Yeza agarraba con fuerza el puñal, aunque las ratas no nos atacaron, sino que se alejaron chillando por los pasillos profundos de la cloaca cuyas aguas gorgoteaban a nuestros pies fluyendo por un lecho cercado y apresurándose en dirección al mar. Después de haber avanzado unos trescientos pies en silencio completo, tanteando a través del fango resbaladizo, Yarzinth se desvió hacia un lado. En aquel lugar el agua estaba clara y nos lavó los tobillos; el pasillo se hizo más estrecho y ascendía de un modo acusado, trazando curvas, hasta llegar a una pared gruesa que nos cerraba el camino. Pero en ese muro había un tambor de rejas dotado de ganchos afilados que giró con estruendo, empujado por una rueda de cangilones impulsada por aquellas aguas transparentes que salían con un chapoteo de una abertura en el centro de la pared. Una escalerilla de hierro servía para superar el obstáculo.
—¿Es una barrera contra las ratas? —pregunté con humor.
—Eso es —me contestó nuestro cicerone por aquel infierno—, pero también está destinada a los bípedos pensantes. —Subí escalando detrás de él.
—Tened cuidado, no es precisamente la caricia más agradable para los pies —observó el señor Yarzinth, tan obsequioso como siempre.
Ayudé a los niños, que parecían muy impresionados pero nada atemorizados, y los agarré firmemente de las manos hasta que Yarzinth los tuvo bien seguros encima del muro.
Después de algunos escalones nos encontramos en lo alto de un dique que contenía una esclusa. Me pareció un dique excesivamente grande para aquel riachuelo que se veía abajo, atravesando una abertura en la base. Había además una gruesa viga doble de roble, colgada de una cadena, que representaba el cierre de la esclusa y en aquel momento estaba subida. Yo había esperado encontrarme más bien al borde de una cisterna, pero el espacio que vimos cuando volvimos a bajar el dique por el otro lado estaba completamente seco. En cambio nos encontramos con una reja de hierro dotada de puntas salientes hacia adentro y hacia afuera que nos impedía el paso. Me pareció una trampa gigantesca para animales salvajes, y observé también la existencia de una puerta de dos hojas, igualmente erizadas de punzones, que semejaba la boca abierta de un lobo dotada de una dentadura temible dispuesta a cerrarse.
—¡No hay problema si conoces el secreto! —masculló Yarzinth, y metió sin temor la mano entre los hierros. La puerta giró sin un sonido en torno a su eje central y dejó libre el paso—. ¡Vos primero, señor! —me invitó a pasar—. ¡Cuidado, no piséis el umbral! A veces se atasca, pero vale más no confiar en ello.
Dudé un instante y mi corazón latió como el de un pobre topo que se encuentra entre dos erizos, pero me tomó por la mano y avanzó conmigo. Para mayor seguridad, Yarzinth cogió a Yeza en brazos y cruzó el umbral.
Nos encontramos a continuación en un recinto bajo cuyo techo era de piedra y podía tocarse con la mano. Parecía apoyado sobre una columna artística que, al observarla de cerca, resultó ser un tubo enorme de cobre que terminaba un poco por encima del suelo, de modo que parecía a su vez suspendido del techo. La estancia estaba del todo vacía sólo la atravesaba una pequeña canaleta por la que corría un agua cristalina.
Y, sin embargo, me recordó de algún modo sombrío una cámara funeraria o, peor aún, un lugar de sacrificio; lo único que faltaba era ver sangre en aquella canaleta de desagüe. "William", me dije, "¡qué pensamientos tan estúpidos y hasta primitivos te atormentan!" Después vi en el otro extremo de la cámara algo que no contribuyó precisamente a alegrarme el ánimo, pues observé que se trataba de la misma combinación de reja de hierro con punzones y un muro grueso detrás. Como si nuestro guía se hubiese dado cuenta de mi malestar tuvo a bien darnos una explicación:
—Aquí nos encontramos exactamente debajo de la fuente de Némesis[315]. Esta cámara puede ser inundada hasta el techo, produciéndose entonces una presión que provoca el escape de una fuente muy espectacular: un chorro de agua de fuerza irresistible. Cuando la cámara está llena asciende el agua por este tubo hacia lo alto —nos aclaró Yarzinth con aire de entendido—; de ahí que arriba, en el templo, se haya colocado sobre una piedra terminal la pesada estatua de bronce de la diosa.
