LECHOS VACÍOS

Otranto, otoño de 1245

Sólo se veía luz en las ventanas altas de la parte del castillo que correspondía a las habitaciones de la condesa. Laurence estaba en su dormitorio y miraba hacia afuera, hacia el mar. Detrás de ella se atareaba Clarion en cruzar de un lado para otro de la estancia, sacando vestidos de armarios y arcones y sosteniéndolos delante de su cuerpo para probar si le irían bien; después los desechaba, los cambiaba por otros; guardaba cintas, cinturones, pañuelos y bolsos en diferentes cestas de viaje, de las que había ya un número considerable dispuestos para el transporte.

—¿Acaso piensas abandonarme para siempre? —se burló Laurence—. ¡Para cumplir con tu misión de cuidadora de dos huérfanos sin nombre no necesitas llevar contigo la dote de una princesa!

Clarion no entró en el tema; mantuvo su expresión obstinada y prefirió seguir preparando el equipaje.

—En dos o tres meses a lo más tardar estarás aquí de vuelta —intentó convencerla la condesa—. Todo ese equipaje no será más que una carga; además, ¡ni siquiera tendrás ocasión de utilizar ropas tan vistosas! —Laurence se paseaba entre las cestas y los atados propinándoles algún que otro puntapié despreciativo.

Sin interrumpir su actividad, pues en ese momento estaba vaciando sus cofres de joyas encima de la cama y seleccionando el contenido, Clarion le respondió:

—En primer lugar, no soy yo quien tiene que llevar la carga, pues para eso existen los animales y los criados. En segundo lugar, te diré que aunque no pueda llevar un vestido bonito más que una única noche, ¡habrá valido la pena!

Laurence se detuvo frente a ella al otro lado de la cama. A duras penas dominaba su irritación:

—Es decir, ¿que vas en busca de marido? —Metió la mano entre los collares, los broches y los anillos y, descomponiendo la distribución cuidadosa de Clarion, cogió un brazalete de oro del montón—: ¿Crees que te hice estos regalos para que puedas presumir delante de los hombres y buscar su agrado de un modo deshonesto?

—Aunque sólo le guste a uno, y sólo por una noche… —Clarion no pudo seguir hablando, porque Laurence le propinó una sonora bofetada.

Clarion apretó los dientes; sus ojos echaban chispas.

—Si algo de esto te pertenece, Laurence, te ruego que lo cojas. Yo…

—¡Tú me perteneces! —Laurence dio un salto y cayó encima de la cama como una tigresa abrazando las caderas de Clarion. La muchacha quedó tan impresionada que dejó caer las joyas que tenía en las manos y se inclinó hacia la condesa. Las dos rodaron sobre el lecho, sin prestar atención a las puntas y durezas de joyas, agujas y hebillas.

—Tú me ordenaste viajar —sollozó Clarion—. Podías habérmelo prohibido, podías haberme protegido…

Laurence la besó en los labios antes de incorporarse con un suspiro.

—No lo pude remediar. La Prieuré no me habría perdonado jamás una negativa.

También Clarion se incorporó y se secó las lágrimas.

—No es por mucho tiempo, Laurence, y si todos hemos de hacer sacrificios no deberíamos dificultarnos aún más la situación una a otra.

—Tú también podrías haberte negado —quiso disculparse Laurence por su apasionamiento—. No habría servido de nada, ¡pero me habrías demostrado que me amas a mí, sólo a mí!

Clarion acarició el cabello de la condesa, que buscó apoyo en ella.

—Pronto volveré a estar contigo, seré de nuevo tu amante, tu cariño, ¡tu putilla desvergonzada! —las dos se echaron a reír—. Por cierto, ¿qué pretende esa prostituta? —se acordó Clarion, y empezó a poner de nuevo orden en los cofres—. ¿Por qué persigue con tanto empeño a nuestro pequeño fraile?

Laurence se había acercado de nuevo a la ventana, pero no divisó la barquita de la mujerzuela, pues el pequeño puerto ya estaba a oscuras. Sólo se veían los faros llameantes de la entrada a la bahía.

—Esa mujer exige con insolencia que le entreguemos a William, negándose a marchar sin él. Para evitar disgustos Hamo le ha permitido quedarse todavía esta noche.

—Y mañana por la mañana estaremos lejos con su amante, ¡vaya sorpresa se llevará! —remarcó Clarion, divertida.

—¡Mañana por la mañana la echaré de aquí!

