LA ÚLTIMA NOCHE

Montségur, primavera de 1244

Sólo faltaban pocas horas hasta la medianoche, la noche del equinoccio. Los parfaits habían seguido dedicados a la observación de las constelaciones celestes aunque los ataques habían destruido gran parte de sus instrumentos de astronomía. Ahora abandonaban el observatorio descendiendo por la empinada y estrecha escalera de piedra. En el patio del castillo de Montségur se estaban reuniendo los defensores y sus protegidos en torno al obispo Bertrand en-Marti. Todos los cátaros se presentaron ataviados con su ropa de fiesta; muchos de ellos regalaban sus pertenencias a los soldados de la guarnición, agradeciendo así su heroica defensa y en demostración de que ya no necesitarían ningún objeto terrenal. Los "puros" daban por finalizada su vida en este mundo.

Bertrand en-Marti había dispuesto de dos largas semanas para preparar a los creyentes para este último paso. Todos habían recibido el consolamentum. Ahora podrían asistir juntos a la gran fiesta largamente deseada: la celebración común de la maxima constellatio[42]. La alegría que para ellos irradiaba de dicha oportunidad, resultado de una preparación espiritual difícil de igualar, iluminaba todo cuanto pudiera venir después: el último trecho del camino que, aunque plagado de sufrimientos, conduce ya sin rodeos a la entrada del paraíso.

Dos de los que habían estado preparándose para emprender ese camino fueron excluidos, sin embargo, por Bertrand en-Marti de su prevista participación: los dos parfaits escogidos fueron destinados a salvar y llevar a un puesto seguro tanto a sus propias personas como, sobre todo, determinados objetos y documentos, ¡y debían partir ahora mismo y en seguida!

Los asediantes creían tener bajo control todos los movimientos de entrada y salida en el Montségur, pero las tropas de asalto, concretamente los montañeses y los catapultadores de Durand, jamás se habían atrevido a ocupar plenamente la loma desgarrada y cubierta por un denso bosque que en la parte oriental de la fortaleza transcurre junto a la barbacana, rebasa el Pas de Trébuchet y llega hasta el Roc de la Tour. Los asediantes se acurrucaban al borde de las rocas que les ofrecían protección de las flechas de gran alcance que disparaban los catalanes, y no tenían intención alguna de pisar aquel terreno inquietante del cual no había regresado hasta entonces ninguno de los exploradores destinados a estudiar sus recorridos secretos. Se murmuraba que algunos de éstos conducían desde el castillo directamente hacia algunas cuevas y pasadizos y se introducían en las paredes verticales del peñón, es decir: se encontraban debajo de sus propios pies.

La luna difundía una luz clara, por lo cual los dos seleccionados fueron conducidos por unos subterráneos oscuros en los que, con alguna frecuencia, oían por encima de sus cabezas las voces del otro bando. En una gruta cuya salida se estrechaba hasta formar una rendija casi invisible fueron envueltos con su valiosa carga en sábanas blancas bien atadas, y los hicieron descender con largas cuerdas por la cara oriental, difícil de vigilar, hasta alcanzar el fondo de la garganta del Lasset. El estruendo del río ahogaba cualquier otro ruido. Aquella misma noche los templarios, bajo el mando de Montbard de Bethune, consiguieron tapar la rendija de entrada en la roca.

Más abajo los esperaba un grupo de porteadores con varios animales de carga. Y en el mismo momento en que los mercenarios vascos, conocedores del arte de la escalada, se disponían a retirar las cuerdas, surgieron dos caballeros entre las sombras oscuras de la garganta bañada por las aguas espumosas.

Su ropaje los envolvía casi del todo, las armaduras no mostraban escudo alguno ni llevaban emblemas en los cascos; tenían las viseras bajadas y conducían sus caballos cogidos firmemente por las riendas.

Uno de ellos era de estatura gigantesca; su casco redondo y su camisa de mallas parecían de factura germánica. Su compañero era esbelto y la armadura que llevaba era de costosa factura oriental, como las que a veces se consiguen en Tierra Santa. Ninguno de los dos pronunció palabra alguna; sin romper su mudez echaron mano de las cuerdas que colgaban.

Los que ayudaban en la huida quedaron perplejos e intimidados al ver las espadas desnudas en manos de los extraños: entonces asomó por el borde de la garganta un caballero templario comunicándoles con un gesto que todo estaba en regla, tras lo cual volvió a desaparecer.

Los ayudantes tenían prisa. Rápidamente envolvieron a los caballeros en las sábanas que habían quedado vacías y los vascos tiraron de ellos para arriba.

Dentro de la gruta oculta los saludó el dueño del castillo con voces amortiguadas mientras abrazaba primero el poderoso cuerpo del mayor de los caballeros, después al más joven, a la vez que decía:

—Llegué a temer que no llegarais, caballero del emperador, o que lo hicierais demasiado tarde, príncipe de Selinonte.

—No había motivo alguno para vuestro temor —rió este último levantando la visera cincelada que protegía su rostro—, aunque hay que decir que el último trozo de camino sólo es adecuado para gente que no sufre de vértigo. —Sus rasgos angulosos y su acento gutural indicaban que se trataba de un extranjero—. ¡Ayudad a Sigbert a desembarazarse de su envoltorio! —y señaló a su recio acompañante, que se encontraba con dificultades para liberarse de la sábana—. ¡No está cómodo con ese disfraz de gusano de seda!

El interpelado se arrancó el casco de los cabellos grises mientras gruñía:

—Prefiero mirar de frente a una docena de enemigos que volver la vista a ese abismo espantoso.

—Vuestra valentía, comendador, honra al emperador.

—¡Federico no sabe nada de esta empresa! —le respondió Sigbert con encono—. Y más vale que sea así.

Los llevaron hacia el interior del castillo, donde los parfaits y los credentes[43], cada uno con una vela encendida en la mano, acababan de formar una procesión festiva para entrar entonando cánticos en la sala de ceremonias de la torre de homenaje. Después se cerraron las puertas de la sala. Ellos quedaron fuera.

—¿Esos cristianos celebran su resurrección aun antes de morir?—susurró el hombre que se hacía llamar Constancio de Selinonte[44] sin que su voz revelara ningún respeto. Era difícil imaginar su edad pues su piel oscura, la barba perfectamente recortada y sobre todo su nariz aguileña le proporcionaban el aspecto de un ave de presa, y sus vigilantes ojos oscuros reforzaban dicha imagen.

El viejo caballero no se tomó prisa en responder.

—¿Qué muerte? Ellos no le dan importancia, incluso la niegan —gruñó con su acostumbrada rudeza—. ¡En eso consiste precisamente su herejía! —Sigbert von Öxfeld[45], viejo y antiguo miembro de la Orden teutónica, era lo que se dice un gigante: tenía el cráneo pesado de los alemanes, el mentón afeitado, y los pliegues de su piel recordaban a un tranquilo perro de san Bernardo.

Y como los soldados y caballeros que estaban a su lado guardaron un silencio conmovido, tampoco ellos siguieron la conversación ni hicieron más preguntas.

Los hijos del Grial
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