—Pero si hay alguien encerrado aquí —concluyó Yeza —y viene todo ese agua, ¿qué pasa con él?
—¡Se encoge como un ratón, sale disparado por el tubo y vuela derecho al cielo! —Yarzinth tenía una manera conmovedora de instruir a aquellas delicadas almas infantiles.
—Los ratones no vuelan —dijo Roç—, y si no dejan entrar aquí a las ratas sería mejor que tampoco entraran las personas.
—Para eso están las rejas —le confirmó el calvo, satisfecho al verse comprendido—; para que nadie pueda cerrar la esclusa sin estar autorizado.
Y nos señaló el final de la cadena de hierro, de la que colgaba el bloque de roble destinado a cerrar la esclusa. Sólo entonces pude darme cuenta de que la cadena estaba sujeta a un gancho empotrado en el suelo e iba por encima de la reja de punzones para llegar a una polea situada más arriba.
Pero Yeza no aflojó en su curiosidad.
—Si fuese así sería mejor que la reja estuviese delante de la puerta que cierra el paso del agua —y señaló con el puñal hacia atrás, con aire un tanto insolente.
—La verdad —dijo Yarzinth un tanto picado —es que las cosas son como son, y además este sistema ya no se utiliza; procede de la época del imperio.
—No creo que fueran tontos en aquellos tiempos —añadió Yeza bastante disgustada, y no permitió que Yarzinth la volviera a coger más en sus brazos cuando atravesamos la segunda barrera; muy por el contrario, observó con mucha atención sus dedos mientras inutilizaban el mecanismo mortal.
—Si no sabes cómo funciona —dijo en voz baja —te quedas aquí atrapado para siempre.
Una vez más ascendimos por una escalera de piedra y llegamos a lo alto de otro dique. Pero el muro no tenía salida, y el agua venía a nuestro encuentro fluyendo como una película plana sobre las escaleras, ¡hasta que nos encontramos ante la visión más maravillosa que una obra humana puede ofrecer a la vista! ¡Virgen santa! Los niños se habían adelantado con pie ligero, pero también ellos se quedaron inmóviles llenos de admiración y asombro.
La vista era realmente de cuento de hadas: un lago oscuro y enorme del que surgían unas columnas como sólo se ven en los templos: centenares de columnas iguales, dispuestas en hileras, soportaban una bóveda cuyas dimensiones el ojo no podía abarcar en la semioscuridad; de la bóveda caían algunas gotas en sucesión lenta y desigual que iban a dar en el tranquilo espejo del estanque. El tiempo respondía allí al necesario y lento fluir de la hora universal: la percepción de la eternidad distanciaba del ajetreo de la ciudad que se alza encima y las prisas de los individuos perdían su sentido.
—Es la cisterna de Justiniano[317] —explicó Yarzinth, y nos condujo con precauciones por el borde, hasta llegar a una barca que esperaba a nuestros pies—. Cada familia tiene su barca escondida en algún lugar —nos informó mientras avanzábamos entre el laberinto de columnas, él de pie en la barca y moviéndola a través del agua con ayuda de una larga pértiga—, por lo cual se celebran a veces aquí abajo violentos combates acuáticos en los que sólo se permite utilizar estas estacas, ¡nunca un puñal! —Yarzinth le guiñó divertido un ojo a Yeza—. ¡Igualmente está prohibido bajo pena de muerte abandonar un cadáver en el agua!
—¿Está permitido usar flechas? —quiso saber Roç, algo intimidado.
—No conviene, porque pueden abrir heridas cuya sangre impurificaría el agua —le aclaró Yarzinth.
Pero Roç no aflojaba en su empeño:
—¿Sabes? Las flechas —y señaló con una de ellas el vientre de Yarzinth —también se pueden disparar de modo que el herido se desangre por dentro; me lo dijo Guiscard —Guiscard era en opinión de los niños una autoridad máxima, al menos en lo que al uso de las armas se refiere.
Yarzinth, que parecía extrañamente afectado por la idea, le opuso:
—Pero entonces tendrías que sacar al muerto de aquí y llevártelo en brazos, de modo que no te lo recomiendo.