Clarion, que había sido informada por Hamo del objetivo y la meta de aquel viaje, argumentó:

—Hazle saber que William ha huido con los niños para escapar de ella. Cuanto más se hable del viaje del fraile William de Roçbruk, tanto antes y mejor conseguiremos nuestro objetivo. Por eso me llevo tanta ropa y tanta joya, ¡para provocar siempre que me sea posible un máximo de atención durante el viaje!

—Cariño mío, ¡eres y seguirás siendo mi pequeña puta! —Laurence abrazó a su hija adoptiva y se besaron como dos personas que están a punto de ahogarse; sus manos recorrieron con ansiedad creciente sus cuerpos. Parecían dispuestas a caer de nuevo sobre el lecho, pero Clarion se separó con un esfuerzo.

—¡Me esperan!

La condesa llamó a los porteadores y se dirigieron por los pasillos oscuros del castillo, que permanecía silencioso y sumido en la noche, hacia la puerta principal, donde también esperaba Elía con la intención de impartir a Hamo las últimas instrucciones y consejos para el viaje. Laurence se despidió de Clarion antes de llegar al rastrillo. No tenía intención de despedirse de su hijo.

En la habitación oscura donde había vivido William crujió un poco la trampa debajo de la cama vacía.

—¿William? —susurró la vocecita de Yeza—. ¡William!

No hubo respuesta. Sólo la luz de la luna caía a través de la ventana enrejada. Yeza golpeó la trampilla con todas sus fuerzas hasta dar contra el colchón, y su preocupación fue creciendo hasta convertirse en miedo.

—Se ha marchado —le dijo alarmada a Roç, que la sujetaba.

—¿Estás segura?

—Cuando duerme, ronca —susurró Yeza—. ¡Se lo han llevado!

—¡Vamos al barco, Yeza! —gruñó Roç. Y tiró con fuerza de las piernas de la chiquilla. La trampa se cerró de golpe por encima de sus cabezas—. Al barco —resopló el muchacho con satisfacción furiosa,—¡acuérdate de que te lo advertí!

Regresaron gateando por el pasillo hasta llegar a una abertura en el muro desde la cual podían ver el velero anclado junto al muelle. Aún no había partido.

—¡Vamos! —dijo Roç con toda su energía—. ¡A nosotros no nos pueden engañar!

Y bajaron por la escalera de caracol oculta en el muro avanzando a duras penas con las manos extendidas, pues la oscuridad era completa.

—Voy a nuestro cuarto a empaquetar las cosas —dispuso Yeza con aire decidido de conspiradora. Cuando se trataba de emprender alguna hazaña o aventura siempre era ella la primera, mientras que Roç se encargaba de los preparativos y la realización. Ahora ella ordenaba:

—Tú vas a la cocina y coges jamón y manzanas. ¡Necesitaremos algo para comer!

Roç aceptó la división de trabajo propuesta y sólo dijo en tono de advertencia:

—Llévate ropa de lana y algunas mantas, de noche hace mucho frío en el mar —tenía que demostrar que también él era capaz de pensar en ciertos detalles.

—Nos encontraremos junto a la rampa donde están las cámaras de forraje, detrás de los establos —susurró Yeza—. La escalera es demasiado peligrosa; podríamos tropezar con alguien.

—Y después nos deslizaremos por el pasillo secreto y saldremos exactamente encima del barco…

—¡O caeremos al agua! —Mientras Yeza acostumbraba a demostrar, junto a su fantasía y a su buena disposición para inventar algún truco, también cierta sana desconfianza, Roç solía transformarse conforme adelantaba la hazaña de investigador atento y persistente en un atrevido e impetuoso aventurero. Ahora bien, ninguno de los dos era miedoso.

—Al agua, no —dijo Roç.

—¡Pero si nunca hemos llegado hasta abajo! —insistió Yeza.

—¡No importa, lo sé muy bien! —Roç se mantenía en sus trece.

—Sé que es peligroso, igual que ahogarse —pretendió tranquilizarlo Yeza—. ¡Por eso nos gusta tanto! —y soltó una risa clara v divertida en medio de la oscuridad—. ¡Sobre todo porque no se enterará nadie!

Roç tenía alguna reserva:

—¡Pero tenemos que decírselo a William! ¡Es él quien nos tiene que esconder!

—¡Tonterías! —dijo Yeza—. Primero nos escondemos nosotros mismos en el barco; y cuando estemos en alta mar, ¡salimos y nos presentamos a William para darle una sorpresa! ¡Ya verás que contento se pondrá!

Roç sabía que era inútil llevarle la contraria.

—¡Tenemos qué darnos prisa, pues es capaz de marcharse sin nosotros!

Siempre era él quien tenía la última palabra. Los dos niños pusieron manos a la obra.

Los hijos del Grial
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