—No tenía intención de hacerlo —le aseguró Roç.
Así llegamos a un embarcadero excavado en la piedra, desde el cual unos escalones conducían directamente a una estrecha entrada que se veía a media altura en el muro.
El pasillo se ensanchó después de algún que otro zigzag desorientador hasta desembocar en una gruta que parecía tener varias salidas; en cualquier caso, se veían por todas partes unas aberturas que podían constituir escapes. Me di cuenta de ellas a la luz de la antorcha que alumbró Yarzinth cuando llegamos a su interior, pues hasta entonces, e incluso en la cisterna, siempre nos habíamos movido bajo una luz difusa que llegaba de alguna parte, de modo que nunca tuve la sensación de una oscuridad total, sensación que yo temía más que la estrechez de una estancia visible.
A los niños parecía estar gustándoles aquel viaje por un mundo subterráneo.
—Somos ratoncitos —cantaba Yeza—; somos ratoncitos que vivimos en / un-dos-tres-cuatro agujeritos / y el gato nos acecha, nos acecha, nos acecha, / aunque sabemos escapar: ¡un-dos-tres-cuatro! / ¡para seguir viviendo / en nuestros cuatro agujeritos!
Así estuvimos vagando como fantasmas a la luz vacilante de la antorcha de brea, cruzando cuevas y catacumbas, pasando por delante de sarcófagos[318] podridos y pinturas pálidas que nos miraban desde las paredes, bajo signos y números grabados en la roca que representaban juramentos de enamorados y ruegos de evadidos y condenados. De repente nos encontramos frente a una escalera de caracol por la que subió Yarzinth para abrir una trampilla más allá de nuestras cabezas. Ascendimos por la espiral de piedra y nos encontramos en una sala circular iluminada por la luz del día, aunque no descubrí ninguna ventana que diera hacia afuera.
—¡Bienvenidos al "Pabellón de los extravíos humanos"! —dijo Yarzinth formalmente, y se inclinó ante nosotros apenas hubimos surgido de la trampa.
Me gustó la forma en que estaba amueblada la estancia, pues no había visto antes nunca nada parecido. El suelo era de mármol y aparecía cubierto con alfombras de dibujo oriental; en el centro había algunas amontonadas, formando tumbonas, entre las que se encontraban varias mesitas bajas de madera de ébano adornadas con fina marquetería de asta y nácar, con tableros de chapa de cobre cincelada, además de esbeltos soportes para lámparas de aceite que ostentaban ricos alambres de plata trenzados y piedras artísticamente engarzadas. Incluso había dispuestos, para nuestra mayor comodidad, una bañera de latón, algunos calderos sobre brasas de carbón vegetal y otras fuentes grandes en las que flotaban hojas de rosas y jarrones de agua para refrescarnos. En toda la circunferencia de la sala había armarios empotrados detrás de un tabicado de madera ricamente labrada. Más arriba empezaba la obra de piedra afiligranada a través de la cual se filtraba la luz causando la impresión de estar en una alegre glorieta de jardín. Yarzinth tocó con los nudillos en una de las puertas de armario ¡y de allí surgió Hamo!
No nos habíamos visto desde aquel horrible alud caído en los Alpes, y de eso hacía casi dos años. Tenía, pues, los dieciocho cumplidos y era un hombre joven, condición que subrayaba el bigotito que adornaba su rostro. Yo ahora lo veía, tras haber escuchado la confesión de Laurence, con ojos muy diferentes: ¡Hamo L'Estrange! En cualquier caso, a partir de entonces siempre lo encontraría aún más extraño de lo que ya me pareció en nuestro primer encuentro en Otranto.
Los niños no estallaron precisamente en gritos de júbilo.
—¡Sin bigote estabas más guapo! —le espetó Yeza con frialdad, y Roç insistió:
—¡A Clarion tampoco le gustará!
Hamo se sentía confundido:
—¿Por qué no ha venido con vosotros? —me preguntó, pero Yeza me dispensó de toda explicación:
—¡Se ha metido a monja!
—¡No lo creo! —se le escapó al hijo de la condesa, por lo que me vi obligado a intervenir para que no surgieran malentendidos.
—Sólo viste el hábito —declaré —para evitar determinados ofrecimientos en este puerto de los pecados, donde suele emplearse un tono desenfadado y en exceso insistente con las muchachas bellas. Así pues, se ha disfrazado de novia de Cristo en peregrinación a los Santos Lugares.
—¡Sólo a nuestra señora condesa puede ocurrírsele esta clase de travestismo!
—El hábito no le sienta nada mal —le aseguré.
En ese momento nos interrumpió Yarzinth dirigiéndose a los niños:
—William me acompañará ahora a mí; ¡a vosotros os toca descansar!
Pero no conocía bien a aquellos críos revoltosos. Junto a su cabeza se clavó una flecha en el panel de la pared. Yarzinth no torció el gesto, me empujó por una puerta secreta, y la cerró con llave justo antes de que el puñal de Yeza se clavara en la madera.
Dimos media vuelta en torno al pabellón, pues aún seguíamos prisioneros de sus paredes en las que se entrelazaban ramas y frutos moldeados en la piedra que rodeaban la sala como una rosaleda. No podíamos mirar hacia adentro, pero los gritos excitados de los niños me demostraron que mi silueta siguió, durante algún tiempo, visible para ellos.
Nuestro camino nos condujo hacia arriba; atravesamos el pasillo que acabábamos de cruzar al venir y después volvimos a bajar unas escaleras. A veces me daba la sensación de que estábamos volviendo sobre nuestros pasos; otras veía a un lado las paredes interiores, y en otra ocasión los muros exteriores del pabellón, sin que me pareciera posible encontrar una salida de aquel laberinto circular de piedra construido en tres dimensiones.
—¡Me da la impresión de que aquí podríamos morir de hambre como piojos abandonados! —resoplé.
Yarzinth sonrió al verme tan intimidado.
—Nos estamos dirigiendo directamente a la cocina.
Abrió una trampa en el muro y, sin que nos vieran, pudimos observar desde arriba, a través del vapor que ascendía procedente de calderos y cacerolas, cómo se afanaban cocineros y ayudantes.
—Éste es mi reino —dijo Yarzinth con orgullo—, aunque a ti te está vedado. Para ti soy un ángel con espada de fuego: ¡cada vez que te encuentre en la cocina te cortaré un dedo!
Yo no sabía si estaba bromeando pero, por si acaso, decidí no hacer la prueba.
Yarzinth me llevó por el camino más corto que pudo encontrar hacia un sótano de altas bóvedas. La estancia estaba encalada y se iluminaba a través de las aberturas de sus arcos; dichas aberturas ni siquiera llevaban rejas, porque quedaban demasiado altas.
Junto a una mesa llena de pergaminos estaba sentado un fraile que me vio llegar con expresión de humildad esperanzada.
Yarzinth cerró la puerta detrás de mí y echó los cerrojos por la parte de fuera. Yo estaba seguro de que seguía espiándonos.
—Soy Benedicto de Polonia —dijo aquel hombre pálido que vestía hábito de franciscano y me miraba con timidez.
—¿No fuiste tú con Pian…? —se me ocurrió.
—No, William, ¡fuiste tú! —me contestó.
O sea, que me conocía. Y, en consecuencia, intenté corregirlo:
—En efecto, estaba previsto que yo lo acompañara, pero… —quise explicarle.
—Nada de eso: tú estuviste con él en la corte de los mongoles y, puesto que te estuvo dictando sus impresiones durante todo el largo viaje, ¡ahora tienes que ponerlas por escrito!
—¿El qué? —pregunté completamente desconcertado.
—¡La Ystoria mongalorum del afamado hermano Giovanni Pian del Carpine!
—Pero si yo… —quise defenderme—, ¡si no sé nada de todo eso! —Pero Benedicto me prometió con amabilidad sospechosa:
—Te lo dictaré todo, William, ¡todo! William de Roebruk, no tienes más que meter la pluma en la tinta; ya te he alisado el pergamino en el pupitre. Al fin pondrás por escrito lo que el mundo está esperando: ¡tú y el informe de tu gloriosa misión!
—¿Y si me niego a hacerlo? —Apenas esta posibilidad me cruzó por la mente cuando ya la había expresado en voz alta.
—En ese caso —dijo Benedicto—, ¡no creo que nos den algo de comer!
El argumento caló en seguida, de modo que me acerqué al pupitre y afilé la pluma.
—"A todos los cristianos" —me dictó Benedicto —"a cuyas manos llegue este escrito del hermano Giovanni Pian del Carpine, de la Orden de los frailes menores, legado de la silla apostólica que fue enviado como embajador a los pueblos tártaros y demás naciones de oriente, les desea el mismo que caiga sobre ellos la bendición de Dios en esta vida, así como la gloria de la vida eterna, y que puedan asistir a la victoria definitiva sobre los enemigos de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo.
"Cuando nos dirigimos por orden de la Santa Sede al país de los tártaros y demás naciones de oriente, y nos comunicaron la voluntad del Papa y de los venerables cardenales, decidimos por nuestra libre elección dirigirnos primero al país de los tártaros. Nuestro temor era que éstos pudieran amenazar en un próximo futuro a la Iglesia de Dios. Y aunque temíamos ser muertos por los tártaros u otros pueblos, o que nos retuvieran eternamente en prisión o que nos maltrataran por medio del hambre, la sed, el frío y el calor, dispensándonos un tratamiento indigno e imponiéndonos esfuerzos excesivos que sobrepasaran nuestra resistencia —y todo esto, excepto la muerte o la prisión eterna, lo hemos sufrido en realidad en mayor medida de lo que jamás habríamos creído posible—, no dudamos en tomar dicha carga sobre nuestros hombros, pues intentamos cumplir con la voluntad de Dios siguiendo el mandamiento del Papa por ver si podíamos de algún modo ser útiles a nuestros creyentes. Como mínimo queríamos intentar descubrir los proyectos verdaderos y opiniones auténticas de los tártaros, para revelarlo todo de modo que aquéllos, si decidían efectuar una vez más una invasión repentina, no encontraran indefensos a los cristianos como ha sucedido en alguna ocasión del pasado como castigo por los pecados de los humanos, pues sabemos que en tiempos nos infligieron una gran derrota, realizando una gran matanza entre los cristianos. Por esta razón debéis creer todo cuanto escribimos aquí para vuestro mejor conocimiento y como advertencia, tanto más cuanto que hemos viajado durante un año y algo más de cuatro meses por tierras de los tártaros, y en parte acompañados por ellos, es decir: hemos convivido con ellos y hemos visto todo con nuestros propios ojos, o al menos hemos sido informados por algunos cristianos que están allí prisioneros que viven entre ellos y que en opinión nuestra merecen ser creídos. Nuestro sacerdote supremo también nos encargó estudiar y explorar con toda atención, y fijarnos con ojo vigilante, en cualquier detalle por mínimo que fuera. Así lo hicimos, al igual que nuestro hermano en la Orden William de Roebruk, nuestro compañero en todas las vicisitudes e intérprete, con todo el afán…"
—¡Alto! —dije—, ¡yo no puedo escribir eso!
—Tienes que escribirlo, William, ¡te obligarán a hacerlo!
—¿Y por qué no mencionar entonces los nombres de los dos, puesto que tú no has desaparecido? —me rebelé contra tanta falta de lógica.
Pero Benedicto contestó:
—Sí, yo sí desapareceré. ¡Primero yo, después tú! Si escribes mi nombre, lo borrarán. El tuyo, en cambio, permanecerá al igual que el de los infantes reales a los que acompañaste a la corte del gran kan. ¡Ésa es la Ystoria!
Su humilde resignación me enfureció.
—Me has convencido —dije en voz alta lo suficientemente elevada para que un eventual espía pudiese oírme—, ¡escribiré lo que me dictes! —Pero la verdad es que el nombre que escribí fue "Benedicto de Polonia". Y él prosiguió:
—"Y aunque anotemos, para satisfacer la curiosidad de nuestros lectores, algunos detalles sobre asuntos desconocidos en nuestras regiones, no por eso debéis pensar que somos mentirosos. Pues sólo os informaremos de aquello que, o bien lo hemos visto nosotros mismos, o lo hemos oído relatar como hechos dados por seguros a otras gentes a las que creemos dignas de crédito. Sería muy cruel que alguien fuese insultado por pretender el bien de otros."
Nos interrumpió la entrada de Yarzinth, que traía la cena para Benedicto.
—¿Otra vez quieres envenenarme? —Mi hermano polaco inspeccionó con desconfianza el cuenco de sopa caliente, que despedía vapor, y las fuentes con ensalada y carne fría. Tampoco faltaban el queso ni las frutas. A mí se me hacía la boca agua; seguramente me quedé mirando aquellos manjares con expresión de avidez.
—Tú cenarás hoy por última vez con los niños, William, no hay otra manera de tranquilizarlos —dijo Yarzinth con expresión de reproche—. Será asunto tuyo hacerles comprender que en los próximos días tendrás demasiado trabajo que atender —y señaló con el mentón un segundo camastro que ya estaba preparado para mí—, ¡de modo que no podrás hacerles de nodriza!
—¡Pero alguien tiene que cuidar de ellos! —lo contradije—. De todas formas, me sorprende que no se hayan presentado todavía aquí.
—Nadie que no conozca la travesía del laberinto con los ojos cerrados puede abandonar el pabellón.
—Conocéis muy poco a esos niños —le contesté con expresión triunfal.
Yarzinth sonrió con pena:
—Una vez en la cárcel, el problema de los prisioneros no es cómo entrar, ¡sino cómo salir! —y señaló la existencia de un agujero en el muro del sótano que se estrechaba en dirección a un oscuro pasillo formando una especie de embudo—. Ese "último escape" sólo es útil para un prisionero que haya perdido las carnes—. Nos estuvo mirando a mí y a Benedicto como si quisiera estimar nuestro peso en vivo.
El hombre no me inspiraba ninguna confianza. Yo me veía de pronto tanto en su cocina, donde iría cortándome los dedos y metiéndolos en un enorme caldero, como mirando desde arriba por la trampa, y entonces él me obligaba a saltar…
—Antes de que te devuelva al pabellón —me volvió a la realidad el cocinero—, Benedicto podría satisfacer en algo mi curiosidad—. Sacó una botella tapada con corcho que llevaba debajo del delantal y se la puso delante—. ¿Cómo es posibie que Pian del Carpine jamás se haya enterado, durante todo el viaje, de que no sabes escribir, Benedicto? —El polaco tenía los dos carrillos llenos de ensalada y una pata de pollo asado, muy apetitosa, atravesada entre los dientes, de modo que su relato mascullado sólo llegó a retazos a mi oído.
—… tomando notas… Pian creía… escritura secreta… yo dibujo monigotes, redondeles, cruces… Él pregunta: "¿Has apuntado todo?"… Y digo: no puedo concentrarme si me miras por encima del hombro, necesito un aislamiento meditativo… Él insiste: "¡Lee lo que has escrito hasta ahora!" Y yo "leo" a la luz de la vela, y Pian se muestra más y más feliz al oír repetida la elegancia de sus expresiones, la agudeza de sus observaciones y la genialidad de las conclusiones que es capaz de sacar de todo lo sucedido. Mientras le recito de memoria sus pensamientos más profundos y los destellos espontáneos de su mente se siente conmovido y solloza de emoción. Nos completamos de la manera más feliz: ¡él no se acuerda de nada y yo tengo una memoria como la del mismísimo Dios Padre!
—Te va a hacer falta —le aseguró Yarzinth con voz aflautada y maliciosa—, porque esta vez creo que sí querrá leer sus heroicas leyendas vividas entre los salvajes tártaros.
Benedicto intentó responder al cocinero, pero después se tragó la respuesta con el último trozo de pechuga de pollo y enjuagó la boca con el vino ofrecido.
—William —se dirigió a mí con un eructo de satisfacción—, ¡qué bien me encuentro ahora que estás poniendo todo por escrito!
Yo no me veía capaz de compartir su felicidad, pues me dolían los dedos, por lo que me sentí muy contento de que me devolvieran al pabellón. Tampoco esta vez conseguí acordarme, ni mucho menos, del camino que recorría Yarzinth conmigo; él, en cambio, parecía seguirlo con la seguridad de un sonámbulo.
No me hacía ninguna gracia depender de él hasta ese punto; de todos modos, la verdad era que por mi propia voluntad nunca me habría adentrado por aquellos pasillos subterráneos. ¡Jamás!
También me pareció oír el aullido, el gruñido o el rascar de algún animal salvaje. ¿Existirían aquí abajo cerdos malignos de cloaca, dragones o algún otro anfibio gigantesco? Me pareció preferible que el cocinero me precediera.
—¡Dime la verdad sobre la cámara cerrada con rejas!
Yarzinth no se volvió:
—¿El balaneion? ¡Lo llamamos el "baño de los mil pies"! —Su voz traslucía una leve ironía, que me hizo temblar en aquel ambiente de curvas misteriosas por las que nos movíamos en el laberinto—. Es evidente que era un lugar de muerte, destinado sobre todo a las ejecuciones en masa dispuestas en caso de rebeliones populares, o para los prisioneros de guerra por los que nadie quería pagar rescate. Es fácil meter allí a unas quinientas personas de una vez, ¡de ahí el nombre de "baño de los mil pies"! —A él le parecía un invento ingenioso—. Habrás visto la cadena. Claro que no estaba sujeta allí donde está ahora, sino por fuera, delante de la reja. Una vez lleno el recinto, se cerraba la compuerta…
—¿Y el tubo? —pregunté con la voz llena de espanto.
—Cuando salía un chorro de agua por la parte de arriba todos comprendían que la sentencia había sido ejecutada. El agua no sale hasta que ha escapado todo el aire.
—¡Qué horroroso! —contesté—. ¡Esa pobre gente!
—De ahí que se necesitaran unas rejas tan resistentes, y también una comunicación directa, ligeramente descendente, con la cloaca, para cuando todo se hubiese consumado…
—¡Horrible! ¿Cómo puede un ser humano…?
—Polla ta deina k'uden anthropu deinoteron pelei[319]: no existe mayor monstruo que el ser humano.
Entramos en el pabellón sin hacer ruido por la puerta de un armario y Hamo, que nos había estado esperando a la luz de un candil de aceite, se levantó asustado del asiento. Los niños estaban dormidos; al menos a mí me pareció que dormían profundamente.
Me sentía disgustado conmigo mismo por mi incapacidad manifiesta de dominar mentalmente las entradas y salidas del pabellón, así que retuve a Yarzinth:
—Aquel agujero que hay en el muro, esa salida directa del sótano que es para cualquier prisionero como una invitación a la huida, supongo que también desemboca aquí mismo, ¿pero qué trampa incluye?
—¡Muchos garfios! —murmuró Yarzinth—. Se ha construido de modo que si alguien entra no pueda regresar jamás. En sus estrechas paredes hay puntas y cuchillas elásticas insertadas con sujeciones de cuero. Cuando avanzas se adaptan amablemente al cuerpo, pero al más leve movimiento de retroceso se clavan en la carne del fugitivo. Sólo las ratas y los perros de patas cortas son capaces de pasar por debajo de sus filos. Al parecer, este pabellón se utilizaba antes para guardar en él a los perros sabuesos, que así tenían acceso a las víctimas torturadas y recluidas en el sótano.
—De modo que había motivo suficiente para que un prisionero intentara huir.
—Si hubiese sabido lo que le esperaba en el pabellón… —y de nuevo asomó a los ojos del cocinero un destello demoníaco. Su calva brillaba a la leve luz de la vela; sus ojos parecían trozos de carbón candente insertados en cuencos profundos—. Mañana por la mañana vendré a buscarte, William —su voz me pareció la del mismísimo diablo, ¡o como mínimo la de un verdugo! Yarzinth se retiró a través de uno de los paneles y me pareció observar que, esta vez, elegía otra puerta.
—El "Pabellón de los extravíos humanos" no es un acceso que sirva para la conquista del palacio sino el nudo que comunica todos los caminos de huida que salen del mismo —me explicó Hamo en voz baja—. Claro que quien los conozca puede tomar esas mismas vías también en dirección contraria, pero al más leve descuido se verá atrapado en alguna de las muchas trampas mortales que hay dispuestas.
—Yo no quiero huir, Hamo —le susurré—, ¡quiero quedarme y cuidar de los niños!
—A mí sí me gustaría huir, William —me confió—, pero no sabría a dónde ir.
—Creo que me sucedería lo mismo —intenté consolarlo a la vez que me cubría con la manta.
Cuando fui a apagar la mecha mis ojos cayeron sobre el rostro de Yeza. La niña me guiñó un ojo; estaba perfectamente despierta y con toda seguridad había aguzado el oído. La amenacé con el dedo y apagué la luz.